Resumen
El texto evalúa la pertinencia de entender las características de la reforma educativa en Chile, en continuidad con la idea de un cambio de paradigma de la política pública en educación. En este sentido, el artículo puntualiza la importancia de las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011, encabezadas por estudiantes del nivel secundario y terciario, respectivamente, como instancias sociales críticas a la base de la generación de tal cambio. La noción de “paradigma”, acuñada por Kuhn, sirve así como concepto heurístico que permite expicar los fenómenos y su impacto. En relación con este objetivo, se analiza la situación de la política educativa chilena, con el propósito de dar cuenta de sus principales ejes de acción. Dichos ejes evidencian un estado de crisis, así como la necesidad de resolverla. No obstante, la eventualidad de alcanzar una solución a las dificultades del sector, colisionan con el punto de partida en virtud del cual se formulan las explicaciones acerca de por qué el sistema educativo chileno presenta estos rasgos. A este hecho es al que se denomina “empate neoliberal” y es el que, en opinión de los autores, exige un cambio de estándares de racionalidad.
Palabras clave Política educacional; gobernanza; paradigma; rol de la educación; explicaciones educativas; cambio social
Abstract
The text evaluates the relevance of understanding the characteristics of the educational reform in Chile, in continuity with the idea of a paradigm shift in public policy in education. In this sense, the article points out the importance of the student mobilizations of 2006 and 2011, headed by secondary and tertiary level students, respectively, as critical social instances on the basis of the generation of such change. The notion of "paradigm", coined by Kuhn, serves as a heuristic concept that allows to explain the phenomena and their impact. In relation to this objective, the situation is analyzed of the Chilean educational policy in order to account for its main lines of action. These axes show a state of crisis, as well as the need to solve it. However, the eventuality of reaching a solution to the difficulties of the sector collides with the starting point by which explanations are formulated about why the Chilean educational system presents these features. This is what is called a "neoliberal draw" and is what in our opinion, requires a change in standards of rationality.
Keywords Educational policy; Governance; Paradigm; Educational function; Educative Explanations; Social change
Presentación
El texto examina algunos factores que inciden en la dinámica del sistema educativo en Chile, los que configuran buena parte del contexto actual en que se presentan las demandas hacia el diseño de políticas educativas, que han conferido al sector un nuevo peso político específico, debido al cual este se transformó inopinadamente en el principal catalizador de los cambios que se están produciendo en el país (Atria, 2014).
El texto no aspira a establecer una relación que junto con explicar los fenómenos que apremian al sistema educativo del país, les vincule de forma estrictamente causal con el proceso de transformación del modelo social, político y económico imperante en Chile (o inversamente) (Munn, 2004; Ozga, 2005). Más bien, pretende racionalizar los supuestos e implicaciones de tales fenómenos, a fin de instalar una perspectiva que permita una mejor comprensión del estatus propio de algunos de los factores intervinientes en el funcionamiento del sistema educativo y sus relaciones recíprocas, explorando a partir de allí la plausibilidad de los vínculos explicativos que suelen proponerse entre los hechos educativos y los que caracterizan a la vida social en su conjunto (Burton, 2014).
El intenso fragmento histórico del siglo XXI ha visto transitar al país desde la cuestión social a la cuestión educacional; fenómeno impulsado por sectores activos de la sociedad civil, que pusieron en evidencia las contradicciones del modelo político heredado de la dictadura, muchas de las cuales fueron fortalecidas en democracia (Donoso-Díaz, 2013; Picazo, 2013). Los movimientos sociales conformados en torno de la educación han sobrepasado las estimaciones iniciales acerca del alcance de su desarrollo e impacto, cuestión que viene reiterándose desde los sucesos del 2006 y 2011, que desbordaron en su momento al institucionalismo discursivo del sistema de partidos y las predicciones de los sectores tecnócratas, dando pie a un escenario que todavía está en pleno desarrollo y cuyos resultados son inciertos.
De esta forma, la política educativa pasó de estar en el patio trasero del Estado –al que fuera confinada por la dictadura en su alianza con el neoliberalismo–, hasta situarse en los escaparates sociales más prominentes –donde radica hoy-. Las razones de este tránsito y su caracterización no son evidentes, requieren de un análisis exhaustivo y su identificación debiera ser útil para ilustrar la situación de la política chilena, en general, así como las condiciones de la política educativa, en particular.
Los años 80 corresponden a una profunda desvalorización social de la educación en todas sus dimensiones, fundada en el lucro como eje organizador de un modelo basado en la relación precio-calidad, además de la incapacidad de los entes diseñadores de política para comprender ciertos problemas fundamentales, a los que consideraron no más que ruido metodológico que, a su debido tiempo, los impactos de la implementación de las políticas se encargarían de neutralizar (Alarcón, Johnston y Frites, 2014).
Por mor del argumento, la política educativa se la comprende como la(s) respuesta(s) a las demandas estratégicas a las que se enfrenta una sociedad en materia de gobernanza, en la medida en que esta se ha convertido en un atributo crecientemente determinante para la sustentabilidad de los pactos sociales que buscan consolidarse justamente por medio o a partir del rol de la educación (Ball, 2008a).
Supuesta esta comprensión, el artículo se centra en explicar la transición experimentada por la política educativa en las cuatro últimas décadas en relación con las cuestiones de gobernanza, así como en caracterizar el sentido de la noción de paradigma como un instrumento analítico útil para explicar la transición hacia nuevos estándares de racionalidad de la política educativa y aplicar dicha caracterización al caso de Chile.
La situación de la política educativa
En apretada síntesis, a partir de la municipalización de la educación pública -una de las reformas de la década de los años 80, introducidas por la dictadura- el nivel intermedio del sistema educativo chileno lo conforman los municipios. Ellos, en reemplazo del Ministerio del sector, gestionarían los establecimientos educativos, el personal docente y el no docente, así como el equipamiento y la infraestructura escolar. Hasta entonces, los establecimientos públicos dependían directamente del Ministerio de Educación, era supervisados por las direcciones provinciales, que en esa estructura ejercían el rol de instancia intermedia de gestión.
Nace de esta forma la figura del “ente sostenedor (propietario o administrador) público”, bajo cuya autoridad se organiza la educación municipal en departamentos de administración de educación municipal (DAEM) o en corporaciones municipales, que tendrían a su cargo la relación entre el Estado central y los establecimientos educativos, así como la administración de sus recursos humanos y financieros; una suerte de singular “tercer sector”.
El rol de ente sostenedor público, para distinguirlo así del ente sostenedor privado, se vería precarizado por una serie de transformaciones sucesivas, que gravaron el funcionamiento de los municipios con obligaciones financieras, sin que necesariamente se proveyeran los recursos para servirlas. Por contraste, los establecimientos particulares-subvencionados, con aportes públicos, pero de propiedad privada, se verían beneficiados ya no solo por capturar parte de los fondos públicos, liberados en la forma de voucher, sino que, además, por el cobro del copago de la escolaridad a los padres y madres, y la selección de estudiantes, lo que configuró un escenario de desventaja para los establecimientos públicos, al tiempo que los resultados educativos de ambos tipos de establecimientos se medían con parámetros que no reflejaban las relativamente ostensibles diferencias de capital cultural y económico de sus estudiantes, dependientes de sus condiciones de origen. Tal escenario, terminaría debilitando la educación pública, cuyo indicador crítico consistió en la pérdida gradual, pero sistemática, de matrícula, a saber, de un 75% en 1980 a un 36,8% en el año 2015 (Ministerio de Educación de CHILE, 2015).
Unido a otra serie de circunstancias, el rol de ente sostenedor público ejercido por los municipios, implicaría la desarticulación del sistema escolar y un debilitamiento de la responsabilidad estatal del nivel central, sobre los establecimientos educativos públicos, distribuidos a lo largo y ancho del territorio nacional; en consonancia con las transformaciones sociales y políticas que algunos estudios califican como el paso de la articulación “vertebral” a una forma de desmembración “celular” del lazo social y de los vínculos del Estado con sus partes integrantes (Appadurai, 2006).
A lo señalado, hay que agregar los problemas financieros de muchos municipios, producto de la forma de financiamiento adoptada simultáneamente con el traspaso de los establecimientos a los municipios, la cual opera sobre la base del subsidio por asistencia media de estudiantes, lo que hizo aún más crítica la situación de las escuelas municipales (Donoso-Díaz, Frites-Camilla y Castro-Paredes, 2014). Otro tanto causó el hecho de que los municipios atiendan diversas iniciativas en distintos ámbitos, por lo cual la educación, en consecuencia, no es su giro único.
El elenco de situaciones problemáticas a las que se verían enfrentados los municipios generó, en diversos momentos, la intención de modificar la institucionalidad de la educación pública chilena, intenciones que se materializarían con posterioridad al movimiento estudiantil del año 2006. En efecto, este movimiento planteó con fuerza la necesidad de una nueva institucionalidad local, requerimiento que el Informe Final del Consejo Asesor Presidencial para la Calidad de Educación (2006) acoge y desarrolla. No obstante, no es sino hasta varios años después que estas propuestas pasan de ser intenciones genéricas (Donoso-Díaz, Frites-Camilla y Castro-Paredes, 2014) a una iniciativa concreta, como lo es el proyecto de ley de Nueva Educación Pública (NEP).
Otro tanto acontecería con el movimiento de estudiantes de educación terciaria de 2011, durante el cual se llegaría al extremo de plantearse una reforma completa del sistema político nacional. En particular, sin embargo, este movimiento conduciría a la necesidad de formular un planteamiento sobre el carácter del derecho a la educación, acerca de cómo debía entenderse la educación pública y cómo superar una institucionalidad educativa regida por el mercado.
Según se anunció, se busca explicar la transición de la política educativa en las cuatro últimas décadas en relación con las cuestiones de gobernanza:
Gobernanza quiere decir justamente la existencia de un proceso de dirección de la sociedad que ya no es equivalente a la sola acción directiva del gobierno y en el que toman parte otros actores: un proceso directivo postgubernamental más que antigubernamental … la gobernanza incluye a la gobernabilidad, en tanto requiere la acción de un gobierno capaz y eficaz, pues sin esta condición cumplida no existiría una condición esencial para que pueda haber dirección de la sociedad antes y ahora… gobernanza significa el cambio de proceso/modo/patrón de gobierno: el paso de un centro a un sistema de gobierno, en el que se requieren y activan los recursos del poder público, de los mercados y de las redes sociales. En conexión, es el paso … a un estilo de gobernar asociado e interdependiente entre organismos gubernamentales, organizaciones privadas y sociales. (Aguilar, 2007, p. 7)
En referencia a la alianza entre organismos gubernamentales en asociación con redes sociales y mercados, se ha dicho que Chile enfrenta una situación que requiere una solución postneoliberal, es decir, mientras ya no es posible sostener las formas fragmentarias de lazo social toleradas por el neoliberalismo, tampoco es posible volver a una forma meramente estatal de gestión de los servicios que garanticen garantías ciudadanas (Atria, 2014; Marshall y Bottomore, 1998)[4]. Lo señalado subraya la necesidad de preservar cuestiones centrales, como la eficacia y capacidad del gobierno, pero sin que todo el asunto se reduzca a la sola acción del gobierno, sino que debiera incluir a todos los actores alineados por los objetivos de un “sistema” o de una “red” (Ball, 2008b; Ong, 2007).
En relación con el rol de la ciudadanía en este proceso en Chile, es notable la vigorosa revitalización de la política educativa. En efecto, acerca de su diseño se discute en los medios de prensa; del impacto de sus medidas se debate en escuelas y hogares; del financiamiento en la calle y reuniones sociales; y sobre la evaluación de su importancia las controversias se multiplican. En la última década la educación se ha transformado en un asunto popular como el que más; tanto que como nunca antes se ha masificado la creencia de que cualquier persona está en condiciones de validar una iniciativa, de rebatir una solución o inclusive de dudar sobre las motivaciones ideológicas que inspiran una cierta dirección de la acción política en el sector[5].
Que esto ocurra en Chile y en otros países es prueba palpable de la existencia de rasgos contradictorios que inquietan a la sociedad: pese a que sujetos legos e iniciados creen estar autorizados para hacer valer un punto de vista propio, casi ninguna propuesta de solución concita suficiente acuerdo entre los actores del sistema educativo, político y social. De esta manera se hace patente la tensión entre sentido común y saber experto, entre la solución voluntariosa –profesionalizar la formación de docentes, disciplinar a estudiantes, hacer que lean y escriban más, que calculen más profusamente, que vuelva a la escuela-del-orden-natural consagrada por la dictadura y la tradición–, el optimismo economicista –mayor inversión, más subsidios, más y mejores incentivos en todos los intersticios del sistema, instalación de sistemas de control– y la mistificación pedagogista –formación de docentes en escuelas normales, con el imperativo de la vocación, el respeto y la dignidad para formar a las nuevas generaciones[6].
Tal situación testimonia la reconocida crisis que caracteriza al sistema educacional chileno. La que se manifiesta en que, por ejemplo, al tiempo que se reconocen importantes avances en materia de crecimiento económico, se constata la profunda desigualdad en la distribución de oportunidades educacionales de calidad y la consecuente incapacidad del sistema educativo para producir promoción social (Bellei et al., 2014). A partir de ello se plantea el desafío respecto de lo que debe hacer la educación –o más precisamente la escuela– a fin de reducir, si no eliminar, la ostensible brecha que divide la “educación para la renta” de la “educación para la democracia” (Nussbaum, 2010) y sus graves consecuencias para la preservación de esta última y la resolución de los problemas de gobernanza.
Como lo evidenciara la situación educativa chilena, desde 2006 –hito de la actual conciencia de crisis socio-educativa–, la cuestión en relación con la educación concierne, especialmente y sobre todo, al sentido, o mejor, a los sentidos de la educación (Bellei, Contreras, Valenzuela, 2010)[7]. A esto, antaño se le llamaba fines de la educación, que evitaba identificar valor con precio. Algo semejante puede decirse sobre el carácter de bien de la educación. Se trata de la cuestión relativa a cuál es el subsistema social en el que se inscribe la práctica educativa: si en el económico o en el social, o en ambos, y en qué medida (Sandel, 2013), mostrando en ello los anhelos de una nueva soberanía ciudadana que pueda derrotar los enclaves de la desigualdad social.
El punto central de la cuestión radica en cuán contradictorias teóricamente u opuestas en la práctica se muestran ambas formas de entender la educación. Si, en general, ponemos el asunto en términos de su para qué, de su sentido o finalidad, es evidente que la educación está comprometida primariamente con tres dimensiones: ciudadanía, equidad y productividad. Pero la verdad es que ninguna de ellas es lo bastante fija como para pensar que una vez hecha una definición en relación con estas, pudiera considerarse resuelta la tarea; antes bien, se trata de objetivos permanentes, pero dinámicos y actualizables (Ball, 2013).
A despecho que hay quienes usan el argumento de la finalidad en un sentido distinto, es decir, a favor de una concepción puramente personal de los objetivos de la formación y, en consecuencia, en relación con una visión de la sociedad asentada en el individualismo, es evidente que una teoría democrática no tiene por qué desconocer que la desigualdad sea una parte suya legitimada por una ciudadanía que se ha convertido, en ciertos aspectos, en su arquitecta (Marshall y Bottomore, 1998). Existen diversas maneras de mostrar esta situación, pero bástenos decir que hay una limitación natural para la igualdad que procede de la lotería genética o de la determinación biológica. Inversamente, el significado de esta dependencia de la desigualdad respecto de la naturaleza implica concebir la existencia de una comunidad de iguales[8] como resultado de mecanismos de socialización e individuación que son de carácter socio-cultural, entre los cuales la escuela tiene un rol incomparablemente importante (Putnam, 1993).
La creación de una comunidad de iguales es una construcción histórica, vale decir, la igualdad debe ser enseñada y aprendida en el marco de la integración de los individuos a su comunidad social de referencia. A esa tarea ha de contribuir la educación, en cuanto espacio social históricamente generado para que sus ciudadanos y ciudadanas se encuentre y reconozca como iguales; de acuerdo con Sen (2011), un espacio en donde la democracia pueda ser experimentada como modus vivendi y no meramente como un sistema de gobierno o una forma de organización de la vida social. En esta lógica, la escuela tiene prioridad, puesto que “… no hay otra institución que, como la escuela, permita proveer a todos la misma experiencia cognitiva y desarrollar en ellos las virtudes y destrezas que son indispensables para la vida democrática” (Peña 2007, p. 33), parte de lo cual depende de la cuestión relativa a la equidad con que la escuela distribuye experiencias de aprendizaje de calidad (CEPAL, 2000; González, 2000; Hopenhayn, 2011).
Sería una omisión inaceptable no mencionar entre los roles de la educación su relación con el subsistema económico. Ello deriva de que la competitividad presenta un carácter obligatorio, no opcional (Ottone, 1996), que se desprende del horizonte normativo que impone la modernidad social a los subsistemas institucionales y que en América Latina viene de las tensiones que el proceso de modernización imputa a la identidad cultural y que resultan de las contiendas entre energías utópicas y el realismo político, que marcan este rol. Desde esta lógica, a la educación le concierne habilitar a los individuos para insertarse oportunamente en la globalización económica y en los intensos procesos de cambio productivo, con capacidad para dialogar activamente en los espacios de decisión y de ejercer derechos políticos en una democracia crecientemente participativa (Ottone, 2006).
En virtud de estas exigencias, los sistemas educativos deben abandonar la oposición entre un humanismo como sinónimo de formación difusa, poco estructurada y holística, que apunta a un ser humano culto pero obsoleto y un conocimiento experto que capacita a especialistas para ser inmediatamente útiles al proceso productivo (Astudillo, 2011). Por ello se requiere de nuevos diseños curriculares, nuevas propuestas pedagógicas y una profunda revisión de la forma como se organizan y operan los sistemas educativos, para facilitar así su adaptación a racionalidades múltiples, al desarrollo de un espíritu crítico en la selección y procesamiento de mensajes, a la necesaria capacidad de traducir información en aprendizaje, de emitir mensajes a distinto público interlocutor, entre otras cosas (CEPAL, 2000).
Por contraste, o bien a causa de esta misma tendencia, la educación no puede seguir siendo concebida irrealistamente como una panacea o un lecho de Procusto cuya función consista en asumir y redimir todos los males de la sociedad (González Brito, 2000). Parte importante de los problemas de la educación actual pueden atribuirse al excesivo optimismo o desmesuradas expectativas de las que ha debido hacerse cargo, pretendiéndose que la escuela supla el déficit generado por la estructura social en su conjunto. Aquí también, en cuanto a la dialéctica que deben presentar las expectativas y la legitimidad, la educación está puesta en un trance histórico:
Un discurso que no debe enfrentar la prueba de la realidad tiende a la desmesura, a la impunidad con respecto a sus consecuencias y al debilitamiento de las exigencias de rigor que debe cumplir desde el punto de vista conceptual. Las prácticas y las conductas reales de los actores, por su parte, al no disponer de un discurso que las justifique, pierden validez, legitimidad y posibilidades de desarrollo. (Tedesco, 2010, p. 17)
Si se sustituye “discurso” por “política” en lo expuesto por Tedesco, se dispondría de un estado de la cuestión educativa nacional chilena: tendencia al formalismo, al tiempo que escasa atención a los dispositivos prácticos para la orientación de la acción; sospecha respecto del valor de la teoría para transformar las prácticas e interesada trivialización de los actores que operan in situ en el sistema escolar, amparadas en las perspectivas conservadoras que abogan por el “gradualismo y responsabilidad” ante las transformaciones, como argumentos para dejar todo prácticamente igual, sin importar cuán grave sea el problema que se busca solventar, y neutralizar las propuestas que buscan un cambio relevante (CEP, 2014). Es llamativo que actores políticos y empresariales que buscaron convencer a la ciudadanía de su alta capacidad para operar en escenarios complejos y cambiantes, recurran constantemente a la argumentación de no “cambiar las reglas de juego” y no “sembrar incertidumbre”, demostrando con ello no solamente su intención de guiar la opinión pública en aras de sus intereses propios –sino que evidenciando también sus limitados atributos para competir. Al respecto, puede revisarse el debate público sobre reforma laboral de 2015 y, en su momento, sobre la reforma tributaria de 2014. Lo mismo ocurre, coherentemente, con los cambios en educación.
Algo semejante a lo señalado, pero en un plano académico, se muestra en el análisis que ha llevado a cabo Atria (2014, p. 153) sobre el trabajo de Elacqua, Montt y Santos (2013), quienes proponen una solución “gradual” a un grave problema relacionado con los efectos del financiamiento compartido, cuya progresión obedece a contenciones políticas más que científicas. Este desplazamiento es el que interesa destacar aquí: lo que parece “justificado por la evidencia” no suele condescender con lo que es “políticamente recomendable” en términos del contenido y la forma de las transformaciones sociales que deben llevarse a cabo para conseguir como resultado condiciones más justas. Constituye, además, una razón suficiente para intentar identificar las múltiples formas de complicidad en las que se ha visto comprometido el trabajo intelectual abocado al análisis del sector educativo en Chile.
Explicaciones educacionales: El empate neoliberal
Las razones expuestas justifican el examen de la naturaleza de las explicaciones sobre los fenómenos de la política educativa, en la medida en que consideran ciertos supuestos y producen efectos que pueden resultar cómplices del status quo acusado por la situación de desigualdad e inequidad experimentada por el pueblo chileno. En efecto, se trata de la existencia de una cierta continuidad entre la actitud mostrada por amplios sectores de la sociedad frente a las posibilidades de transformación social y la clase de análisis y de recomendaciones propuestas a consecuencia de los estudios efectuados por diversas investigaciones y centros de estudios.
El supuesto radica en las relaciones que podrían establecerse entre los fondos para la investigación, las posiciones relativas en la política nacional de las organizaciones que los proveen –por no decir sus inclinaciones ideológicas–, la evaluación de pares y, en fin, los intereses de quienes financian la investigación educacional en Chile. Tal intención no debiera sorprender, puesto que se sigue necesitando resolver la problemática relación que acostumbran entablar entre sí la investigación educativa orientada a la política y la investigación orientada a la práctica (Magalhães, 2013; Whitty, 2006). El predominio de una de estas tendencias, la falta de convergencia entre las alternativas, es la que ha gobernado el diseño e implementación de la política educativa y, lo que no parece fácil es establecer un canal de comunicación entre la política pública y la investigación científica que dé lugar a la mutua confianza y a que dicha relación constituya la base de la institucionalidad del sistema educativo para su desarrollo en el mediano y largo plazo (Bronfrenner, 1987).
Varios estudios sobre política educativa en Chile están sometidos a la hipótesis que asimila la crítica situación del sistema escolar, en general, y de la educación pública, en particular, con los embates del neoliberalismo (Assaél et al., 2011; Atria, 2007; Cox, 2003; Inzunza, 2009), al postular que los problemas de la educación son causalmente dependientes de los problemas sociales, al punto de que la comprensión de los fenómenos educativos y su eventual solución dependen más o menos estricta y conscientemente de capturar fielmente la naturaleza de los bienes y derechos implicados, así como de remediar su desigual distribución social (Donoso, Castro, Davies, 2012).
¿Qué significa exactamente que las explicaciones educativas adopten esta forma? implica sostener que los problemas del sistema escolar se deben a factores que no forman parte suya y que son factores exógenos, de alcance estructural o de orden institucional. Inversamente, esto quiere decir que los factores endógenos, las variables internas de la escuela, tendrían un valor cercano a cero para establecer las causas de los malos resultados escolares y, en general, de las dificultades para el funcionamiento justo del sistema escolar cuando distribuye oportunidades y experiencias educativas[9].
Siguiendo esta línea de razonamiento, la cuestión educativa nacional en Chile hoy día no hace más que replicar la norma de los años 60 del pasado siglo, según la cual la mayor parte de los problemas escolares se debía a una causa única: la dominación de clase de las sociedades capitalistas (Dubet, 2004; 2011) o bien, de sus efectos demostrados científicamente (Bourdieu y Passeron, 1995; Coleman et al., 1966). Esta manera de entender los problemas educativos –sin ser del todo falsa, ciertamente– condujo en su momento a identificar la cultura o gramática escolar (Viñao, s. f.) con la cultura burguesa y, consecuentemente, a creer que nada se podía cambiar en la escuela si no se cambiaba la sociedad, de acuerdo con la prescripción de Althusser (1988): “En otros términos, la escuela (y también otras instituciones del Estado, como la Iglesia, y otros aparatos como el Ejército) enseña las «habilidades» bajo formas que aseguran el sometimiento a la ideología dominante o el dominio de su «práctica»” (p. 6).
En Chile se presenta una situación semejante, al considerar que los problemas centrales de la educación son isomorfos con los problemas sociales, todos los cuales derivarían de la adopción de políticas públicas de corte neoliberal, cuya historia puede rastrearse hasta los años 80, hasta el comienzo de la segunda década de la dictadura, en la que se inicia el proceso de consolidación del modelo de mercado vigente; inclusive, puede aventurarse que dada la ofensiva liberal debida a la así llamada “globalización”, hay quienes sostienen que la educación padece relativamente los mismos defectos en el mundo entero, precisamente a consecuencia de esa ofensiva (Whitty, 2009; Cassasus, 2001; Tedesco, 2004).
En este contexto, y dada la creciente relevancia de esta forma de explicación, cabe preguntar acerca de la validez de la hipótesis que explica los problemas centrales de la educación como efecto (únicamente) de la adopción de políticas neoliberales; examinando si es cierto que ambos fenómenos –la adopción de las políticas y la crisis educativa– son idénticos, y en qué sentido lo son, al punto de no poder distinguirse uno de otro. Si las características del mentado embate neoliberal son semejantes en todo el mundo; no será el caso, por contraste, de que el sistema escolar presenta algunas dinámicas que puede probarse que son relativamente independientes de las políticas neoliberales –que son incluso previas a la adopción de iniciativas políticas de corte neoliberal y que se deben a elementos inherentes a las instituciones escolares, a los habitus y de los capitales situados en la institución escolar-.
Por cierto, extremar la relación entre las políticas y la crisis educativa hasta el punto de formularla en términos estrictamente causales –como lo sugiere la referencia a los habitus y el capital– cumple una función heurística. Extremarla tiene la pretensión de una reductio, pues busca hacer pie en la necesidad de ver los fenómenos educativos como realidades de alta complejidad, en cuya existencia y preservación ejercen diversas funciones también distintos factores, los cuales no pueden limitarse mediante el tipo de explicación usual en ciencias. Dicho de otro modo: la explicación multifactorial de las ciencias sociales se ajusta más al fenómeno educativo que otras formas de explicación propias de ámbitos abarcados por las ciencias.
Este procedimiento no es, entonces, solo formal. En primer lugar, pretende señalar su adhesión a la idea de campo de Pierre Bourdieu, atendiendo al sentido con el cual una “sociología de la modernidad” (Martucceli, 1999) debe explicar cómo una esfera de la vida –según la tradición weberiana– se autonomiza en la misma medida en que se vuelve compleja y adquiere atributos propios que muestran:
La evolución de las sociedades tiende a hacer aparecer universos (los que denomino campos), que tienen leyes propias, que son autónomos … tenemos así universos sociales que tienen una ley fundamental, un nomos independiente del aquel de otros universos que son auto-nomos que evalúan lo que hacen, los desafíos que en ellos se producen según principios y criterios irreductibles a aquellos de otros universos. (Bourdieu, 1997, pp. 149-150)
En segundo lugar, el supuesto carácter “previo” de las dinámicas del sistema escolar remite parcialmente a una anterioridad temporal. Muchas explicaciones se inclinan por defender tan solo esta forma de anterioridad, en la medida en que identifican las causas de la actual situación educativa a la decisión de crear un mercado educativo adoptada por la dictadura. Así se considera una anterioridad conceptual o lógica en la explicación que pocos estudios, salvo ilustres excepciones, ponen de relieve (Atria, 2014). Para la mayoría la estructura de la explicación es irreflexivamente temporal y deriva de una descripción de la secuencia histórica, en tanto que para los efectos de este trabajo importa sobre todo la prioridad conceptual que apunta en la dirección de una elucidación teórica, aunque no causal, esto es, normativa, de los problemas centrales de la educación chilena. Vale la pena, por tanto, aclarar también el sentido normativo mencionado.
La sola descripción de los hechos deriva inevitablemente en la necesidad de conceder o rechazar la perspectiva así elaborada como ideológica. Su aceptación o rechazo es consecuencia de la aceptación o rechazo de los supuestos histórico-políticos de la descripción, por lo que tales explicaciones nos devuelven, una y otra vez, al mismo lugar, sin más progreso que el de una ordenación, en el mejor de los casos, inteligente de los hechos. En este sentido, el problema de la explicación histórica no reside en su ser “histórica” sino que radica en su carácter empírico, puesto que su fuerza explicativa depende de (la validez de) los datos en los que se basa, esto es, de una forma de justificación que reclama su legitimidad– por estar construida en (alguna clase de) sense data.
Sin embargo, parte importante de la historia de la ciencia muestra que ello constituye una actitud positivista escasamente sostenible, justamente porque los datos no prueban nada, al menos nada que no fuese posible probar con la ayuda de un esquema conceptual apropiado. Existe, sobre todo, la necesidad de evitar incurrir en la paradoja de aceptar y promover los cambios que caracterizan las sociedades modernas, en cuanto factores exógenos, mientras que simultáneamente se considera que la escuela debe permanecer inalterada, pendiendo de variables fundamentalmente endógenas, y que a fortiori debe aislarse al sistema escolar de tales factores exógenos, a fin de preservar su autonomía y su carácter propio. La consecuencia más nítida de la paradoja radica en que la escuela ha sido parte del programa institucional moderno y se comporta respecto de ese programa como un fenómeno difícil de alinear con la dinámica general de la sociedad. La razón puede encontrarse tanto en el carácter moderno de la sociedad como de la escuela y obedece a que ambas son fuente de autoevaluación crítica de la modernidad social.
La escuela, en particular, define su carácter en relación con su rol de transmisora de los valores y las tradiciones de una comunidad social, en el marco de la cual los valores y las tradiciones son evaluados críticamente con la finalidad de someter a prueba su legitimidad, más allá de su apariencia natural debida, en parte, a su prolongada estabilidad. Esa defensa de la escuela parece haber perdido la batalla; por otra parte, toda vez que hay un acuerdo tácito sobre su crisis, se atribuye esta, justamente, a dichos factores exógenos en cuanto que todos ellos son expresión de la arremetida neoliberal, cuyo efecto reside, entre otros, en anular la autoridad cultural de la escuela.
Quienes sostienen la negativa incidencia general del neoliberalismo en la educación, y que alinean a Chile como modelo de su nocivo efecto, acostumbran olvidar las condiciones particulares de la instalación de políticas neoliberales en Chile; a saber, el contexto dictatorial y la combinación del régimen militar con actores civiles políticamente conservadores. Esas condiciones motivan la tendencia a identificar el fracaso de la política educativa neoliberal con el giro neoliberal experimentado como “revolución silenciosa” en el país. El “empate” actual de la discusión educativa es consecuencia del punto de partida común de todas las explicaciones: mientras que unos sectores defienden el éxito de las políticas educativas debido a su carácter neoliberal, otros destacan su fracaso precisamente por ser neoliberales. Ninguno de ambos puntos de vista toma distancia teórica del terreno neoliberal, por lo que se está atenazado entre la denuncia del apocalipsis y la gloria de los éxitos neoliberales.
Parte importante del problema radica en que se atribuye la causa del éxito o fracaso a las mismas condiciones estructurales de la política educativa. Coinciden en reclamar para sí la verdad, sin tomar consciencia de que la propia forma de la explicación es la que les deja sin más armas que, o la demanda por la superioridad moral de su perspectiva –basada en el valor de la libertad, y por su parte, justificada por la búsqueda de la igualdad–, o la mayor coherencia de los datos con la evaluación contenida en su respectivo punto de vista.
El empate es consecuencia de no disponer de criterios para resolver la discrepancia de opiniones: la diferencia de paradigmas. Ello debiese advertir que la oposición de paradigmas puede resultar una nueva apariencia de la paradoja, que conduzca a las trincheras de perspectivas que ni se tocan ni contradicen, pues propiamente no dialogan entre sí. El que así sea depende de cómo se entienda la noción de paradigma y si esta noción compromete alguna forma de irracionalidad que impida la apelación a estándares de racionalidad de acuerdo con los cuales resolver normativamente las discrepancias.
De paradigmas a estándares de racionalidad. ¿Por qué cambiar?
La explicación del cambio social y de sus instituciones ha sido objeto en el último tiempo de varios ensayos. En particular, las instituciones educativas suelen considerarse organizaciones sensibles al cambio y, por lo mismo, se han elaborado teorías para explicar por qué se las puede considerar instituciones dinámicas (Fullan, 1998). No obstante, en Chile al menos, existe poca evidencia de establecimientos escolares que transformaran sustantivamente sus prácticas, por lo que conviene pensar en el cambio escolar como una expresión de deseo más que una realidad. En varios sentidos la escuela ha participado del cambio social, cuando en verdad apenas si parece haberlo acompañado; escasamente lo ha conducido de forma efectiva (Donoso, 2014).
Por esto mismo, cabe preguntar: ¿en qué sentido las movilizaciones sociales acaecidas en Chile en 2006 y 2011 constituyen “movimientos estudiantiles” originados en la escuela? La respuesta a esta pregunta necesita diferenciar entre la escuela como institución organizada e integradora, sinónimo de comunidad, y aquellos hechos que suceden en el espacio social escolar sin formar parte del proyecto de comunidad que la escuela representa, en cuanto que no se producen como una consecuencia intencionada de sus actores. Así, se entiende que los movimientos de estudiantes no son en sentido estricto “movimientos estudiantiles”, pues –pese a su contenido y orientación– su condición se localiza solo incidentalmente en el espacio social de la escuela, sin ser propiciado deliberadamente por miembros de la comunidad en cuanto tales.
La falta de tal distinción ha impedido identificar la posición específica de los movimientos de 2006 y 2011 en relación con la situación general de crisis de legitimidad de las instituciones políticas en Chile. Ha provocado una confusión que hace pensar que la crisis educativa es igual a la crisis social y que esta es, a su vez, igual a un agudo marasmo político. Inversamente, se establece continuidad entre los nuevos significantes políticos generados por los movimientos del 2006 y 2011 y las demandas de la política en la actualidad –reforma tributaria, asamblea constituyente, educación pública–; sin reparar en que lo central es que los movimientos de estudiantes son más bien el efecto de la situación general de los derechos sociales en el país, contra la racionalidad del mercado como relato dominante y único. Al respecto, la trayectoria del posicionamiento de los derechos sociales en los últimos años en el país es asunto de historia, en el sentido sugerido por Marshall y Bottomore (1998), a saber, es la consecuencia del desenvolvimiento de ciertos acontecimientos que han dado lugar a una nueva forma de constitución del lazo social, erigido sobre la base de los derechos sociales a los que debe adecuarse el sistema económico, político y social en su conjunto.
En virtud de ello, el cambio y su relación con la escuela se han vuelto relevantes en Chile, motivando la idea de que las transformaciones en la política educativa constituyen un verdadero “cambio de paradigma”. Ello responde a que el diseño de la política educativa propuesta introduce un concepto de participación social que, a diferencia de la concepción neoliberal, no considera la educación como un bien de consumo, como una mercancía, sino como un derecho (social). Aceptar un “cambio de paradigma” en la política educativa en el sentido indicado, conlleva algunas implicaciones que se debaten y el supuesto que guía el análisis depende de comprender adecuadamente la relación entre paradigma y comunidad social. En otras palabras, se propone examinar aquí la medida en que puede identificarse la transformación de la política educativa con un cambio de paradigma, en el sentido sostenido en el foro público nacional.
La noción “paradigma” fue introducida por Kuhn (2004), con el significado que se le confiere hoy en la expresión “cambio de paradigma” en La estructura de las revoluciones científicas. El libro afirma que nuestra imagen de la ciencia podría transformarse si mirásemos su historia real. La imagen de Kuhn, en palabras de Newton-Smith (1987), “describe a la comunidad científica como un auténtico paradigma de racionalidad institucionalizada” (p. 117). Entonces, quien hace ciencia, aplica un método, el suyo y el de su disciplina, lo que le permite avanzar hacia la verdad. Esta imagen –que distorsiona idealistamente la práctica científica real– resulta de la "vasta sombra" que se extiende entre la ideología de la ciencia y la realidad de su práctica. Por esto mismo, dice, Kuhn:
Si se considera a la historia como algo más que un depósito de anécdotas o cronología, puede producir[se] una transformación decisiva de la imagen que tenemos actualmente de la ciencia. Esa imagen fue trazada previamente, incluso por los mismos científicos, sobre todo a partir de los logros científicos llevados a cabo, que se encuentran en las lecturas clásicas y, más recientemente, en los libros de textos con los que cada una de las nuevas generaciones de científicos aprenden a practicar su profesión. Sin embargo, es inevitable que la finalidad de estos libros sea persuasiva y pedagógica ... (Kuhn, 2004, p. 20)
Lo que se aprende de ciencia a través de versiones de los triunfos del pasado relatados con fines de persuasión pedagógica, nada dice de los fracasos y de las luchas para que esos triunfos se hayan alcanzado. Los fracasos, de hecho, habrían sido más que los triunfos y Kuhn es partidario de un “ataque fuerte o exaltado” a la imagen de ciencia de la que disponemos, basada precisamente en una sucesión de éxitos (Newton-Smith, 1987, p. 118). Este ataque pretende negar la existencia de un ideal defendible con el cual pueda compararse la práctica real.
Mutatis mutandis puede sostenerse una tesis semejante para explicar la relación entre cambio social y paradigma: el cambio se identifica con el triunfo de una manera de entender la comunidad. Esta manera de entender la comunidad es, a su vez, un paradigma de vida social, que se impone como el esquema que explica por qué la vida social es como es. La transformación social significativa es, entonces, consecuencia de haberse abandonado un paradigma y de haber adoptado otro. Esta tesis histórica general puede emplearse -sin pérdida cognitiva- a la relación entre el diseño de la política y la práctica educativa real: el cambio de paradigma en política educativa sería igual a los cambios en la práctica. De modo que cambiar la educación supone cambiar el paradigma del diseño político. De ahí la importancia heurística de la idea de “cambio de paradigma” en las explicaciones educativas. Así, el modelo de ciencia que surge de su historia debe explicarse en función de la noción “paradigma”, para dar cuenta de la “estructura de la revolución en ciencias”[10], la cual remite a la de “comunidad científica”. Otro tanto puede decirse de la política educativa y la práctica educativa real. La simetría puede seguirse relativamente de cerca, si se tiene presente la explicación de Kuhn de cambio en ciencias y su aplicación paralela a la educación, en cuanto la acción en esta exige compartir una cierta “gramática”, en el sentido de Viñao (s. f.).
Kuhn usa “paradigma” para designar el consenso de todas las personas expertas de una disciplina. Un “paradigma” es así un modelo, una repesentación compleja, pero completa, de la realidad a que se refiere. A causa de lo mismo, de haber más de uno, no serían “paradigmas” sino “teorías” en competencia. Kuhn usa “paradigma” para designar una “teoría”, porque quiso resaltar que una comunidad requiere una teoría dominante que cumple la función de modelo (Hacking, 2012, p. 10), pensando que cada disciplina se caracteriza por tener un paradigma, y solo uno. Es notorio que las ciencias sociales no cumplen tal condición; son disciplinas pre-paradigmáticas, ni tampoco las constituyen una comunidad científica “normal”. En tal sentido, una vez más, puede decirse que el cambio educativo debería surgir como consecuencia del cambio de paradigma y, para que ello ocurra, debiera tener lugar una revolución. A su manera, cambiar el paradigma implica cambiar la gramática escolar, los estándares de racionalidad a los que se apela en el ámbito de acción en que tiene lugar la práctica (una serie, digamos, de reglas implícitas de acción: un hábitus) (Viñao, s. f.).
En otras palabras, el carácter “normal” de una ciencia y de la comunidad que la practica, de igual modo que una comunidad social que se constituye con base en un paradigma, depende de responder a la cuestión de qué hace razonables esquemas conceptuales de gran escala. Desde el aporte de Kuhn, uno de los temas más prominentes es el de la racionalidad y justificabilidad de esquemas conceptuales altamente ramificados, como los diseños de las ciencias y de una comunidad social dada, a cuyo modelo de explicación fundamental llamamos “sentido común”.
El concepto “paradigma” de Kuhn ha servido como punto de partida para el debate sobre la relación entre las generalizaciones teoréticas de gran escala y los datos empíricos, entre la racionalidad o irracionalidad de transiciones teoréticas mayores (“cambios de paradigmas”), de si la ciencia “progresa”, sobre el grado de verdad en el relativismo cultural, sobre el conflicto entre realismo e idealismo, y otros tópicos. En particular, interesa subrayar que un “cambio de paradigma” es per se un fenómeno que atañe, en forma relevante, a la justificación racional de transiciones teóricas, a la justificabilidad del paso de una teoría a otra, asumiendo que tal transición es teórica en cuanto engendra ciertas prácticas características y modelos explicativos tanto como ejemplos compartidos. Esto es, a lo que se aplica la noción es, precisamente, a las transiciones que representan transformaciones en las reglas de la acción. En otras palabras, uno de los asuntos más importantes suscitados por el enfoque de Kuhn es la cuestión de la revolución, lo que evidencia el uso “explicativo” de un concepto “político” como “revolución” en el título de la obra.
Sobre tales transiciones, Laudan (2001) provee una explicación. Las personas cambian de opinión. Este cambio es el resultado del abandono de los estándares epistemológicos que sustentaron el punto de vista previo al cambio: “estándar” puede entenderse en dos sentidos: como un valor básico o como un fin epistemológico. Lo sugestivo de la utilización que Laudan hace de “estándar”, para explicar por qué se produce la transición de una perspectiva a otra en una comunidad, deriva de que la usa para determinar la motivación del cambio. La motivación es juzgada como racional cuando obedece a una determinada forma de tratamiento de la evidencia y es irracional cuando no se ajusta a lo que define un estándar. En particular, la cuestión central es la relación eventual entre los medios y los fines, la que equivale al estándar de justificación para sostener una perspectiva sobre otra, lo que se aplica, primariamente, a la comprensión de la ciencia; pero también a un esquema teórico más amplio, como el del derecho y la explicación religiosa del pecado. En este sentido, el cambio puede entenderse como el proceso de sustitución de unos estándares por otros y, consecuentemente, lo que parecen estar diciendo quienes sostienen que hay un cambio en el paradigma de la educación chilena es que se está en presencia de un cambio revolucionario. Y no es el caso, simplemente.
Gracias a Kuhn, el concepto político adopta un estatus “epistémico”, en el sentido especial que puede darse a este adjetivo, el que no es independiente de la pertenencia a una comunidad que dispone de una visión de mundo. Así, la radicalidad de la revolución queda ilustrada porque representa un cambio en la percepción del mundo. Esto implicaría algo que promueve el constructivismo: nunca observamos el mundo de manera completamente objetiva, con un caveat: nuestras observaciones contienen una gran dosis de construcción (Searle, 1997). Una revolución científica es un cambio en la percepción del mundo: antes y después de una revolución el mundo es distinto. Tal cosa, sin embargo, no es lo que ha ocurrido en educación, por muy inspiradora que sea la idea suscitada por el hecho de atribuir las transformaciones a la acción de la juventud. Contra esa percepción idealizadora, ni la juventud ni la educación son la imagen viva de la justicia.
Conclusiones
La educación es un sector convocante para la sociedad chilena, en el que participan dificultosamente visiones con énfasis diferentes acerca del sentido de lo social, de la persona y del desarrollo socioeconómico. Una de las misiones clave de la educación, reclamada iterativamente en momentos críticos, es su aporte a la gobernanza, que requiere responder a las necesidades de integrar procesos democráticos con la solvencia técnica para la búsqueda de soluciones pertinentes y eficientes, con mayor preeminencia de factores contextuales, con desafíos importantes en materia de descentralizar la gestión y las decisiones y, a su vez, contribuir a desarrollar una sociedad que tiene una escasa práctica al respecto.
En este accionar, la política educativa enfrenta desafíos significativos para integrar enfoques y niveles, definidos aquí como micro y macro política, tarea de suyo relevante. El volumen de estos desafíos contrasta con el minimalismo de muchos de los trabajos destinados a estudiar la situación de la educación chilena, que tiende a postergar el urgente requerimiento, por una parte, de una solución que no puede ser sino global y la evidencia, por otra, relativa a que los problemas de gestión política del sistema educativo no le son exclusivos, en la medida en que la organización escolar presenta prácticamente los mismos desafíos detectados en el conjunto de la sociedad chilena.
En particular, conviene ponderar de modo adecuado la relación explicativa posible de establecer entre las variables externas y las variables internas que dinamizan de formas típicas el desenvolvimiento del sistema educativo. Este dinamismo parece generar una suerte de inestabilidad que da la idea de ausencia de control, de falta de poder, de un conjunto que no puede ser reducido a orden racional alguno. Una sensación que, al caracterizar la educación como fenómeno de alta complejidad, simplemente elude la cuestión de cómo proceder y de cómo combinar, en este mismo proceder, las variables técnicas con las políticas. El origen multifactorial de la dinámica educativa, es decir, la característica educativa de ser una empresa cultural compleja no debe, siquiera, sugerir incapacidad para someterla a un régimen de gobierno.
El régimen al que debe ser sometido el sistema educativo necesita comprender antes que reducir: comprender la necesidad de articular medidas de política que reduzcan los efectos nocivos de la desigual distribución del ingreso, a nivel estructural -la variable exógena central- con medidas de política educativa intra-escolar que favorezcan la mejor distribución de oportunidades educativas de calidad entre las escuelas y al interior de las propias escuelas. En una palabra, se requiere entender que no hay calidad educativa sin equidad social: es un error conceptual y político grave desvincularlas, al punto de priorizar una en desmedro explícito de la otra.
La política educativa en la época dictatorial centró todo su accionar en el establecimiento escolar, ubicando la política de un lado y de otro el establecimiento, como objetos aislados del contexto social en que se insertan, con un rol del personal directivo escolar acotado al ejercicio administrativo del cargo, a saber: un sujeto burócrata más que un líder profesional. El cambio, lento y complejo del sistema educativo en los comienzos de la recuperada democracia, fue precipitado esencialmente por factores exógenos que endógenos, tendencia que en la actualidad se mantiene, aunque con un peso crecientemente mayor de lo endógeno. Han contribuido a dar mayor visibilidad a este cambio las crecientes demandas a la educación por parte de la sociedad, las exigencias de articulación del sistema educativo con el pacto social y la gobernabilidad de la sociedad, y la disponibilidad de recursos financieros en dimensiones no conocidas respecto de lo que había sido su historia más reciente, en los años 80, donde el aporte público a la educación se redujo sustancialmente (González, 2003).
En los 80, tiempos de instalación y consolidación del modelo neoliberal en educación, la política educativa tuvo como orientación determinante a privatizar abiertamente el sistema educativo. No hubo otra política equivalente y, en este marco, fue el mercado el que articuló las políticas. Lo público solo atendió algunos de los grandes desequilibrios del mercado. De esta forma, la política educativa pública se redujo a hacer funcionar el sistema en los términos en que estaba y sincronizarlo con las orientaciones privatizadoras. Los primeros gobiernos democráticos trataron de instalar algunos de los “sueños educativos” larvados en los años dictatoriales, pero entre las exigencias políticas de mantener el modelo de financiamiento vía subsidio, las cortapisas de las leyes de “amarre dictatoriales”, las demandas del Banco Mundial, la “municipalización de la educación pública”, más algunos desaciertos propios, como el financiamiento compartido (1993) que, sumados a interesantes e iniciativas de reinserción escolar y ampliación de la cobertura en todos los niveles, se tradujeron en correcciones al modelo, que a la postre fueron insuficientes para atenuar su efectos negativos sobre la desigualdad y segregación educativa.
En materia educacional, la segunda década de la democracia (2001-2010) terminó con grandes movimientos de protesta social y con pocas ideas nuevas para el sector, una fuerte tecnocracia en los diseños políticos de la educación, poco acercamiento hacia los movimiento sociales y un sistema que acusaba problemas importantes, agudizados en los comienzos de la presente década por la escasa asertividad del gobierno conservador hacia las demandas sociales, esencialmente del fortalecimiento de la educación pública, que derivaron en situaciones críticas impulsadas por los movimiento sociales, que han conducido al punto de inflexión vigente: perfeccionar el mercado o cambiar el paradigma de funcionamiento para que sea un derecho social.
A partir del cambio de milenio en adelante, las transformaciones culturales en la educación chilena han sido muy rápidas, con escaso tiempo para adecuarse, insuficiente soporte técnico, empírico y científico, variadas demandas desde diversos sectores y la incorporación masiva de actores al debate. Esta situación se debe al incremento de la valoración social y política de la educación, tanto desde la gestión del Estado en sus diversos niveles como por la misma ciudadanía; no en vano los conflictos sociales más masivos de las últimas décadas se han organizado en referencia a la educación, acusando, entonces, la relevancia que tiene, como si un cambio en el sistema educativo fuera un índice de la probabilidad de cambio social global. De ahí que sea un lugar común decir que el cambio en la educación comporta el cambio del modelo mercantil que ha dominado el diseño de políticas, junto con el abandono creciente por parte del Estado de los que fueran sus deberes fundamentales en relación con los derechos de la ciudadanía.
En este proceso, las expectativas sobre la educación como correctora de inequidad social y herramienta de desarrollo de la sociedad, se han mantenido e incrementado en las últimas décadas y la diversidad de los debates sociales son la expresión de la relevancia que ha alcanzado la educación en diversos planos. De igual forma, la educación se enfrenta a desafíos de magnitud respecto de su funcionalidad como agente de gobernabilidad de las sociedades; la complejidad del área se expresa en todo plano, en su institucionalidad (normas y recursos), en los objetivos y metas, en los actores de diverso nivel y, finalmente, en exigencias directas por mejorar calidad con eficiencia / eficacia. Este conjunto de desafíos, no obstante, no se agota en un examen puramente técnico y es cada vez más evidente que está en juego el modelo de sociedad.
El contexto en el que se insertan las políticas –entendido como el territorio material y simbólico en que se ejecutan– ha aumentado su significación. En el caso chileno, este es un elemento aún no incorporado plenamente, dada la centralización histórica que domina los procesos políticos macro educacionales, en los cuales siempre se “unificó” la visión de los territorios desde una perspectiva homogénea, que subsume la diferencia existente entre territorios a la “idea país”, originada y orientada desde el centro político y metropolitano (Alarcón, Donoso y Castro, 2013). Quedó instalado en el sistema educativo que el territorio, como realidad socioeconómica y cultural particular, era marginal (Castro, 2012).
Este fenómeno hay que entenderlo como parte de los procesos de redemocratización de la sociedad chilena, en cuya lógica se inscriben las peticiones por hacer de la educación un derecho social, así como también las presiones crecientes por descentralizar la gestión del Estado. Este aspecto es clave, por cuanto se asocia a las exigencias de gobernanza: se demanda un Estado activo y presente, claramente diferente al Estado de inspiración liberal. En lo conceptual, la visión neoliberal buscó explícitamente el debilitamiento del límite entre lo público y lo privado en educación, producto de la instalación sin contrapeso de esta visión hegemónica, cuya intencionalidad manifiesta era debilitar al Estado en su rol de corrector de desigualdades, reduciendo su actuar y mermando su capacidad de respuesta, lo que permitió, primero, privatizar abiertamente y, luego, continuar con este proceso de manera encubierta (Ball, 2009).
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Es importante en este punto el argumento de Atria (2014, Cap. IV) respecto de la situación chilena, aboga por una perspectiva histórica –que él llama “pedagogía lenta”– y que Marshall denominara “evolución de la ciudadanía” (Marshall, 1998, p. 22).
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[5]
Una investigación independiente podría probar esta tesis: la prevalencia en los medios de comunicación de masas de los temas educativos domina la agenda pública desde hace prácticamente una década en el país. Ejemplos de ello son periódicos como El Mostrador, El Mercurio, La Tercera, CIPER y The Clinic, La Segunda, entre varios otros de circulación física o virtual.
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[6]
Se logra una buena imagen del amplio rango de opciones explicativas a las que se ha aludido en la controversia educativa en Chile, al considerar Cahmi, R., Troncoso, R. y Arzola, M. P. (2011) frente a Atria (2012).
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[7]
Nos referimos al movimiento estudiantil del 2006, que fue gravitante en la discusión de los temas del sector y promovió algunas transformaciones y contra transformaciones que se expresan con fuerza hasta el presente. Véase Bellei, Contreras, Valenzuela (2010), Fleet (2011), Donoso, S. (2010) y Cabalin (2012).
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[8]
Putnam entiende la educación como “the process of forming fundamental dispositions, intelectual and emotional[…]” (p. 223) y piensa que Dewey anticipó la concepción de Cavell sobre la filosofía como “teoría general de la educación”.
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[9]
Es ejemplar para el caso chileno la cuestión de la segregación (Domínguez, 2014). Atria (2014), discutiendo la función de la evidencia empírica en el juicio de personal experto ha señalado este punto específico: “¿Y si la «evidencia empírica» mostrara, como algunos han sostenido, que la segregación residencial es mayor que la segregación de establecimientos educacionales? ¿No mostraría eso que la causa de la segregación educacional es la segregación territorial, y no algo propio del sistema escolar?” (p. 153). La respuesta para la segunda pregunta es negativa y agrega que, de hecho, hay evidencia para sostener lo contrario.
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[10]
No obstante, Masterman (1965) proclamó que podía distinguir al menos veintidós sentidos distintos en el uso de esta noción. Al respecto, véase las correcciones que el propio Kuhn elabora en Posdata (p. 279), donde entiende el concepto como "matriz disciplinaria". Véase también el aprecio que le concede a esta corrección Newton-Smith (1987, pp. 118-119).
Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
Jul-Dec 2018
Histórico
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Recibido
22 Dic 2016 -
Acepto
15 Abr 2018