Open-access La construcción sociohistórica de la noción de “riesgo social”. Intervención, legislación e instituciones en Costa Rica (1821-1880)

The socio-historical construction of the “social risk” notion. Intervention, legislation and institutions in Costa Rica (1821-1880)

Resumen

El artículo analiza cómo se desarrolló la atención hacia diversos sectores pobres en Costa Rica. A través de la revisión de leyes, decretos y circulares oficiales, se demuestra que el Estado practicó diversas medidas de protección mediante la institucionalización temprana de la caridad, la exoneración parcial o total de ciertos cobros, la repartición de tierras y el fomento de la salud pública a través de la medicina y de los hospitales. Diversos actores fueron clave en su desarrollo, como la ciudadanía, la Iglesia católica y algunos integrantes de las élites. Sus propósitos también fueron el fortalecimiento del capitalismo, el fomento de la producción agrícola y la lucha contra la vagancia. Se concluye que el Estado fue institucionalizando la caridad y la salud pública hacia las poblaciones pobres a través del financiamiento y la fiscalización de diversos actores.

Palabras clave Ayuda estatal; hospital; institucionalización; pobre

Abstract

The article analyzes how social care was developed for various poor sectors in Costa Rica. Through the review of laws, decrees and official circulars, it is shown that the State practiced different protection measures through the early institutionalization of charity, the partial or total exoneration of certain charges, the distribution of land and the promotion of public health through medicine and hospitals. Various actors were key in its development, such as citizens, the catholic Church and some members of the elites. Its purposes were also the strengthening of capitalism, the promotion of the agricultural production and the fight against vagrancy. It is concluded that the State was institutionalizing charity and public health towards poor populations through the financing and supervision of various actors.

Keywords Hospital; institutionalization; poor; state aid

Introducción

Las investigaciones históricas sobre políticas sociales en Costa Rica han enfatizado el estudio posterior a la década de 1870. Esto comprendió diversas medidas de previsión y protección social orientadas hacia la salud pública, la educación y la higiene de los sectores pobres por medio de iniciativas públicas y privadas. Por lo tanto, esto se reflejó en un importante desarrollo institucional y en un incremento del gasto social. El Estado asumió la función de fiscal, sostén económico parcial y garante del orden, aunque delegó ciertas instituciones a otros sectores de la sociedad. (Palmer, 1999; Barrantes et al., 2000; Guzmán-Stein, 2005; Viales, 2008; Quesada, 2011; Botey, 2019; Sánchez, 2019).

Entre 1821 y 1880 también hubo diversas medidas de intervención estatal en materia social, estas se caracterizaron por ser inmediatas y de socorro, pero también, por la búsqueda de la institucionalización de la atención hacia la salud pública y el amparo hacia los pobres que no desafiaran ni rompieran con el orden imperante. La herencia colonial tuvo un fuerte peso a través de la beneficencia: la labor y los legados de diversos clérigos, laicos y ciudadanos, así como por el carácter piadoso de los hospitales.

Desde el siglo XVI, en la Europa católica, se complementaron medidas religiosas y civiles, con acciones dirigidas al alivio de la pobreza y a la asistencia de sectores específicos de la población (Villarespe, 2002; Viales, 2007). La trayectoria de la intervención se puede seguir por medio del estudio de la legislación de las medidas concretas de atención de la pobreza, que fueron definiendo a la población que sería sujeto de intervención a partir de la creación de instituciones. En términos económicos, los legados de diversas personas resultaron clave para la apertura y el funcionamiento de las instituciones de ayuda, así como para el sostén económico en el mediano y largo plazo. En términos sociales, las medidas buscaron reducir el impacto de las epidemias, paliar los riesgos, socorrer a diversos sectores necesitados, promover el acceso a la tierra, exonerar a los pobres de diversos cobros y mejorar las condiciones de vida.

En este trabajo, se analizarán las medidas en torno a la declaratoria de la pobreza y la mendicidad; posteriormente, se estudiarán algunas disposiciones heredadas del período colonial, vinculadas con la mendicidad, así como los legados y donaciones privados, principalmente a cargo de eclesiásticos y de algunas personas pertenecientes a la élite de la época, cruciales para el desarrollo de las instituciones de protección a la infancia. Luego, se detallarán algunas “medidas de auxilio” ante las epidemias y emergencias, y las donaciones de tierras, fruto de la previa privatización de las tierras comunales. Finalmente, tres importantes instituciones serán abordadas: el Lazareto General, la Junta de Caridad y el Hospital San Juan de Dios (HSJD), las cuales surgieron tempranamente, con un papel decisivo en la salud pública. Estas ocuparon, reiteradamente, la atención de diversos actores en la esfera pública.

Analizaremos a los sectores que, desde la óptica dominante, tenían una necesidad por “causas fortuitas (enfermedad, vejez, accidentes, etc.)” (Malavassi, 2005, p. 29). Su situación los convertía proclives de la ayuda económica estatal (monetaria o en especie, mediante la exención o la diferenciación), donde, además, pesaba la moral religiosa en cuanto a la ayuda al prójimo. Excluiremos a quienes desafiaron el orden social y moral a través de diversos mecanismos, como la vagancia, la prostitución, el juego y el delito. Esto los diferenciaba de otros pobres, los encasillaba dentro de la transgresión y los acercaba a la marginalidad. En consecuencia, difícilmente iban a ser partícipes del asistencialismo público y privado.

Las fuentes que sirvieron de base para este trabajo tienen un énfasis en la legislación social y de concepción y de atención del riesgo social en Costa Rica, entre 1821 y 1880. Incluyen la Colección de Leyes y Decretos de Costa Rica (publicadas periódicamente) y las compilaciones de leyes sociales y de atención del riesgo social realizadas por Bienvenido Ortiz, estas comprenden todo el período de estudio (Ortiz, 1921). Se consideraron decretos, reglas, circulares y acuerdos publicados que hicieran referencia a medidas de prevención y/o socorro de los afectados ante alguna catástrofe que atendieran a la población pobre directamente, tendiente a mejorar sus condiciones de vida o que estas no se vieran afectadas, al menos, coyunturalmente o ante alguna situación particular. Asimismo, se incluyó el papel interventor y fiscalizador del Estado en relación con algunos legados e instituciones privadas subvencionadas.

1. Declaración de pobreza y solicitud de limosnas

En 1824, la Asamblea Nacional Constituyente de las Provincias Unidas del Centro de América decretó que los pobres de solemnidad eran quienes carecían de bienes y opciones de mejorar su condición. Por tanto, debían recibir una declaratoria oficial, convirtiéndose el Estado en su protector. Esta medida también abarcó a quienes recibían un permiso oficial para mendigar (Guzmán-Stein, 2005, p. 232). Esto requería una formalización por un juez o las autoridades, así como dos testigos de probidad para un juicio oral (González, 1947, pp. 279-280).

El decreto XI de 1824 prohibió “toda demanda de limosna para Santos, ó qualesquiera otro objeto piadoso” de forma directa (Colección de los decretos y órdenes que ha expedido la legislatura del Estado, 1886, p. 22). En vez de eso, se dispuso a colocar “depósitos” (alcancías con llave) para la colecta de donativos de los fieles, considerando que se habían dado “grandes abusos” (Colección de los decretos y órdenes que ha expedido la legislatura del Estado, 1886, p. 21). Tal decreto fue reformado en 1831, ampliando el uso de las alcancías para “la limosna que los fieles voluntariamente quisieran dar para el culto al Santísimo Sacramento” (Colección de las leyes y decretos expedidos por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1856, p. 53).

Las recolectas de limosnas requerían una licencia gubernativa y la formación de juntas para administrar los recursos. Una parte de las colectas iba destinada a la devoción (construcción y reparación de templos) y otra, hacia la caridad pública. Las limosnas tuvieron diversos propósitos y destinos vinculados entre sí, como el socorro de los necesitados, la infraestructura religiosa y el culto.

Las obras pías o piadosas se establecieron en el período colonial y tenían un carácter de beneficencia, enmarcadas dentro del afán de la salvación del alma y como parte de la religiosidad imperante. Comprendieron diversos tipos de bienes y “sus ganancias se destinan, en parte, al mantenimiento de ciertas obras de bien público” (González, 1984, p. 281). Sus funciones fueron el culto religioso y la práctica de la caridad con el prójimo. La Iglesia era la única encargada de su explotación (Molina, 2002, p. 114 y166; Velázquez, 2005, p. 90).

En 1837, se estableció la recolecta de limosnas en parroquias e iglesias en los días festivos con el fin de contar con un fondo de caridad en cada pueblo. Los recursos debían ser destinados a los hospitales y casas de enfermería, si bien era requisito una “orden expresa del Ministro Principal de Policía o subalterno de parroquia” (Ortiz, 1921, p. 77).

En el segundo gobierno de Braulio Carrillo (1838-1842), se emitió el Reglamento de Policía de 1840, que incluyó importantes medidas de salubridad y de asistencia, como la apertura de hospitales y boticas para los pobres. Este reiteró que las rentas municipales tenían a su cargo las obras públicas y de beneficencia. Al no darse los frutos esperados, se debió esperar a la fundación de la Junta de Caridad de San José (1845) (González, 1974, pp. 37-38 y 44-45; Díaz, 2005, p. 29; Villalobos, Chacón y Vargas, 2000, pp. 247-248).

2. Elite, iglesia y caridad: legados en favor de la infancia desamparada y de los pobres

En el segundo gobierno de Braulio Carrillo (1838-1842), se emitió el Reglamento de Policía de 1840, que incluyó importantes medidas de salubridad y de asistencia, como la apertura de hospitales y boticas para los pobres. Este reiteró que las rentas municipales tenían a su cargo las obras públicas y de beneficencia. Al no darse los frutos esperados, se debió esperar a la fundación de la Junta de Caridad de San José (1845) (González, 1974, pp. 37-38 y 44-45; Díaz, 2005, p. 29; Villalobos, Chacón y Vargas, 2000, pp. 247-248).

La práctica de la caridad trascendió el período colonial. Previo a la formación de sociedades destinadas al socorro de los más necesitados, predominó la caridad privada y aislada, relacionada con la presencia de bienhechores. Una importante vía de ayuda hacia los pobres fueron las donaciones por parte de diversas personas, principalmente clérigos (Thiel, 2011, p. 99).

En 1825, el Presbítero Ciudadano José María Esquivel (comerciante josefino acaudalado) pidió al Supremo jefe de Estado que se estableciera un Convento de Recoletos. Alegó que los beneficios iban a ser espirituales, así como en la moral pública, alejando a los pueblos de la anarquía (Sánchez, 2013, pp. 134-137). En su testamento en 1834, Esquivel dejó sus bienes destinados a la formación de un “Montepío de Agricultura” (como institución filantrópica), fortaleciéndose la oferta crediticia y la labor prestamista. Sus productos tenían como destino la educación de los jóvenes, el socorro a los pobres vergonzantes y el préstamo a los campesinos pobres josefinos en condiciones favorables (Molina, 1991, p. 222).

Como más adelante se detalla (debido al destino específico de sus donaciones), destacaron los presbíteros Anselmo Llorente y Lafuente (1800-1871) y José Cecilio Umaña (1794-1871). Llorente prestó su casa durante la epidemia del cólera, dando ayuda a los enfermos pobres y huérfanos, así como a viudas de la guerra contra los filibusteros. También otorgó “auxilios espirituales” a los contagiados (Mata, 1999, p. 501).

En 1868, Umaña dejó dos legados de 4000 pesos cada uno “para sostenimiento de becados y a fin de pagar dos Cátedras en el Seminario. En la calle del cementerio, dispuso construir unas pilas para servicio público” (Jinesta, 1964, p. 143). El motivo fue que muchas mujeres pobres lavaban ropa en los lavaderos para ganarse la vida. Asimismo, Umaña realizó varias donaciones en procura de otorgar trabajo y viviendas a diversas personas pobres.

Las fuentes no aclaran si el anhelo de Umaña se llevó a cabo en el lugar previsto, ya que los lavaderos de Umaña se construyeron al norte de San José, a un lado del río Torres, fruto de una donación de un terreno suyo a la municipalidad josefina. Los lavaderos fueron concluidos en 1887 y mejoraron las condiciones de trabajo de las lavanderas (Quesada, 2011, p. 90).

Aunque las élites de San José dominaban lo político-económico (Gudmundson, 1993, p. 95), una serie de presbíteros, miembros de “familias distinguidas” de Cartago, realizaron labores de beneficencia en procura de viudas, huérfanos, enfermos y desvalidos. Varios integrantes de estas familias también fueron parte de los benefactores de la niñez.

Entre los beneficiarios estaban los denominados pobres vergonzantes y los pobres mendicantes. Los primeros eran miembros de las clases y estatus medios y altos cuya situación socioeconómica descendió, pero se abstenían de mendigar. Los pobres mendicantes eran quienes asumían su pobreza como algo natural, mendigaban y recibían diversos tipos de atención de las instituciones de caridad bajo el precepto de las obligaciones cristianas.

Los sacerdotes Fernando Echavarría y Juan Manuel Carazo legaron casi todos sus bienes a los pobres. Estos fueron el primer y segundo legado (Mata, 1999, p. 225), los cuales consistieron en fincas, cuyos productos serían distribuidos entre los pobres vergonzantes periódicamente por una Junta de Caridad. Tras su muerte en 1859, Echavarría dejó dinero para los pobres (sus herederos universales), la manda forzosa para el Lazareto y el HSJD, así como tres mil pesos para el Colegio Tridentino, con el objetivo de proporcionar dos becas para jóvenes pobres durante la existencia de esta institución. Su albacea estableció fundar un patrimonio para socorrer a los pobres con los frutos que sus fincas dieran, a cargo de una Junta de Caridad (Mata, 1999, p. 109; Guzmán-Stein, 2005, p. 241).

El segundo legado para el Patrimonio provino del capital de Carazo, fallecido en 1867. Carazo asignó la sétima parte del producto de sus fincas para que se enviaran a la Junta de Caridad de San José, “en favor de los enfermos lazarinos”. Junto con los bienes de Echavarría, constituyeron el “Patrimonio de Pobres” (Mata, 1999, p. 112 y 225; Guzmán-Stein, 2005, p. 241), cuyos herederos universales fueron los pobres vergonzantes. En 1873, ambas donaciones pasaron a manos de la Municipalidad de Cartago (como bienes públicos), quedando encargada de su correcta inversión según la voluntad de los donantes. La Junta de Caridad tenía la misión de “percibir los productos de los bienes y hacer la distribución de las formas prescritas” (Colección de las Leyes, decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1875, p. 4).

El tercer legado estuvo a cargo del presbítero Manuel de Jesús Piedra, el cual dejó en 1899 una importante cantidad de dinero en procura de los pobres, las iglesias, la Junta de Caridad, el Patrimonio de Pobres y el hospital (todos de Cartago), aumentando el capital del Patrimonio. El cuarto legado provino de un ciudadano, Bernardino Peralta Alvarado. A su muerte, en 1900, dispuso que los pobres vergonzantes se beneficiaran con parte de sus bienes raíces, los cuales también se sumaron a los del Patrimonio (Mata, 1999, pp. 107-114).

La preocupación por la infancia fue un importante motivo, especialmente su educación. Guzmán-Stein (2005) indica que el apoyo se dio:

A través de una práctica de caridad en la vida y después de la muerte, por medio de una racionalización de las obras que pretende se realice a partir de su juicio sucesorio, al crear un sistema de patrimonios o entes administradores de capital que lo rentabilicen en el tiempo y lo utilicen convenientemente y según sus instrucciones, siempre a favor de los pobres. (p. 239)

Esto se relaciona con la creación de varias instituciones tendientes a forjar futura mano de obra disciplinada, reducir la cantidad de pobres e incrementar la productividad nacional, como los Talleres Nacionales y luego los hospicios. Estas instituciones fueron una continuidad de un patrón iniciado en 1782 con la Hermandad de la Caridad de Cartago, la cual creó una junta administrativa, conocida como Junta de Caridad. Posteriormente, surgieron los Patrimonios de Pobres en dicha ciudad, así como movimientos filantrópicos relacionados con las Juntas de Caridad públicas y sociedades adscritas a la Iglesia católica.

Los Talleres Nacionales se crearon en la década de 1860. Se abocaron a la herrería, la carpintería y la carrocería. Significaron un cambio en la instrucción técnica, con la operación de una escuela de artes mecánicas. Dicha escuela iba a formar gratuitamente a cincuenta y dos jóvenes pobres, procedentes de todas las provincias y con buena conducta. Las municipalidades y los gobernadores de provincia o de comarca tenían la función de escoger los beneficiarios. Se iba a dar prioridad, en igualdad de circunstancias, a los huérfanos (González, 1971, p. 77; Molina, 2016, p. 66).

El colegio San Luis Gonzaga (creado en 1842) tenía un sistema de becas financiado por la Municipalidad de Cartago. Esta pagaba la alimentación, materiales de estudios y alojamiento de los jóvenes beneficiarios. En 1875, la Municipalidad estableció que los fondos de pueblos, villas y aldeas de Cartago dieran un aporte proporcional a la cantidad de niños enviados a la institución (Obregón, 2006, p. 84).

El padre José Francisco de Peralta (terrateniente en Cartago y San José) dejó parte de sus bienes para los pobres mendigantes, quienes iban a recibir, cada año, dos reales cada uno por parte de las hermanas de este. Parte de sus tierras en Cartago las encargó para la creación de un establecimiento educativo para “ilustrar a la juventud en los primeros rudimentos de la religión cristiana” (Mata, 1999, p. 92). Esto también benefició a sus parientes pobres. Con su legado, operó la escuela del Padre Peralta (Sáenz, 1987, p. 51; Guzmán-Stein, 2005, p. 240).

El cura Rafael del Carmen Calvo no acumuló riquezas, pero distribuía los escasos ingresos del curato de Cartago entre los pobres con lo cual numerosas familias lograron un hogar. El presbítero Joaquín Alvarado dejó su legado en favor de la construcción de un hospicio de huérfanos en Cartago. Las ciudadanas Anacleto Arnesto viuda de Mayorga y María Manuela Mayorga viuda de Peralta legaron “la respetable suma de 109 299,00 pesos en favor de los fondos de instituciones públicas y 40 mil pesos en favor del Hospital de Cartago” (Mata, 1999, pp. 225-226). Los legados de Jerónima Fernández de Montealegre fueron utilizados en la construcción del Hospicio de La Trinidad, abierto en 1870 para niñas.

En el período colonial, Costa Rica careció de casas de expósitos (instituciones que atendían niños abandonados y huérfanos) (Sánchez, 2019, pp. 106-107). La legislación del 8 de mayo de 1833 indicaba que los niños huérfanos y aquellos carentes de oficio fueran entregados a quienes les pudieran otorgar “educación y buenas costumbres”, lo cual coincidió con la compulsión al trabajo y el castigo hacia la vagancia. Los gobiernos locales tenían las atribuciones de educar a los niños abandonados y huérfanos, así como la compulsión escolar (carácter obligatorio de la enseñanza primaria) (Muñoz, 2002, p. 59, 66). La Circular II de 1839 procuró que los niños sin progenitores quedaran a cargo de sus hermanos mayores o parientes cercanos y les enseñaran “buenas costumbres y oficio, industria ó modo honesto (…)” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1860, pp. 32-34).

Si los padres no cumplían con sus deberes, podían ser llamados a dar cuentas. La ciudadanía tenía un deber “social y religioso” de informar a los alcaldes constitucionales si había niños ociosos, dedicados al robo o a los vicios, en vez de estar trabajando (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1860, p. 33; Villalobos, Chacón y Sáenz, 2000, p. 305). Los jefes políticos (encargados de la vida política y económica de los pueblos en sustitución del poder municipal) debían llevar registro de los niños recogidos como huérfanos o por abandono (Rodríguez, 2017, p. 111).

En 1864, el Gobierno “aprobó la fundación de una Junta de Beneficencia” en favor de la administración de los legados y donaciones destinados a la niñez huérfana (Sánchez, 2019, pp. 107-108, 122-131). El primer hospicio para niñas huérfanas en San José fue La Trinidad, fruto de las rentas legadas por Jerónima Fernández de Montealegre, y quien delegó la administración en integrantes de su familia. El Estado donó el edificio a la institución.

En 1878, Eduviges Alvarado de Mora mandó a construir un edificio en San José, el cual fue abierto en 1886 como el Hospicio de Huérfanos de San José. Ella era parte del clan de los Mora (rivales de la familia Montealegre en las décadas de 1850 y 1860) y miembros de la élite político-económica (Gudmundson, 1993, pp. 94-95). Estas pugnas se plasmaron en que funcionaron dos hospicios de forma simultánea en San José. El Hospicio de Huérfanos quedó bajo la regencia de las Damas Vicentinas. En 1908, La Trinidad fue absorbida por el Hospicio (Guzmán-Stein, 2005, p. 238).

En el gobierno provisional del médico y masón Bruno Carranza (abril a agosto de 1870), se crearon cuatro secretarías, quedando la novel Cartera de Beneficencia bajo la Secretaría de Relaciones Exteriores, Instrucción Pública y Culto. Según Martínez (2017), la cartera de Beneficencia comprendió

(…) La administración de hospitales, casas de refugio y maternidad, montes de piedad y de socorro públicos, nombramientos de médicos titulares, fomento de la facultad de medicina y obstetricia, establecimientos de farmacia, medidas sanitarias, conservación y propagación del fluido vacuno y cuidado de baños termales. (p. 168)

Desde 1870, a través de la cartera de Beneficencia, el Estado reguló las instituciones de beneficencia (principalmente el Leprosario, el HSJD y el Protomedicato, analizadas más adelante), ya que estas rendían cuentas de sus ingresos y egresos. Además “esa cartera canalizaba dineros públicos hacia las organizaciones” (Sánchez, 2019, p. 102).

A finales del siglo XIX, inició una fase en la que los fondos públicos destinados a las funciones sociales crecieron entre 1870 y 1930, pero también hubo altibajos. Considerando el gasto público, “el área de la educación/instrucción fue la prioritaria para el Estado, entre 1872 y 1899” (Delgado y Viales, 2016, p. 82). Este gasto fue notablemente superior al gasto de la Cartera de Beneficencia, que casi no creció entre 1871 y 1886 (Muñoz, 2002, pp. 222-223).

En la década de 1880, las reformas liberales y las leyes anticlericales causaron fricciones entre el Gobierno y la Iglesia, ya que se limitó el grado de acción de esta última (Vargas, 2015, p. 13). El poder eclesiástico mantuvo su influencia en algunas instituciones de beneficencia (a través de su administración), ya que no reñía con las políticas sociales de control, además, el Estado subvencionó parcialmente a diversas instituciones.

Varios sectores de la sociedad civil, tanto religiosos como laicos (particularmente las mujeres de la élite), intervinieron en la beneficencia. Entre 1888 y 1910, se crearon nuevas organizaciones en un contexto donde se dio el crecimiento de las políticas sociales (Palmer, 1999, pp. 99-117; Sánchez, 2019, pp. 104, 131-148, 153-154).

3. Pobreza y medidas de auxilio temporales

En esta sección, se hará un análisis de las respuestas institucionales ante la pobreza, las cuales se enfocaron a determinadas emergencias. Otras pretendían brindarles socorro a los necesitados bajo una cobertura local, y siempre que estos no fueran considerados un peligro social. También, se tomarán en cuenta las medidas de ayuda en salud pública destinadas a la población pobre o a un importante colectivo de la población.

3.1 Solicitud de limosnas, trabajo y control estatal (1826-1865)

El joven estado costarricense encomendó a cada municipalidad, el establecimiento y la conservación de una “Casa de Mendigos impedidos” para mendigos e indigentes minusválidos en 1826, según decreto de la Asamblea Constitucional (Ortiz, 1921, p. 153). Los poderes locales estaban condicionados a la disponibilidad de recursos propios.

La práctica de la mendicidad continuaba por parte de personas “inescrupulosas”, por lo que los “legítimos pordioseros” merecían vivir ahí (Ortiz, 1921, p. 153). Quienes no requirieran el servicio e imploraran la caridad, iban a ser compelidos a trabajar en obras públicas. La otra medida punitiva era quedar al servicio de una persona para que así ganaran un ingreso.

Luego de creada la Junta de Caridad, a los jefes de Policía se les delegó promover la construcción de hospitales de caridad en 1849 “para recoger en ellos a los enfermos indigentes de ambos sexos”. Adicionalmente, tenían que velar por la niñez huérfana y carente de guía. Ellos debían ser llevados a “las casas de educación, de beneficencia, de familias honradas o a los talleres públicos, para que aprendan oficios según las condiciones o aptitudes que mostrasen dichos niños” (Ortiz, 1921, p. 19).

El Estado procuró controlar a la mano de obra en aras de incrementar la producción y las riquezas, a la vez que sancionó lo que consideró como peligros sociales: la vagancia y el “malentretenimiento” (ebriedad, juegos y demás), y afianzó su intervención en el mercado de trabajo (Sánchez, 2013, pp. 298-299). La solicitud de limosnas fue fiscalizada constantemente, aunque no se logró compeler toda la mano de obra hacia el trabajo, lo cual evidencia el componente moral y rehabilitador asociado con la autodisciplina, tendencia que se había consolidado en Europa desde el siglo XVIII (Villarespe, 2002, p. 23; Viales, 2007, p. 123).

La policía hizo que, a partir de la década de 1850, se incrementaran las quejas de los patrones con respecto a sus peones, ocasionando mayores controles estatales y locales. Quienes fueran “muy menesterosos” (Ortiz, 1921, p. 20), requerían de una boleta emitida por esta institución para poder mendigar mientras se establecían tales hospitales. Estos procesos quedaron consolidados con el establecimiento de los protomedicatos (analizados más adelante) a finales de la década de 1850, centralizándose sus funciones terapéuticas (Marín, 2007, p. 102).

3.2 Respuestas estatales ante el terremoto de Cartago (1841) y el incendio de Puntarenas (1879)

También hubo medidas de auxilio temporal ante diversas catástrofes, principalmente terremotos. A raíz de la emergencia telúrica del 2 de setiembre de 1841 (terremoto de San Antolín), 2176 inmuebles de adobe y bahareque sucumbieron en Cartago. Carrillo apeló a la generosidad de los costarricenses para que contribuyeran con víveres y abrigo hacia los necesitados. Hizo un llamado a los jefes políticos de San José, Alajuela y Heredia para que enviaran tiendas de campaña y encerados como ayuda (Fumero, 2010, p. 17). También solicitó palas, azadas, una tropa de cincuenta y dos hombres (los cuales debían ser alimentados) y víveres para Cartago, en aras de socorrer a los “desgraciados habitantes” (Estrada, 1964, p. 59). Todos los varones cartagineses mayores de 12 años debían colaborar en los trabajos públicos. Rápidamente, se reconstruyó la ciudad y se ayudó a las personas afectadas (Obregón, 1990, pp. 158-159; Obregón, 2005, pp. 451-452).

Se establecieron indemnizaciones para los habitantes perjudicados por el nuevo trazado de Cartago en procura de que levantaran nuevas viviendas y fueron entregados algunos solares (propiedad urbana o cada parte en la que se dividían las manzanas en los pueblos, villas y ciudades) (Estrada, 1964, pp. 83-85; Velázquez, 2005, p. 116). También se promulgó el primer código de construcción (23 de octubre de 1841) en favor de la reedificación de Cartago (Fumero, 2010, pp. 18, 20 y 26).

En 1879, un voraz incendio arrasó con varias viviendas en Puntarenas. La Secretaría de Beneficencia hizo un llamado a los gobernadores en procura del socorro de los afectados. El presidente Tomás Guardia (1870-1882) clamó para que se reuniera un fondo para ayudar a los damnificados. Se destinó una suma (no precisada en la fuente) del Tesoro Nacional y dichos funcionarios fueron compelidos a recaudar una “suscrición piadosa” (Colección de las leyes y disposiciones legislativas y administrativas, s.f., p. 13), la cual iba a ser depositada en el Banco Nacional. Guardia indicó en 1871 que este banco (fundado en 1867) también tenía propósitos benéficos (Villalobos, 1981, p. 140), si bien el fin de la entidad fue acabar con el poder económico y político de la familia Montealegre.

La Secretaría de Gobernación autorizó a la Municipalidad de Puntarenas para que se formara un cuerpo de bomberos y se prohibieron los paraderos (“sesteos”) y fogatas en el radio de la ciudad. Asimismo, se mandó a traer una bomba contra incendio para proteger las mercancías importadas y los productos de exportación. Empero, las bombas se deterioraron ante la falta de llamas y al parecer el cuerpo de Bomberos de Puntarenas tuvo un carácter voluntario (Colección de las leyes y disposiciones legislativas y administrativas, s.f., p. 15; Quirós, 2013, pp. 95-97).

3.3 Donaciones y reparticiones de tierras para pobres y para el trabajo (1830-1858)

En 1783, el testamento del padre Manuel Antonio Chapuí de Torres dejó sus tierras para los vecinos pobres, las cuales abarcaban casi todo San José. Las tempranas disposiciones estatales buscaron “fortalecer la propiedad privada y limitar los bienes eclesiásticos” (Araya y Albarracín, 1986, p. 44). Por esto, la ley publicada el 30 de marzo de 1830 obligaba a la Municipalidad de San José a la venta de las tierras donadas mediante subasta pública. Se reservó el llano de Mata Redonda para que se destinara a los pastos y al recreo público. Las tierras rápidamente fueron apropiadas por diversas personas luego de 1834. (Ortiz, 1921, p. 348; Colección de los decretos y órdenes que ha expedido la legislatura del Estado, 1886, pp. 178-179).

Desde la independencia, el Gobierno buscó

(…) impulsar la agricultura y la exportación de sus productos, colaborar con las poblaciones de reciente fundación, premiar a los “servidores especiales” del Estado, atraer fondos para garantizar su funcionamiento y la ejecución de importantes obras de infraestructura, así como garantizar, por medio de la agricultura y la presencia de pobladores, un dominio efectivo del territorio nacional. (Salas, 1987, p. 67)

Las discusiones posteriores a 1830 sobre las reparticiones de tierras intentaron eliminar la vagancia, los vicios y otros delitos, evitándose el ocio y procurándose aumentar las riquezas. Esto también respondió a la supresión de ciertos resabios coloniales como las tierras comunales y el fomento de la apropiación privada de tierras baldías. Se vio la necesidad de una ley que velara para que los labradores no quedaran sin tierras para la producción, en el marco del fomento a la agricultura y la exaltación del trabajo como valor supremo en 1832 (Sánchez, 2016a, pp. 178-182; Sánchez, 2016b, pp. 16-17).

Desde el primer gobierno de Braulio Carrillo (1835-1837), se buscó reforzar el cultivo del café, la caña de azúcar y los granos. La expansión cafetalera afectó las tierras indígenas y comunales. En su segundo gobierno (1838-1842), continuaron las políticas de privatización de tierras, que comprendieron las reparticiones de tierras (como el potrero de Las Pavas), la reducción de tierras comunales y la venta de terrenos. El decreto XVIII de 1840 destinó parte del llano de Las Pavas, vía censo perpetuo, a los cultivadores de café o de la grana (cochinilla). Se reservaron 100 manzanas para otorgar un solar a las familias pobres y el resto del terreno quedó disponible para que quienes no tuvieran su propio potrero (Sáenz, 1987, p. 73; Obregón, 1990, pp. 93-94).

El gobierno y las municipalidades repartieron tierras baldías y comunales después de 1821 y esto se generalizó a partir de 1831, con el propósito de estimular la agricultura. A lo largo del siglo XIX, la repartición individual de tierras comunales (así como las donaciones y préstamos de tierras) se acompañó de varias medidas municipales para reglamentar su producción. Así “se estimula la siembra de los productos básicos para evitar la pobreza o la escasez” y para dotar a quienes necesitaran un lugar para vivir y de medios de subsistencia. Este rompimiento con “la estructura agraria colonial” no fue total (González, 1985, pp. 133-135). El Estado también otorgó tierras a las municipalidades y las privatizaciones se dieron a través de diversos decretos en 1833, 1841 y 1849. En 1833, se ordenó que los bienes de las cofradías u otras obras pías debían ser vendidos en remate público (González, 1974, p. 42).

También se dieron solicitudes por parte de personas necesitadas. En 1832, pidieron terrenos para cultivar en San Rafael y San Pablo de Heredia. Las solicitudes fueron aceptadas, con el principal interés de fomentar el cultivo, beneficiando a las personas ladinas y a los criollos pobres a través de la privatización. En 1837, se autorizó que en los terrenos baldíos estatales se establecieran familias de “labradores pobres” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1859, p. 78). Se les iba a otorgar un máximo de 50 manzanas al cabo de cultivarlo cinco años. En la ciudad de Alajuela, se estableció en 1837 un impuesto de dos reales por manzana en los terrenos cerrados para pastar en la legua de la ciudad, con el propósito de solventar la problemática de los pobres que “carecen de terrenos para la agricultura” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1859, p. 215).

Durante la década de 1850, se dio la creación de sociedades itinerarias y de las iniciativas de construcción de obras de infraestructura y del proyecto de levantar un camino, un muelle y navegar por el río Sarapiquí. En 1851 se decretó que los labradores carentes de tierras y que cultivaran baldíos de una a diez manzanas, podían convertirse en propietarios, manteniendo esta condición por al menos una década (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1868, p. 43-44 y 56-57). En 1858, el decreto VIII determinó que en ambas riberas del río Sarapiquí, los costarricenses pobres iban a tener exclusividad sobre una franja de 500 varas de ancho, así como aquellos extranjeros que desearan poner a producir dichas tierras (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1871, pp. 176-179).

La política agraria de la privatización de tierras comunales y municipales transformó la tenencia y el uso del suelo. Benefició a diversos colonos y campesinos, pero afectó mucho a las comunidades campesinas y a las poblaciones indígenas, algunas de las cuales protestaron airadamente contra los abusos, señalando que eran pobres y sencillas (Gudmundson, 1978, pp. 65-68; Castro, 2007, pp. 51-80).

3.4 Políticas estatales diferenciadas según clase social

También hubo cobros diferenciados, eximiendo a quienes no contaban con los suficientes recursos. En 1850, durante el gobierno de Juan Rafael Mora Porras (presidente de 1849 a 1859) el nuevo Reglamento de Policía acordó que los pobres del centro de las poblaciones no estaban obligados a “dar más altura a su casa que la de tres y media varas” (Ortiz, 1921, p. 34). En cambio, “los pudientes” podían determinar la altura entre esta y cuatro y media varas. El reglamento fue mejorado en 1857 y señaló que los pobres no iban a pagar por el mantenimiento de la calzada frente a sus hogares, pero debían prestar mano de obra (Quesada, 2011, pp. 37-38).

El Gobierno decretó que los alimentos que no se encontraban en óptimas condiciones (por su antigüedad o por las picaduras de los insectos), debían ser vendidos por un monto equivalente a la cuarta parte del que tuvieren en las condiciones adecuadas, so pena de una sanción a los vendedores. Había un celo por la calidad de los víveres que iban a ser vendidos, aunque también se pretendía frenar la especulación y los cobros excesivos, para “proporcionar a la clase menesterosa del pueblo los víveres que necesitaba para su subsistencia” (Ortiz, 1921, p. 305).

En 1851, los padres de familia debían contribuir (en caso de que los fondos fueran insuficientes) con cuotas “módicas” establecidas por las autoridades políticas en favor del financiamiento del sistema educativo. Su deber fue proveer a sus hijos los materiales necesarios, si bien “las mujeres solas y los hombres muy pobres” quedaban sin la obligación de cancelar la cuota (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1868, p. 68). Probablemente, pocos progenitores quedaron exentos del pago, dado que la cobertura escolar disminuyó: “la tendencia a la baja se consolidó en el contexto de la guerra contra los filibusteros (1856-1857), de la peste del cólera y de las dificultades económicas de entonces” (Molina, 2016, p. 48).

En el período colonial, la pobreza de muchas familias hizo que en diversas ocasiones fueran exoneradas del pago mensual por la educación de sus hijos. Luego de 1821 se enfatizó en que los fondos públicos (municipales y luego estatales) iban a ser el sostén, pero continuó el pago de cuotas. Al menos durante la segunda administración de Carrillo (1838-1842), los progenitores que enviaban por primera vez a sus hijos a la escuela podían ser beneficiarios de una cuota inferior. Quienes no podían pagar. quedaban exentos de su pago (Obregón, 1990, 119; Muñoz, 2002, pp. 155, 178-179, 189 y 213).

El acuerdo VI del ministerio de Gobernación de 1875 perdonó a los pobres de San José la construcción de aceras frente a sus propiedades. Se argumentó que “hay personas tan pobres que apenas ganan escasamente con qué mantenerse, y no es justo imponerles un gravamen superior a sus facultades” (Colección de las leyes, decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1876, p. 49). La Policía debía asumir el costo de la construcción de las banquetas, dado que muchas de estas personas eran mujeres sin recursos.

En 1869, se concluyó la primera cañería de hierro josefina; en 1877, los vecinos pobres quedaron exceptuados del pago del impuesto por donde pasaba la acequia del río Tiribí destinada a los tanques, así como del impuesto de 5 centavos por cada manzana de terreno por donde corrieran sus aguas, pues el líquido era empleado en diversas actividades (Ortiz, 1921, p. 95; Colección de las leyes, decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1878, p. 109).

3.5 “En caso de que prendiera el cólera”: prevención y socorro hacia la pobreza y la salud

La implementación de medidas para contrarrestar las epidemias del cólera tenía como propósito evitar que la población diezmara. En 1833, durante el gobierno de José Rafael Gallegos (1833-1835) se dieron las “medidas de policía”. Estas comprendieron la formación de una Junta de Sanidad en cada “Cabecera de Partido”, compuesta por vecinos y miembros de los poderes religioso y político a nivel local. Su misión fue “todo lo concerniente a la vigilancia y cumplimiento de medidas de carácter sanitario, en las diversas poblaciones, para efecto de prevenir las epidemias” (Villalobos, Chacón y Sáenz, 2000, p. 237). Esto fue ampliamente apoyado por los gobiernos.

A través del Reglamento de Policía y Salubridad de 1837, se estableció “que la policía de salud pública debía velar por hacer cumplir las disposiciones dictadas para prevenir la epidemia” (Obregón, 1990, p. 127). En caso de que apareciera el cólera, se debían “establecer Juntas de Caridad en las Parroquias y juntas de Sanidad en los Partidos”. Su fin fue la creación de hospitales y “la asistencia de los enfermos infelices, cuidando que se les suministren las medicinas necesarias, el vestuario preciso y los alimentos análogos” (Ortiz, 1921, p. 106).

Otra medida fue la obligación de que quienes tuvieran conocimientos en medicina (médicos o vecinos) se encargaran de “asistir a los pobres sin estipendio” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1858, p. 14). El reglamento restringió diversas actividades públicas y se estableció un Almacén de Granos para ayudar a los de menos recursos. Jorge Stiepel fue nombrado depositario de 3000 pesos con el fin de que este monto auxiliara a “los menesterosos de todo el Estado” en caso de una epidemia (Ortiz, 1921, p. 319). También, pretendía el abasto de artículos de primera necesidad (Araya y Albarracín, 1986, pp. 40-41; Sáenz, 1987, p. 90). Sin embargo, pareciera que no se lograron institucionalizar las juntas, ya que en 1836 se facultó y autorizó al Ejecutivo para que las estableciera en cada pueblo (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1858, p. 384).

Una vez de regreso en el poder, en 1838, Carrillo sustituyó la Junta General de Sanidad por la Junta de Partido (Sáenz, 1987, pp. 89-90; Villalobos, Chacón y Sáenz, 2000, pp. 236-237). Retomó las medidas del breve gobierno de Manuel Aguilar (1837) y las utilizó para prevenir la viruela (una de las enfermedades contagiosas más temidas).

Tras un infructuoso intento por aumentar la cantidad de médicos (a través de un Curso de Medicina en la Casa de Enseñanza de Santo Tomás en 1839), Carrillo recurrió a las autoridades civiles para resguardar la salud pública de cada pueblo y dictó normas de aseo para combatir los brotes del cólera.

Al menos durante las epidemias de viruela de 1831 (Cartago), 1845 (principalmente Guanacaste) y 1851 (todo el país), se establecieron diversas medidas de aislamiento y vigilancia. Las autoridades pidieron “facultativos” al ministro de Gobernación, en calidad de médicos de pueblo para la atención de enfermos y distribución de medicinas. El gobierno central financió las medicinas de forma gratuita (Botey, 2018, p. 178).

El decreto XII ordenó apropiar 3000 pesos en auxilio de los menesterosos, con alimentos y otros enseres (Mata, 1992, p. 51). Estas medidas también pretendieron preservar la mano de obra en procura de que la buena salud devengara en beneficios económicos y no perjudicara las arcas; esto también comprendió el establecimiento de un asilo para leprosos en 1833, como se estudiará más adelante.

El objetivo de los decretos era que la Junta General y las de los partidos lograran que las Juntas de Caridad abundaran. Cada parroquia tenía la obligación (a través del sacerdote respectivo) de la recolecta de limosnas ahí y en otras iglesias. Los caudales de fondos píos iban a ser gravados con un 10 %, esto revela el compromiso que tuvo la Iglesia con el Estado, en relación con la normativa sobre la epidemia (Ortiz, 1921, p. 7; Sandí, 2010, p. 213).

En caso de que “prendiere el cólera”, en cada parroquia debían operar una o dos casas con fines hospitalarios, donde la Policía de Salubridad iba a llevar a “los enfermos infelices a fin de que se les dé una asistencia exacta” (Ortiz, 1921, p. 248). Ante la amenaza del cólera asiático, en 1867, las medidas fueron similares en cuanto a la búsqueda de socorro gratuito de los pobres con medicamentos, abrigos y alimentos en un hospital en cada distrito (Colección de las leyes, decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1874, p. 5).

De acuerdo con Araya y Albarracín (1986), la temprana consolidación del régimen municipal en el país se puede comprobar a través de las atribuciones municipales. La legislación municipal de 1828 estableció funciones relacionadas con la salud pública como la administración de hospitales y el control de enfermedades y epidemias. Los fondos municipales eran el principal sostén en especie, mientras que el fondo de caridad debía correr con los alimentos, medicinas y ropas. La asistencia de los convalecientes era efectuada en las casas de personas con recursos y donde la epidemia no hubiera causado estragos. No obstante, entre 1821 y 1850, la tendencia fue que desaparecieran los ayuntamientos de los pueblos pequeños o que los existentes carecieran de recursos para actuar en relación con la salud pública, a cargo de la “policía de salubridad e higiene” (Botey, 2018, p. 176).

En 1837, las medidas fueron incrementadas. El decreto XVI estableció que la Junta General de Sanidad tenía la labor de la repartición de alimentos (arroz, harina y maíz) y otros bienes a los menesterosos al ser los más propensos al contagio (Rodríguez, 2005, pp. 128-129). Asimismo, se decretó que las municipalidades de Cartago, Heredia, Barva, Alajuela y Guanacaste adquirieran cal destinada a repartirla entre quienes carecieran de recursos y también para venderla a precios asequibles, con el propósito de “desinfectar el aire, para destruir y neutralizar el contagio del cólera morbus” (Ortiz, 1921, p. 41).

En 1840, el Gobierno tomó diversas medidas para evitar que los víveres escasearan, asegurar la alimentación de los pobres y fomentar el trabajo mediante el impulso del cultivo de plátanos, maíz, frijoles y papas (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1860, p. 305; Villalobos, Chacón y Sáenz, 2000, p. 313).

Al jefe del Departamento josefino, le correspondió asumir la inspección y la promoción de las obras públicas y las obras de beneficencia (cuyo costo corría a cargo de varias personas), ya que su edificación requería de la autorización previa (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica 1861, p. 87; Muñoz, 2002, p. 62).

La epidemia del cólera en 1856 evidenció que el Estado tenía un vacío en la atención a la salud, tanto por las carencias en la infraestructura del HSJD, como por la falta de profesionales. El Protomedicato fue creado en 1857 para regular el ejercicio de la profesión médica. Este fracasó y no se pudieron establecerse los lugares idóneos para las casas de beneficencia y sus medios de subsistencia. En 1894, los médicos lograron consolidarse mediante la llamada Ley de médicos de pueblo (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1871, pp.149-152; Chinchilla, 1972, p. 104; Botey, 2008, p. 371-373).

3.6 Pago de pensiones

Luego de la Campaña Nacional, el decreto XII de 1856 hizo un llamado para que se tramitaran las solicitudes ante la Comandancia General por parte de “las personas que se crean con derecho á las pensiones de montepio ó inválidos” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1871, p. 32). Generalmente eran otorgadas “a favor de parientes directos de ciudadanos distinguidos, militares y burócratas, fijándose también condiciones de buena conducta y necesidad” (Guzmán-Stein, 2005, p. 233).

Las pensiones de montepío consistían en un subsidio para las “viudas é hijos de los Oficiales de Subteniente inclusive para arriba, que hayan muerto en acción de guerra, ó de resultas de ella, en defensa de autoridad lejítima, ó de la Nación”. En caso de que careciera de estos familiares, sus padres podían recibir el monto, y si eran pobres y carecían de un hijo varón con capacidad de mantenerlos. Las pensiones de invalidez consistieron en “impedimento físico para trabajar por herida ó contusion en acción de guerra sostenida á favor de autoridad lejítima (…)” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1874, pp. 95 y 106-107).

4. Los médicos de pueblo ante las enfermedades y la pobreza

En 1847, el médico y diputado Nazario Toledo propuso el proyecto para crear “los médicos de pobres” en cada departamento del país. Señaló que la alta mortalidad infantil ameritaba que el “médico de pobres” educara a las mujeres sobre la crianza de sus hijos para que sobrevivieran. El Congreso aprobó el proyecto (Botey, 2018, pp. 183-184).

Los médicos pagados con fondos públicos tenían la obligación de atender a los enfermos pobres. En 1851, Mora Porras decretó que los “Médicos del Pueblo” debían conocer “todos los casos de medicina legal que ocurrieran”. A cada departamento (con su respectiva Junta de Caridad) le correspondía un galeno (Ortiz, 1921, p. 46). Sus funciones eran: “velar por la higiene ambiental y alimenticia, una tarea fundamental para evitar las epidemias, realizar las vacunaciones contra la viruela, atender gratuitamente a los enfermos declarados pobres y asumir los asuntos de Medicina Legal” (Botey, 2019, p. 149). Eran una especie de “policía médica” en cuanto a la inspección y al cumplimiento de las leyes tendientes a conservar y mejorar la salud pública. No obstante, la falta de profesionales y de recursos económicos (salvo en San José) dificultó su implementación.

En 1858, se emitió su reglamento, en el que se indicó que los médicos de pobres también eran denominados médicos municipales. También les correspondía la inspección de las familias con enfermedades infecciosas contagiosas hereditarias (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1871, p. 207). En 1865, se reglamentó que en cada provincia y en la comarca de Puntarenas debía existir tal médico “para el socorro de los indigentes y para los casos de medicina legal” (Ortiz, 1921, p. 142 y 181). Para ser catalogado un enfermo pobre, se requería un certificado de pobreza emitido por el Gobernador respectivo, requisito para recibir atención sin costo (Colección de leyes del año de 1865, s.f., pp. 325 y 329; Botey, 2019, p. 152).

El médico tenía el deber de visitarlos si no podían salir de sus casas, recetarles medicamentos o realizarles alguna cirugía, si bien los medicamentos y remedios no eran gratuitos (Ortiz, 1921, pp. 239-240). Si fuera necesario, el médico del pueblo debía procurar el traslado del paciente a un hospital público o a otra localidad. También, debían emitir gratuitamente los certificados o declaraciones sobre el estado de la salud que los pobres requirieran para ser eximidos “de un cargo público, del servicio militar, o para cualquier otro objeto” (Ortiz, 1921, p. 240). Cada provincia debía tener sus fondos municipales para sufragar lo que el médico precisara.

La efectividad de la labor de los médicos de pueblo parece haber sido baja por las dificultades ya mencionadas, por la recarga de tareas y la carencia de una labor jerárquica. El suministro de medicinas se daba únicamente si estaba presupuestado por parte de las municipalidades. No obstante, el Estado fue eficiente en la distribución de medicinas durante las epidemias, con una cobertura generalizada. Pese a la carencia de la infraestructura hospitalaria, se avanzó en la prevención y atención de las epidemias, así como en el fomento y la vigilancia de las medidas sanitarias en el plano local y personal (Botey, 2019, p. 153).

5. El Lazareto General y el Hospital San Juan de Dios como instituciones de caridad subvencionadas

5.1 Orígenes del Lazareto

La primera campaña contra la lepra en Costa Rica se efectuó en 1820, cuando Santiago Bonilla (Síndico Procurador de Cartago) hizo un llamado al cabildo de esa ciudad para que se implementaran las medidas necesarias para frenar el avance del mal de Lázaro. Bonilla clamó para que todas las personas colaboraran según sus posibilidades, aunque las contribuciones fueron mínimas (Chinchilla, 1972, pp. 42-47).

El establecimiento del Lazareto General del Estado, “en beneficio de todos los pueblos” (los cuales iban a quedar a cargo de su mantenimiento), fue decretado en 1826 durante la administración de Juan Mora Fernández (1824-1833), así como el Hospital San Juan de Dios (decreto derogado en 1830). Las municipalidades señalaron que en sus territorios abundaban los leprosos miserables, denominados lazarinos (Hernández, 2000, p. 15). Se implementó un impuesto “de un real por cada carga de algodón” ingresado (Ortiz, 1921, p. 111). Su cobro, junto con el peaje, debían darse en La Garita de río Grande, lugar de control del ingreso de mercadería de Puntarenas (León, 2002, p. 71). En 1830, quedó en vigor su establecimiento, con dos departamentos, según el sexo. Luego de indemnizar a los esclavos, lo que quedó del fondo respectivo tenía su destino en el Lazareto.

Se añadieron cinco pesos de manda forzosa (un impuesto que los familiares de los fallecidos debían pagar luego de haber testado) sobre los testamentos del 20 % de “los súbditos del Estado” (a partir de un monto de cincuenta pesos) (Ortiz, 1921, p. 112). Según el decreto XXIII, cada uno de los curatos de Cartago, Heredia, Alajuela y San José debían pagar una pensión mensual según los respectivos montos establecidos (reducidos en una tercera parte para agosto de 1833). Luego de varias rebajas, en la década de 1850, se incrementaron varias veces las cuotas, ocasionando la molestia eclesial, posteriormente, fueron derogados (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo, Conservador y Ejecutivo de Costa Rica, 1858, pp. 137-138; Cruz, 1981, pp. 92-93; Sandí, 2010, p. 90).

Con estos ingresos ya iba a ser posible, además de la asistencia religiosa, la construcción de un edificio (Ortiz, 1921, p. 51). La puesta en práctica de la ley no fue posible dado lo reducido del aparato burocrático; hubo desinterés de los curas, debido a que la administración del leprosario no quedó en manos eclesiásticas y por el establecimiento de las mandas forzosas de los curatos. Además, no se cobraron las mandas forzosas hacia los fallecidos (Malavassi, 2003, pp. 65-66).

El obispo Esteban Lorenzo de Tristán dejó “los primeros doscientos pesos” con el fin de que el convento de la Iglesia de La Soledad de Cartago diera paso a “la primera Casa Hospital de Caridad, denominada de San Juan de Dios” (Hernández, 2000, p. 14), sin embargo, esta cerró a principios del siglo XIX por la ausencia de apoyo estatal y de sustento económico.

La Hacienda San Juan de Dios fue una obra pía creada por iniciativa del Obispo de Nicaragua, fray Nicolás García Jerez, en 1815, dada la carencia de atención médica para los enfermos de lepra. Los “vecinos importantes de Cartago” compartían la preocupación por el establecimiento de una casa-hospital para leprosos en Cartago. La hacienda de ganado mayor iba a ser el sostén del hospital (denominado San Juan de Dios) y cada vecino apoyó donando una limosna a lo que se sumaron personas laicas particulares, religiosos y funcionarios de diversos lugares; la obra se concretó décadas después (González, 1984, pp. 281-282).

En 1826, mediante un decreto legislativo, se dictó la erección del Hospital San Juan de Dios, financiado mediante las rentas del lazareto. Esto no se realizó y en 1830 se dictó la abolición de dicha institución, bajo el alegato de que era menos importante que el Lazareto. Este vio la luz en 1833 y se impuso pena capital a los lazarinos que escaparan de la institución (Ortiz, 1921, p. 170; Incera, 1978, pp. 20-21). El temor ante la propagación de la lepra priorizó la construcción del lazareto por encima del hospital, cuando el único remedio conocido contra el mal de Lázaro era el aislamiento social (Malavassi, 2003, p. 63).

El sacerdote Francisco Cipriano Calvo era cafetalero y estaba muy vinculado con los grupos en el poder político y religioso. También, fundó la masonería en Costa Rica en 1865. Destacó por su labor caritativa y como uno de los benefactores del Lazareto. Calvo fue “capellán de los leprosos, a quienes sirvió con verdadera piedad” (Obregón, 1963, p. 101; Guzmán-Stein, 2009, pp. 111 y 115-116). También, fue miembro de la Junta de Caridad de San José a partir de 1859.

Calvo se dedicó principalmente a diversas actividades vinculadas con el Leprosario. Luchó en procura de la construcción de unas instalaciones adecuadas para este hospital. Convenció a numerosas familias de la necesidad de contribuir con dinero o en especie. También, se empeñó en la construcción de una capilla, que fue dedicada al arcángel San Rafael (en memoria a su padre adoptivo y protector, Monseñor Rafael del Carmen Calvo y a la labor intercesora de este santo) (Obregón, 1963, 101-105).

5.2 El Hospital San Juan de Dios y la Junta de Caridad

La ausencia de un hospital general fue solventada el 3 de julio de 1845 con el decreto de creación de un hospital denominado San Juan de Dios, así como un cementerio general. La Cámara de Representantes del Estado costarricense argumentó: “es una obligación de todo buen Gobierno plantear los establecimientos de beneficencia pública que estén á su alcance” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1862, p. 45).

La institución iba a financiarse con las rentas del Lazareto, una subvención del Gobierno por 1000 pesos anuales, diversos impuestos (hacia los pasaportes, los testamentos y el uso del cementerio), varios legados y “las donaciones de bienhechores”. Su administración debía quedar bajo una junta de caridad. Adicionalmente, se creó “una lotería pública de mil pesos”, con un impuesto del quince por ciento destinado al “piadoso establecimiento” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1862, p. 196).

Dado que el protomedicato no se había podido llevar a cabo, el presidente José María Montealegre (1859-1863) decretó que la patente de boticas de 1859 iba a ser asignada como renta perpetua del HSJD, aunque las ocho boticas no lo pagaron. Con el Reglamento de Policía de 1849 se centralizó el expendio de medicamentos para fiscalizar en mayor medida los ingresos municipales y del fisco, por lo que tempranamente se consideró necesario establecer “boticas públicas” (Colección de las leyes, decretos y órdenes expedidos por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1871, p. 157).

La Junta de Caridad fue creada por el decreto LXIX del 29 de setiembre de 1845 y desde un principio estuvo integrada por miembros de las elites políticas (Mohs, 1983, p. 27; Cruz, 1981, p. 27) Sus labores adquirieron un carácter permanente a partir de 1852, cuando Llorente y Lafuente impulsó la construcción del hospital (Cruz, 1981, pp. 17-18). Fue vital la colaboración en especie, mano de obra y monetaria. En 1855, se logró el ingreso de los primeros enfermos; en 1863, se creó una Junta de Señoras, en apoyo a la Junta de Caridad del HSJD y con labores de enfermería, visita a pacientes y la enseñanza de manualidades. En 1864, se crearon nuevas juntas de caridad en las provincias de Cartago, Heredia y Alajuela (Cruz, 1981, pp. 16-17, 26; Solís, 2000, p. 42). La Junta de Caridad iba a administrar una renta fija de 2200 pesos anuales para sostener el Lazareto. Esto fue sustituido y el Poder Ejecutivo quedó facultado para invertir hasta 10000 pesos y trasladar el leprosario si la situación fiscal lo permitía. Las donaciones y legados también quedaron en manos de la institución. No obstante, las limitaciones persistieron.

El acaudalado sacerdote Juan de los Santos Madriz dejó un importante legado para el HSJD y la capilla del Sagrario en San José. En 1871 el sacerdote José Cecilio Umaña dejó como único heredero de su capital al HSJD y también fue vital el apoyo económico de miembros de la élite que estaban aglutinados en torno a la Hermandad de Caridad. En 1872, las nuevas obras del HSJD fueron posibles debido a una mayor cantidad de recursos. Parte de estos venían de personas caritativas (principalmente Umaña), así como 780 pesos donados por el Presbítero Canónigo Juan Pablo Salazar, con el objetivo de que el monto fuera empleado en la reconstrucción del edificio (Jinesta, 1964, p. 143; Incera, 1978, p. 65, 68; Blanco, 1983, p. 303; Thiel, 2011, p. 128).

El decreto LII de 1851 mandó construir el hospital San Rafael en el puerto de Puntarenas con el propósito de atender la población compuesta, mayoritariamente, de “jornaleros y marineros sin familia y sin otro recurso para vivir que el de su trabajo diario” (Rodríguez y Guevara, 1952, p. 7). También, comprendió la diversidad de personas que convergían ahí: arrieros y carreteros del interior del país, tripulaciones y pasajeros. Esta era la ruta de mayor tráfico del país, en el marco de la exportación cafetalera. (León, 2002, p. 75).

De modo similar al HSJD, la administración del nuevo hospital recayó en una junta de caridad y su financiamiento iba a tener un origen variado. Comprendió diversos impuestos y pago de patentes, aunque se esperaban “las donaciones y legados de individuos bienhechores” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1868, p. 126). También, se pretendía obtener las contribuciones de personas acaudaladas que tuvieran la necesidad de recurrir a sus servicios y los recursos que el Gobierno le girara.

Los sacerdotes tuvieron un importante papel en “las juntas edificadoras de hospitales, escuelas, caminos o nuevas zonas de colonización, como también en la difusión de medidas civiles, militares, educacionales e higiénicas que el Estado determinó” (Sandí, 2010, p. 210). Los hospitales quedaron bajo la administración de las juntas de caridad y otras instituciones como el HSJD. Este modelo hospitalario, bajo una junta de caridad, también se aplicó al Hospital de Liberia, ya que la Junta de Caridad homónima recibió 400 colones en 1877 para su construcción (Ortiz, 1921, p. 93; Botey, 2018, p. 186; Botey, 2019, pp. 188, 220-221, Sánchez, 2019, p. 101).

Las mujeres de clase alta también participaron en la caridad y se dio una combinación de lo particular con lo grupal, lo religioso con lo secular y lo público con lo privado. En el período 1865-1899, la masonería (existente desde 1865) tuvo un importante papel en varias sociedades de beneficencia, principalmente las Hermandades de caridad en hospitales, la Junta de Caridad de San José y las juntas de caridad de diversas ciudades (Martínez, 2017, pp. 165-173; Sánchez, 2019, pp.143-147).

Para 1851, no había sido posible edificar la institución piadosa josefina. Mora Porras exhortó la construcción en el decreto LXIX: “siendo un deber imperioso de la humanidad socorrer en la desgracia á sus semejantes, es también de necesidad proporcionar los medios de llenarlo” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1868, p. 150). Pese a que se enfatizó la necesidad de contar con los hospitales, su financiamiento no era responsabilidad estatal únicamente, sino que se debía apelar a la voluntad colectiva para que la obra fuera una realidad. Cuando se dio la epidemia de cólera en 1856, únicamente operaban tales hospitales, pero inadecuadamente financiados, con escasez de personal médico, mientras que la medicina estaba escasamente desarrollada. Su principal público eran los enfermos pobres que no contaban con familiares que se hicieran cargo de ellos (Botey, 2019, pp. 189-190).

Los cobros a los curatos ocasionaron la molestia de la Iglesia, ya que sus bienes quedaron gravados (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica 1871, pp. 146-150; Cruz, 1981, p. 19). Sucesivas modificaciones a los decretos ejecutivos en las décadas de 1830 y 1840 también redujeron el aporte de los curatos, afectando al Hospital y al Lazareto, ambos en construcción (Ortiz, 1921, p. 91; Sanabria, 2019, p. 200). En 1860 se asignó el derecho de patente de boticas como renta perpetua al hospital.

5.3 Recursos “complementarios”: el Panteón, los curatos y las donaciones

El Panteón General de San Juan de Dios (denominación empleada en sus inicios) se construyó en 1852 para garantizarle rentas fijas al hospital, como un complemento al HSJD y para que la población implementara prácticas mortuorias consideradas higiénicas. Para ser enterrado en el cementerio del HSJD, los parientes o amigos del occiso debían cancelar “veinte pesos por cada cuadro de cinco cuartas de terreno que ocupe y dos pesos más si el cadáver permaneciese la noche en la capilla” (Colección de las leyes decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1871, p. 71). Quienes hubieran legado al hospital al menos 200 pesos, quedaban perdonados del pago de dicho impuesto.

Las donaciones particulares de varios religiosos y ciudadanos para el HSJD fueron constantes, en aras del bienestar colectivo costarricense, e incluyeron joyas, terrenos y dinero (Hernández, 2000, p. 21). En el contexto del cambio de nomenclatura de Estado a República, la inserción de Costa Rica en el mercado exterior y la búsqueda de la independencia en lo religioso, el Obispo Anselmo Llorente y La fuente (primer obispo de la Diócesis de San José, creada en 1850), donó mil pesos en favor de la Junta (la cual presidió de 1852 a 1855) y de la Tesorería, a la vez que legó una casa para reclusión y cárcel de mujeres (Colección de las leyes, decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1872, pp. 32-33; Vargas, 1991, p. 58).

Los ciudadanos Pilar Hidalgo y Yanuario Blanco dejaron, individualmente, mil pesos para la institución. Esto los equiparaba a quienes entraban en la categoría de “Bienhechores del Hospital y Lazareto” (Colección de las leyes, decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1872, p. 56). El requisito era la donación o el legado de un mínimo de 500 pesos.

También, hubo donaciones continuas en las primeras décadas de vida del HSJD: alhajas, semovientes y cantidades pequeñas de dinero en efectivo por parte de los vecinos (Junta de Protección Social de San José, p. 11). Esto fue fundamental para que los 20 hospitalizados (en un total de 20 camas) pudieran recibir medicamentos, atención médica y alimentos. En 1852, quienes tuvieran recursos más modestos, fueron compelidos por los curas de los barrios a colaborar mediante su mano de obra: “los que tengan carretas vayan los domingos a traer piedra de las Pavas, así como la arena del lugar llamado “el bajo de don José Joaquín”, en el río Virilla” (Hernández, 2000, p. 22). También llevaron cal, caña de construcción y maderas de diversos lugares. Las generosas ayudas se dieron, ya que también existía la intención de levantar “un hospicio para ancianos e inválidos, una casa de locos y hacer mejoras en el panteón” (Cruz, 1981, p. 56).

En 1855 y 1858, se establecieron aumentos en la colaboración mensual a los curatos con el fin de sostener económicamente al Lazareto (medida existente desde 1833, pero que no había sido aplicada) (Sandí, 2010, pp. 90-91). Esto ocasionó una confrontación entre la Iglesia y el gobierno de Mora Porras, ya que Llorente y Lafuente se opuso a la forma en que se cobraba el impuesto, siendo el punto cúspide de las tensiones entre la Iglesia y el Estado, lo cual desencadenó en su expulsión. También, hubo colectas de limosnas en 1864 entre los vecinos, a cargo de las integrantes del Comité Femenino (Vargas, 1991, p. 65; Hernández, 2000, p. 24; Botey, 2019, p. 190).

5.4 Capacidad operativa y transformaciones

Aunque el hospital fue una institución de caridad, la inexistencia de un aparato de atención a la salud hizo que ahí acudieran personas con recursos. La Junta recurrió al cobro de cuotas para financiar el hospital cuando los enfermos vivieran holgadamente. En 1878, se acordó no admitir a enfermos cuyos males fueran incurables o crónicos, o sea, de “sostenimiento perpetuo”, ya que se consideraba que agotaban los recursos institucionales, por ello, se hizo imperativo construir los denominados Hospitales de Incurables (Ortiz, 1921, p. 91; Cruz, 1981, pp. 58-59).

El decreto XXIII estableció los estatutos y el reglamento del hospital y del lazareto. La Hermandad de Caridad fue constituida por las personas que habían formado parte de las diversas Juntas de Caridad en años anteriores y por nuevos miembros, esta era nombrada por la Junta de Caridad, y sus integrantes debían pagar cada año “una limosna voluntaria para el Tesoro del Hospital y Lazareto”. También, debían hacer guardia en el hospital (Colección de las leyes, decretos y órdenes expedidas por los supremos poderes Legislativo y Ejecutivo de Costa Rica, 1872, p. 42).

El decreto XXVIII de 1865 autorizó al Poder Ejecutivo para invertir un máximo de 10000 pesos (si las circunstancias eran favorables) en la construcción del Hospital de Leprosos en el lugar que se efectuara su traslado. Para 1865, el erario nacional iba a asumir su financiamiento, si bien la cantidad destinada iba a ser establecida según el criterio del Ejecutivo, con base en las necesidades de alimentación y servicio para los leprosos. También, se decretó que los legados y donaciones al Lazareto debían emplearse según la voluntad de los donantes, independientemente del presupuesto destinado a la institución. Como era predecible, la inestabilidad financiera no cesó (Cruz, 1981, pp. 69-70). El resto de las rentas serían destinadas al hospital, junto con el cobro de derechos por los nichos del cementerio (Colección de leyes del año de 1865, s.f., p. 312).

En 1871, llegaron las primeras Hermanas de la Caridad para atender y administrar el hospital. Para finales del siglo XIX mejoraron los servicios de salud con la llegada de varios médicos costarricenses que habían estudiado en Europa (Junta de Protección Social de San José, pp. 13-14). Pero persistieron “una alta mortalidad, asistencia insuficiente, larga hospitalización (…)”, la escasez de recursos y unas instalaciones inadecuadas, así como el que la institución continuaba desempeñando labores de hospital psiquiátrico y de asilo de incurables. En 1878, se acordó no admitir más enfermos crónicos e incurables (Incera, 1978, p. 71).

Las mandas forzosas del HSJD y del Lazareto fueron eliminadas por resolución legislativa en 1875, con el argumento de que tales instituciones contaban con rentas holgadas originadas en los capitales dados a interés, mientras que otras instituciones de beneficencia estaban desprovistas de financiamiento (Junta de Protección Social de San José, p. 23).

En 1880, el país tenía seis hospitales (y dos más en construcción), un hospicio de huérfanos y dos asociaciones filantrópicas. En las postrimerías del siglo XIX, las leyes de sucesiones fueron modificadas, con el consecuente beneficio para los hospitales de provincia a través del impuesto sobre sucesiones (con fines benéficos), a lo que contribuyeron los impuestos a los pasajes del ferrocarril (Botey, 2019, p. 204).

Conclusiones

La intervención estatal en materia social fue temprana. Esta no tuvo un carácter integral, pero procuró que mejoraran las condiciones de vida de quienes estaban en pobreza o eran sectores vulnerables. Existía la concepción, heredada de la caridad cristiana, de que había una obligación moral por ayudar y socorrer a los más desprotegidos. Ello devengó en que el Estado emitiera una serie de legislaciones tendientes a fiscalizar el cumplimiento de las indicaciones precisadas por los benefactores y para socorrer a la población ante las enfermedades, las emergencias y otras situaciones fortuitas.

Esto contribuyó al fortalecimiento de las instituciones piadosas (como el HSJD) y de varios legados destinados a aliviar la pobreza. No debe perderse de vista su corto alcance y el hecho de que estos se enmarcaron dentro de un estilo económico que iba generando crecientes procesos de proletarización. Sin embargo, el Estado no asumió tempranamente la responsabilidad financiera y social de atención, trayendo reiterados problemas en las arcas de las pocas instituciones, que dependían de la misma población para su sostén financiero y su operación.

A la vez que ciertos legados coloniales fueron erradicados en favor del liberalismo económico, también se promovió la distribución de tierras, la educación primaria y la salud, siempre bajo la óptica de preservar la mano de obra, sancionar y perseguir la vagancia e incrementar la productividad agrícola. Esto concuerda con las tempranas medidas para hacerle frente a las epidemias del cólera y evitar que la población menguara.

A finales del siglo XIX, se dieron mejoras sustanciales en el financiamiento y en las condiciones materiales del HSJD, proceso acompañado del crecimiento de otros hospitales, a la vez que nuevos actores tocaban la puerta en cuanto a la asistencia social, particularmente, mujeres de la élite y congregaciones religiosas. No obstante, la preservación del status quo y la defensa del sistema económico imperante continuaron siendo la norma.

NOTAS

1. Este artículo es uno de los resultados de la actividad de investigación B7762, “Costa Rica antes del régimen liberal de bienestar. Intervención estatal, políticas sociales tempranas e institucionalización de la pobreza y del riesgo social.1821-1880”, desarrollada en el Centro de Investigaciones Históricas de América Central (CIHAC) de la Universidad de Costa Rica.

2. Las cursivas son del original.

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Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jan-Jun 2022

Histórico

  • Recibido
    12 Nov 2021
  • Acepto
    27 Dic 2021
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None Diálogos Revista Electrónica de Historia, Universidad de Costa Rica , Escuela de Historia, San Pedro de Montes de Oca, San Pedro, San José, CR, 11501-2060, 2511- 6446 , 2511- 6452 - E-mail: jmarincr@gmail.com
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