Open-access Reflexiones sobre la génesis del Himno al árbol

Reflections on the genesis of Himno al árbol

Resumen

En esta reseña comentamos un libro de Luko Hilje Quirós que relata los entretelones del nacimiento de un himno al árbol que varias generaciones de costarricenses cantamos en la escuela por casi cien años. Es una historia que nace de la nostalgia de nuestra infancia pero que genera también muchas reflexiones en torno a la figura del poeta José Santos Chocano, su momento histórico y la conformación de una identidad continental para Hispanoamérica, un tema en el que la historia natural de estas tierras tiene mucho que decir y enseñarnos en el centro mismo del fenómeno creativo.

Palabras-clave: Naturfilosofía; Naturpoética; transformabilidad; dinamismo; imaginación; esoterismo; identidades; conciencia continental; política; evolucionismo

Abstract

This essay will discuss a book by Luko Hilje Quirós, which recounts the behind-thescenes creation of Himno al árbol that has been sung in school by several generations of Costa Ricans for almost a hundred years. It is a story inspired by the nostalgia of childhood, but it also generates many reflections on the figure of the poet José Santos Chocano, his historical moment and the conformation of a continental identity for Hispanic America, a subject in which the natural history of these lands has much to express and teach at the very heart of the creative phenomenon.

Keyword: Naturphilosophy; naturopoetics; transformability; dynamism; imagination; esotericism; identities; continental consciousness; politics; evolutionism

Introducción

Chocano, Costa Rica y el Himno al Árbol es el título del último libro de Luko Hilje Quirós (San José: EUNED, 2022). Se trata de un aporte al campo de la historia de las ciencias naturales, como casi todas las que hace este biólogo aficionado a la historia, que cuenta las peripecias de la ciudad de San José, por la falta de agua, a principios del siglo XX. Es, pues, la historia de una sequía y la primera toma de conciencia del papel importantísimo de la relación entre el agua y el árbol, en un país bendecido por sus bosques y ríos, y de cómo los vecinos del cantón de Mata Redonda (La Sabana) conjuraron esa calamidad, con la ayuda de la Iglesia Católica y del gobierno local; así como de la fortuita intervención de un poeta y sus cófrades, los cuales aportaron el elemento fundamental, sin el cual nada puede ser duradero: un sentido trascendental y un símbolo que lo contuviera contraído y expansible al mismo tiempo, disponible en la memoria colectiva para cada vez que se necesitara. Para ello nada como el canto. Y entonces se escribió un himno, el Himno al árbol y con él, la historia de las ciencias naturales de Hilje se desliza hacia nuestra “inconmensurable memoria”

En este libro el autor nos informa además que lleva ya varios años “colectando” textos literarios de todos los géneros alusivos a la naturaleza, para realizar una antología en la que se conjugue en cada una de sus hojas lo natural con lo poético, de modo que el ser humano recuerde que no debe separar lo que el Arcano ha unido y que si lo hace, tiene la obligación de restaurarlo. En dicha antología figura el Himno al árbol, que se ha cantado por un siglo en las escuelas de Costa Rica, en total ignorancia de los avatares de su creación y del significado que tuvo para su creador.

Este Himno al árbol (hay otros en toda América Latina), fue escrito por José Santos Chocano, un poeta peruano. Pero Hilje señala que a pesar de que su autor es peruano, ese himno es costarricense y me parece que por eso escribió ese libro y ese título: Chocano, Costa Rica y el Himno al árbol.

Nuestra aureola y orgullo de país verde y conservacionista nos podrían inducir a pensar que Chocano cayó preso de amor por nuestros bosques, pero dice Hilje que su pasión por el código vegetal y la selva americana, ya estaba en el peruano desde antes de llegar a estas tierras. Y el biólogo lo afirma con certeza, porque realizó una exploración de la obra de Chocano y su relación con la naturaleza, que lo lleva a concluir que la naturaleza está omnipresente en la obra poética de Chocano desde antes de su llegada a Costa Rica (Hilje, 2022, p.10). El peruano acababa de publicar un poemario titulado Selva virgen. Poemas y poesías (1901). Entonces… ¿por qué afirma Hilje, que este himno es costarricense a pesar de que su autor es peruano?

Según el autor, su libro no nace con la preparación de la mencionada antología naturpoética, sino con la pesquisa que realizó en torno a Monseñor Bernardo Augusto Thiel Hoffmann (1880-1901) y su afición a las ciencias naturales. Según él, esa indagación en torno al segundo arzobispo de Costa Rica lo incitó a determinar las circunstancias que generaron la pieza lírica que nos ocupa en este artículo. De modo que la curiosidad por este acertijo es originariamente de naturaleza sociocrítica: ¿cuáles son las determinaciones sociohistóricas que posibilitaron este texto y no otro? Acertijo que demuestra nuevamente la afición por la historia que caracteriza a este biólogo-entomólogo que ahora se interna además, y de manera ineludible, en el misterio del mundo poético, misterio que lo lleva a preguntarse, más allá de la pesquisa en torno de Monseñor Thiel, por las circunstancias de su propia escritura, misterio gracias al cual, la poesía le puede a la angustia. Así lo expresa el biólogo:

Para concluir, deseo dejar constancia de que he terminado de escribir este libro en tiempos ominosos para la patria y la humanidad, cuando una insólita e inesperada pandemia provocada por un coronavirus sigue causando serios estragos.

Sin embargo, mientras escribo estas palabras atraviesan el cielo ruidosas bandadas de chucuyos que, con su sonora, colectiva y carrasposa algarabía, nos advierten que estamos en octubre y que pronto empezarán a soplar desde el Caribe, así como a remontar la cordillera los deliciosos y vivificantes vientos alisios de fin de año. (Hilje, 2022, p XI-XII).

Para Hilje, el Himno al árbol es un texto costarricense porque:

Chocano lo escribió aquí y no en Chanchamayo, sede de su poemario de 1901, ya mencionado: Selva virgen. Poemas y poesías.

Surgió gracias a una iniciativa del pueblo en la comunidad del cantón de Mata Redonda, los vecinos de La Sabana y su Junta Progresista. No de un gobierno.

Fue musicalizado por un artista costarricense, Roberto Campabadal Gorró, hijo de José Campabadal Calvet, autor de la música del Himno Patriótico del 15 de Setiembre.

Fue entronizado por un coro de voces infantiles de diferentes escuelas de la capital, en la mañana del 10 de noviembre de 1923 en el Parque Morazán, bajo el palio del Templo de la Música, solemnidad que se complementó en El Bosque de los Niños, en La Sabana, con la siembra de cuatro árboles simbólicos (el del poeta, el del músico, el del maestro y, por supuesto, el del pueblo, de quien toda la iniciativa había surgido). El Himno, después de todo, había nacido para salvar ese bosque y a todos los árboles del mundo.

Pero existe una razón más, la quinta y esencial, la más simbólica razón de todas porque levanta de la página a las cuatro razones anteriores: el amor. Aquí encontró Chocano, a sus 46 años, después de varios matrimonios y uniones no formalizadas y varios hijos, el fogonazo de un amor adolescente y prohibido, su verdadero y último amor.

Esa quinta razón es la que, de modo definitivo, coloca significativamente a Costa Rica en el medio, entre Chocano y el Himno al árbol. Es ella la que determina el orden de los elementos del título mismo del libro que comentamos, como la que define el centro de la doctrina filosófica del autor. Y gracias a la cual Luis Alberto Sánchez, su biógrafo y estudioso más temprano, ha llegado a afirmar, contra el coro mayoritario de los demás comentaristas, que Chocano no es modernista, es romántico. Es modernista, solo por fuera, por amor a la música, a la versificación y los impulsos vitales que gobiernan su cuerpo; pero por dentro de su alma, él y la naturaleza son una sola cosa. Su filosofía se enmarca así en la Naturphilosophie del idealismo alemán (Schelling), según la cual hay una identidad entre naturaleza y mente, entre objeto y sujeto, pues la naturaleza es la mente invisible, y la mente es la naturaleza invisible.

Chocano, Costa Rica y el Himno al árbol es un libro fuerte y ágil, como la mayoría de las imágenes chocanescas, a las que Hilje implícita y sintéticamente invoca en su reminiscencia recitativa de aquellos famosos caballos de Chocano, que pronunciaba en sus años escolares, y que no puede evitar citar en su libro con evidente emoción. Se trata de un libro fuerte porque está excelentemente documentado. Y ágil porque no se trata únicamente de un documento histórico, sino de un documento humano. En ese sentido no puedo dejar de decir que me gusta la manera de hacer historia que tiene Hilje, con los dos hemisferios del cerebro. Por ser anti-reductiva, nos cala, nos enseña y nos divierte y -lo más importante- nos hace participar en el entramado de los acontecimientos que con tanta gracia y cuidado idiomático nos teje, haciéndonos reaccionar también de forma total ante ellos. Resonamos juntos, el autor, el texto y nosotros, los lectores. Eso se llama vivificación.

En esta historia NO hay casualidades, sino encuentros y convergencias. Para muestra un botón: en 1924 Chocano casi se topa con Pasko, el padre de Luko Hilje, en el muelle de Limón. Uno buscaba cómo huir de aquí y el otro venía llegando a Costa Rica, de modo que estuvieron muy cerca Chocano y el padre de quien escribiría, un siglo después, esta historia del Himno al árbol y el inverosímil y rocambolesco romance de su autor con Margarita Aguilar Machado, en momentos en que casi podemos oír las campanadas del centenario de este poema.

Es claro que, si no se constelan, como diría Jung, todas esas circunstancias, Chocano no hubiera escrito ese himno. Hay, sí, una convergencia de acontecimientos que nos recuerda el concepto junguiano de la sincronicidad, y que se levantan de la página de ese libro y saltan del eje horizontal del renglón al polo vertical del tiempo, todo gracias al eje del árbol. A todo eso el autor lo llama “conexión cósmica”.

Así, cien años después, estamos invocando la memoria de Chocano, de la misma forma que él invocó al Ángel de la Inteligencia, aquella noche del 30 de agosto del 1923, por medio de este tremendo símbolo del Axis Mundi que es el árbol, el cual, bien comprendido, es capaz de ofrecernos una experiencia mística de dimensiones cósmicas, que solo un verdadero símbolo es capaz de dinamizar en nosotros en las cinco direcciones del espacio, para darnos una sensación de vida y de eternidad. Por eso no bastó la llamada “prima del árbol”, ese incentivo económico ofrecido por la Municipalidad de San José, a quienes plantaran árboles para evitar la sequía que amenazaba, ya no solo la vida industriosa, sino también la vida misma de los habitantes del valle. De modo que esta medida tuvo que ser cimentada con la transformación del árbol físico en un valor y su transmisión como tal; para ello se instituye, desde principios del siglo XX, la Fiesta de los árboles cada primero de mayo. Fue así como el regidor Ciriaco Zamora, convencido de la influencia que esta fiesta podría tener en la mentalidad de alumnos y maestros de escuelas y, posteriormente, en la gente del pueblo, se lanza con gran entusiasmo a su organización. Se fija la ceremonia para el primero de mayo, fecha en que se celebra la rendición de William Walker y la liberación de Costa Rica y toda Centroamérica del avance del imperio usamericano. La elección de esa fecha ya le da una valoración muy puntual al árbol, pues lo transforma en una representación de la autonomía de nuestra nación, de su estabilidad y permanencia. Ahora ya no era cualquier árbol, sino el árbol de la independencia, el árbol de la patria que, como el de la Cruz, había sido abonado con sangre por la liberación de todos. Tampoco se puede olvidar que el primero de mayo se celebra el Día Internacional de los Trabajadores y con ello sobreviene una segunda valoración de la figura del árbol, la cual va a quedar muy patente en los discursos que se pronunciarán ese día: la problemática y compleja relación del árbol con el trabajo y la labor agrícola. En 1903, Billo Zeledón tendrá algo más que agregar a ese respecto en la letra del Himno Nacional de Costa Rica, escrita en 1903.

Para aquella Junta Progresista de Mata Redonda, más importante que la “prima del árbol” era la invocación al árbol y su habitación en el corazón de la gente. Acudieron entonces al símbolo y a su narrativa: el mito, con tal de poder encadenar ese árbol a cientos más de árboles del bosque de símbolos, hasta llegar a los tiempos aquellos en que el ser humano vivía en ellos y que, aunque en algún momento bajó de esa casa, sembró otra justo al pie del árbol de la independencia, para no olvidar nunca sus dos naturalezas, divina y humana, como lo escribe otro poeta y periodista llamado Fernando, enamorado también de otra Margarita, en una novela de Carlos Gagini, publicada unos años antes, en 1918, y cuyo título es EL ÁRBOL ENFERMO. Otra muestra del profetismo literario.

En dicha novela, Fernando, el vengador y restablecedor del orden social, le pinta así a su amada Margarita el paisaje restituido: “un hogar reconstruido a la sombra de un árbol sano y vigoroso, en el centro de un país feliz, regenerado por la libertad, la virtud y el trabajo” (Gagini, 1973, p.130). Fue Gagini y no Max Jiménez, el primero en criticar abiertamente los vicios de los costarricenses. Gagini advierte, además, del dominio de los Estados Unidos sobre nuestros pueblos, ayudado por el servilismo, la traición, el arribismo y… lo peor de todo: a causa de nuestra inveterada y contumaz indolencia. Ayer, igual que hoy, solo un poder superior podrá sacarnos ya del marasmo espiritual en que vivimos. Y los grandes árboles acuden en el recuerdo de nuestros días felices. Por eso, aquí está este libro de Luko Hilje.

La ocasión para la redacción de un himno al árbol no podía ser más propicia para el idealismo poético de José Santos Chocano y su americanismo, único sentimiento que era más grande que él y su arrogancia y por el cual, equivocado o no, ofrendó toda su vida, como ya se verá.

Según Eugène Minkowski, un filósofo y psicólogo polaco-francés, hay dos maneras de mirar una estrella; aquí deberíamos decir, un árbol: la manera científica, que ve los hechos con objetividad rigurosa y observa las cosas en su materialidad; y la manera poética, que no se impone a sí misma ninguna barrera, y cuya mirada deambula en el infinito, para descubrir en cada objeto un mundo entero (1999, p.163).

La ciencia conoce solo la primera actitud y tiene como dominio los hechos fríos y desnudos, desprovistos de toda poética, pero también agrega Minkowski que el progreso constante de la ciencia es testimonio de que sus métodos están bien fundados.

Generalmente, la tesis aceptada es que la naturaleza consiste en hechos observables y cualquier otra cosa es pura “canción de poeta”; es decir, imágenes que el poeta dibuja desde su propia alma, pero sin valor alguno de ciencia. Para la ciencia, entonces, la naturaleza es pura prosa y, por eso, la poesía y sus imágenes no nos pueden enseñar nada de la naturaleza de las cosas y del universo. Sin embargo, la naturaleza en sí estaba originariamente llena de poesía y esta es más bien su verdadera forma de ser. Es esa poesía de la naturaleza la que inspira la antología ya citada de Hilje y en la cual el Himno al árbol oficia su misa. Por algo afirma el poeta Chocano que en el proceso de creación de ese poema se celebró una eucaristía; o sea, que ocurrió una transubstanciación, una conversión, una mutación.

Para conseguir sus metas y liberar su dominio, la ciencia entonces ha debido primeramente despoetizar la naturaleza y por ello nos muestra solo un aspecto de ella, reuniendo bajo el término de “subjetivo” todo el resto sobrante como si fuera un residuo. Ese no es el caso de Luko Hilje, quien vuelve a reencantar la naturaleza reestableciendo la relación entre el hombre y sus símbolos, de lo contrario, no se hubiera interesado en preparar, como nos ha anunciado, una antología de literatura naturalista, una naturpoética, entre cuyos textos más hermosos figura, como ya lo adelantamos, el Himno al árbol, escrito en Costa Rica, pero por un poeta peruano: José Santos Chocano.

No obstante, investigando la histórica figura del segundo obispo de Costa Rica, Monseñor Bernardo Augusto Thiel y su afición a las ciencias naturales, Hilje se da cuenta de que la azarosa situación, llena de peripecias políticas, ideológicas y sentimentales, en que ese poema fue creado, necesitaba también ser dilucidada, y se lanza, como dice él mismo, a seguirle los pasos al poeta Chocano. Menudo dolor de cabeza que se le hizo calvario. No es para menos, cuando el propio biógrafo y estudioso de este poeta, el también peruano Luis Alberto Sánchez, se quejó siempre de la difícil cronología chocanesca, tan alambicada como rocambolesca. Y recogiendo estos pasos nace el libro que tenemos hoy entre manos y que me honro en presentarles y me complazco en ello porque, al igual que al entomólogo aficionado a la historia que es el autor de este libro, con ese poema del árbol se me sale la niña que llevo dentro y todos mis recuerdos de infancia, especialmente los de la escuela, y poder sacar así un poco de metafísica en mis elucubraciones. Al romper en dos partes nuestro ser, la ciencia deja el lado poético de la naturaleza, deja de lado al poeta y deja de lado también al niño que cada uno de nosotros lleva dentro; pero el poeta y el niño están más cerca de ella que el científico porque la naturaleza estaba, como ya se dijo, originariamente llena de poesía y esa es su verdadera forma de ser. Solo la mirada desocultada (sin filtros) del niño descubre esa poesía, porque esa mirada limpia es capaz de ir directamente a las cosas (Minkowski, 1999, p.171). La imagen no es ninguna proyección hacia el exterior. En la poesía no se trata, como suele entenderse, de imágenes que se proyecten en el objeto, sino que allí imagen y objeto son una sola cosa, ya que existe una solidaridad entre el hombre y la naturaleza de la que forma parte; dicha solidaridad no es solo en el sentido en que lo piensa la biología, sino además en el sentido en que cada movimiento de su alma tiene un fundamento profundo y natural con el mundo, que nos revela la cualidad primordial de la estructura del universo, y en esa estructura el árbol representa nada más y nada menos que el eje del mundo, aquello que atravesando toda la esfera celeste, le da estabilidad al cosmos y a cada parte de él en su totalidad. Esta solidaridad estructural es una de las garantías de la objetividad del lado poético de la vida, objetividad que se manifiesta en los fenómenos de la resonancia y la inagotable expansividad de la imaginación.

El símbolo nunca está solo, sino en relación con muchos otros símbolos más. En este caso el árbol remite al paraíso, pues él está en el centro del Edén y allí están dos símbolos más: el árbol de la vida y el árbol del bien y del mal. Uno es el símbolo de la unidad que sostiene al mundo y el otro, el símbolo de la dualidad, de la contradicción que le da al mundo su perenne dinamismo. Gracias a ellos, al contacto de este árbol simbólico, mi alma resuena, se contrae y reverbera en el himno que le escribió Chocano, un hombre lleno de defectos, soberbio y megalómano, pero que era capaz de tocar con la punta de sus dedos, pluma en mano, el infinito. Allí la imagen del árbol no es ninguna proyección hacia el exterior. Hay, pues, en el instante poético un principio unitivo y participativo. La poesía deviene un instante de la potencia personal. Entonces se desinteresa de aquello que rompe y de aquello que disuelve para vivir el punto de todas las convergencias, el principio conjuntivo. Solo en la fugaz experiencia del instante poético se vive esa unidad de todo lo que es; de ahí que el instante poético sea en realidad una metafísica instantánea, un encuentro con el ser y una toma de conciencia de ese encuentro (Bachelard, 2014). Por eso, la visión a la que nos invita el arte no se limita a ningún órgano o instrumento especial; o sea, no se trata de visión ocular ni de proyecciones de imágenes sobre los objetos; se trata de imágenes reales, porque tienen existencia propia pero escapan al plano biológico o corporal; entonces, cuando nos hundimos en ellas, la conciencia de nuestro yo particular y corporal desaparece integrándose a todos los demás fenómenos vitales que, como él, surgen de la vida. Allí nada separa a mi yo de todo lo demás ni nada se me escapa de todo ello.

Todos estos fenómenos son los que dan lugar a esa recuperación universalizada (preferiríamos decir cosmologizada), que tanto el artista como el espectador experimentan en la obra de arte, y que hace que esta pueda ser socialmente participable, a pesar de que se vive en un instante de eternidad. Ahora es posible comprender aquella audaz afirmación de Bachelard: “Si la imaginación es verdaderamente la potencia formadora de los pensamientos humanos, se comprenderá fácilmente que la transmisión de los pensamientos sólo pueda hacerse entre dos imaginaciones ya de acuerdo.” (1997, p.151) Por algo se ha llegado a afirmar que José Santos Chocano pensaba en imágenes; de lo cual yo deduzco, entonces, que por ello era un formidable comunicador.

Nunca se insistirá suficientemente que en ese mundo de lo imaginal del que habla Henri Corbin (y que pide no confundir con el imaginario), mundo intermedio entre el inconsciente y la conciencia, no se conoce la negación; por eso la poeta Julieta Pinto asegura haber oído el silencio porque el silencio no es la ausencia de sonido (Pinto, 1967). El silencio tiene un ser propio y variadas valoraciones y manifestaciones en nuestra alma.

Según Minkowski, confundir la vida biológica con la Vida sin más, esa que deberíamos escribir de ahora en adelante con mayúscula, la Gran Vida de la que hablaban los gnósticos, es quizá la consecuencia de tantos pseudoproblemas que se nos plantean a diario.

En Hacia una cosmología (1999), en el apartado número 12, titulado “¿Vemos con los ojos?”, Minkowski nos advierte que es precisamente la proyección de imágenes sobre el objeto lo que obstruye nuestra existencia -bien lo decía Platón-; de ahí que Minkowski termine ese apartado con la siguiente exhortación: “abramos bien grandes los ojos y tratemos de mirar; intentemos ver” (Minkowski,1999, p.141). El psicólogo y filósofo se refiere a aprender a ver también con otros órganos para poder ser verdaderamente visionarios: algo más que simples observadores. Por eso también a veces es más bien necesario cerrar los ojos para poder ver mejor. Y de visionario quedó sobrado Chocano y su americanismo, como ya se verá.

Las imágenes dinámicas no admiten espectadores inertes ni sumisos al realismo convencional, domesticados por el mirar superficial y exterior. Nada más alejado del arte verdadero que el sometimiento al mundo de la realidad perceptiva. Esa es la importancia de las enseñanzas de Minkowski, quien nos descubre esa mirada subjetiva que sabe ver, más allá de la percepción, los valores primigenios que la anteceden. Solo entonces sabremos que la imaginación es más primitiva que la percepción, es anterior a ella. La imagen material es el portal que nos conducirá a las imágenes cósmicas. La imaginación nos hace realizar un viaje hacia otro mundo, el mundo imaginario, que es nuestro mundo y que por ser nuestro es más verdadero que el real. Por algo decía Cachaza en el epígrafe de la novela del mismo nombre (Mora, 1977) que todo le parecía irreal, menos su dolor. La misma percepción no será penetrante sin la función de apertura; sin ella, la misma imaginación no se desempeñaría bien. Entonces, para ver bien hay que abrir más que los ojos, hay que abrirse a la imaginación. La imaginación me provee de una visión de las cosas a la que no llegan los ojos, pero que me hace vibrar como vibró el joven Luko Hilje ante los tétricos y escalofriantes versos con que se inicia la novela El Señor Presidente, ese mismo Manuel Estrada Cabrera al que sirvió José Santos Chocano, como a otros dictadores del Continente a quienes les vendió su palabra y a quienes les engordó el ego. Ciertamente eran Tiempos recios, para Latinoamérica, tiempos recios también para Centroamérica, como los llamó otro peruano, Vargas Llosa, en su novela del mismo nombre e invocando palabras de la mística Santa Teresa. Tiempos de oscuridad y de sangre. Y esos versos luciferinos de piedralumbre, confiesa Hilje, todavía resuenan en sus oídos, como igualmente resuena el tierno eco de los versos vegetales del Himno al árbol en todos los niños que lo hemos cantado. Es definitivo que la Junta Progresista de Mata Redonda, que pidió el concurso de los poetas para crear este himno, fue taxativa en determinar que el poema que se escribiera para venerar al árbol debía ser una composición definitivamente destinada a “labios infantiles”, sería pues una obra poética y pedagógica que les ayudara a los niños a descubrir las claves de una vida creativa y plena, en ese culto de la Mata Redonda. Por eso es tan importante conservar en nosotros ese núcleo de infancia, para gozar de la dicha de los poetas, ante todo en un mundo como el que vivimos, que ha perdido toda cosmicidad, separado como está de su eje.

Es cierto que la infancia vuelve en nuestra vejez, pero no hay que esperar al invierno de nuestras vidas, para recuperarla, ya que, por medio del ejercicio poético, por medio de la práctica de la imaginación creativa y dinámica, podemos vivirla día a día y rejuvenecer una vez más. Ese es el secreto de Luko Hilje, de su alegría de vivir y de su productividad; por eso nos aconseja que sigamos cantando al árbol, además de abrazarlo. Definitivamente es un biólogo soñador.

Pero cuidado con confundir los sueños que se sueñan de día con los sueños nocturnos. El sueño de noche es el sueño del que duerme y se inquieta y se angustia, porque el que duerme no tiene la mínima garantía de ser el que sueña hasta que se despierta y sale de él. El ensueño poético es un sueño de día, que es el sueño del que está despierto y se sabe autor de sus sueños y por tanto estos sueños son expresión de la imaginación activa, imaginación productora, no reproductora. En el sueño de día estamos en tal estado de dicha y reposo que nos sabe muy mal cuando se nos interrumpe. Por eso, para entrar en el ensueño son necesarios la soledad, el aislamiento y el reposo. Sin duda, Chocano, la noche del 30 de agosto de 1923 se puso, como decía su esposa Margarita, en “estado poeta”, lo que es lo mismo que decir en “estado de infancia” y, al amparo del silencio de una noche josefina escribió el himno de un solo tirón, brotando entonces uno de sus “poemas ingenuos”. Dice Margarita que “solo el silencio profundo de las noches era propicio para su labor fecunda, y al amanecer su mente era un volcán en erupción que arrojaba fantásticos versos”. Agregaba que su mayor felicidad “fue vivir y sentir cuando Chocano entraba en ese estado […]. Lo veía grandioso, casi podría decirse inmaterializado, lejos de la tierra, muy cerca de Dios” (citada por Hilje, 2022, p.191).

¿De dónde le venía tanta gloria y pasión, si ya el doctor le había quitado la estricnina que bebía para calmar su neurastenia? El Himno al árbol lo sabe: Chocano siempre había soñado con ser árbol, un árbol frondoso. Cuenta la leyenda -porque José Santos Chocano era una leyenda y sigue siendo una que no deja de confrontar nuestro presente- que cuando logra escapar de su sentencia de muerte en Guatemala, después de haber sobrevivido a una cárcel que, más que celda era una pocilga, llega a Nicaragua en tan deplorable estado físico y mental que parecía un moribundo sin memoria alguna. Los jóvenes cófrades nicaragüenses ansiosos de conocerlo, lo rodeaban e insistían en preguntarle sobre temas varios acerca de su última visita a Nicaragua: que un soneto producido doce años atrás, que una metáfora con un tintero volcado sobre el lago de Managua, que la noche del trópico… y de nada se acordaba el pobre poeta enfermo y disminuido, excepto de dos imponentes espectáculos sobre su alma de poeta: el Ángelus sobre la Catedral de León y los guanacastes, aquellos árboles corpulentos y coposos, típicos de ese país y del nuestro, en la provincia del mismo nombre, y que tanto se parecían a la corpulencia misma del poeta y su extensivo pensamiento americano. A esos sí que no los olvidó, y aquella sola imagen de árbol colgando en el recuerdo, pareció reanimarle, pues afirmó jocosamente que hasta tenía ya una leyenda con la que planeaba “calumniar” a los guanacastes. Lo anterior implica que el poeta no solo recordaba a esos árboles, sino que además había pensado bastante en ellos, tanto, que ya les había creado una historia mítica para difamarlos (¿sería por las curiosas orejas de ese árbol?). Todos se rieron ante esta ocurrencia del poeta. (Sánchez, 1960, pp.59-60)

Una vez en Costa Rica, donde se dedica “a la poesía, a recobrar la salud y el amor”, según palabras de su biógrafo Luis Alberto Sánchez (1960:64), el poeta sigue colaborando con la prensa nicaragüense y también con la cubana, particularmente con El Fígaro de La Habana, donde envía trabajos inéditos y también una nota ante la falsa noticia de su fallecimiento que circuló en esa isla.

La nota decía así: “Estoy resucitando lentamente como un árbol” (Sánchez, 1960: 64), y lo logra tan bien que en la metafísica instantánea de su Himno al árbol, producido pocos años después en Costa Rica, el poeta finalmente se fundió en él identificándose con su imagen. Y muchos más años después será sepultado de pie, en un metro de tierra, en el cementerio de Lima, tal y como lo había pedido expresamente en su poema La vida náufraga. Su esposa se encargó de realizar su anhelo. Y dilatando esa imagen se agregó además la siguiente declaración: “Aquí, enterrado de pie, como él quisiera, está el más frondoso árbol de la poesía castellana: el poeta peruano José Santos Chocano” (Aguilar Machado, citada por Hilje, 2022, p.233). Con ese “frondoso árbol” solo se me ocurre pensar en un árbol de guanacaste.

En el Himno al árbol el poeta se transforma en vida; mejor dicho, transmuta, en su imagen más querida, paso a paso. El Himno describe el itinerario: primero la invocación, luego la identificación. De su canción brotan ramas y sube entonces con el árbol propio, el de su imaginación, y todo se vuelve amoroso, etéreo, incorporal. Estamos en otro nivel de existencia, un nivel superior, más allá de lo sensible. Observamos, entonces, cómo una imagen va llamando a otra. Hay dinamismo, actividad poética, creación constante, no para. Siendo árbol, el sol viene a él, está dentro de él. Ahora es hijo del sol (aquí se cruzan símbolos esotéricos de diferentes tradiciones espirituales, la cristiana y la incaica, la síntesis idealizada que sirve de corazón a su americanismo, junto con la naturaleza americana). Estos símbolos, tanto el del árbol como el del sol, son universales porque son arquetipos, están presentes en todos los seres humanos de todas las tradiciones porque representan la estructura del universo y su centro cosmológico. Son símbolos fuertes que atraen más símbolos. Cada vez hay más pululación de imágenes convergentes: llama, miel, porque la abeja no podía faltar en el paradigma chocanesco y la apologética al valor del trabajo, como obra alquímica de formación personal. Acuden los pájaros, era inevitable. Las alas que entran magnetizadas por el simbolismo de las ramas son indicios de las alturas; ahora nos damos cuenta de que hemos estado volando desde hace rato, pero solo ahora aparecen las alas, porque en el poema no son necesarias para volar. Lo importante es el impulso. Realizado el impulso, entonces aparecen las alas. Luego las alas atraen el nido. Así, todos los elementos del árbol y hasta el sol que corre por su savia, todo: ramas, hojas, nido, pájaros, sol, llama y miel, se someten a inaudita mutación alrededor de ese centro cosmológico que es el árbol. todo es una especie de semantización generalizada (cosmologizada). en fin, se arboriza, hasta el mismo poeta y su poema, que concluye diciendo: yo soy el árbol que canta. la imaginación es la experiencia misma de la apertura y de la novedad. una imagen presente siempre tiene que hacernos pensar en una imagen ausente. En eso consiste la plasticidad de la poesía y la de Chocano unánimemente se ha caracterizado por ello precisamente: por su plasticidad y vertiginosidad; por tal, también su potencia.

Toda imagen solicita otras, ante todo si son arquetípicas. Por lo tanto, más que de imágenes deberíamos hablar de imaginario: multitud y explosión de imágenes. El imaginario es, pues, un puro engendradero y cada imagen, máxime si es un símbolo, un puente hacia algo trascendente, que nos lleva hacia otro nivel de existencia. Más que de su constitución debemos enfocarnos en la movilidad de la imagen y esto requiere de mucho más trabajo y diligencia que ocuparnos de las formas, como en algún momento pensó Hilje que Chocano hacía: ocuparse de las formas de la vegetación (Hilje, 2022, p.5). Si una imagen se llega a fijar en una forma definitiva se confundirá entonces con una percepción y la imaginación pierde sus alas. En el mundo imaginario, ya lo dijimos, el vuelo antecede a las alas (¿no sucede lo mismo en la naturaleza?). Por eso, la experiencia estética y la imaginación están para dar alas y no para congelarlas o cortarlas. Toda imagen generará un chorro de imágenes aberrantes; es decir, de imágenes que deforman aquellas adquiridas por los hábitos perceptivos. En el mundo imaginario la meta consiste en librarnos de esas imágenes primeras, las de la percepción, para generar y liberar otras cada vez más expansivas. Eso fue lo que verdaderamente impresionó a Hilje: el dinamismo aberrante de las imágenes chocanescas y no la simple multiplicidad de sus formas. Por eso tiene mucha razón el autor al decir que la mayor parte del contenido del poemario La selva virgen no alude a la naturaleza como tal. Efectivamente, esa obra refiere a una filosofía de la naturaleza, tal como la entendió el romanticismo alemán. Goethe la personificó él mismo. A la inversa de Hilje, quien es un biólogo soñador, Goethe fue un poeta naturalista cuyo interés por los fenómenos naturales, lo llevó a una propuesta filosófica y biológica que aceleró el nacimiento de la teoría de la evolución y de la biología como ciencia, lo mismo que advirtió sobre el papel del hombre frente a la naturaleza y su relación con ella. Antes de él, ya la Naturphilosphie había encontrado en las especies una variabilidad o metamorfosis y un tiempo interno en la materia viviente que la física no consideraba. Sobre esa base, más el monismo metafísico que profesaba, Goethe se arriesga a proponer la existencia de un impulso del espíritu que indica la dirección en que cada parte de la naturaleza tiene que actuar, lo mismo que bloquea toda divergencia, gracias a una ley intrínseca. Recomendaba que para demostrar una hipótesis cualquiera no bastaba un experimento, sino que era necesaria una sucesión constante de ellos, hasta que se revelara una coherencia subyacente, la cual constituía una manifestación del ámbito espiritual de los fenómenos: el fenómeno puro, una especie de protoforma que puede servir de canon a la hora de ajustar las descripciones biológicas. El fenómeno puro es la base de la morfología goethiana, según lo cual no hay barreras fijas entre los seres orgánicos; por lo tanto, es imposible erigir en canon una sola especie (Mansilla, 2014). Este fenómeno es notorio en las imágenes de uno de los poemas selváticos de Chocano que transcribe el mismo Hilje en su libro. El poema se titula “La oración de las selvas”, en el que observamos el dinamismo vegetal mediante una serie veloz de formas deformándose (la tautología de formas deformándose es aquí perfecta y nos permite entender mejor el lenguaje de Bachelard cuando define la imagen como una deformación de las imágenes primeras, o sea, de los objetos que nos llegan por la percepción). Así, el poema nos ofrece una serie vertiginosa de posibles e imposibles deformaciones de un árbol: un árbol retorcido, un árbol abierto, un troncoasiento, un árbol-espantajo que tiende con sus brazos esqueléticos una ofrenda de flor desintegrándose y, por supuesto, no podía faltar el árbol corpulento, árbol-molino-gigante girando en la espesura como una cruz plana, dos ramajes-serpientes que se crispan y se anudan, una enredadera-pitón estrangulando a un arbusto que salta y corre repartiendo abrazos, convertido en mujer:

Allá, un árbol, que se alza retorcido, hace un gran gesto de dolor y luego tiende al azul los brazos suplicantes; allá, un árbol, abierto como un nido, que prepara la copa al dulce riego, salpica sus melenas con diamantes; un tronco, más allá busca el regazo del musgo, y a los tardos peregrinos piadoso ofrece improvisado asiento; acá, un arbusto endeble, como el brazo de un esqueleto, entre sus dedos finos brinda una flor que se deshace al viento; más acá, un laberinto de zarzales punza los pies de un árbol corpulento, que se alza como un genio de locura y combina las equis colosales de un molino girando en la espesura; aquí como ganosos combatientes, se enroscan dos ramajes a manera que se crispan y anudan dos serpientes; ahí, una formidable enredadera estrangula un arbusto entre sus lazos, y salta a un árbol, y en veloz carrera va de un árbol en otro, cual si fuera una mujer que repartiese abrazos... (Hilje, 2022, p.6)

Ese entrevero dinámico de formas orgánicas vegetales y animales, como esa formidable enredadera pitón que estrangula a un arbusto entre sus lazos, expresa perfectamente la concepción dinámica de la forma orgánica propuesta por Goethe, la cual es fácil de comprender si se admite que la actividad precede a la existencia, como fue dicho en El Fausto: primero fue la acción. Las imágenes de este poema dan buena cuenta de la vigorosa actividad del impulso formativo de la vida orgánica, cuya imparable variabilidad es regulada por una especie de delineamiento o preestabilidad que Goethe llamó “persistencia del ser”; tal es el caso de los dos ramajes y las dos serpientes que se anudan gracias a una cierta persistencia del ser que caracteriza tanto al ramaje como a la serpiente. La metamorfosis no es pues un simple “genio de locura”. La tesis implícita está en el monismo filosófico que sirve de base a la teoría naturalista de Goethe en la que se anudan, como esos dos ramajes-serpientes: forma y formación. Todo lo que se forma se transforma al instante. Para captar esta percepción viva de la naturaleza, tenemos que seguir su ejemplo: mantenernos ágiles y flexibles como ella, evitando todo fijismo. El problema está en que, debido al dualismo entre forma teórica y materia empírica, la forma teórica se impone artificialmente a la experiencia. Hay que dejar que la idea contenida en la naturaleza se nos manifieste. Goethe busca una experiencia de orden superior, pero no por la senda de la respetable oscuridad de un cómodo misticismo, sino profundizando en la naturaleza y conceptualizando hasta alcanzar una teoría posible que logre explicarla, lo cual debe hacerse mediante la mayor cantidad de experimentos, empleando diferentes perspectivas y ordenando los datos, sin llegar a sistematizarlos, para evitar la incidencia subjetiva que aleja de la recomendada objetividad. Así, la experiencia superior a la que aspira Goethe es una compuesta de muchas experiencias que se limitan y aproximan mutuamente, conformando un todo, una sola experiencia y por eso es una experiencia superior, de la que brota lo que él llamó el “fenómeno puro”, el cual no es una “representación” kantiana, sino una “manifestación” del ámbito espiritual de los fenómenos captados por los sentidos, tan objetivo como el fenómeno poético que en él subyace.

Así es como el poeta Goethe llegó a hacer ciencia de una manera muy especial. La pluralidad es la manifestación más genuina de la Naturaleza. La pluralidad no está constituida por partes componentes de la naturaleza, sino que es la cualidad que mejor la define. Goethe es un poeta naturalista porque llega a la Naturaleza desde la poesía. Hilje llega a la poesía desde la ciencia.

¿Qué más da, si el todo no es otra cosa que una unidad armónica, como lo es igualmente el ser humano? ¿Qué más da si todo es naturaleza sobre la cual se pasea el espíritu, si todo es Naturaleza Viva?

Para Goethe, toda ciencia que pretenda conocer la naturaleza, debe correlacionar subjetividad y exterioridad. Esta misma certeza se lee en otro de los poemas transcritos por Hilje del poemario La selva virgen, de Chocano, en donde se evidencia el germen del americanismo chocanesco. Hablamos del poema titulado “El amor de las selvas”, el cual le sube por las raíces a Chocano hasta hacerlo generar imágenes de una tremenda grandiosidad. Solo ante esta pasión por su origen, tanto histórico como trascendente, se inclina el indomable orgullo del poeta que se doblega como “humilde hormiga”, como gusano, árbol, río, bosque sin trocha, cóndor, boa, caimán, jaguar…Yendo progresivamente de lo pequeño a lo grande mientras su amor se abre camino en el insondable corazón de América: su Naturaleza, entendida en su doble sentido material y simbólico y con la que se va disolviendo en un solo ser.

Pero esa aspiración es más evidente en el poema titulado “Oda salvaje”, transcrito también por Hilje:

y con ser tan vasta la vida animal que te puebla tu vida vegetal

parece una esponja que, hidrópicamente, sorbiera el

hierro de todos los músculos y la sangre de todas las venas,

para explotar en el laberinto de una frondosidad

desconcertante y gigante. (Hilje, 2022, p.7)

Podríamos terminar este comentario señalando que el poemario que destaca Hilje, La selva virgen, es un texto verdaderamente pionero, que anticipa en Chocano la revolución estética de los surrealistas y su padre fundador: el conde Lautréamont y sus Cantos de Maldoror. ¿Quién lo diría? Bueno, Luis Alberto Sánchez asegura que la avalancha de figuras en Chocano, preludia algo distinto, tal vez no un surrealismo, pero sí una especie de pre-creacionismo antes de Huidobro (Sánchez citado por Javier Suárez Trejo, en José Santos Chocano. Homenaje y bibliografía: 32). Sea como sea, es la libertad creadora lo que abunda en Chocano, pues como también decía Bachelard: “Fuera de la libertad de soñar, ¿qué otra libertad psicológica tenemos? Psicológicamente, solo en la ensoñación somos libres” (1986, p.153). Y por eso, con Chocano soñamos en el límite de la historia y la leyenda. Hilje lo intuyó muy bien y fue certero en la selección de los textos poético-naturalistas de la producción de Chocano que transcribió en este libro.

Toda esa transformabilidad de la poesía que Hilje evidencia en la obra chocanesca, pone a nuestro ser, como decía Bachelard, en un estado de polivalencia y de simbolismo abierto (Bachelard, 1986, pp. 236-237), y sentimos entonces que el mundo es ancho, pero no ajeno, como decía Ciro Alegría. Este mundo es nuestro porque es producto de nuestra imaginación azuzada por la imaginación del poeta. No es el mundo ajeno y exterior captado por nuestra percepción. Chocano no es modernista, es más que modernista. Ha dado un paso adelante en la evolución de nuestra poesía y anticipa la realidad irreal de lo real maravilloso, en un esfuerzo por definir nuestra americanidad. Por eso, según Chocano, nuestra identidad no puede deslindarse de nuestra Naturaleza: ella nos representa, y en nosotros ella también está presente. He aquí el espíritu romántico de la Naturphilosophie, que mencionamos algunas páginas atrás.

Pero siguiendo con el tema de la infancia, que en realidad no es un tema, sino un estado de alma, como decía Bachelard en su Poética de la ensoñación (1986), no fue por casualidad que Chocano envía su texto al periodista Emilio Alpízar con varias curiosas rúbricas. En el cantón de Mata Redonda, Alpízar, como secretario del Comité de Defensa de La Sabana, había invitado a todos los poetas a escribir y enviar trabajos literarios relativos a la tala de árboles, “crimen que amenaza a las futuras generaciones si no se toman serias medidas” (Hilje, 2022, p.189), entre las cuales está la necesidad de proteger el Bosque de los Niños de las manos privadas que lo amenazaban, sensibilizando al mismo tiempo a los infantes sobre la importancia y el significado de los árboles para su futuro y el de toda la nación. Chocano respondió la invitación el 1° de setiembre de 1923 enviando el Himno al árbol. Se lo dedicó al presidente Julio Acosta, precedido de un texto bastante esotérico, pues alude a un “alguien” que habita en el misterio, desde donde ese poema le es dictado. Llevaba, además tres rúbricas y una acotación que Hilje califica de “religiosa”: “Día de Santa Rosa de Lima, 1923, ya que el 30 de agosto se celebra la festividad de la Patrona de América y las Filipinas” (Hilje, 2022: 192).

Estas eran las tres rúbricas con que Chocano acompañó el texto de su poema hímnico: Impromptu, Intermezzo Lírico y Poema ingenuo. Impromptu aludía a que el texto había sido una creación repentina -no una improvisación-, producto de una iluminación o del toque de algún Ángel de la Inteligencia. Intermezzo Lírico, se refería al carácter breve de la composición, a la musicalidad y a los efectos refrescantes que estaba presta a generar ante el prosaísmo de la vida. Para nosotros, la tercera rúbrica es la más significativa. Y que no se nos escape: para el poeta, el Himno al árbol pertenece al grupo de sus “poemas ingenuos”. Poema ingenuo es una categorización que se destaca en medio de otras, tales como: poemas contemplativos, onomatopéyicos, galantes e intensos (Hilje, 2022, p.119). Los poemas ingenuos requerían de una actitud anímica de una gran apertura, tan grande como aquella que manifiestan los niños ante el mundo. Esos poemas ingenuos van dirigidos a quienes los reciban en estado de infancia. Esto último está basado en “el no saber de los niños”, esa ingenuidad propia de los infantes, que los hace más aptos que los adultos para acercarse al misterio. Esta rúbrica advierte sobre la actitud adecuada para aproximarse al misterio que encierra el Himno al árbol. Hay una analogía aquí con el rótulo-advertencia de la Academia de Platón, que solo admitía al que supiera geometría (geometría sagrada, se sobreentiende). En este caso, Chocano advierte que no se acerque a este poema aquel que no se ponga en estado de niño y no sepa leer, detrás de lo aparente, la esencia de las cosas (ineptia mysterii). El poema no acepta lectores ineptos para el misterio.

Entonces, la infancia no es un tema, como ya hemos afirmado en páginas anteriores, sino un estado de alma propuesto por intermedio de una imagen, la imagen de la infancia eterna, la infancia de todas las infancias, de la suya y la mía. La infancia arquetípica. Como toda imagen, esta infancia magnificada, al igual que el Divino Niño de la mística Mme. Guyau, o el arquetipo junguiano denominado Puer aeternus (Niño eterno), se comunica contractiva y expansivamente. Se puede decir entonces que dos son las funciones del estado de infancia en la ensoñación poética, y Chocano las tiene muy claras; por eso, el sentido de las tres rúbricas que acompañan al texto del Himno al árbol. Esas dos funciones son: la contracción y la expansión. En situación contractiva la infancia funciona como la síntesis de un valor, ese estado de alma caracterizado por la inocencia, el no saber del niño y, por otra parte, recibe también el valor de una vida naciente; o sea, la juventud del ser. Para esa infancia, así valorada, todo el mundo es nuevo como ella, y expresa, por tanto, la virtud y capacidad de admiración, del maravillarse y deslumbrarse ante toda aparición, porque, para recibir los valores de lo que se percibe, es necesario admirar. En esa vida naciente que es la infancia, todo nace en función imaginativa. En esa experiencia, el niño estrena la función de la imaginación en toda su potencia, para que todo siga naciendo. El niño vive esta experiencia de la imaginación naturalmente, porque se sabe, a mucho honor, autor y creador de ese mundo que por eso es muy suyo; hasta que llegue ese alguien llamado adulto, que ya ha perdido ese estado de alma, y cuestione su posesión y se la arrebate, para que “aprenda a ser objetivo”. Porque el niño vive su hacer imaginativo sin cesuras, entre él y el mundo de sus sueños diurnos. No se vale ninguna interrupción. Si por desgracia la hay, el niño que sueña se siente despojado, ingratamente exiliado, de un dominio que es muy suyo: el de la imaginación. Con base en esto, Bachelard nos asegura que: “El niño se siente hijo del cosmos cuando el mundo de los hombres lo deja en paz. Y es así como en la soledad, cuando es señor de sus ensoñaciones, el niño conoce la dicha de soñar que será más tarde la dicha de los poetas.” (1986, p.150)

Por esa razón, como nos lo cuenta su esposa, Chocano “amaba el silencio y en sus horas de ‘creación’ no soportaba el menor ruido” (Margarita Aguilar Machado, citada por Hilje, 2022, p. 191), para poder oírlo -agregamos nosotros-. Cuando se entiende la infancia bajo el valor de la inocencia estamos ante un uso contractivo de su imagen y debemos comprenderla como un no saber (ingenuidad del infante) y realizarla como una operación de suspensión del conocimiento heredado. Este árbol de Chocano, como la pipa de Magritte, solicita poner en suspenso todo lo sabido y consabido que nos impide ver las cosas como son, sin ningún tipo de filtro, “desocultadamente”; se trata de captar las cosas como fueron desde el primer día de la creación, en su condición originaria (arjé), lo que podemos llamar “la vida naciente”, el ser en su juventud. Desde este punto de vista, en el arte no se trata tanto de originalidad, sino de originariedad. Así, el árbol chocanesco no se entiende fuera de su esoterismo. No se entiende desde afuera. Es necesario entrar en su interior, esotéricamente, si se nos permite esta redundancia, de la misma manera en que él lo hace en relación con los destinatarios de este poema ingenuo (nacido libre y puro como aquellos hacia los que se dirige este Himno al árbol). En consecuencia, acompañando el poema, el poeta aclara lo siguiente: “Alguien, desde el misterio, sin tardanza, me dictó el Himno ingenuo que fui escribiendo con la idea puesta en mí mismo a la vez que en cada niño de Costa Rica, como si celebrara una eucaristía tan sincera, que me permite firmar con orgullo de Poeta lo que puede cantar cualquier niño.” (Hilje, 2022, p.192)

Así fue como se decidió, en nombre de la niñez costarricense, condecorar a Chocano en esa celebración, como se condecoró también al maestro Campabadal Gorró, autor de la música del Himno. Luego se pasó a La Sabana, a sembrar en el Bosque de los Niños los cuatárboles simbólicos: el del poeta, el del músico, el del maestro y el del pueblo. Sobra cualquier comentario sobre la elección de estos cuatro dramatis personae; baste decir que, en relación con el poema, ellos corresponden a los creadores, los transmisores y los receptores de esos valores emanados de las imágenes poéticas del Himno: AMOR, ELEVACIÓN Y UNIDAD. En otras palabras: trascendencia y espiritualidad al máximo.

En función expansiva, la infancia recibe una segunda valoración al convertirse en la radiación operante que nos guía, que nos enseña a llegar hasta ese estado de alma necesario para acoger y ser acogidos por la imagen poética. Acoger y ser acogido… eso es apertura hacia adentro y hacia afuera. Es, pues, necesario que el adulto active en su interior al niño eterno (Puer Aeternus, Divino Niño) que lleva dentro de sí, para que ingrese en el dominio siempre abierto de la imagen poética. Esa es la condición que expresan en su conjunto las tres rúbricas que acompañan el texto del Himno al árbol y que definen los trazos básicos de su destinatario; de lo contrario, no hay magia.

Por consiguiente, la imagen poética es míticamente genésica, no histórica, porque nos muestra al mundo en plena formación cada vez que lo pone ante nosotros; pero para recibirla en toda su intensidad es necesario disponerse, capacitarse no solo en sensibilidad, sino también en pensamiento, o sea, ponerse en tan “estado poeta”, como el mismo autor. Ya lo hemos dicho: si esas dos imaginaciones no se ponen de acuerdo previamente, no hay transmisión del pensamiento, porque la imaginación es verdaderamente la potencia formadora de los pensamientos humanos. Ahora se comprende por qué la Junta Progresista de Mata Redonda fue taxativa en determinar que el poema que se escribiera para venerar el árbol debía ser una composición definitivamente destinada a “labios infantiles”, una obra pedagógica que les ayudara a descubrir las claves de una vida creativa y plena, en ese culto de la Mata Redonda. Y Hilje no hace menos, pues ha dedicado su libro también a la infancia: A los niños y los jóvenes de Costa Rica y el mundo, en cuyos corazones y manos están el futuro de los árboles y del planeta (Hilje, 2022, p.VII).

Por eso es tan importante conservar ese núcleo de infancia para gozar de la dicha de los poetas, ante todo en un mundo como el que vivimos, que ha perdido toda cosmicidad, separado como está de su eje; nos repetimos, pero no importa.

“Un guapo mozo este Chocano, corpulento, de grandes bigotazos y marcial continente, de fácil decir, con la risa pronta y franca, respirando salud y ambiciones…” (Yankelevich, 2000, p.131), así lo describe Federico Gamboa, un escritor mexicano contemporáneo suyo. Personalidad ávida de tomar el mundo en sus manos, como el protagonista mafioso de la película Caracortada (Scarface), al ver correr en el cielo un desplegable que lo invitaba a tomar el mundo porque era suyo (“The World is yours”), sin darse cuenta de que su vida daba un salto al revés, en caída libre hacia los abismos. Con “imágenes” como la de ese desplegable publicitario no hay activación imaginaria y por lo tanto no habrá crecimiento, se toma pasivamente porque no hay participación. Todo lo contrario acontece en una imagen verdaderamente creadora. En este tipo de imágenes no reproductivas, cada una de ellas nos cuesta un esfuerzo que invertir, aunque sea pequeño, y para ello hay que tener voluntad de la buena.

En la dinámica del crecimiento, dice Bachelard que crecer es siempre levantarse (1997, p. 120). Volverse ligero o seguir siendo pesado es un dilema en el que se encierran valores más fuertes todavía. La subida es compañera de la ligereza y es un acto positivo. En otras palabras, la energía onírica está contigua a la energía moral. Al soñar una sustancia que sube, se experimenta una ascensión moral también. De ahí que el Himno al árbol (“Árbol que tiendes hacia las nubes, en un ejemplo de elevación, subir quisiera como tú subes”), que se cantaba en nuestras escuelas costarricenses, conjunta esas dos ascensiones: la de la sustancia aérea con la de la sustancia moral, porque toda imagen es una valoración implícita del mundo. En otras palabras, la imagen de elevación prepara y pondera la dinámica de una vida moral. Aquí se revela la influencia de los valores del arielismo en la literatura latinoamericana de ese momento, y en el poeta Chocano en particular, hijo de los difíciles tiempos de la guerra del Pacífico que enfrentó a Bolivia y Perú contra Chile, por una disputa territorial fronteriza y que trajo como consecuencia la ocupación chilena en Perú junto con la pérdida de 194.000 kilómetros cuadrados de su tierra y para Bolivia la pérdida de su salida al mar. Esta fue una experiencia colectiva traumática para los dos países perdedores y para la personalidad de Chocano, que se hace una con su literatura y se compensa con la megapresencia de la naturaleza americana y, en particular, con las alturas de Macchu Pichu y el simbolismo solar de su cultura incaica, con las que enfrenta la historia que le toca vivir y con la entereza y vitalidad que lo caracterizó. No es difícil entender su alianza con los árboles, especialmente los originarios árboles simbólicos, como el guanacaste o el higuerón.

Con toda razón decía Goethe que cuando tenía miedo se ponía a inventar una imagen y, siguiendo la imagen de esta invención de imagen, nos imaginamos que en ella se guarecía el poeta para superar sus miedos. Entonces nos preguntamos… ¿Cuántos árboles necesitamos sembrar alrededor nuestro en estos aciagos días? Pero, por favor, que no sean metálicos, como el árbol Luzbel de piedraalumbre, que todavía alumbra sobre la podredumbre en algún lugar de Centroamérica, ¡no muy lejos de aquí!

Si alguien podía cumplir en aquel momento el cometido propuesto para esa misión arielista de la Junta Progresista de la Mata Redonda en La Sabana, ese era el poeta Chocano, de quien se ha llegado a decir que “pensaba con imágenes” (González Prada citado por Suárez Trejo, en Coello et al., 2001, p.32). Así, los niños, los destinatarios de este poema hímnico, debían aprender a volar hacia las alturas del mundo moral del árbol, viviendo su canción, acordando su imaginación con la del poeta mismo. Creemos firmemente que se logró, pues los niños que la cantábamos todavía la recordamos: lo que bien se aprende jamás se olvida. Ese árbol y su sentido siguen siendo un vector en nuestra vida moral.

De modo que hay una realidad de lo irreal. La imaginación creadora genera un realismo de la irrealidad. Para captar esa realidad de lo irreal, ya lo dijo Bachelard en su Poética de la ensoñación, es requisito hacerse niño, entrar en un estado de infancia, entrar en la imagen y habitarla como un niño solitario habita sus imágenes. Esto lo han refrendado multitud de poetas, entre ellos Chocano. Solo así podremos captar esa imagen y dejarnos arrestar y capturar por ella, justo en el momento de su emergencia, incontaminada, pura, y prolongar, en la misma inmediatez del acto, su impulso profundo. Así sobreviene la transmutación: yendo de la reducción a la expansión de la imagen, hasta alcanzar cosmicidad. Bachelard seleccionó muy bien al poeta que nos provee de esta experiencia sin ninguna grandilocuencia. Para el poeta Henri Michaud el procedimiento es muy sencillo, tan sencillo como esto: “Pongo una manzana sobre mi mesa. Luego me pongo dentro de esa manzana. ¡Qué tranquilidad!” (Bachelard, 2004, p.25). Así, el alma del poeta Chocano se transforma en árbol, en un árbol de amor, que se derrama en compasión por todos (el pájaro, el anciano y el romero), hasta terminar declarando en la última estrofa, en estado de completa cosmicidad: “Yo soy el árbol que habla”, cuyo simbolismo estructural y moral nos acompañará y guiará a lo largo de nuestra Vida.

La propuesta de Chocano, rubricada en tres peticiones de principio, no es otra cosa que una doctrina del estado lírico, va hasta la infancia del mundo, hasta aquel árbol de en medio del Paraíso y por eso se ha dicho que su poesía, al igual que el alma de la poesía peruana, tiene algo de Arjé. Imaginada por el artista, la imagen del árbol penetra al soñador “como una punta acerada y hace del ser del soñador un ser de imagen por adhesión a la imagen” (Bachelard, 1986, p.236). Así, soñando esta imagen todo nuestro ser se eleva, porque al meditarla ella se convierte en un centro cosmológico, axial, un objeto de esos que Bachelard llama, siguiendo a Rilke, “objetos inagotables” (1986, p.236). Pero solo el valor la eleva, la extiende o la multiplica. La imagen nos participa un valor, lo acogemos, y es gracias al valor como nos convertimos en el ser de esa imagen. La imagen nos espera y, puestos en estado de ensoñación, entramos en su mundo. Al dejarnos acoger por ella, su transformabilidad pone a nuestro ser en un estado de polivalencia y de simbolismo abierto (1986, pp.236-237), nos volvemos masa poética como aquel barro del Génesis, el légamo nerudiano. Ahora el mundo es ancho, pero no ajeno, como decía Ciro Alegría ahora ese mundo es tan nuestro como del poeta -vale la pena insistir en esta resonancia minkowskiana-, porque, por nuestra participación, también es producto de nuestra imaginación. Así es como las ramas del árbol chocaniano nos abren también al mundo. La prueba está en el Canto General de Pablo Neruda, libro que escribe el chileno cuando el aroma de aquella tierra sin nombre todavía (Alma América-Amor América), también le llegó a trepar por las raíces y, con la fertilidad de las vegetaciones se abre la primera hoja de nuestra historia, la historia de América Arboleda, de cuyo útero verde surgen las extensas hojas que cubren la piedra germinal de los nacimientos, esa misma que nuestros antiguos borucas también enterraron para que un entonces innominado escultor la despertara de entre los bananales, siglos después del caos. El paradigma Arjé recorre todo ese libro de El canto General, que se apoya, además, en el shamanismo de nuestras tradiciones primigenias. Pero el poeta chileno deberá primero llegar hasta la patria imaginaria del peruano: las cumbres de Macchu Pichu, un centro cosmológico, axial, porque el poeta debe estar siempre, según Chocano, más cerca de Dios que el común de los mortales. El poeta será entonces, como el Melquisedec del eterno sacerdocio, el único autorizado para contar la historia, toda la historia, esa que se desarrolla en el Gran tiempo, desde la paz del búfalo hasta las azotadas arenas de la tierra final... Toda América, como lo soñaba este incásico del légamo que fue José Santos Chocano, cuyo recuerdo nos sigue confrontando, más que muchos contemporáneos nuestros: ¿farsa democrática o dictadura organizadora?, nos preguntaba hace más de un siglo en su Idearum tropical (Lima,1922). Hace poco y bastante cerca de aquí, no ha faltado quien haya ya respondido a esta interrogante que lanzó Chocano, todavía contemporáneo nuestro. Esa pregunta, como muchas otras interrogantes que nos dejó este CANTOR DE AMÉRICA todavía nos dan mucho en qué pensar y, considerando el camino que hemos recorrido y sus resultados, hasta nos levantan roncha; el poeta nos “da contra”, como dice Javier Suárez Trejo muy acertadamente (2021, p.30). ¿Cómo no nos va a hacer la contra con declaraciones como estas?:

Así también he dicho en Centroamérica: Ha llegado el momento decisivo de escoger entre dictaduras nacionales o amos extranjeros. Pueblos sin organización no tienen derecho a subsistir. O disciplinarse o desaparecer. (1922: 26)

“Soy Socialista de Estado. Pláceme la evolución: No busco la verdad sólo (sic) en los libros, sino también en la vida; la Naturaleza es mi maestra en todo; y sabido es que la Naturaleza no da saltos.

El Ideal es macho; la Realidad es hembra. Hay que hacer la transacción del Ideal con la Realidad, que equivale a efectuar el maridaje, para la fecundidad de un resultado provechoso. Mientras que tal no ocurra, habrá ideales sin realidad y realidad sin ideales.

En ello me fundo, para no saltar desde la Revolución Francesa hasta la Revolución Rusa. Soy evolucionista; y opino por una evolución dictatorial. No puedo ser más claro, ni más lógico en mis opiniones; y tengo el derecho de exponerlas, por lo mismo que a nadie las impongo.” (1922, pp.55-56)

Y en su credo artístico fue igual de lógico y claro. De ello da testimonio uno de los análisis más justos, sesudos y prudentes que de su obra he leído. Me refiero nuevamente al ensayo de Javier Suárez Trejo titulado “Hiel sobre hojuelas (o acerca de la vida-obra del joven José Santos Chocano)” (2021, pp. 23-39), de donde copio tres axiomas del decálogo del credo ético y estético de poeta, con que este prudente crítico peruano cierra su valoración de la obra del vate, sin olvidar puntualizar que dicho decálogo fue publicado por el joven Chocano, en el primer número de la revista Niebla, que él mismo fundó a sus veinte años:

4. Honrar las viejas escuelas, so pena de hacer el papel de Cam burlándose ante su padre ebrio. 5. No hacer guerra a ningún modo artístico, respetando las creencias literarias de todas las escuelas. 10. Realizar el justo reparto de sus bienes artísticos, en el socialismo de todas las formas para todos los fondos.

Por estos aciertos de tanta actualidad, Chocano nos da bronca, pero lo que sin duda nos da más bronca es su tremenda grandilocuencia y vitalidad, con la que nos deja más perplejos:

En un Continente donde hay la cosa más grande de la Tierra: los Andes; donde hay la cosa más grande del agua: el Grande Océano; donde hay la cosa más grande del Fuego: el Chimborazo; donde hay la cosa más grande del Aire: el Pampero; en un Continente así, es lógico que los artistas sean fuertes, sean sanos, sean hombres y más aún si cabe, hasta llegar por fuertes, por sanos y por hombres, a la eminencia del Superartista.” (1922, p.76)

Con la historia del Himno al árbol, este libro de Luko Hilje invoca nuevamente sus centenarias y potentes palabras, y nos convoca otra vez al pie del árbol, con la madre Naturaleza que nos parió, y bajo el higuerón originario. Algo de todo este espíritu vendrá de nuevo en la original antología naturpoética que Hilje nos ha anunciado y prometido. ¡Esperamos que así sea!

Será entonces inevitable que pasemos de pensar el ser naciente que nos trae el arquetipo de la infancia y el paradigma Arjé de lo originario de nuestro continente, a aquella persistencia del ser de la que hablaba Goethe a propósito del dinamismo organizado de la transformabilidad de las formas en la Naturaleza, y que caló tan hondo en la teoría político-social de José Santos Chocano, gracias a las afinidades electivas del poeta alemán, como a la antiquísima tradición de las correspondencias practicada por Baudelaire en el simbolismo francés. En todo caso, de la imagen del camino Bachelard decía que era un hermoso objeto dinámico; George Sand afirmaba que era una bella imagen, pues simbolizaba la vida activa y variada. A Chocano lo que le preocupaba era encontrarlo y, por ello, lo que de él podía decir lo dejó escrito en el epígrafe del poemario Alma de América: “O encuentro camino o me lo abro”. Libertad y creatividad fueron, entonces, las premisas fundamentales tanto del mito de su vida personal, como las del mito de la América Hispana cuya conciencia forjó con ahínco, a partir de la observación de su Naturaleza física y sus correlaciones con la vida espiritual y social de sus comunidades. No en vano fue llamado el Cantor de América.

Dentro de ese mismo marco natural y moral, el mayor defecto de carácter que un ser humano puede tener no es el equivocarse de dirección, sino el de no decidirse por ninguna y congelarse en las encrucijadas, como le pasó al anciano don Rafael, el de la novela de Gagini, que no quiso aceptar que el higuerón que estaba junto a su casa estaba ya muy enfermo, hasta que se partió en dos y le cayó encima sin remedio: lo mató.

Referencias bibliográficas

  • Bachelard, G. (1997). El aire y los sueños. Ensayo sobre la imaginación del movimiento. México: Fondo de Cultura Económica.
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  • Bachelard, G. (1986). Poética de la ensoñación. México: Fondo de Cultura Económica.
  • Chocano, J.S. (1922). Idearum Tropical. Apuntes sobre las dictaduras organizadoras y la gran farsa democrática. Ante los E.E.U.U. de América. El programa de la Revolución Mexicana. Lima: Casa Editora “La Opinión Nacional”
  • Coello, O., Ventura, W. y Suárez, J. (2021). José Santos Chocano. Homenaje y bibliografía. Lima: Red Literaria Peruana. Edición digital disponible en www.redliterariaperuana.com
  • Gagini, C. (1973). El árbol enfermo. San José: Editorial Costa Rica.
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  • Mansilla, M. (2 de octubre de 2014). “Goethe y la Naturphilosophie: Una exploración de la filosofía de la biología en el romanticismo alemán”. En Dos hermanas: Filosofía y Ciencia. https://sophiayepisteme. wordpress.com
  • Minkowski, E. (1999). Vers une cosmologie. París: Éditions Payot & Ringes.
  • Mora, V. (1977). Cachaza. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica.
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  • Yankelevich, P. (2000). “Vendedor de palabras. José Santos Chocano y la revolución mexicana”. En Desacatos: Revista de Ciencias Sociales, 4, pp.131-16

Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jul-Dec 2023

Histórico

  • Recibido
    12 Oct 2023
  • Acepto
    13 Nov 2023
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