Resumen
El río San Juan, que junto con el lago de Nicaragua forman un canal interoceánico natural casi completo, siempre estuvo en la mira de grandes potencias mundiales, debido a su valor geoestratégico. Por tanto, fue un elemento clave en las pretensiones expansionistas del líder filibustero William Walker quien, con el apoyo de los esclavistas del sur de EE. UU., se proponía conquistar las cinco repúblicas centroamericanas y anexarlas a dicho país. Aunque desde 1856 Walker tenía bajo su dominio tan importante ruta acuática, durante la primera etapa de la Campaña Nacional de 1856-1857 no se le combatió ahí, pues se sabía que invadiría Costa Rica por Guanacaste. No obstante, en la segunda etapa los mayores esfuerzos del ejército costarricense se concentraron en sus aguas, para disputarle los bastiones militares de La Trinidad, el Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Para ello hubo que incursionar en el río San Juan a través de sus dos mayores afluentes, el San Carlos y el Sarapiquí, lo que representó grandes desafíos, pues los soldados costarricenses no tenían experiencia en combates fluviales, ni tampoco en una región tan desconocida. Para entender lo ocurrido entonces, en este artículo se presenta un análisis -basado en varias fuentes documentales y en visitas a ambos ríos- de los factores políticos, geográficos y humanos que propiciaron que dichos ríos fueran clave para que la región del norte de Costa Rica se convirtiera en un escenario determinante en la defensa de la libertad y la soberanía de los países centroamericanos.
Palabras-clave: Filibusterismo; río San Carlos; río Sarapiquí; William Walker; Máximo Blanco; José Joaquín Mora
Abstract
The San Juan River, along with the Lake of Nicaragua, form an almost complete natural interoceanic canal, so that it has always been in the sights of great world powers, due to its geostrategic importance. Therefore, it was a key element in the expansionist pretensions of the filibuster leader William Walker who, with the support of the slaveholders of southern United States, attempted to conquer the five Central American republics and annex them to that country. Even though Walker had kept such an important aquatic route under his control since 1856, he was not confronted there during the first stage of the National Campaign of 1856-1857, as it was known that he would invade Costa Rica through Guanacaste. However, for the second stage of the Campaign, the Costa Rican army conducted its greatest efforts in the San Juan River, to dispute the military strongholds of La Trinidad, Castillo Viejo and the fort of San Carlos. To accomplish this, it was necessary to enter the San Juan River through its two largest tributaries, the San Carlos and the Sarapiquí Rivers. This represented great and dangerous challenges, since Costa Rica’s soldiers had no experience in aquatic combats, nor in such an unknown region. In order to understand what happened then, this article presents an analysis -based upon various documentary sources and visits to both rivers- of the political, geographical and human factors that led to these rivers being key to the northern region of Costa Rica to become a determining scenario in the defense of freedom and sovereignty of the Central American countries.
Keyword: Filibusterism; San Carlos River; Sarapiquí River; William Walker; Máximo Blanco; José Joaquín Mora
Introducción
Existe abundante información acerca de la Campaña Nacional de 1856-1857 contra el ejército filibustero liderado por William Walker, la mayoría de la cual aparece en varios libros bastante comprensivos (Obregón, 1991; Montúfar, 2000; Arias, 2007b; Rodríguez, 2010). Sin embargo, subsisten numerosos aspectos por esclarecer, lo cual ha generado un constante flujo de información en los últimos años, especialmente desde la conmemoración del sesquicentenario de dicha epopeya. Asimismo, en varias comunidades del país ha surgido un renovado interés por conocer en detalle la manera en que su geografía y sus pobladores incidieron en tan importante gesta patriótica. En tal sentido, ante la ausencia de un texto que, de manera sintética, abarque la participación unificada de los actuales cantones de Sarapiquí y San Carlos en la Campaña Nacional, el objetivo del presente artículo es aportar un análisis de las razones y circunstancias políticas, geográficas y humanas que hicieron posible que los dos principales ríos de la región del norte de Costa Rica fueran determinantes en la defensa de la libertad y la soberanía del país. Para ello nos hemos apoyado en las obras clásicas de Obregón (1991) y Montúfar (2000), en las cuales se basa casi todo lo consignado en el presente artículo -salvo cuando se inserten otras referencias-, complementadas con algunos hallazgos propios en fuentes documentales poco o nada conocidas, al igual que en observaciones in situ del autor durante varias visitas a los ríos Sarapiquí y San Carlos.
EL CONTEXTO GEOPOLÍTICO DE LA ÉPOCA
A mediados del siglo XIX, seis años después del ascenso al poder del presidente Juan Rafael Mora Porras -conocido como don Juanito por su pueblo- en diciembre de 1849, Costa Rica era un país pujante, con una notable bonanza económica, gracias sobre todo a la exportación de café, que se había incrementado de manera ininterrumpida desde unos 20 años antes (Molina, 2007). De manera más o menos coincidente, en enero de 1848, en el río Americano, en la actual Coloma, California, los empleados del inmigrante suizo John Sutter hallaron una pepita de oro y, difundida la noticia poco a poco por EE. UU., se inició un incesante flujo de personas desde la costa oriental de dicho país hacia California, en lo que se denominó la “fiebre del oro” (Rawls y Orsi, 1999).
No obstante, el viaje en caravanas por tierra era muy complicado y riesgoso, no solo por la distancia entre costa y costa -casi 4700 km entre Nueva York y San Francisco, por las rutas actuales-, sino que también por los indígenas residentes en algunos puntos de la travesía que, al sentirse amenazados, reaccionaban con violencia ante las caravanas de aventureros. Por tanto, en tan crítica coyuntura, emergió la posibilidad de recurrir a una vía acuática natural, como lo eran el cauce del río San Juan y su conexión con el lago de Nicaragua.
Fue entonces cuando, atento a lo que acontecía, el magnate ferroviario y naviero neoyorquino Cornelius Vanderbilt fundó la Compañía Accesoria del Tránsito, para movilizar gente por la llamada “vía del Tránsito” (Obregón, 2001). Llegados los aventureros al puerto caribeño de San Juan del Norte (Greytown) en grandes buques, ahí se embarcaban en pequeños vapores para transitar por la citada ruta hasta el puerto lacustre de La Virgen, desde donde, ya fuera a caballo o en diligencia, podían atravesar la porción terrestre del istmo y llegar al puerto de San Juan del Sur, donde abordaban un barco para enrumbarse a California.
En cuanto al importante puerto de San Juan del Norte, ese punto geográfico estuvo poblado en sus orígenes por los indios mosquitos, misquitos o miskitos (Conzemius, 1984); a ellos se sumaron después los zambos, resultantes del mestizaje entre dicha etnia y unos 200 pobladores negros que en el siglo XVII naufragaron frente a la costa del Caribe nicaragüense y se establecieron ahí. En realidad, por su ubicación geoestratégica, el mencionado puerto era la porción más visible del inmenso reino selvático de la Mosquitia, pletórico en riquezas naturales, y particularmente en maderas tropicales, muy cotizadas y apetecidas por los ingleses (Obregón, 2001). Tal fue el interés de ellos por estos territorios, que en 1845 el rey miskito permitió que la Gran Bretaña declarara la Mosquitia como un protectorado de esta nación.
Aún más, en octubre de 1847 las autoridades miskitas comunicaron al gobierno nicaragüense que, por estar dentro de su territorio, tomarían San Juan del Norte, de gran auge comercial entonces (Obregón, 2001). Por supuesto que esta actitud molestó mucho a dicho gobierno, que decidió enviar una tropa de 500 hombres, al mando del general José Trinidad Muñoz Fernández, para recuperar el puerto. Como una curiosidad, antes de desplazarse hacia San Juan del Norte, él acampó con su batallón en la confluencia de los ríos San Juan y Sarapiquí, y es por eso que, desde entonces, se denomina La Trinidad a ese paraje ribereño.
Muñoz pudo apoderarse de San Juan del Norte, donde reinstaló a las autoridades locales. Al retornar, dejó una tropa en La Trinidad, por cualquier eventualidad, pero apenas un mes después los ingleses no solo retomaron el puerto, sino que también navegaron aguas arriba y derrotaron a su tropa en La Trinidad, así como en el Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos (Obregón, 1991). Al final, Nicaragua tuvo que ceder San Juan del Norte a las autoridades miskitas, que incluso lo bautizarían con el nombre Greytown, en honor de Sir Charles Edward Grey, gobernador de Jamaica.
Para retornar a la “fiebre del oro”, se prolongó unos siete años, hasta 1855, año en que ocurriría algo ominoso para los países centroamericanos. Para entonces en Nicaragua se había alcanzado el clímax de la confrontación histórica entre los conservadores y los liberales, al punto de que existían dos presidentes, uno de cada bando, lo cual había provocado una incesante e interminable guerra civil (Bolaños, 2003). Esto tendría consecuencias para todos los países de la región, de manera directa o indirecta. Es oportuno un paréntesis aquí, para relatar que, desde la independencia de EE. UU., en 1776, el Partido Demócrata -por entonces representante de los estados del sur, donde prevalecía la esclavitud, asociada con la necesidad de mano de obra para atender grandes plantaciones de algodón y tabaco- había ostentado la presidencia de la República y la mayoría del senado (Arias, 2007a). No obstante, el novel Partido Republicano -cuya base social eran pequeños propietarios del norte, dedicados al comercio y la industria- había ido creciendo con tal fuerza, que amenazaba con ganar las elecciones de 1860; de hecho, años después, entre 1861 y 1865, este conflicto provocaría la Guerra de Secesión, cuando los sureños, aglutinados en el amplio territorio de los Estados Confederados de América, intentaron separarse de EE. UU. Como parte de esa pugna política, entre más estados estuvieran bajo el dominio de un partido, así aumentaban los respectivos números de representantes en el senado.
Ahora bien, en cuanto a lo que significaba Centroamérica para EE. UU., desde varios años antes ellos estaban en abierta competencia con potencias como Inglaterra y Francia, con miras a construir un canal interoceánico en Nicaragua -cuyo territorio poseía condiciones naturales ideales al respecto-, el cual daría un gran impulso al comercio. Además, varios prominentes políticos e ideólogos esclavistas, como el senador Pierre Soulé, el secretario de Guerra Jefferson Davis -quien entre 1861 y 1865 fungiría como presidente de los Estados Confederados de América-, y los futuros presidentes Franklin Pierce y James Buchanan, habían venido fraguando un proyecto geopolítico denominado Federación Caribe, que pretendía apoderarse de toda la cuenca del Caribe, incluida Centroamérica (Arias, 2007a). No obstante, conocedora de sus intenciones, Inglaterra se había opuesto de manera férrea, lo que en 1850 obligó a EE. UU. a suscribir el Tratado Clayton-Bulwer, que impedía a ambos países obtener provecho militar o estratégico de la región centroamericana.
En tal sentido, la confrontación existente en Nicaragua fue una oportunidad providencial, que EE. UU. no debía desaprovechar para sus fines, aunque, obviamente, debía hacerlo de manera subrepticia.
En ello fue clave el embajador John H. Wheeler, quien, atento a los acontecimientos internos, visualizó que había que poner fin al impase mediante el apoyo militar a uno de los bandos contendientes y así garantizarse la construcción del canal interoceánico (Arias, 2007a). Por tanto, contactó a William L. Marcy, secretario de Estado, a la vez que, junto con Charles Doubleday y Byron Cole -compatriotas suyos que vivieron por un tiempo en Nicaragua, donde se hicieron amigos de los líderes liberales Máximo Jerez y Francisco Castellón-, concibió un plan para ayudar a este bando. Éste consistía en el arribo de fuerzas militares no oficiales para pacificar Nicaragua, consolidar el proyecto del canal, y persuadir a los gobernantes de los países centroamericanos para integrarse a EE. UU. bajo la tutela de los estados sureños (Arias, 2007a); con esto último, además, los esclavistas tendrían más representantes en el senado.
Quizás el principal obstáculo que enfrentaba tan ambicioso plan era el gobierno costarricense. Esto era así porque éste había cultivado una relación comercial muy favorable con Inglaterra, gracias a la exportación de café a lo largo de dos decenios y a la importación de mercaderías desde dicho país, por lo que no se iba a prestar para favorecer a su mayor rival, los EE. UU. (Arias, 2007a), además de que Costa Rica tenía derechos sobre la ribera derecha del muy codiciado río San Juan (Obregón, 2001).
Es en este escenario geopolítico que emerge la figura del abogado, médico y periodista estadounidense William Walker. Asentado en San Francisco de California, era el personaje idóneo para acometer el proyecto esclavista, pues había encabezado tentativas colonialistas en México (May, 2011).
Mientras ejercía el periodismo de aquella ciudad, en 1854 había trenzado amistad con el ya citado Byron Cole, gracias a que también laboró como periodista ahí. No obstante, Cole además era accionista de la empresa minera Honduras Mining & Trading Company, por lo que, por razones de negocios, visitaba Honduras y Nicaragua (Wells, 1978). En uno de sus viajes pudo conversar en León con Francisco Castellón Sanabria -presidente liberal depuesto-, y le ofreció reclutar 200 mercenarios en California, a cambio de importantes prebendas para éstos (Bolaños, 2003). De regreso a EE. UU., Cole le ofreció el contrato a Walker, quien empezó a ingeniárselas para disfrazar el contrato por un convenio de colonización de tierras por parte de agricultores estadounidenses, y así librarse de eventuales acusaciones por transgredir el Tratado Clayton-Bulwer. Fue así como fundó la empresa Nicaragua Colonization Company, y pronto empezó a vender acciones de ésta, respaldadas por 21.000 hectáreas de terrenos ofrecidos por Castellón a Cole.
Después de incontables ardides para burlar la ley, protegido por la oscuridad, en la madrugada del 4 de mayo de 1855 Walker partía junto con 57 filibusteros en el bergantín Vesta. Tras casi mes y medio, el 16 de junio desembarcaban en El Realejo, Nicaragua. Desde su llegada, Walker impuso condiciones para mantener su batallón como un cuerpo diferenciado dentro del ejército liberal y bajo su mando y, de manera astuta, supo acrecentar su poder paulatinamente, hasta convertirse en jefe de dicho ejército, e incluso en presidente de Nicaragua en 1856. En realidad, en la mente de Walker, alcanzar la presidencia de dicho país no era un fin en sí mismo, sino el puesto jerárquico ideal para acometer el ambicioso proyecto geopolítico concebido por los ya citados Soulé, Davis, Pierce y Buchanan.
Sin embargo, enterado de las intenciones de Walker y sus socios, don Juanito Mora le declaró la guerra, lo que dio origen a la llamada Campaña Nacional, que se extendería por poco más de un año, del 1° de marzo de 1856 al 1° de mayo de 1857 (Obregón, 1991).
LAS CONDICIONES GEOGRÁFICAS Y HUMANAS DEL NORTE DE COSTA RICA
A mediados del siglo XIX, el territorio de Costa Rica estaba poblado por 100.174 personas, concentradas en las cuatro provincias (San José, Cartago, Heredia y Alajuela) cuyas cabeceras se localizan en el Valle Central (Molina, 2007); como actividades económicas, ahí predominaban la producción de café, tabaco y caña de azúcar. Esto significa que, aparte de varias haciendas ganaderas en el departamento de Guanacaste o Moracia, algunas de casi 20.000 ha (Sequeira, 1985), la mayor parte del territorio nacional permanecía inculto, con una densa cobertura de bosques prístinos.
En efecto, hacia el norte, y detrás de la muy alta Cordillera Volcánica Central, en la que sobresalen las bellas cumbres de los volcanes Poás, Barva e Irazú, la topografía de sus abruptas estribaciones -cuna de varios ríos importantes- se modera poco a poco, hasta dar lugar a una extensa región de planicies. A este aspecto propiamente geomorfológico, se suma la fuerte influencia del clima típico del Caribe, para dar origen a una vasta zona donde -en contraste con la vertiente Pacífica del país-, las lluvias son muy intensas durante casi todo el año, sin una estación seca prolongada, predecible y bien definida. Todo esto redunda en la existencia de bosques muy densos y siempreverdes, así como en la omnipresencia de cursos de agua (yurros, arroyos, riachuelos y ríos). Al fin de cuentas, y gracias a los cauces de numerosos afluentes, todo ese volumen de agua drena hacia el majestuoso río San Juan que, nacido en el lago de Cocibolca o Nicaragua, vierte sus aguas en el mar Caribe.
Denominada con acierto terra incognita en 1862 por el médico y naturalista alemán Alexander von Frantzius, desde tiempos inmemoriales la región septentrional de Costa Rica -donde se asientan en la actualidad los cantones de Upala, Los Chiles, Guatuso, San Carlos, Río Cuarto y Sarapiquí- estuvo poblada por los indios botos (von Frantzius, 1862), ancestros de los guatusos o malekus que hasta hoy habitan una parte de esos territorios. No obstante, a mediados del siglo XIX permanecía desconocida para el hombre blanco o caucásico, incluidos sus pobladores primigenios, de quienes se decía que eran una tribu hostil, de tan solo 500 o 600 individuos (von Frantzius, 1862). Asimismo, dicho autor discute evidencias de que algunos eran rubios, e indica que fue esto lo que justificó que se les llamara “guatusos”, en alusión a la guatusa (Dasyprocta punctata), roedor de pelaje algo anaranjado. Esta creencia fue rebatida por el historiador León Fernández Bonilla, quien en 1882 hizo una visita allá, para acompañar al obispo Bernardo Augusto Thiel en una jornada de evangelización. Él los describió como “robustos, ágiles, bien formados y de buen carácter. Son indios puros y no blancos, como se ha dicho, aunque en algunos casos se notaba una traza de sangre blanca o negra” (Fernández, 1884).
Por su parte, Thiel abundó en información etnográfica de estos aborígenes (Herrera, 2009). Además, da gran espacio a las vejaciones sufridas por los guatusos de parte de los huleros que, provenientes de Nicaragua, extraían un recurso natural perteneciente a Costa Rica, como lo era el árbol de hule o goma elástica (Castilla elastica); éste produce una savia o látex de inferior calidad a la del hule o caucho (Hevea brasiliensis), de origen suramericano, pero era muy útil para impermeabilizar telas, sandalias y otros objetos (León y Poveda, 2000).
Thiel consigna que de esos árboles, “de cuya goma hacían su luz y de cuya corteza sus vestidos” los guatusos, tal era la devastación causada por sus explotadores, que para entonces casi no los había “en las orillas del San Juan y sus afluentes inmediatos”, por lo que “los huleros nicaragüenses se internaron en el territorio de los guatusos, atraídos por la abundancia de árboles de hule que allí se encontraban, ya en la montaña, ya en los grandes platanares de los indios” (Herrera, 2009). A esta situación se volverá en páginas posteriores. En todo caso, llama la atención que los árboles escasearan, puesto que para “sangrar” o extraer el látex basta con hacer incisiones parciales en la corteza, sin tener que cortar el árbol; no obstante, quizás a veces se hacían ranuras en todo el perímetro del árbol, y de manera poco cuidadosa, lo cual afectaba el sistema vascular y, por consiguiente, se causaba la muerte del árbol.
Ahora bien, se conocía tan poco de esa macro-región que, aunque se sospechaba que sus ríos más caudalosos -el Sarapiquí y el San Carlos- vertían sus aguas en el San Juan, lo cual podría permitir desplazarse hacia Nicaragua con fines comerciales, no había plena certeza al respecto. Eso justificó que, para estimular la exploración de esa región con el fin de abrir rutas que facilitaran las exportaciones del país, el gobierno emprendiera varias acciones e iniciativas, las cuales fueron compiladas por von Frantzius (1862). Fue así como, el 20 de agosto de 1821, pocas semanas antes de la independencia de Costa Rica, el intrépido Joaquín Mora, hermano de Juan Mora Fernández -nuestro primer jefe de Estado-, así como comerciante y exportador de zarzaparrilla (Smilax spp.) alcanzó la desembocadura del Sarapiquí, e incluso pudo navegar por el San Juan y el lago de Nicaragua, hasta Granada.
Es oportuna aquí una digresión para indicar que, a lo largo de la historia, la única vía para llegar por mar a Costa Rica desde Europa o de la costa oriental de EE. UU. era por Puntarenas, en el océano Pacífico, para lo cual los barcos debían bajar hasta Cabo de Hornos (León, 2021).
Sin embargo, también existía la posibilidad de fondear en el puerto caribeño de San Juan del Norte (Figura 1), y navegar por el río San Juan hasta Muelle, aunque no había camino hacia el Valle Central del país, sino tan solo una densa selva, realmente intransitable y colmada de peligros. En tal sentido, resultaba ideal abrir un camino entre San José y el río Sarapiquí, pues el ahorro de tiempo y los costos de los fletes -con miras a exportar el café por ahí- eran inmensos; al respecto, Wagner y Scherzer (1974) consignan que un buen navío podía demorar unos cinco meses entre Europa y Puntarenas, mientras que la travesía entre Europa y San Juan del Norte era de unos 40 días.
TENTATIVAS DE COLONIZACIÓN DE LA REGIÓN NORTEÑA
En su oportuna compilación, von Frantzius (1862) refiere en detalle cómo, desde 1825, el gobernante Juan Mora Fernández se empeñó en abrir un camino hasta el río San Juan, para propiciar el comercio internacional. Para ello ofreció varias recompensas a quienes emprendieran exploraciones por la región norteña, entre quienes sobresalió el alajuelense Miguel Alfaro. Con varios expedicionarios realizó sendas tentativas en 1826 y 1827, de las cuales resultó el bautizo de los primeros topónimos de la zona: río Paz, Isla Bonita, Cariblanco, Buena Vista, Cerro del Congo, San Miguel -diferente del actual-, Sardinal y Toro Amarillo. Pero, más importante aún, pudieron navegar hasta San Juan del Norte, que era el anhelo del gobierno.
Meses después, junto con Francisco Javier Alfaro, Juan Alfaro y José Ángel Soto, logró conformar una sociedad para abrir el camino y, al año siguiente, a mediados de abril de 1828, comunicaban al gobierno que habían concluido la apertura de una trocha hasta el río Sarapiquí, apta para el tránsito de “bestias de carga y de silla”. Fue inaugurado con una recua de 18 mulas cargadas con tabaco chircagre, el cual fue transportado hasta Muelle, y de ahí llevado en botes hasta Nicaragua.
Tan excepcional acontecimiento justificó que, tres semanas después, el gobernante Mora Fernández destinara un mes completo para ir a inspeccionar la vereda recién abierta.
En su recorrido, con gran claridad captó lo oneroso que resultaría construir el camino deseado, por lo que eligió una opción más inteligente: otorgar tierras a los colonos que quisieran criar ganado y sembrar cacao, “en la región que se extiende desde Fraijanes e Isla Bonita hasta el río San Juan”. Es decir, además de crear riqueza para algunas personas y para el país, el uso del camino por parte de los colonos permitiría mantenerlo abierto. No obstante, la oferta no resultó atractiva, pues para entonces era muy barato conseguir terrenos estatales en zonas menos remotas. El único que se estableció, pero por otras razones, fue el francés Alfonso Dumartray, quien sembró caña de azúcar, a la vez que vendía dulce y aguardiente en San Juan del Norte, pero ya para 1838 estaba abandonada su hacienda. Desde 1836 la vereda se mantuvo tan solo como la ruta para el intercambio de correspondencia con Europa, mediante el envío de un cartero una vez cada dos meses (von Frantzius, 1862); empero, no debe haber resultado sencillo para el posta desplazarse por ahí, en una zona donde la exuberante vegetación invade rápidamente cualquier picada abierta entre la selva.
Acota von Frantzius (1862) que fue en el gobierno de Manuel Aguilar Chacón (1837-1838) que se retomó el proyecto del camino, pero que los esfuerzos de este mandatario abortaron, debido a las turbulencias políticas asociadas con su derrocamiento por Braulio Carrillo Colina (1838-1842) y de éste por el general hondureño Francisco Morazán Quesada (1842).
Con el ascenso al poder de don Juanito Mora, y durante el decenio en que gobernó el país, se impulsó de manera firme y decidida la apertura de buenos caminos hacia regiones clave, así como el mantenimiento del Camino Nacional -que conectaba San José con Puntarenas-, vital para el comercio del país. Para concretar estas iniciativas, se recurrió a entidades público-privadas, es decir, de accionistas privados, pero con objetivos de interés nacional, para lo cual el gobierno confería importantes prerrogativas (terrenos, impuestos, peajes, etc.).
En tal sentido, aunque desde 1846 se había fundado la Compañía de Sarapiquí, en realidad no entró en operación sino hasta el 27 de octubre de 1851, en el gobierno de don Juanito (von Frantzius, 1862). Estaba encabezada por el comerciante y cafetalero alemán Eduardo Wallerstein y el político guatemalteco Felipe Molina Bedoya, y después por el empresario y político Vicente Aguilar Cubero, quien fungió como su presidente. Conviene destacar que Wallerstein y Molina tenían experiencia en el ramo, pues habían fungido desde años previos como presidente y secretario de la Sociedad Económica Itineraria, respectivamente, a cargo del Camino Nacional.
Fue en diciembre de 1851 que la Sociedad firmó un contrato con el ingeniero alemán Ludwig von Chamier von Schwieder -residente en el país desde ese mismo año- para construir un camino apto para carretas. Aunque contó con un jugoso capital inicial, de unos 80.000 pesos, von Frantzius (1862) argumenta que los fondos se administraron mal, pues se dedicó más dinero a salarios de algunos funcionarios que a la obra física propiamente dicha. Aunque a fines de agosto de 1853 Aguilar y el secretario José Ignacio Larrea informaban a Joaquín Bernardo Calvo Rosales -ministro de Relaciones y Gobernación- que se había completado el camino de mulas hasta Muelle, en realidad faltaba mucho para culminar la obra.2 Según von Frantzius (1862), el proyecto se descontinuó en 1853, y el camino para carretas llegó únicamente hasta el Paso de El Desengaño. Por su parte, la Sociedad se disolvió en 1855.
Al fin de cuentas, a mediados del siglo XIX se contaba con una ruta de unos 100 km entre la capital y el embarcadero rústico de Muelle. Para hacer este recorrido, se partía del casco capitalino y se atravesaba el sector de La Uruca -nombre de una hacienda cafetalera perteneciente a Narciso Esquivel Salazar-, para después cruzar un bello puente de arco sobre el río Virilla y ascender hasta un paraje donde había una bifurcación, donde hoy está el cementerio Jardines del Recuerdo. El ramal de la derecha conducía hacia Sarapiquí, a través de Heredia y Barva, en tanto que hacia la izquierda corría el Camino Nacional, hasta Puntarenas. Después de vadear la Cordillera Volcánica Central en el Paso de El Desengaño y alcanzar Vara Blanca, durante la mayor parte de su trayectoria el camino seguía el contorno del río Sarapiquí por su ribera izquierda, donde emergieron los caseríos de Cariblanco, San Miguel, Rancho Quemado y La Virgen, para rematar en Muelle (Figura 2).
Es pertinente aquí un paréntesis, para aclarar que por entonces no existían los actuales pueblos de Puerto Viejo y Chilamate.
En el primer caso, von Frantzius (1862) indicaba que, puesto que en una época había contrabandistas alajuelenses que introducían al país tabaco y pólvora, en 1847 el gobierno estableció un puesto del resguardo fiscal “en el punto que se llama hoy Puerto Viejo, que ha sido trasladado después más abajo en la ribera izquierda, donde se encuentra todavía”, es decir. Esto sugiere que, al crearse Muelle como un nuevo puerto -por iniciativa de dos comerciantes, como se verá pronto-, al punto de la antigua garita se le denominó Puerto Viejo, y quedó abandonado. No obstante, en aquella época era sumamente difícil navegar hasta Puerto Viejo pues, en las cercanías de la hacienda Pedregal -poco después de Muelle- había inmensas rocas en el cauce, que impedían el avance de las embarcaciones (Hilje, 2013). Sin embargo, debido al aumento histórico del nivel del río, esas rocas quedaron sumergidas, lo cual permitió que Puerto Viejo se desarrollara poco a poco, hasta convertirse en la actual y pujante cabecera del cantón.
En el caso de Chilamate, está algo cerca de donde en aquella época se localizaba Rancho Quemado, que no era más que una rústica choza para quienes transitaban por ahí (Hilje, 2019).
Ahora bien, el principal proyecto de colonización del gobierno morista era la apertura de un camino para carretas hacia el litoral Caribe, que culminara en Moín o Limón, plan que inicialmente fue pactado con la Sociedad Itineraria del Norte, fundada el 28 de junio de 1850; con ello se poblarían los terrenos a lo largo de la ruta, dado que se entregarían predios a colonos en uno de sus flancos, mientras que los del otro lado se venderían, para convertirlos en fincas agropecuarias. Sin embargo, se amplió después, gracias a una ambiciosa alianza con la Sociedad Berlinesa de Colonización para Centro América, para erigir una colonia alemana en Angostura, Turrialba, cuyo líder y representante en el país era el ingeniero Alexander von Bülow. Lamentablemente, el proyecto abortó debido a varios factores, analizados en detalle en Hilje (2020), pero que podrían resumirse en que se subestimó la complejidad geográfica de la región del Caribe, así como los costos implicados en desarrollar ese proyecto. Cabe indicar que dicha iniciativa no tiene relación directa con los fines del presente artículo, aunque sí indirecta.
Antes de continuar, es importante destacar que, años antes, von Bülow había estudiado en detalle la cuenca del río San Juan, al punto de que incluso había trazado un minucioso mapa, con todos sus afluentes (Molina, 2007); apareció en su obra La importancia de Nicaragua para la colonización (1849), publicada en Berlín. No obstante, dudamos que von Bülow hubiera recorrido toda la cuenca, de modo que debe haberse basado en consultas con viajeros y conocedores del río, más las pocas referencias bibliográficas por entonces existentes.
En efecto, en 1850 se había fundado la Compañía de San Carlos, con el fin de abrir un camino hacia esta región norteña, pero abortó, ante lo cual en 1853 el gobierno envió una comisión para evaluar la posibilidad de abrir el anhelado camino (von Frantzius, 1862). Al respecto, al fracasar la colonia alemana en Angostura, la Compañía de San Carlos contrató a von Bülow en 1854 para que realizara un estudio exploratorio del rústico camino existente, así como del río San Carlos, que podría resultar clave para el comercio con Nicaragua. Él elaboró un detallado informe (von Bülow, 1854), acompañado de un detallado croquis, en el que no se menciona un solo caserío, lo cual revela cuán despoblada estaba esa zona entonces. Eso sí, consigna la ubicación de varios cursos de agua. A partir del río La Vieja -límite parcial entre los cantones de Zarcero y San Carlos-, aparecen los ríos Cristóbal, Luis, Los Mancos, Ronrón, Tepezcuintle, Peje, Sud, Platanar y San Carlos; el río llamado Sud en realidad era un brazo del río Platanar, conocido hoy como quebrada Máquina, que tiene una longitud de unos 7 km.
Cabe hacer una digresión para -en retrospectiva- destacar que fue el ramonense Francisco Martínez quien en 1850, junto con un pequeño grupo financiado por el español Ramón Toledo, descubrió el río San Carlos en las llanuras del norte, e incluso lo pudieron navegar hasta su desembocadura en el San Juan. Enterado de este hecho, ese mismo año recorrió la zona y se estableció allí el joven Victoriano Fernández Carrillo, oriundo de la capital, y fueron justamente estos acontecimientos los que propiciaron que ese año se fundara la ya citada compañía (von Frantzius, 1862). Es oportuno indicar que en el croquis trazado por von Bülow se señalan dos atracaderos, alusivos a estos personajes, tan importantes en la historia de la zona: el de Victoriano, poco después de la confluencia de los ríos Platanar y San Carlos, y el de Martínez, donde el río San Rafael desemboca en el San Carlos.
Un hecho a destacar en relación con el informe de von Bülow es que, en congruencia con las expectativas del gobierno acerca del potencial que representaba el río San Carlos como vía para la exportación de bienes agrícolas hacia Nicaragua, él aseveró que “el comercio con varios productos del país, como arroz, frijoles, dulce, etc., se extendería mucho, siendo estos frutos muy apreciados y bien pagados en todo el San Juan”. Sin embargo, según von Frantzius (1862), la Compañía de San Carlos no pudo hacer mucho en cuanto a la colonización de la zona, sobre todo debido a su limitado capital; hubo apenas una hacienda cacaotera, establecida en 1855. Dicho autor señala que, al final, lo único que el gobierno acogió fue la idea de von Bülow de instalar una guarnición militar en la boca del San Carlos, pero duró pocos meses.
Para justificar su recomendación, von Bülow especificaba que en la propia boca del río había un islote de “unas cuatro y media manzanas de tierra buena y fértil”, con la ventaja de que desde esa ínsula se “domina tanto la Boca del San Carlos cuanto la navegación del San Juan”, algo muy importante, pues en esa época estaba en su apogeo la “fiebre del oro”. Tan convincente fue, que pronto se nombró comandante de esa guarnición a su compatriota Bruno von Natzmer. Sin embargo, éste se convertiría en un auténtico delincuente debido a que, después de recibir por adelantado los salarios para cuatro meses de sus subalternos, les robó el dinero y, cuando se le capturó, pudo escapar, viajar a Nicaragua, y sumarse a las filas de Walker, en cuyo ejército ocupó un alto cargo (Hilje, 2009).
En cuanto al citado islote, denominado isla San Carlos por von Bülow, en realidad correspondía a la isla Providencia o Petrona (Figura 3A). Por cierto, se cuenta con una imagen de ese punto geográfico, trazada en aquella época (Figura 3B), aunque un poco confusa, debido a algunas licencias artísticas del dibujante, en particular en relación con la localización y la fisonomía del cerro San Carlos; esas discordancias aparecen discutidas en Hilje (2014), aunque no hay duda de que el islote es el que está en el centro y al fondo de la imagen.
Boca del río San Carlos (a la derecha), con el islote Providencia hacia el centro (A), así como la confluencia de los ríos San Carlos y San Juan (B).
Asimismo, de ese bello paraje fluvial hay de una bella imagen lírica, proveniente de la mano del periodista y diplomático Ephraim George Squier -encargado de asuntos estadounidenses para Centroamérica durante la administración de Zachary Taylor-, cuando recorrió en bote el río San Juan, en 1849. En efecto, al arribar a ese punto expresaría que “al día siguiente llegamos al lugar en donde las márgenes son las más altas de todo el trayecto recorrido, y donde el panorama es, de ser posible, más bello todavía. Jamás me cansé de admirar las masas de tupido follaje que literalmente entoldan el río, y que, a la luz oblicua del sol, producen el mágico efecto de las sombras en el agua en que se recrea el pincel de los pintores”.
Para finalizar esta sección, es pertinente indicar que en las publicaciones de González (1976), Girot (1989) y León (2021) hay abundante información acerca de los intentos por colonizar y desarrollar la zona norte del país, así como de Sarapiquí en particular, incluido el siglo XX.
LOS RÍOS DEL NORTE EN LA CAMPAÑA NACIONAL
Es pertinente indicar que, a pesar de la abundancia de cursos de agua en la región septentrional de Costa Rica, no están ahí los ríos más extensos del país, que son el Grande de Térraba, el Sixaola, el Reventazón y el Tempisque, con 160, 146, 145 y 138 km de longitud, respectivamente. Localizados al sur del país los dos primeros, el tercero vierte sus aguas en el mar Caribe y el último lo hace en el océano Pacífico, lo cual los privó de ser rutas importantes durante la Campaña Nacional. Por su parte, el Tempisque lo fue de manera marginal pues -por apenas un corto trecho- sus aguas permitieron que una parte de las tropas que en marzo de 1856 se dirigían a Liberia, en Guanacaste, navegaran de Puntarenas a los puertos fluviales de sus dos mayores afluentes, el Bolsón y el Bebedero.
En realidad, la primera etapa de la Campaña Nacional, que se extendió de marzo a abril de 1856, se libró en la hacienda ganadera Santa Rosa, en Guanacaste, así como en varias localidades de Nicaragua, de las cuales la más importante fue la ciudad de Rivas. Es decir, tuvieron lugar en tierra firme, lejos de cuerpos de agua importantes, como ríos, lagos y mares; las únicas excepciones fueron la breve batalla en el estero de Sardinal, a la vera del río Sarapiquí, el 10 de abril -a la cual se aludirá pronto-, y la también corta batalla naval ocurrida el 23 de noviembre en la bahía de San Juan del Sur, en el Pacífico de Nicaragua. No obstante, era evidente que, tarde o temprano, habría que enfrentarse a Walker y sus huestes en espacios fluviales y lacustres, pues él tenía bajo su dominio el río San Juan, así como del lago de Nicaragua.
Esto fue así, por cuanto en febrero de 1856 había despojado a Vanderbilt de su compañía, y disponía de sus vapores como un excelente recurso para sus fines bélicos, pues con ellos podía trasegar soldados, armas y alimentos para aprovisionar sus tropas en su cuartel; éste se localizaba en Granada, a orillas del lago de Nicaragua.
Ahora bien, a primera vista pareciera lógico pensar que, de manera previsora y preventiva, a Walker había que atacarlo en San Juan del Norte, pues era de donde recibía ayuda continua desde la costa oriental de EE. UU. Sin embargo, el estatus político de dicho puerto era muy complejo, por varias razones de carácter internacional, lo que impedía cualquier intervención unilateral de parte de Costa Rica. De hecho, tan fuerte era la autoridad de Inglaterra, que en 1845 había declarado el reino de la Mosquitia como su protectorado (Obregón, 2001), del cual San Juan del Norte era apenas una pequeña porción, aunque sumamente importante, por su ubicación geoestratégica. En realidad, gracias a la presencia inglesa, de manera paulatina San Juan del Norte se convirtió en una próspera ciudad, con construcciones típicas de las colonias británicas en el Caribe (Figura 4). Aunque habitada de manera mayoritaria por la población nativa, era bastante abigarrada y cosmopolita, además de que se contaba con consulados y aduanas de varios países europeos (Inglaterra, Francia, Prusia y España) y de EE. UU. Eso sí, la ya citada Compañía Accesoria del Tránsito, con el apoyo de EE. UU., ejercía ahí un poder omnímodo, e incluso bastante arbitrario, como lo documenta en detalle Obregón (2001). Según esta autora, ello obedecía a que -en alianza con otros países-, Inglaterra estaba enfrascada y concentrada en la guerra de Crimea (1853-1856), contra el Imperio Ruso y el Reino de Grecia.
Aspecto de una calle de San Juan del Norte, en la que se observa el edificio del consulado británico, al lado de un lujoso hotel.
Para retornar a la guerra que se avizoraba, nuestros altos mandos políticos y militares tenían muy claro que Walker invadiría el país por la frontera norte, y había que ir a enfrentarlo ahí. Arias (2007b) argumenta que el plan de Walker era posesionarse de Liberia, su cabecera, para reclamar el departamento de Guanacaste como propiedad de Nicaragua y, hecho esto, declarar la vía del Tránsito y las instalaciones de la Compañía Accesoria como sujetos de protección por el gobierno de EE. UU., por ser elementos estratégicos para la construcción del muy anhelado canal interoceánico.
Esto explica que el ejército marchara hacia Puntarenas -donde en algún momento se temió que Walker pudiera realizar una invasión para apoderarse de tan importante puerto-, para después dirigirse hacia Guanacaste, ya fuera por tierra, o por el río Tempisque, como se relató previamente. No obstante, no se había obviado lo que ocurría o podría suceder en el río San Juan. Tan es así que, para cuando el ejército acampó en Atenas, en ruta hacia Puntarenas, por anticipado don Juanito había solicitado que localizaran en San Ramón al recién citado lugareño Francisco Martínez, quien conocía como pocos la zona norte del país, además de que era muy hábil para construir botes y canoas. Después de reunirse largamente con él, le encomendó la delicada misión de liderar un batallón que se dirigiría hacia la remota zona de Sarapiquí, pero a través de San Carlos. Don Juanito confirió a Martínez el grado de capitán y nombró como subalterno al capitán Florentino Zeledón Mora -quien había fungido como secretario de la Compañía de San Carlos-, a la vez que les asignó un contingente de soldados, un cañón, otros armamentos y alimentos. El 21 de marzo -un día después de la batalla de Santa Rosa- la tropa salía de la capital con rumbo a San Ramón, donde se le sumarían más combatientes, para dirigirse hacia la ribera del río San Juan. Sin embargo, el plan cambió posteriormente, como se vera pronto.
SARDINAL: LA PRIMERA BATALLA RIBEREÑA
Antes de relatar los acontecimientos bélicos en el río Sardinal, afluente del río Sarapiquí, es pertinente referirse a La Trinidad, correspondiente a la confluencia del Sarapiquí con el río San Juan.
En esa desembocadura había un rancho en la ribera izquierda, que el botero cartaginés Francisco Alvarado Mora -residente en la ribera opuesta del Sarapiquí- alquilaba como albergue a los viajeros que deseaban ingresar a Costa Rica (Figura 5). Por su parte, en el territorio nicaragüense hacía lo propio el alemán Wilhelm Hipp para los pasajeros de los vapores que transitaban por el río San Juan; como una curiosidad, en el hostal de Hipp había un asta con la bandera de EE. UU.
Gracias a su ubicación, La Trinidad era el punto de ingreso a Costa Rica por vía fluvial. Sin embargo, contra toda lógica, dada su importancia con fines fiscales, e incluso para la seguridad del país, en 1856 no había allí una guarnición militar ni una garita aduanal.
Pudimos hallar la respuesta a esta interrogante en un documento oficial.5 Ahí consta que en 1851 el incansable Alvarado y el comerciante inglés Juan Marcial Young convencieron al gobierno de las deplorables condiciones para almacenar las mercaderías importadas en el Punto, como le llamaban entonces. Como parte de su propuesta, sugirieron que se permitiera el ingreso de los botes hasta Muelle, para descargar las mercaderías ahí, lo cual el gobierno acogió. En realidad, Muelle era el paraje hasta donde el río Sarapiquí era fácilmente navegable aguas adentro, y había allí un desembarcadero rústico. Es oportuno indicar que, debido al aumento histórico del nivel del río y a la inevitable erosión de ambas riberas, donde estuvo el desembarcadero subsiste hoy una ladera alta, en tanto que el cauce se ha triplicado, a unos 60 m.
Ahora bien, en Muelle el gobierno además decidió erigir una edificación que sirviera como almacén fiscal y como casa para los soldados que vigilaban la frontera, la cual estuvo lista en marzo de 1852; en Hilje (2023) aparecen los detalles de este inmueble. De dichos vigías, en 1853 los viajeros Moritz Wagner y Carl Scherzer, alemán y austríaco, respectivamente, acotarían que eran “figuras pálidas, enflaquecidas y medio desnudas”, a quienes “en cualquier ciudad alemana se les habría tenido por inquilinos de un hospital; pero se trataba de guerreros costarricenses que estaban alojados en las cabañas con el fin de guardar la frontera” (Wagner y Scherzer, 1974).
Cabe indicar que, para no dejar desprotegido el sitio de La Trinidad, se acordó mantener dos soldados ahí, a los que relevaban cada lunes. No obstante, pareciera que, quizás por exceso de confianza, esta vigilancia fue desatendida, pues dicho punto fue tomado por el ejército filibustero, sin que nadie les opusiera resistencia.
No hemos hallado ninguna evidencia documental de que hubiera alguna confrontación ahí, en la que nuestros soldados tenían todas las de perder. Lo que sí se conoce es que en La Trinidad, el martes 18 de marzo -dos días antes de que el grueso de nuestro ejército librara la memorable batalla de Santa Rosa, en Guanacaste- el teniente filibustero John M. Baldwin despojó de la correspondencia oficial al cartero Manuel Gutiérrez, quien la traía desde San Juan del Norte, lo cual significa que los filibusteros se habían apoderado de La Trinidad.
Con ello, el ejército filibustero se garantizó el dominio pleno del río San Juan, pues ya tenían en sus manos San Juan del Norte, y las fortificaciones del Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos, este último en la conjunción del río y el lago de Nicaragua. Es pertinente señalar que estas fortalezas fueron construidas por la Corona Española desde la época de la colonia, entre 1666 y 1680, para defenderse de los ataques de los piratas ingleses; fue en el Castillo Viejo donde, en 1781, el célebre almirante Horatio Nelson -héroe de la batalla de Trafalgar- ganó un importante combate contra las fuerzas españolas. Para retornar al acto de Baldwin, este fue un hecho grave para nuestro país, pues de Europa se recibía correspondencia sensible, alusiva a la guerra que ya se había declarado a Walker. Por ejemplo, entre otras cosas, el secretario personal de don Juanito, el francés Adolphe Marie, había estado en su país, realizando gestiones para reclutar al experimentado militar Pedro Barillier -pues había peleado en la ya citada guerra de Crimea-, quien había arribado al país el 14 de marzo, cuando nuestro ejército ya marchaba hacia Guanacaste. Y, por si no bastara con esta afrenta, esa misma semana corrió el rumor de que habría una incursión del ejército filibustero por el río Sarapiquí, para avanzar por la trocha de montaña que se prolongaba hasta el Valle Central, y así atacar las ciudades de Alajuela y Heredia.
Estas situaciones de emergencia nacional obligaron a descartar la misión que don Juanito le había ordenado a Francisco Martínez en Atenas, y a actuar con celeridad; ante el cambio de planes, a su lugarteniente Florentino Zeledón se le ordenó continuar hacia Puntarenas, para que se enrumbara hacia Nicaragua, aunque las circunstancias lo obligaron después a dirigirse a Liberia. 6 Puesto que era necesario responder de inmediato, resultaba urgente enviar un batallón por el camino de Sarapiquí, y no por la desconocida región de San Carlos. Sin embargo, la estrategia no era confrontar al enemigo, pues hubiera sido suicida, sino vigilar sus movimientos y, solo en caso necesario, dificultarle su avance hacia el interior del país, mientras se sumaban otras fuerzas, que habían quedado de reserva en las principales ciudades del Valle Central. Por fortuna, el enemigo estaba en desventaja, pues no conocía nuestros territorios selváticos.
Por tanto, se recurrió a la vía más expedita. Al respecto, se contaba con dos destacamentos, de 25 hombres cada uno, en Muelle y Cariblanco, encabezados por los capitanes Pedro Porras Bolandi -primo hermano de don Juanito- y Francisco González Brenes, respectivamente, a los cuales se sumaron 50 combatientes, la mayoría alajuelenses, debido a que se consideraba que eran quienes estaban más familiarizados con la región de Sarapiquí; estos últimos se desplazaron hacia Muelle, al mando del general Florentino Alfaro Zamora, de gran trayectoria militar, secundado por el teniente coronel Rafael Orozco Rojas.
Poco a poco, los integrantes de los tres batallones confluyeron en Muelle, a unos 45 km de La Trinidad, donde estaba la guarnición filibustera comandada por Baldwin, que había que vigilar. Si bien este trayecto se podía recorrer en pocas horas aguas abajo, no tenía sentido construir balsas o botes, pues podían ser detectados antes, y fácilmente abatidos desde tierra. Por tanto, Alfaro y Orozco optaron por abrir una picada o trocha por la margen izquierda del río Sarapiquí, aunque fuera más lento y bastante laborioso, además de que podían detectar cualquier embarcación enemiga en el río.
Al parecer, fue algún torpe botero lugareño quien alertó a Baldwin acerca de la presencia de nuestros combatientes en la ribera del río. Y muy temprano en la mañana del 10 de abril, cuando habían avanzado unos 26 km rumbo a su objetivo y reponían fuerzas en un pequeño estero en la desembocadura del río Sardinal (Figura 6), fueron atacados por más de 100 filibusteros, quienes venían en cuatro embarcaciones grandes y dos pequeñas; algunos dispararon desde éstas, mientras que una columna descendió y con sus rifles atacó por tierra, en una operación “de pinzas”.
Entorno donde ocurrió la batalla, delimitado por la boca del río Sardinal (a la izquierda) y una loma (a la derecha)
Después de una fiera e intensa refriega de apenas una hora, y a pesar de la inferioridad numérica de los nuestros, los filibusteros se vieron obligados a alejarse, con un saldo de cuatro muertos en tierra y muchos ahogados, pues una piragua fue hundida. En nuestras filas hubo tres muertos y siete heridos, entre ellos el general Alfaro, herido en la parte superior del brazo derecho desde el inicio de la confrontación.
Es oportuna aquí una aclaración en relación con el entorno en que ocurrió la batalla. Al respecto, del pequeño estero que había en la desembocadura del río Sardinal, se cuenta con un testimonio del naturalista von Frantzius quien, al referirse a la hidrografía de esa zona, acota que “más abajo, cuando el Sarapiquí se ha vuelto ya navegable, recibe por su flanco izquierdo las aguas de los ríos Sardinal y Tamborcito, que manan suavemente, con poco caudal y forman hermosos esteros” (von Frantzius, 1862). Hoy ninguno de esos esteros existe, pues desaparecieron debido a la inexorable erosión ocurrida a lo largo del tiempo. Asimismo, cabe señalar que el río Tamborcito no existe con ese nombre, y más bien podría corresponder al caño Masaya, que dista unos 27 km de la boca del Sarapiquí y desagua por su ribera izquierda.
Para concluir esta sección, es pertinente destacar que, manipulador de la información como era, Walker (1975) nunca reconoció su derrota. Según él, murieron 30 o 40 costarricenses, y los demás huyeron de inmediato hacia la capital, en tanto que en sus filas solamente resultó herido el teniente John B. Green y muerto el también teniente William Rakestraw. En sus propias palabras, la de los suyos fue una victoria que “debe ser considerada como sin paralelo en los anales de la guerra”, pero lo innegable es que huyeron, mientras que los nuestros se mantuvieron en el puesto aduanal de Cariblanco, para repeler cualquier intento de invasión. Por fortuna, no lo hubo.
Aunque breve, esta victoria en las aguas del río Sarapiquí tiene un gran significado histórico, pues fue esta la segunda vez que, al igual que en Santa Rosa tres semanas antes, el ejército filibustero fue expulsado del territorio de Costa Rica.
EL VIRAJE DE LA GUERRA: EL RÍO SAN JUAN COMO ESCENARIO CLAVE
Como se indicó previamente, la primera etapa de la Campaña Nacional se concentró en los territorios de Guanacaste y la vertiente Pacífica de Nicaragua, lo cual hizo que el grueso de nuestro ejército se dirigiera hacia allá.
De manera muy resumida, el 20 de marzo de 1856 había tenido lugar la primera batalla contra las tropas filibusteras, comandadas por el coronel Louis Schlessinger, en la hacienda Santa Rosa, en Guanacaste. Puesto que dicho predio ganadero había sido propiedad del suegro del general José Joaquín Mora Porras -conductor de nuestros batallones en ese momento-, y lo conocía como la palma de su mano, además de que la concepción estratégica y las tácticas derivadas de ésta funcionaron muy bien, bastaron 14 minutos de confrontación para triunfar. Las acciones bélicas ocurrieron en el entorno inmediato de la casona de la hacienda, donde se recurrió a fusiles, sables y bayonetas por parte de ambos bandos, e incluso a dos pequeños cañones que poseía nuestro ejército.
Como saldo de tan cruenta batalla, resultaron 32 heridos y 19 costarricenses muertos, así como 26 filibusteros muertos y 19 heridos; otros 20 fueron fusilados en Liberia, posteriormente. De los casi 300 enemigos que habían invadido Guanacaste, unos 255 huyeron despavoridos hacia Nicaragua, aunque algunos fueron capturados y fusilados. En esta ocasión Walker (1975) sí reconoció el fracaso de su ejército, e incluso encarceló a Schlessinger para después juzgarlo, pero éste huyó hacia El Salvador.
Tras unos días de espera en Liberia, el ejército costarricense reanudó su marcha hacia Nicaragua, para confrontar a Walker allá. La estrategia era apoderarse de los dos puntos clave de la vía del Tránsito en el Pacífico, es decir, el puerto lacustre de La Virgen y el de San Juan del Sur, en la costa, para lo cual el 7 de abril se envió una tropa de 300 hombres a cada sitio. En ambos puntos hubo acciones. En San Juan del Sur se tomó el sitio y se capturó a 11 filibusteros, sin necesidad de disparar, mientras que en La Virgen, en las filas filibusteras hubo seis muertos y cinco heridos, en tanto que en las nuestras hubo apenas un muerto.
Estos breves enfrentamientos fueron el preludio de la tragedia humana que estaba por ocurrir el 11 de abril en la ciudad de Rivas, donde confluyeron los dos ejércitos contrincantes, con don Juanito y Walker a la cabeza, respectivamente. A pesar de que la batalla, iniciada muy temprano ese día, no duró más de 12 horas, fue sumamente cruenta. El saldo en vidas y sufrimiento fue muy alto en nuestras filas, con 231 heridos y 140 fallecidos, y no 300 heridos y casi 500 muertos, como se había creído siempre (Arias, 2007b); según dicho autor, en el bando filibustero hubo 236 muertos y un número indeterminado de heridos.
Consciente de su derrota, Walker se escabulló en la madrugada del 12 de abril, rumbo a su cuartel en Granada. Por el contrario, la situación de nuestro ejército fue realmente grave, con la aparición y diseminación del bacilo del cólera (Vibrio cholerae) entre sus miembros. Por una decisión errónea -percibida como correcta entonces, cuando se desconocía la existencia de los microorganismos patógenos-, don Juanito repatrió sus tropas, con lo cual la bacteria se propagó, hasta causar una mortalidad cercana al 10% de la población del país.
En medio de esta crisis de salud pública, así como social, e incluso económica, pues el país sufrió un descalabro financiero por los altos e imprevistos costos de la guerra, la amenaza de Walker subsistía. Aún más, se había agravado, pues él recompuso su ejército y, con hábiles ardides, exactamente tres meses después de su huida de Rivas, se convirtió en presidente de Nicaragua, el 12 de julio de 1856.
Por tanto, había que ir a combatirlo de nuevo, pero con un cambio completo en la estrategia. Esta vez estaría centrada en apoderarse de la vía del Tránsito, realmente esencial para el funcionamiento del ejército filibustero.
Al respecto, aunque el decreto de guerra fue emitido por don Juanito el 15 de noviembre, ya el día 2 el general José María Cañas -acantonado desde antes en Liberia- había partido con unos 300 hombres hacia San Juan del Sur, para capturar la goleta filibustera Granada. Aunque Cañas tomó el puerto con relativa facilidad, en días posteriores hizo un cambio de planes, para sumarse a los ejércitos aliados centroamericanos, que ya combatían en Nicaragua. No obstante, esta maniobra causó un serio problema, pues los filibusteros retomaron dicho puerto. Como parte de la estrategia, se había adquirido en Puntarenas un bergantín, que fue bautizado como Once de Abril. Comandado por el capitán peruano Antonio Vallerriestra, con 114 soldados a bordo y artillado con cañones, al aproximarse a San Juan del Sur pensaron que estaba en poder de Cañas, pero de pronto la goleta Granada salió a toparlos y, tras dos horas de combate, el bergantín se hundió, en llamas. Esa infausta noche del 23 de noviembre hubo unos 60 muertos en nuestras filas, así como numerosos heridos y prisioneros.
LOS PREPARATIVOS PARA LAS BATALLAS FLUVIALES
Mientras esto ocurría en el mar Pacífico, ya se había puesto en operación la segunda fase de la estrategia: la toma del río San Juan, es decir, los tres sitios ribereños donde había guarniciones filibusteras (La Trinidad, el Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos), más un ataque relámpago al neurálgico puerto de San Juan del Norte, en el Caribe (Figura 7).
Sin duda, lo más sencillo era recorrer el camino de Sarapiquí, hasta Muelle, y de ahí avanzar por tierra por la ribera izquierda del río hasta La Trinidad, como lo había hecho el batallón que peleó en Sardinal el 10 de abril. El problema -según la estrategia concebida, en la que el factor sorpresa era clave, como se verá pronto- era la presencia del destacamento filibustero en La Trinidad, que podría percatarse del avance de nuestras tropas y, al entrar en combate, arruinar todo el plan.
Ante tan delicada situación, se consideró la alternativa de tomar primero el Castillo Viejo, y avanzar en el plan una vez que se tuviera este bastión en manos costarricenses. No obstante, esta opción topaba con dos limitantes. En primer lugar, la fortaleza del Castillo Viejo está en territorio nicaragüense, por lo que había que cruzar el caudaloso río para apoderarse de ella, y los nuestros no tenían embarcaciones para hacerlo. En segundo lugar, para llegar ahí había que penetrar las desconocidas y peligrosas selvas de San Carlos. Para solventar la segunda, en noviembre se había enviado como explorador al teniente coronel Pío Alvarado con un grupo de expedicionarios.
Como el tiempo apremiaba, sin conocer lo ocurrido a Alvarado y su séquito, el 3 de diciembre había partido de la capital la vanguardia de nuestro ejército, de unos 200 hombres, al mando del sargento mayor Máximo Blanco Rodríguez (Figura 8A), mientras que la retaguardia, de 500 hombres, saldría el día 15, liderada por el ya citado general José Joaquín Mora (Figura 8B). Aunque, como se verá después, Blanco fue el líder de las operaciones en el río San Juan, él consigna en el detallado diario que escribió (Korte, 2017), que inicialmente el jefe era el teniente coronel francés Pedro Barillier; a éste se le conocía como el Zuavo, por el tipo de traje que solía usar -con pantalones muy holgados, o bombachos-, a la usanza de los soldados argelinos que integraron el ejército francés a partir de 1830.
La vanguardia atravesó la ciudad Alajuela, así como los caseríos de Grecia, Barranca -cerca de Llano Bonito, en Naranjo-, Laguna -en el actual Zarcero-, El Armado, la cuesta del río La Vieja, Los Mancos, el río Ronrón, el río Peje, el río Platanar y Muelle; en el río Peje había una hacienda, de José María Rodríguez, en la cual pernoctaron. Completar este periplo les tomó una semana, bajo aguaceros inclementes, mientras avanzaban por la lodosa trocha de montaña, cuyo rumbo había trazado von Bülow dos años antes en el croquis citado en páginas previas. En el diario llevado por Blanco se puede captar cuántas dificultades y vicisitudes debieron enfrentar durante su recorrido. En cuanto a la salud del grupo, no había mucha esperanza, pues calificaba como “muy conocido como inepto” al médico asignado a su batallón, que era el nicaragüense Francisco Bastos Reina, con quien tendría conflictos permanentes.
Pero venía lo peor para las tropas. Para alcanzar el río San Juan y navegar por él, se requerían buenas embarcaciones, aunado al hecho de que casi ningún soldado sabía nadar. Es decir, todo era desventajoso para los nuestros, pues Walker contaba con varios barcos, surtidos con leña como combustible, para transitar por el río. Sin embargo -como se verá pronto-, el elemento central de la estrategia era incautárselos, para usarlos contra él, lo cual pareciera fantasioso y aventurado a primera vista, pero no lo fue, gracias a la sagacidad de Blanco y sus colaboradores inmediatos.
Al respecto, un hecho a destacar es que a él se sumaban otros jerarcas militares, como el ya citado Barillier, el coronel George F. Cauty y el teniente coronel Joaquín Fernández Oreamuno. El inglés Cauty era hijo del antiguo militar Thomas Henry Horatio Cauty, quien en la capital administraba el Club de la Unión. En el caso del segundo, era hermano del futuro presidente Próspero Fernández Oreamuno, también combatiente en la Campaña Nacional.
Además, y esto es muy importante, cuando iban de camino se les unió Sylvanus Spencer (Figura 9A), un estadounidense que conocía al dedillo la vía del Tránsito, pues había trabajado para Vanderbilt, quien lo recomendó a don Juanito. Spencer llegó a San José a fines de noviembre, y de inmediato se incorporó como asesor del ejército. En palabras del capitán Faustino Montes de Oca Gamero (Figura 9B), quien nos legó un breve pero muy importante diario -escrito muchos años después, en 1873, por insistencia de su hijo Adán-, “el gobierno, con el mayor sigilo, porque así era preciso para conseguir su objeto, trató de tomar los vapores que en el río San Juan servían a la Compañía del Tránsito y los que ya estaban en poder de Walker. Entonces llegó a esta capital un agente de dicha compañía, un hombre de valor y extremada actividad, y se puso de acuerdo con el gobierno sobre el modo de llevar a cabo tal proyecto” (Obregón, 2007).
Ahora bien, puesto que “con anticipación, el gobierno había mandado a don Francisco Alvarado Mora a fabricar embarcaciones que formaban la flotilla con que el mayor Blanco fuese a acometer tan peligrosa como atrevida empresa” -según consta en un testimonio del capellán Rafael Brenes (Korte, 2017)-, cuando Blanco arribó a Muelle, es de suponer que ya había algunas construidas, pues eran clave en la estrategia preconcebida.
Pero no fue así. Llegado el batallón de vanguardia ahí el 9 de diciembre por la tarde, Blanco narra que hasta ese día “las embarcaciones en que debíamos bajar el río todavía estaban por hacerse”. No obstante, el día 12 consignó que “llegaron unos carpinteros a fabricar botes, los cuales no podrán servir hasta dentro de un mes”, quizás porque la madera debía secarse para que pudiera flotar de manera óptima. Asimismo, anotaba que al día siguiente “toda la tropa se ocupa en diferentes oficios, como alistar y acarrear madera para las balsas, etc.”, y fue esa tarde cuando “fue concluida la primera balsa”, lo cual pareciera contradecir la afirmación previa, que quizás era más bien sarcástica, algo común en él.
En relación con la confección de embarcaciones, las hubo de dos tipos. Las balsas consistían en troncos de balsa (Ochroma pyramidale) de una longitud y diámetro uniformes, amarrados con bejucos, o pegados a maderos transversales; puesto que, en términos anatómicos, esta madera tiene muy baja densidad, es sumamente liviana y flota con facilidad (Figura 10A). Por su parte, para construir canoas (Figura 10B) se utilizaban troncos muy gruesos de varias especies de árboles de la zona, como la ceiba (Ceiba pentandra), el cedro amargo (Cedrela odorata), la caobilla o cedro macho (Carapa guianensis) y el jabillo (Hura crepitans), a los que se les extraía la médula con hacha o azuela.
Recreación de una balsa de la época (A), así como un bote de los que navegaban entonces por el río San Juan (B).
A pesar del gran esfuerzo de los carpinteros, en el vívido testimonio del ya citado capellán Brenes se dice lo siguiente: “¡Qué embarcaciones! Trozos de gruesos garrotes labrados a golpe de hacha y machete y unas improvisadas balsas formaban nuestros navíos de guerra. Marinos, ninguno: el único marino y nadador como Giuseppe Garibaldi era don Francisco Alvarado, el único también que hablaba el idioma inglés para entenderse con Mr. Spencer, hombre muy importante en aquellas difíciles circunstancias (Korte, 2017).8 Nótese que Alvarado era el muy experimentado botero, que residía en La Trinidad y navegaba con frecuencia a San Juan del Norte.
A propósito de la supuesta incapacidad de nuestros combatientes para nadar, al referirse al momento en que la primera tropa se hizo al agua, el citado capellán expresa: “Un miedo aterrador se apoderó de nuestros soldados en los primeros momentos de la partida, y no carecían de razón porque, ¿en dónde habían visto jamás ríos navegables?”. En efecto, la mayoría de ellos provenían del Valle Central donde, por las características hidrológicas de tal formación geomorfológica, hay varios ríos, pero ninguno es profundo, caudaloso ni navegable. Aún más, aunque él acota que el único que sabía nadar era Alvarado, quizás aludía a un nadador de brazada larga, pues es de suponer que muchos de nuestros combatientes sí sabían nadar en pozas de río.
En todo caso, se ignora por qué no se envió al ramonense Martínez -o quizás tenía una misión en algún otro punto-, aunque se podría especular que fue por el idioma. Sin embargo, lo cierto es que el jefe militar Joaquín Fernández hablaba inglés, además de que Cauty era bilingüe, y, jerárquicamente ambos estaban más cerca de Spencer que Alvarado. Eso sí, Alvarado y Spencer eran los únicos que sabían cómo navegar en el San Juan, además de que lo conocían palmo a palmo, incluyendo las posiciones y movimientos del enemigo, de modo que sí tenía sentido que pudieran comunicarse de manera expedita entre ellos, sin traductor alguno.
En cuanto al sitio específico donde se construyeron las embarcaciones, Blanco no consigna dato alguno. Sin embargo, según el siguiente relato de un oficial anónimo de nuestro ejército, que integraba el batallón de retaguardia, conducido por el general Mora: “a legua y media del [río] Platanar, a la orilla del San Carlos, está un gran rancho del señor don Victoriano Fernández, en el cual viven nuestros carpinteros de ribera, que trabajan por aquellos sitios. Hay allí un desmonte y una pequeña plantación de cacao. El lugar es cómodo, ventilado y pintoresco, pero cercano al raudal del Lagarto, por cuya razón han preferido el desembarcadero actual, distante media legua” (Korte, 2017).9 Esto sugiere que fue la choza de Fernández -el primer colono en la región, como se indicó en páginas previas- la que albergó a los carpinteros desde la estadía de Blanco ahí. Asimismo, nótese que el peligro asociado con la presencia de un raudal tan cercano, justificó que la tropa acampara en el otro atracadero, denominado “de Martínez” en el croquis de von Bülow (Figura 11).
Una porción del croquis de von Bülow, en cuya parte superior se observan el río San Rafael y “El Muelle de Martínez”, y en la parte media “El Muelle de Victoriano”.
Acerca de este punto, ese mismo oficial narró que el lunes 22 de diciembre -fecha en que cerca del mediodía ocurría la batalla de La Trinidad, sin que el batallón de retaguardia lo supiera-, “nos pusimos en marcha a las ocho de la mañana [desde la hacienda de José María Rodríguez, en Peje]; en poco tiempo llegamos al río del Platanar, distante como tres leguas y media del Peje.
Es un río ancho y caudaloso, que cae al de San Carlos, a poca distancia del paso. El resto del camino hasta el muelle corre en las vegas pantanosas del San Carlos y el San Rafael, que se juntan en dicho muelle, formando una península”. Fue de esta punta, hoy bastante alterada por la erosión y cubierta por zacatales (Figura 12A-B) de donde partirían las embarcaciones pocos días después.
Punto donde estuvo Muelle (en primer plano), en la confluencia de los ríos San Carlos (izquierda) y San Rafael (derecha) (A), así como dicho punto (marcado con una flecha) visto desde el actual hotel Tilajari (B).
EL DESCARTE DE LA OPCIÓN DEL CASTILLO VIEJO
Es pertinente acotar que, mientras estaban estacionados en Muelle, el 13 de diciembre aparecieron algunos de los exploradores que habían acompañado al emisario Pío Alvarado, quienes manifestaron “que venían de donde los indios guatusos y dicen que fueron atacados por estos; que son de cutis blanco y que sus armas solo consisten en flechas” (Korte, 2017). Tres días después llegó el propio Alvarado, quien confesó “que había sido atacado por los indios guatusos, y que, por estar ellos en número considerable, le fue preciso salir huyendo”.
No hemos hallado más testimonios de confrontaciones con los guatusos, con excepción de uno del viajero inglés Frederick Boyle, el cual data de 1866 (Quesada, 2001). Narra él que, cuando en 1856 el jefe militar Cauty estaba a cargo del fuerte de San Carlos, desertaron dos de sus soldados, quienes en su huida atravesaron las montañas de río Frío. Capturados en San José, relataron que “habían pasado varios pueblos considerables en la selva, cada uno rodeado de una muralla de barro, sobre las cuales se podían ver muchos techos de paja. Viajaban solo de noche y, por lo tanto, no vieron un solo indio, aunque sus huellas eran muy numerosas. Agregaron muchos datos más, que intentaban mostrar que los guatusos eran un pueblo más poderoso de lo que generalmente se cree, y más avanzados en barbarismo”. Boyle acota que “las autoridades de San José se mostraban satisfechas al creer que los desertores habían pasado realmente por territorio guatuso”. Asimismo, en alusión a otros soldados, Boyle indica que “los hombres del coronel Cauty también se encontraron con los salvajes en otra ocasión y regresaron al fuerte con una media docena de flechas todavía en carne propia”.
En cuanto a la habilidad de los guatusos en el uso de flechas para la cacería y la defensa de sus territorios, el obispo Thiel acotó lo siguiente: “Los arcos los usan de pejibaye [Bactris gasipaes] con una cuerda bien tirante, siendo muy diestros en esta clase de puntería. Las que usan para cazar cuadrúpedos son más pequeñas y tan fuertes que puede traspasar un animal de una parte a otra, sin que se rompan. Nos cuentan que una vez encontraron un hulero clavado y muerto con una de estas flechas, en el árbol del que sacaba la goma. Algún indio, sin duda, lo sorprendió cortando lo que ellos tanto utilizan, y se vengó con su flecha mortífera” (Herrera, 2009).
Es oportuna una aclaración aquí, en cuanto a la agresividad de esta etnia. Por ejemplo, von Frantzius (1862) argumentaba que “la animosidad de estos indios contra los europeos, observada con tanta constancia desde siglos, y su aislamiento absoluto no nos autoriza a abrigar la esperanza de que puedan establecerse fácilmente relaciones con esta tribu”, y de ello da fe lo ocurrido a los expedicionarios liderados por Alvarado. De hecho, en el libro sobre las visitas pastorales de Thiel (Herrera, 2009), Francisco Vargas, escribano de la Curia Metropolitana, hace un recuento histórico de los ataques de los guatusos a los foráneos, incluidos otros evangelizadores, y no omite mencionar lo ocurrido a Pío Alvarado y su gente.
Al respecto, tal era el temor hacia los guatusos que, cuando Thiel incursionó en sus dominios, para evangelizarlos, ingresó con una gran comitiva, que incluía hombres armados. Según las palabras de su amanuense Francisco Vargas, “los militares estaban a las órdenes del coronel don Concepción Quesada, eran diez soldados rasos, un corneta y un ordenanza. Se encontraban además en compañía de Su Señoría tres indios de Tucurrique armados con flechas y lanzas, para proveer a la expedición de pescado fresco que abunda en todos estos ríos; un indio guatuso [Santiago] que debía servir de intérprete; un hulero conocedor de los caminos y veredas de los indios; dos muleros de Alajuela, total 37 personas. Se contaron las bestias, diecisiete de silla y ocho de carga; las armas eran doce rifles Remington, dos Winchester y doce escopetas, total veintiséis armas de fuego. Para resguardarnos contra un ataque nocturno llevamos seis perros acostumbrados a la montaña” (Herrera, 2009).
En realidad, los guatusos no opusieron resistencia alguna al ingreso de Thiel y su séquito, algo difícil de explicar a la luz de lo que se conocía sobre la beligerancia esta etnia. Por el contrario -como se indicó en páginas previas-, el historiador León Fernández los calificó como “de buen carácter”. La explicación de tan abrupto cambio de comportamiento la aporta el propio Thiel, a partir de lo narrado a él por los indígenas.
En efecto, él consigna que, ante la férrea actitud defensiva de los guatusos, armados con sus potentes y mortíferos rifles los huleros “se reunieron en gran número, atacaron y vencieron a los indios, matando a un cacique. Desde entonces han quedado los indios sin autoridad y viven en diferentes grupos, los unos independientes de los otros. Los huleros no encontraron ya dificultad ninguna en internarse en el país de los guatusos. Atropellaron mucho a los indios, faltando principalmente a las mujeres. Algunos se robaron a los hijos de los indios, llevándolos al fuerte de San Carlos. Encontraron personas que compraran estos inditos y entonces -llevados por la codicia- establecieron un comercio de esclavos, principalmente de niños que robaron con mil atrocidades a los pobres indios”. Él calculaba en más de 500 los indios raptados, de los cuales más de la mitad habían muerto, debido a las muchas vejaciones sufridas. Tan brutal era la situación, que “ahora que el hule ya comienza a escasear, el tráfico de carne humana ha tomado algún incremento. Los indios están enteramente atemorizados. No tienen armas para defenderse contra los huleros nicaragüenses, ni tampoco lugar seguro en su territorio, ni para sí, ni para sus hijos”. Al respecto, Thiel narra que un indio le contó que, mientras su padre extraía hule, un tipo “se acercó secretamente y le partió de un machetazo la cabeza”. Asimismo, le refirió que, cuando se aproximaban los huleros, ellos debían abandonar sus ranchos y provisiones, lo cual los exponía a serpientes y felinos, así como a enfermedades contraídas por estar a la intemperie, cuando había exceso de lluvia.
Para concluir esta sección, lo cierto es que la hostilidad de los guatusos abortó la importante misión de hallar una vía para que nuestra vanguardia pudiera dirigirse hacia el Castillo Viejo, Por tanto, había que recurrir a otra alternativa, que no comprometiera lo esencial de la estrategia de nuestro ejército para confrontar al ejército de Walker en el río San Juan.
LA PRIMERA BATALLA DE LA TRINIDAD
A propósito de embarcaciones, durante la permanencia del batallón de vanguardia en Muelle en sus preparativos para la guerra, en el diario de Blanco hay varias menciones de botes y balsas, pero más bien son colaterales.
Por ejemplo, anota que el día 14 partieron seis combatientes en un bote hacia la desembocadura del San Carlos, guiados por Spencer, Fernández y Rafael Bolandi, para vigilar ese punto tan importante, así como valorar las condiciones para el avance de la tropa. Mientras tanto, muy temprano al día siguiente, narra que “las balsas rompieron las coyundas con que Cauty tuvo el error de amarrarlas, y se fueron, llevándose a éste y tres soldados, y me fue preciso hacerlos seguir en un bote, en el cual regresaron, y mandé amarrar nuevamente las balsas con toda seguridad”. Empezaba a cundir el pánico, dada la inexperiencia de movilizarse por agua, lo que provocó 13 deserciones.
Ese día por la tarde-noche les “llegó un gran bote”, muy posiblemente del rancho de Victoriano, que era donde los construían. Al día siguiente, “muy temprano empezamos por cargar el nuevo bote y nos marchamos. Como a las ocho de la mañana cogió un remolino las balsas, y nos detuvo como tres horas, hasta que por casualidad pasamos, pues no nos era posible discurrir [idear] un medio de obtener paso. Una hora después, un bote se abrió por el medio, quedando en dos astillas en medio río, pero, dichosamente, nadie pereció. Dos horas después se trabó una balsa cerca de la isla [islote] del Arenal, y habiéndose roto todos los bejucos con que estaba amarrada, hasta el extremo de salir cada palo por su lado, los soldados se tiraron al agua; pero esto sucedió cerca de tierra y todos salieron sin novedad”.
No obstante, tal fue el susto -totalmente comprensible-, que los miembros de la tropa empezaron a quejarse y dijeron que preferían desplazarse por tierra. Ello indujo a Blanco a imponer su autoridad y, de esa manera, pudo “obligarla a volver a amarrar la balsa y embarcarse el día siguiente”. Al amanecer y partir, lejos de mejorar, la situación empeoró, al punto de que “cada momento se pegan las balsas y tenemos necesidad de demorarnos mucho para volverlas a poner en camino. Un bote dirigido por el capitán don Jesús Alvarado ha sido varado y lleno de agua, con cuyo motivo se han perdido, casi en su totalidad, las pocas provisiones de que podíamos disponer, el parque, etc.”.
Para el día siguiente, el jueves 18, Blanco acotaba que “hoy contamos solo dos pegas de las balsas y una del bote que dirige el capitán don Jesús Alvarado. Vamos bien: el río ya es enorme”. No obstante, tal optimismo se desvanecería al llegar la noche. En efecto, el día 19 anotó en su diario que “una gran creciente nos ha llevado anoche la balsa en que iban las piezas de artillería, otras armas y la ropa de los soldados. Henos aquí con 70 hombres en tierra y sin recursos para fabricar otra balsa”. De manera más detallada, el capellán Brenes narraría que “en una de las noches que acampábamos en las márgenes de del río, una furiosa creciente arrancó el tronco del árbol donde atracaba la balsa de la artillería y se la llevó envuelta en los pliegues de sus torrentosas aguas” (Korte, 2017).
Es importante destacar que este acontecimiento pudo haber dado al traste con toda la estrategia trazada previamente. En efecto, aunque Blanco no lo menciona, Walker (1975) sí señala que, mientras viajaba en uno de los vapores hacia San Juan del Norte, Emilio Thomas observó “unas balsas sospechosas que venían flotando por la boca del San Carlos” y “aconsejó averiguar lo que significaba aquel hecho extraño”, pero los oficiales del barco desestimaron su preocupación. Cabe acotar que dicho individuo, al igual que su hermano Carlos, eran mulatos nacidos en Jamaica y residentes en Granada desde hacía muchos años, quienes se identificaron plenamente con la causa filibustera (Jiménez, 2018).
Para retornar a las acciones, ante la pérdida de las balsas, debieron continuar su travesía por tierra, hasta unas cuatro leguas antes de la desembocadura del río San Carlos en el San Juan. Temprano al día siguiente, es decir, el sábado 20, los nuestros reanudaron la marcha, y poco después del mediodía llegaron a dicho punto, frente al cual destaca el imponente islote Providencia; conviene indicar que entre Muelle y ese punto hay 88 km de distancia. Ahí hallaron a Spencer y Fernández, quienes estaban albergados en un pequeño rancho en la margen derecha del San Juan.
Enterados de que a unos 800 m había una casa donde los vapores del río se abastecían de leña, Spencer dio a Barillier la orden de ocuparla, lo cual éste rehusó hacer, ante lo cual Blanco intervino de manera tajante, para ocuparla. Hecho esto, la idea de Blanco era usarla como una especie de señuelo. En sus palabras, “por la noche, previendo el caso de que algún vapor podía llegar a proveerse de leña, hice embarcar la tropa, con objeto de apoderarme de él”. Esto es confuso, pues aparentemente no contaba con naves para hacerlo, pero en lo que sigue del relato es claro que para entonces a la tropa ya le habían enviado embarcaciones desde el astillero improvisado en Muelle.
Ese día se vivieron momentos de gran tensión entre los tres supuestos jefes de la misión, aunque al final prevalecerían los criterios y decisiones de Blanco, quien para entonces estaba a dos semanas de cumplir 33 años de edad. Según el capitán Montes de Oca, Spencer “era el jefe de la expedición” (Obregón, 2007), mientras que Barillier era de alto rango, obviamente, y al inicio se le había asignado la jefatura del batallón, según el propio Blanco (Korte, 2017). Sin embargo, “al considerar que por tales discusiones fracasaría la empresa”, Blanco hizo valer la autoridad que, “según instrucciones privadas”, le había otorgado don Juanito por escrito, en una carta confidencial, que el presidente le solicitó que abriera cuando ya estuviera ahí.
Así que, ya en el río San Juan, descartada la idea de navegar aguas arriba para atacar el Castillo Viejo, la decisión era arremeter contra la guarnición filibustera que había en La Trinidad (Figura 13A-B), de manera sorpresiva. Eso sí, había que recorrer casi 40 km, por lo que el domingo 21 navegaron durante unas seis horas bajo una lluvia torrencial y, llegados cerca de las cuatro de la tarde a la boca del río Colpachí -donde había un pequeño estero-, Blanco, Spencer, Fernández y Rafael Camacho penetraron en la montaña, para sopesar la posibilidad de llegar a La Trinidad por ahí. Después de caminar unos 800 m, desecharon esta idea, pues dicho sitio estaba a unos 2 km. Por tanto, la tropa se embarcó, para continuar aguas abajo.
La punta de La Trinidad en una vista aérea (A), así como su ubicación (a la izquierda) en la desembocadura del río Sarapiquí (B); en B, al frente se observa el territorio de Nicaragua.
Sin embargo, al salir del estero, y cuando el sol se ponía en el horizonte, tuvieron una muy ingrata sorpresa: ¡un vapor recorría el río! En palabras de Blanco, “fue un gran susto para nosotros, pues, en caso de ser vistos, todo fracasaría, puesto que bastaba con que nos echaran encima el vapor, mucho más estando como estábamos indefensos, en razón de no poder contar ni con un tiro, porque tanto el armamento como el parque se habían mojado completamente”. Al respecto, según el testimonio del capellán Brenes, sorprendidos ante lo que presenciaban, algunos combatientes exclamaron: “Pos hombre, ¡qué bonito es el guapor: cuánta candelita! ¡Parece un monumento!” (Korte, 2017). Por fortuna, se libraron de ser detectados gracias a la oscuridad, así como a que permanecieron medio ocultos, sujetados a algunas ramas de la vegetación ribereña.
Un hecho a destacar es que -según Blanco-, la presencia del citado vapor indujo a Spencer a sugerir que, en vez de atacar La Trinidad, era preferible aprovechar la oscuridad para pasar por ahí de manera desapercibida y navegar directamente hasta San Juan del Norte, para apoderarse de los vapores que usualmente fondeaban ahí. No obstante, Blanco desaprobó tal idea y optó por atacar La Trinidad al día siguiente. Y, puesto que la inclemente y copiosa lluvia impedía acampar en tierra, sobre todo en terrenos de por sí anegados, en sus palabras, “nos reconcentramos en los botes como a quinientas varas y en ellos pasamos la noche; “¡qué noche! bajo una nube de zancudos horrorosa y sin poder nadie moverse del lugar que ocupaba, y sin haber pasado un bocado desde la mañana” (Korte, 2017).
Al día siguiente, no había tiempo que perder. Fue por eso que “a las cinco de la mañana, todos entumecidos por la lluvia continua, la incómoda posición de toda la noche y la falta de alimentos, desembarcamos”. En efecto, descendieron de los botes y penetraron en la montaña para secar los fusiles y la pólvora mediante fogatas, con el cuidado de que la humareda no los delatara. Concluida esta labor cerca de las diez de la mañana, se enrumbaron hacia La Trinidad, a través de la montaña. Cuando habían recorrido poco más de kilómetro y medio, y a apenas unos 500 m del campamento filibustero, se detuvieron para planear el ataque.
Hecho esto, después de avanzar lentamente y con mucha dificultad por terrenos anegados y poblados de “malezas” -quizás como sinónimo de arbustos espinosos o con hojas urticantes-, por fin se alcanzó la punta de La Trinidad. Ahí, en “una explanada cubierta de platanillo”, en palabras del capellán Brenes (Korte, 2017), “los filibusteros se hallaban completamente distraídos alrededor de una gran mesa”, según Blanco. Obviamente, no tenían la más leve sospecha del zarpazo que estaban a punto de recibir.
Dada la orden de atacar, tal y como se había planeado, nuestros 30 combatientes irrumpieron a trote en el campamento, formados en cuatro columnas, mientras disparaban sus fusiles, de los cuales apenas cinco dieron fuego, debido a lo mojados que estaban. Cuando, boquiabiertos, los enemigos reaccionaron y trataron de parapetarse en las dos trincheras que tenían, ya una había sido ocupada por los nuestros. Asimismo, cuando desde la otra trinchera un filibustero se alistaba para disparar su cañón, el cabo barveño Nicolás Aguilar Murillo (Figura 14), de apenas 22 años de edad, corrió hacia ella, le hundió en el cuerpo la bayoneta de su fusil y lo lanzó a un lado; tan meritorio acto justificó que en 2013 se le declarara héroe nacional.
En la vorágine de aquella cruenta escaramuza, que se prolongó por 40 minutos, no importaba que las armas y la pólvora no funcionaran, pues nuestros soldados eran diestros en el uso de la bayoneta, como lo habían demostrado con creces en las luchas cuerpo a cuerpo en Santa Rosa y Rivas. Fue así como los filibusteros que no murieron en tierra, terminaron ahogados en el río San Juan al tratar de escapar; dos fueron capturados, entre ellos el comandante Frank Thompson. Como saldo de la refriega, en nuestras filas hubo apenas dos heridos, mientras que en el bando filibustero resultaron unos 60 muertos; seis se salvaron, y después llegarían a San Juan del Norte. Además, obtuvieron otra recompensa, muy valorada en tan difíciles momentos, pues “hallamos unos cuantos barriles llenos de carne, y unas ollas con comida ya cocinada, todo lo cual nos cayó perfectamente” (Korte, 2017).
HACIA EL DOMINIO DE LAS AGUAS DEL SAN JUAN
Con el triunfo en La Trinidad, se lograban dos rotundas victorias fluviales -ambas en la región de Sarapiquí-, así como la tercera expulsión del territorio nacional del invasor filibustero. Sin embargo, por importantes que fueran, eran aún insuficientes para lograr el objetivo mayor: la rendición y eliminación de Walker y sus huestes.
Ahora bien, aunque todas las batallas -Santa Rosa, La Virgen, Sardinal, Rivas, San Juan del Sur, Rancho Grande, Masaya, Granada, cuatro en San Jorge y dos más en Rivas- serían importantes para la capitulación de Walker, La Trinidad se convirtió en una especie de puerta para acceder al gran escenario fluvial donde se le propinaría un golpe contundente e irreversible a las aspiraciones de Walker. En tal sentido, dicha derrota representó el principio del fin del sueño esclavista del mesiánico líder filibustero. Y esto fue así porque, como se verá pronto, permitió despojar a Walker de sus vapores poco a poco, para después usarlos como un invaluable recurso bélico para desalojar a su ejército de los casi inexpugnables bastiones del Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos.
En efecto, lograda la victoria en La Trinidad, había que actuar de inmediato para continuar con la estrategia preconcebida. Y entonces resultaría más importante que nunca la figura del asesor Spencer, pues conocía todos los vapores que transitaban por el río y sus itinerarios, así como posiblemente algunas de las claves secretas - algo esencial en una guerra- con las que sus capitanes se comunicaban con los puestos en tierra.
Fue por ello que, sin importar que se acabara de librar una dura batalla, había que continuar con las acciones planificadas. El tiempo apremiaba. No lo había ni siquiera para hacer una pausa y reponer fuerzas, pues era urgente enrumbarse aguas abajo e ir a capturar los vapores estacionados en la bahía de San Juan del Norte.
Antes de hacerlo, y para asegurar la posesión de La Trinidad, Blanco ordenó a Barillier que permaneciera en ese sitio, al mando de un contingente de 30 hombres. Poco después, sin importar los grandes riesgos de navegar en un río tan henchido por los aguaceros de esos días, así como la ausencia de luz, Blanco subió a una balsa en la que lo acompañaban Spencer, Fernández, el capellán Brenes, cuatro oficiales y los dos prisioneros, mientras que el resto de los soldados iban distribuidos en cuatro botes más, al mando de Cauty, Jesús Alvarado, Francisco Alvarado y Santos Mora.
Llegaron de madrugada, y decidieron permanecer en las balsas. Al despuntar el alba del martes 23, sus ojos atestiguaron lo que sus mentes sospechaban: en la rada, amarrados entre sí, tres vapores se bamboleaban, totalmente vacíos. Por tanto, resultó muy sencillo apoderarse de ellos. Además, otro vapor se hallaba en el muelle, con la ventaja de que los filibusteros estaban dormidos, por lo que también fue fácil incautarlo. En síntesis, gracias al factor sorpresa con que se actuó, tan fabuloso botín se obtuvo sin efectuar un solo disparo.
Atónito ante lo que contemplaba, el agente local de la Compañía del Tránsito, Joseph N. Scott, tocó una campana de alerta, por lo que la gente empezó a congregarse en el muelle. Mientras esto ocurría, comenzó a distribuir armas para recuperar los vapores, ante lo cual Blanco puso al frente a 20 combatientes nuestros. En respuesta, Scott recurrió a unas lanchas cañoneras inglesas, pero Blanco lo supo disuadir, además de que pronto aparecieron otras balsas con soldados nuestros, que se habían retrasado por las dificultades de navegación, ante lo cual Scott no insistió más.
Ahora, casi como por arte de magia -pues no hubo que efectuar un solo disparo-, el ejército que pocas horas antes carecía de una flota naval, tenía en su poder los vapores Wheeler, Morgan, Bulwer y Machuca. Ahora sería posible combatir a Walker casi en igualdad de condiciones en las aguas del San Juan.
Una vez más, no había tiempo que perder. Por tanto, a las siete de la noche los vapores ya avanzaban aguas arriba. Lamentablemente, no muy lejos del caserío de San Juan del Norte dos se averiaron y vararon, por lo que la tropa debió pernoctar a bordo. Además, si bien para el mediodía del miércoles 24 ya los habían reparado, su avance era tan lento, que la Nochebuena los sorprendió mientras navegaban, ya en las proximidades de La Trinidad.
Reanudaron el viaje a las seis de la mañana del jueves 25, tras lo cual dejaron 10 soldados de refuerzo en La Trinidad, para así engrosar la tropa de Barillier. Posteriormente, al acercarse a la isla Providencia, en la desembocadura del río San Carlos, desde la ribera derecha del río, en palabras de Blanco, “nos requiere una fuerza ya en actitud de combatir”. Sin embargo, no era una tropa de filibusteros, sino de costarricenses que, por ignorar que los vapores eran ahora nuestros, estaban dispuestos a confrontarlos. En realidad, se trataba de los 70 combatientes que se habían venido a pie desde Muelle después de que la correntada los despojó de su embarcación en el río San Carlos. Esclarecida la situación, todo fue algarabía y, como era de esperar, más bien los subieron a bordo, para que pernoctaran bien abrigados.
Es pertinente una digresión para indicar que el batallón de retaguardia -al mando del general José Joaquín Mora- ya estaba en la zona de San Carlos, pues había arribado a Muelle el lunes 22. En el diario del oficial anónimo que formaba parte de este batallón se lee que, para el martes 23 nada sabían de la columna de vanguardia, y que “el parte de su llegada no podrá venir de la confluencia [la boca del San Carlos] aquí en menos de seis días, por estar muy crecido el río”. Mientras tanto, ya la víspera Mora había enviado 22 hombres, encabezados por el capitán Faustino Montes de Oca, el oficial Lorenzo Alvarado y “un oficial granadino muy práctico en estos lugares”, para abrir una picada a lo largo del río y así alcanzar el San Juan. Asimismo, el resto del batallón permanecía en Muelle, “arreglando el campamento, limpiando las armas y acelerando la construcción de embarcaciones”.
Es importante indicar que Montes de Oca fue testigo presencial de lo ocurrido ahí, además de que, muy posiblemente, los integrantes del batallón de vanguardia le narraron después lo sucedido a ellos pocos días antes. Por ello, en su diario evocaba de esta manera lo acontecido con el batallón que los antecedió: “Ya se puede figurar qué clase de flota sería aquella en que las canoas hechas por los hacheros y carpinteros que apenas las conocían en Puntarenas y construidas a toda prisa, eran ingobernables y peligrosas. Las balsas en que debía ir la tropa iban a merced de la corriente, aún sin anclas con qué poder detenerse en un punto dado y con un temporal terrible que el río estaba fuera de madre. Fue un arrojo y a primera vista una insensatez semejante expedición, pero los resultados fueron sorprendentes, dignos del elogio del mundo entero” (Obregón, 2007). En aquel entonces, los balseros debían valerse de pértigas o varas largas para maniobrar en la corriente (Korte, 2017), las cuales no le conferían mucha estabilidad a la balsa que los transportaba.
Para retornar a lo que acontecía con el batallón de retaguardia en Muelle, para el viernes 26 el oficial consignaba que “por más que nos afanamos en apresurar la construcción de balsas y canoas, nada se adelanta; estamos consumiendo víveres en balde, y aburridos de vivir en esta fangosa y triste orilla”. No obstante, al día siguiente recibieron noticias de que los integrantes del grupo de vanguardia, “después de pasar indecibles trabajos, han perdido la balsa en que llevaban su artillería, y mojados casi todos los víveres, marchan desunidos al arbitrio de las furiosas corrientes”. De inmediato, el general Mora ordenó a una fuerza de 50 soldados ir en auxilio de ellos, al mando del capitán español Ezequiel Pí, para lo cual “se han tomado dos botes que estaban concluidos, y se ha alistado de pronto dos balsas”. Obviamente, se vivía en un estado de total desinformación pero, por fortuna, todo se aclararía muy pronto.
En efecto, “a las dos de la tarde había entregado a la corriente sus frágiles embarcaciones el capitán Pí, y media hora después corría desalado alarmando al campamento, con nuevas que parecían increíbles, [gracias a] un hombre que venía del río [San Juan]”. Dicho individuo traía la excelente noticia del triunfo costarricense en La Trinidad.
Aún más, este oportuno informante les comunicó que uno de los vapores, capitaneado por Francisco Alvarado, venía hacia Muelle a recoger a la tropa. Esto se explica porque, mientras estaba en la boca del río San Carlos, Blanco supuso que el general Mora ya estaba en Muelle, y tuvo la excelente idea de enviar a toparlo en el vapor Bulwer, para evitarles las penurias de navegar por el enfurecido río; así consta en el diario de Blanco, quien despachó ese vapor a las seis de la mañana del viernes 26, aunque el oficial anónimo indica que fue el sábado 27.
En realidad, el diario de Blanco es muy lacónico al respecto, y omite referirse a lo ocurrido poco después, cosa que sí hace el citado oficial anónimo.
Efectivamente, este combatiente narra que, a pesar de las aparentes buenas noticias, había confusión por las tan contradictorias informaciones recibidas ese día. Por tanto, cuando escucharon el silbato del vapor -que sonaba como un cuerno-, conforme se acercaba a Muelle, el general Mora emplazó dos cañones, formó a su tropa y ordenó abrir varias cajas de parque. Tensos y expectantes ante el ataque que podría sobrevenir, “no tardó en asomar el vapor, ostentando en su proa la bandera costarricense; en la toldilla venían Francisco Alvarado, Joaquín Fernández, y otros, entre ellos Faustino Montes de Oca y Lorenzo Alvarado, que después de haber abierto siete leguas [35 km] de una infernal vereda, habían felizmente salido a la margen del río cuando pasaba el vapor”. ¡Es de imaginar la mezcla de alivio y euforia, al percatarse de que quienes venían en el barco eran sus compatriotas, y que, además, habían triunfado en La Trinidad e incautado los primeros vapores!
Como una curiosidad, Montes de Oca relata que su tropa había demorado cinco días en abrir la picada paralela al río, y que el Bulwer los devolvió a Muelle en apenas cuatro horas. Poco antes de abordar dicho vapor, al topárselo pensaron que estaba en manos filibusteras, por lo que desde un recodo del río interrogaron a la tripulación, al preguntar “¿Quién vive?”. La respuesta no se hizo esperar, cuando unas cien gargantas exclamaron jubilosas y al unísono “¡Viva Costarrica!”. En sus propias palabras, “esta fue la primera vez en mi vida que creí morirme de puro gozo, al ver a bordo buenos y sanos y gritando viva Costa Rica a muchos de los amigos oficiales de la expedición de vanguardia” (Obregón, 2007).
Sin embargo, no todo había sido tan feliz. Como la tropa de Pí iba en dos botes y dos lanchas, algunos quedaron rezagados, debido a las turbulencias del río. Fue por ello que, al toparse con el vapor los primeros, de inmediato lo abordaron sin problema alguno. Pero, tras esto, los que venían en una de las balsas de súbito se asustaron y, como sus rifles no estaban cargados, se lanzaron al agua, con un saldo de seis ahogados. Acerca de este desafortunado episodio, narrado así por el oficial anónimo (Korte, 2017), Montes de Oca aporta una versión un poco diferente, además de que no menciona a Pí, contabiliza en nueve el número de ahogados e indica que Francisco Alvarado lanzó al agua un bote para rescatarlos, de manera infructuosa. Asimismo, relata que, para evitar un malentendido al acercarse a Muelle, por sugerencia suya se envió a Francisco Alvarado en un bote y a Lorenzo Alvarado por tierra, quienes llegaron de manera casi simultánea y pudieron dar el aviso de manera oportuna, para evitar otra desgracia.
Para retornar al batallón de retaguardia, pronto se dispusieron a abordar el Bulwer, así como a cargar en él todo cuanto podían. No obstante, el retorno a la boca del río San Carlos no sería nada sencillo.
Al respecto, son muy esclarecedores algunos comentarios que Montes de Oca consignó en su diario, en relación con las dificultades de los vapores para navegar fuera del amplio río San Juan. En el caso particular del río San Carlos, “en verano no tiene la cantidad de agua suficiente y en invierno es muy fuerte la corriente, y además es muy tortuoso, y por ambas cosas muy peligroso, principalmente para bajarlo” (Obregón, 2007). Él abunda en detalles, al indicar que, aunque el Bulwer era el más pequeño de los vapores y construido con hierro, al regresar con el batallón y sus pertrechos militares navegaba a merced de las correntadas, y a menudo su proa embestía los paredones de ambas riberas, pues el río no tiene suficiente amplitud. Tan entorpecido y dilatado fue su recorrido -durante el cual casi se hunden varias veces-, que les tomó tres días alcanzar el mismo punto desde el cual días atrás demoró apenas cuatro horas para llegar a Muelle, y viajando aguas arriba.
LA TOMA DE LAS FORTIFICACIONES DEL RÍO
Para retornar al inesperado, emotivo y épico momento en que el Bulwer se asomó al embarcadero de Muelle, se ignora si efectivamente la bandera de Costa Rica ondeaba en su proa, lo cual hubiera sido muy significativo y simbólico en aquel contexto particular, así como una imagen de gran plasticidad artística. Lo que sí es cierto es que dicha bandera no podía enarbolarse si los barcos estaban en el río San Juan, pues había que actuar con total sigilo, para así poder capturar más vapores. Y esto lo lograría Blanco de manera sorprendente, realmente asombrosa, gracias a su sagacidad, así como a la oportuna asesoría de Spencer.
Por ejemplo, y para comenzar, mientras el Bulwer se preparaba en Muelle para transportar al batallón de retaguardia, el propio viernes 26 él había emprendido acciones en el río San Juan. Fue así como a las ocho de la mañana zarpó de la boca del río San Carlos hacia el Castillo Viejo (Figura 15), a cuyas cercanías él y sus hombres llegaron a las tres de la tarde. En ese momento se percataron de la presencia del vapor Scott, estacionado aguas abajo de los muy fuertes raudales o rápidos que son típicos en ese trecho del río. Con astucia, Blanco le hizo arrimar su navío, tras lo cual sus hombres lo abordaron con rapidez y lo incautaron. Hecho esto, navegaron hacia la fortaleza y la tomaron de manera sorpresiva, ante la perplejidad de los residentes en algunas casas y edificios localizados al pie de la fortaleza. En realidad, el sitio estaba poco protegido por los filibusteros -pues no imaginaban lo que sucedía en el río en los últimos días-, además de que los centinelas que había huyeron despavoridos.
Además, al conocer que el vapor Ogden estaba en el raudal del Toro, esa misma tarde Blanco le pagó la cuantiosa suma de 200 pesos a un nicaragüense de la localidad para que, mediante un engaño -cuya naturaleza no menciona-, persuadiera a su capitán de atracar en el Castillo Viejo. Nomás arribado al muelle de la fortificación, el vapor fue capturado de manera expedita. Para captar la magnitud de dicha recompensa, era superior al salario de un ministro de entonces, que correspondía a 160 pesos (Fallas, 2004).
Después de pernoctar y reponer fuerzas en el Castillo Viejo, Blanco puso la mira en otro objetivo: el vapor Virgen. Dicho barco estaba fondeado también en el raudal del Toro, por lo que hacia allá se dirigió su tropa en el Bulwer. Con astucia, “al aproximarnos ocultamos las tropas con unas cortinas, de manera que las cortinas hacían creer que nuestro vapor llevaba señoras a bordo”; obviamente, se refiere a mujeres estadounidenses que viajaban de costa a costa, a quienes les molestaba mucho el sol. Él describe en detalle cómo lo asaltaron, sin incidente alguno que lamentar. Por fortuna, en sus bodegas había abundantes provisiones, entre las que destacaban 400 rifles nuevos, cañones, avantrenes - especie de carritos para acarrear metralla y balas de cañón en el campo-, municiones, frascos de pólvora, víveres y botellas de vino.
Estacionados en el Castillo Viejo a la espera del general Mora y su batallón -que tanto se atrasó, debido a lo relatado por Montes de Oca-, gracias a esa providencial cornucopia, “aquí tuvimos tres días de fiesta con las magníficas provisiones que había en el vapor: ningún soldado volvió a beber agua, sino vino tinto hasta que se le dio fin” (Korte, 2017). Mientras tanto, emplazaron los cañones en puntos clave y avizoraron otras medidas para defender el sitio ante un eventual ataque filibustero. En realidad, la situación era tirante, pues se sospechaba que podría aparecer el vapor San Carlos “en busca de los otros, pues ya había pasado más tiempo del que tenía señalado para encontrarse”.
Se vivía un ambiente tenso, debido al retraso del general Mora y su gente, y a que estaba pendiente el elemento clave para completar la estrategia: el fuerte de San Carlos (Figura 16). Además de ser el último bastión filibustero en el río San Juan, su ubicación era realmente neurálgica, pues se yergue en la juntura del río con el lago de Nicaragua. Y, como la operación militar no podía dilatar más tiempo, a las tres y media de la tarde Blanco decidió enrumbarse hacia allá, lo cual hicieron en el vapor Ogden.
Cuando ya había anochecido, se toparon con dos lanchas grandes, provenientes de Granada y colmadas de víveres, las cuales fueron tomadas sin mayor dificultad, incluidos los alimentos. Al ser casi las diez de la noche, y ya a unos 800 m del fuerte, Blanco dispuso que unos 40 hombres navegaran hasta la ribera, al punto de La Garita, en las lanchas incautadas; ellos atacarían el fuerte solo en caso de ser necesario.
Hecho esto, el Ogden avanzó aguas arriba, y fondeó frente al morro del fuerte. La tensión que se vivía en esos minutos quedó vívidamente reflejada en las palabras de Blanco quien, a pesar de ser un militar de gran aplomo y sangre fría, confesó que “en estos momentos sentí el miedo supremo de toda mi vida, viéndome bajo la plataforma del fuerte, en el que sabía existían dos cañones de a veinticuatro, más la guarnición que allí había”. En suma, “la cuestión era de vida o muerte”.
Para dar el siguiente y determinante paso, era ineludible comunicarse con el vigía del fuerte mediante una clave o “santo y seña”, por estar el fuerte en el punto de entrada al lago. Dicha clave se conocía gracias al interrogatorio hecho en días previos a los tripulantes del Scott y el Ogden. Emitida ésta -que correspondía a pitazos-, una lancha se desprendió del fuerte para realizar la inspección de rigor en ese punto; en ella venían varios soldados, junto con el capitán Charles Krüger, comandante de dicho fuerte. Al aproximarse al Ogden, atónito ante lo que presenciaba, no sabía cómo reaccionar. De inmediato se le ordenó rendirse, amenazándolo con lo numerosas que eran nuestras fuerzas en tierra, pues se le dijo que eran 500 soldados -cuando en realidad, eran apenas 40-, en tanto que en el fuerte había tan solo 72 filibusteros, por lo que, en tal estado de inferioridad numérica, Krüger aceptó rendirse y fue apresado, al igual que la tripulación de su lancha. Después Blanco se dirigió hacia el fuerte con seis de los suyos, para formalizar la rendición.
En la significativa fecha del miércoles 31 -el último día del año 1856-, después de tantas tensiones y ante la abundancia de licor, “hubo algo de embriaguez en algunos oficiales y fue, por consiguiente, mal día para mí”, en palabras de Blanco (Korte, 2017). No obstante, todo cambiaría de manera radical cuando el año estaba a punto de expirar, pues “a las doce de la noche vuelve el vapor Virgen trayendo al general Mora, a un coronel de apellido Salazar, a Clodomiro y Julián Echandi y a otros oficiales, y un poco de tropa”. Tal fue el júbilo por el muy anhelado encuentro de los batallones de vanguardia y retaguardia, que ahora los ebrios serían otros pues, en sus propias palabras, “estuvimos en orgía hasta las tres de la mañana, favorecidos por una caja de vino San Julián que yo tenía”.
Con el advenimiento del nuevo año, y ya instalado el general Mora en el fuerte de San Carlos, se empezó a acondicionar éste. Como resultado de las labores de limpieza del sitio, el viernes 2 a las tres de la tarde se habían matado nada menos que 18 víboras, quizás las muy venenosas terciopelos (Bothrops asper), que abundan en la zona.
Es pertinente indicar que a los filibusteros presos se les transportó hacia San Juan del Norte el 1° de enero, con la condición de que retornaran a EE. UU. Sin embargo, a algunos se les incautó el uniforme, pues podría resultar útil para alguna treta de los nuestros, como en realidad lo fue el sábado 3, para capturar el San Carlos, que era el buque más utilizado por los filibusteros, debido a su tamaño y velocidad. En la mañana de ese día, dicho vapor estaba en el lago, recogiendo en el puerto de La Virgen a unos 400 pasajeros, que iban hacia la costa oriental de EE. UU.; habían llegado la víspera a San Juan del Sur, provenientes de California. No obstante, entre sus pasajeros también figuraban un teniente y el médico del fuerte de San Carlos, por lo que el vapor debía hacer una escala ahí.
Por tanto, se concibió un ardid para capturarlo, con tropas localizadas en varias posiciones, incluido un grupo de soldados disfrazados de filibusteros, que ocupaban el área más visible, como lo era la explanada del fuerte.
En efecto, como no había nada de qué sospechar, el vapor “hizo una señal sonando la válvula dos veces” y se le respondió, por lo que fondeó en las cercanías del muelle. Pronto se le acercó un bote “con dos extranjeros bien aleccionados y mejor pagados”, uno de los cuales era el inglés Charles Stewart -un inglés muy conocido por los filibusteros, pues tenía una posada en el Castillo Viejo, pero había decidido unirse a nuestras filas-, quien recogió al teniente y al médico filibusteros. Hecho esto, cuando el San Carlos ingresó en el río, desde un recodo se le atravesó el Ogden, comandado por Spencer, con 25 hombres y dos cañones en su poder, y lo conminó a rendirse. Reacios a hacerlo algunos filibusteros, pronto se percataron de que desde el fuerte dos inmensos cañones de 24 -es decir, que disparan balas de 24 libras de peso- apuntaban al vapor, mientras que en la ribera había unos 200 rifleros dispuestos y listos para disparar.
Fue así entonces cómo, con la captura del vapor San Carlos, se completaron los elementos de la estrategia previamente concebida, y todo se logró -aunque parezca mentira-, sin disparar un solo tiro y sin pérdida de vidas entre nuestros compatriotas. Al concretarse esto, el general Mora emitió una palpitante proclama, que se iniciaba con las siguientes palabras: “Centroamericanos: El venero que daba la vida a la siempre renaciente hidra del filibusterismo está cortado. Todos los vapores de que se servía el bandido Walker, y los puertos militares del río San Juan, están en mi poder y bajo la custodia de los soldados costarricenses. No temáis ya que nuevas hordas de asesinos vengan a turbar vuestra tranquilidad por este lado”.
Jubiloso por tan auspiciosos acontecimientos, el 11 de enero don Juanito emitiría otra vibrante proclama, que comenzaba así: “Compatriotas: La gran arteria del filibusterismo está dividida para siempre: la espada de Costa Rica la ha cortado”. Tras efectuar un recuento de las vicisitudes sufridas por nuestros combatientes y enumerar los logros alcanzados, de manera lírica expresaba que “sobre el río de San Juan y el gran Lago no iluminan los rayos del sol otra bandera que la costarricense”.
A pesar de lo manifestado por ambos líderes políticos, por maniatado y casi asfixiado que estuviera al perder los dominios del río San Juan, Walker no iba a dejar expirar su proyecto esclavista. Por el contrario, vendería a un muy alto precio su prevista debacle.
LA TRINIDAD COMO EL “TALÓN DE AQUILES”
Mientras esto ocurría, Walker y su ejército principal permanecían en tierra, enfrentados a la coalición de los ejércitos centroamericanos, lo cual había ocurrido desde noviembre de 1856.
Por ejemplo, después de la incursión del general José María Cañas en San Juan del Sur -tras lo cual sobrevendría la tragedia del bergantín Once de Abril-, él y su tropa tuvieron una confrontación con los filibusteros en Rancho Grande, en alianza con una fuerza de unos 300 nicaragüenses; el primer día el enemigo reculó ante el ataque, pero al día siguiente hubo un enfrentamiento, tras el cual fue Cañas quien retrocedió hacia San Juan del Sur, después de que muchos de los nicaragüenses se desbandaron. Además, en días posteriores los ejércitos aliados desalojaron a Walker de León, y lo forzaron a replegarse hacia el sur, entre Masaya, Granada y Rivas. Acosado fuertemente en Masaya, lo derrotaron ahí, y se dirigieron a Granada, pero Walker ordenó al coronel Charles Frederick Henningsen quemar la ciudad, lo cual no titubeó en hacer.
Asimismo, ante la quema de Granada, que era donde estaba su cuartel, desde mediados de diciembre Walker se acantonó en Rivas, que él conocía como la palma de su mano. Por su parte, a fines de enero de 1857 los aliados habían hecho lo propio en el puerto lacustre de San Jorge. Ahí debieron soportar cuatro embates del enemigo: uno recién establecidos ahí, dos en febrero y uno el 16 de marzo, este último conocido como el de “la cuaresma”, por la fecha; ellos lograron salir victoriosos en todos.
No obstante, aunque las circunstancias fueran tan adversas para Walker tanto en tierra como en el río San Juan, aún conservaba tres factores a su favor: el continuo y copioso financiamiento de individuos y sectores de los estados esclavistas sureños de EE. UU., la permisividad de su gobierno, y la ausencia del ejército costarricense en el importantísimo puerto de San Juan del Norte.
Ahora bien, atentos a lo que intuían que podría sobrevenir en el río San Juan, y encabezados por el general Mora los batallones de vanguardia y retaguardia, los nuestros se dedicaron a prepararse para enfrentar y resistir cualquier arremetida filibustera. Esto no era tan difícil de lograr si estaban parapetados en las sólidas edificaciones del Castillo Viejo y el fuerte San Carlos, pero La Trinidad era el “talón de Aquiles”, pues todo cuanto había ahí era unas pocas casuchas o ranchos.
En efecto, en la madrugada del jueves 14 de enero se recibió la noticia de que habría una contraofensiva filibustera, con un batallón de 300 soldados, a bordo del Rescue, un viejo y averiado vapor que permanecía abandonado en la rada de San Juan del Norte, y que ellos se habían empeñado en reparar.
Por tanto, ya a las dos de la madrugada Blanco partía en el Ogden, junto con varios oficiales y 20 soldados. Llegados a las seis de la mañana al Castillo Viejo para aprovisionarse, a las tres de la tarde recalaron en el estero del Colpachí. Nomás aproximándose a este punto, de tan malos recuerdos, desde un bote que navegaba cerca de la otra ribera, a gritos les advirtieron que no fueran a La Trinidad, pues al mediodía se habían escuchado disparos de fusiles y de cañón. Por tanto, ante la sospecha de la presencia de filibusteros ahí, Blanco envió a un oficial y dos soldados en bote hasta kilómetro y medio antes de La Trinidad, para que desde ahí penetraran en la montaña y efectuaran una inspección. Ésta demoró muchísimo, por lo que no fue sino hasta las once de la noche que hubo noticias: todo estaba en orden, y los tiroteos se debían a que la tropa ahí estacionada había estado practicando al tiro.
Anclado el vapor frente al estero del Colpachí, ahí pernoctaron Blanco y su gente, y a las cuatro de la madrugada avanzaron hasta La Trinidad, donde los sorprendió la alborada. Al descender, lo que hallaron fue decepcionante: “un callejoncito formado por dos trincheras de vástago de plátano en veinte varas de largo por tres de ancho, el piso, un lodazal que sube del tobillo; enfermos, muchos, y los que no lo están, parecen cadáveres ambulantes” (Korte, 2017).
Molesto y preocupado, de inmediato dio instrucciones para levantar un rancho, ejerció de médico empírico, “aunque de medicina sé tanto como un caballo de decir misa”, y ordenó que el Ogden se desplazara hasta Muelle “a traer tropa de refuerzo y provisiones”; no había médico, pues, de los dos asignados a la expedición militar, Bastos permanecía en el Castillo Viejo y Cruz Alvarado Velazco en el fuerte de San Carlos. Tan mal estaban en cuanto a alimentación, que al día siguiente Blanco consignaba en su diario que “hoy solo se han comido guineos verdes, uno por ración, y frijoles muy picados, y sin una gota de sal. Los soldados solicitan permiso de ir a buscar palmitos”; el palmito corresponde al muy apetitoso meristemo o cogollo de la palma Iriartea deltoidea.
En relación con esto último, cuesta entender por qué, si se estaba en el territorio nacional y en el río Sarapiquí no había presencia del enemigo, a la tropa estacionada ahí desde tres semanas antes no se le había reforzado y suplido desde el interior del país con suficientes vituallas, medicinas, uniformes, cobijas, tiendas de campaña, etc.
Cabe acotar que aún en esos días la ruta de Sarapiquí era por la que se enviaba el correo a San José, como lo manifiesta Blanco en su diario. Se podría suponer que ello tal vez había obedecido a lo demorado de las comunicaciones con la capital, pues cuando el Ogden arribó a Muelle -enviado por Blanco-, ya había ahí 250 combatientes, enviados al mando del coronel Pío Fernández. Eso sí, llegaron sin provisiones, lo cual complicó las cosas en términos logísticos. Para paliar esta emergencia se compraron cinco novillos, traídos desde Muelle por ocho hombres -en una travesía de cinco días, vadeando ríos crecidos-, así como una gran cantidad de plátanos a un individuo apodado Petacas o Petaca, la cual permitió alimentar a la tropa por dos días.
Al leer el diario de Blanco, pareciera colegirse que a este nicaragüense, cuyo nombre era Felipe Mena, se le pagó en efectivo y de inmediato. No obstante, pudimos localizar un documento en el Archivo Nacional, el cual revela que ello no ocurrió sino un año después.11 Dice así: “Son data doscientos diecinueve pesos satisfechos a los Sres. Felipe Mena y Leandro Mena, por útiles y víveres que suministraron a la tropa que se hallaba en el punto de la Trinidad y por el valor de un bongo [canoa] con su correspondiente cadena y ancla de hierro, de este modo: al primero noventa y nueve pesos; y al segundo ciento veinte pesos, según el comprobante marcado con el número 64. = [¿Martín?] Echavarría”. El hecho de que aparezcan sus firmas en el expediente, demuestra que incluso tuvieron que viajar hasta la capital para que les saldaran la deuda.
Es oportuno un paréntesis, para referirse a Felipe Mena, pues tuvo otro gesto loable con nuestras tropas. En efecto, cuando la balsa arrastrada por la corriente del río San Carlos el viernes 19 de diciembre quedó al garete en el San Juan, tanto avanzó -con el riesgo de delatar a nuestros soldados- que, por fortuna, recaló en la ribera derecha del río, cerca del rancho de Mena, quien la mantuvo escondida entre la vegetación ribereña, para después entregarla a los nuestros, con los dos cañones, las otras armas y la ropa que portaba. Su rancho se localizaba después de La Trinidad, según los testimonios del capellán Brenes y del oficial anónimo varias veces mencionado (Korte, 2017), lo cual significa que la balsa transitó frente a La Trinidad, pero quizás de noche, lo cual evitó que la vieran los filibusteros ahí presentes. Una pregunta que subsiste es cómo sabía Mena que la balsa era nuestra, si para entonces se ignoraba por completo que nuestro ejército estaba en las proximidades del San Juan.
Ahora bien, para retornar a los preparativos ante el esperado ataque de los filibusteros, con el fin de conocer de primera mano acerca de sus planes, ya el viernes 16, poco después de establecerse en La Trinidad, Blanco había enviado a un oficial y unos pocos soldados a San Juan del Norte a efectuar indagaciones. Dos días después ya se sabía que el ataque era inminente, lo cual fue corroborado por varios informantes que, provenientes de dicho puerto, transitaban por las proximidades de La Trinidad. Por consiguiente, Blanco se dispuso a acondicionar bien el sitio, mientras aumentaban de manera imparable las cantidades de enfermos y de deserciones.
Bajo torrenciales e incesantes aguaceros, tanto llovía en esos días, que Blanco había acotado que “hoy el campamento es una laguna”, el viernes 16, mientras que en días sucesivos comentaba que “sigue la lluvia y la tropa está a la intemperie. Hoy, enorme creciente del Sarapiquí y el San Juan hasta mandarnos al extremo de meterse el agua por la boca de los cañones y obligarme a descargarlos”, así como “sigue la lluvia, por lo que el trabajo no puede adelantarse como se quiere”, a la vez que “se comienza a empapar el rancho y falta la palma [para el techo]”, hasta llegarse al punto de que a tres de sus hombres que venían en una balsa por el Sarapiquí, “les ha costado mucho trabajo atracar aquí porque el río está grande”. En síntesis, agua, agua y agua por todas partes.
LA FEROZ CONTRAOFENSIVA FILIBUSTERA
No es del caso relatar aquí los pormenores de la angustiosa espera en La Trinidad, pues el lector interesado puede consultarlos en Korte (2017), sino más bien captar el contexto en que debieron hacerle frente al enemigo, en condiciones fluviales por ambos flancos, en las que no se tenía experiencia alguna.
En realidad, para lo que estaba por venir, de poco serviría la astucia harto demostrada por Blanco en semanas previas. Sería un combate frontal e inmisericorde, a fuego cruzado, en el cual vencería el bando que tuviera mayor poder destructivo.
Eso sí, lo que Blanco ignoraba es que tendría que enfrentarse no solo al teniente coronel Samuel A. Lockridge y sus soldados, que venían a bordo del recién restaurado vapor Rescue, sino que también a un batallón adicional de 180 soldados, comandados por el coronel Henry Theodore Titus. Este contingente había arribado en el Texas, un buque procedente de Nueva Orleans, el cual había fondeado en San Juan del Norte el 4 de febrero, y además traía ocho cañones y abundantes víveres (Walker, 1975). Esto revela cuánto apoyo recibía Walker de los esclavistas de su país, quienes estaban dispuestos a pagar cualquier precio con tal de salvar su ambicioso proyecto geopolítico.
A propósito de navíos, es pertinente una digresión para indicar que, por sus características de vapor oceánico, el Texas no podía ingresar en las aguas del río San Juan, que sí eran aptas para vapores que, aunque pequeños, podían transportar unas 200 personas, más sus equipajes y la carga. Estos últimos vapores eran de fondo plano y sin quilla, además de que funcionaban con propulsión trasera, todo lo cual les impedía navegar en el mar; es por esto que la Compañía del Tránsito debía traerlos desarmados, para ensamblarlos en San Juan del Norte.
Para retornar a la expectación que se padecía en La Trinidad, en un ambiente de gran tensión e incertidumbre, de manera regresiva nuestros combatientes contaban las horas -ya no semanas ni días- en que se apostaría el vapor Rescue frente a la punta de La Trinidad, con el objetivo de bombardear las endebles casas y ranchos del campamento, asaltar el sitio y apoderarse de él.
Sin embargo, es pertinente indicar que los filibusteros no buscaron un ataque frontal al inicio, sino que, precavidos, primero tantearon cómo estaban las condiciones para conocer la posible reacción de los nuestros ante una confrontación formal, y que su arremetida fuera exitosa. Fue por ello que, el miércoles 28 por la mañana, el Rescue se había acercado, pero sin llegar frente al campamento, sino que permaneció oculto en alguna de las curvas del río cercanas a La Trinidad. En palabras de Blanco, “la detonación de un cañonazo sobre nosotros, me hizo conocer que se aproximaba un vapor de guerra rompiendo las hostilidades” (Korte, 2017). Acto seguido, “continuó un cañoneo de parte de los filibusteros, pero no nos ofendían sus balas; mandé hacer una descarga de nuestros cañones, más bien para limpiarlos y por decirles «aquí estamos» que por hacerles daño, en razón a la distancia. Ellos se retiraron”
En los días subsiguientes, mientras se mejoraban las trincheras del campamento -una frente al territorio de Nicaragua y la otra con vista a la ribera derecha del Sarapiquí-, el estado de tensión se mantenía. Por ejemplo, el lunes 2 de febrero Blanco anotaba que “amanece lloviendo y nosotros siempre en alarma aguardando a los filibusteros”. Además, dos días después acotaba que “seguimos aguardando a los filibusteros, los cuales, según noticias, están a nuestras puertas; pero no tenemos ni un bote para explorar el río”. Asimismo, una semana después, el martes 10, insistía, al expresar que “el enemigo sigue fortificándose impunemente pues, a causa de no tener nosotros embarcación alguna para pasar el río, no podemos ni molestarlo”. Al respecto, llama la atención que -aún a riesgo de perderlo por un ataque del enemigo-, el general Mora no destinara uno de los vapores para que, de manera preventiva, se mantuviera localizado poco antes de La Trinidad, para disuadir a los filibusteros e impedir su avance, tanto por agua como por tierra.
Fue a la una de la tarde del viernes 6 que el vapor Rescue se apostó frente a La Trinidad, y así “principió el enemigo sus fuegos de artillería, rompiéndonos la casa principal; les contestamos y se empeñó el combate”. Es decir, hubo intercambio de cañonazos, pero el vapor se alejó cuando un escuadrón de 50 hombres al mando de Desiderio Selva empezó a dispararle desde la ribera izquierda del río, donde Blanco lo había estacionado, en previsión de un ataque. Sin embargo, dicho escuadrón después debió cruzar fuego con un destacamento de filibusteros que antes había descendido del Rescue, avanzado por tierra y acantonado casi frente a La Trinidad. Aunque Blanco no indica cifra alguna, señala que “en este día los filibusteros tuvieron más pérdidas que nosotros”; no obstante, dicho comentario denota que esta fue la primera confrontación fluvial en la que murieron combatientes nuestros, pues no los había habido en Sardinal ni en la primera batalla de La Trinidad.
En realidad, aunque por un factor táctico el enemigo reculó, ya no se movería más de ahí. De hecho, en un recodo del río, como a kilómetro y medio de La Trinidad, establecieron un campamento o centro de operaciones, que ellos llamaban Fort Anderson (Korte, 2017); con este nombre se honraba al coronel Frank Anderson, notable comandante filibustero.
Ellos dieron una tregua de día y medio a los nuestros, y poco antes del mediodía del domingo 8 de febrero efectuaron una nueva incursión, “con un vapor armado [el Rescue] con artillería y una columna por tierra como de 400 hombres”; es pertinente indicar que esta aseveración aparece casi idéntica en el diario del capellán Brenes. Blanco, quien disponía de apenas 120 hombres, tres cañones, 15 balas de cañón y no tanta munición para los rifles, dio la orden de economizar pólvora, y tirar solamente si se tenía plena seguridad de acertar y matar. Aunque el enemigo disparó, “no se nota gran empeño en derrotarnos, y creo que su objeto es inspeccionar mi posición para algo más formal después. A las dos horas se retiraron”
Hay un hecho que amerita ser relatado, y es que, según Blanco, el miércoles 11 arribó a La Trinidad, procedente del fuerte de San Carlos, un vapor conducido por Francisco Alvarado, el mayor conocedor de todos los recodos del río, desde La Trinidad hasta San Juan del Norte; del diario de Herrera (1956) se colige que era el Bulwer. Él traía 50 soldados, con la orden de sumarlos a 50 aportados por Blanco, “con orden de atacar a los filibusteros” (Korte, 2017). No obstante, ambos consideraron insensato “que 100 hombres que llegan por dentro de la montaña, puedan asaltar a 700 que se hallan bien atrincherados”, por lo que desecharon la idea. Obviamente, ya era muy tarde para desalojar de las riberas del río al enemigo. Cabe acotar que el Bulwer retornó al fuerte de San Carlos el viernes 13 por la madrugada, e informó que los filibusteros “se están fortificando en las inmediaciones de La Trinidad. Se oye, dicen, el golpe de las hachas en la montaña” (Herrera, 1956).
Por una infeliz coincidencia, más o menos a la misma hora ocurría el despiadado desenlace. En efecto, entre la cerrada oscuridad, a la que se sumaba una densa neblina, a las cinco de la mañana del viernes 13 -día en que Titus celebraba su cumpleaños 34- en el paraje de La Trinidad se oyó un disparo de fusil, como ominoso preludio de lo que estaba por venir.
Alertadas nuestras tropas y llamadas a combate por Blanco, casi de inmediato sobrevino una lluvia de balas, que Blanco calculó en unas 400 o 500, a las que se sumaron tres cañonazos con palanqueta. Esta última consistía en dos balas de cañón soldadas a un trozo de metal, o dos mitades de bala unidas por una cadena (Korte, 2017), para así aumentar su capacidad destructiva contra instalaciones del campamento, lo cual lograron de manera parcial; las palanquetas usualmente se empleaban para derribar mástiles de barcos o provocar serios daños en estructuras terrestres.
Es pertinente destacar que los cañonazos procedían de la ribera izquierda del río -del llamado Punto Cody por los filibusteros- y no del Rescue; esto obedeció a que el coronel Chatham R. Wheat había capturado dos cañones de los costarricenses, dejados ahí por el oficial Desiderio Selva, además de que había elaborado proyectiles para éstos. El hecho de que Blanco no mencione la participación del Rescue, sugiere que una de las cosas que aprendieron los filibusteros de sus ejercicios militares previos fue que era mejor no exponer su único vapor a los cañonazos de los costarricenses, y mantenerlo un poco alejado del teatro de los acontecimientos. Según Korte (2017), en La Trinidad había varios cañones grandes, que, de haber sido bien utilizados, podrían haber destruido el Rescue, pero los filibusteros se empeñaron en mantener un denso fuego de rifles para impedir que los artilleros costarricenses pudieran hacer uso de las piezas.
Las acciones se incrementaron poco a poco conforme avanzó la mañana. Mientras surcaban el aire abundantes balas desde la ribera izquierda del San Juan, Blanco ordenó disparar de manera comedida los fusiles y la metralla de los cañones, para economizar sus escasas municiones. Sin embargo, todo empezó a complicarse aún más cuando, unas horas más tarde, un batallón filibustero avanzó desde el San Juan y por la ribera derecha del Sarapiquí, para disparar desde ese flanco contra los nuestros, que respondieron con balas y metralla, pero el poder de fuego del enemigo era mucho mayor. Curiosamente, Blanco no menciona la presencia de una barcaza que portaba cañones, pues los filibusteros tenían “una chata armada con artillería”; ésta fue observada días antes por un emisario que él envió a espiar con la ayuda de un catalejo, desde el único bote que tenía.
Es oportuno aquí un paréntesis, para referirse a algunos aspectos hidrográficos que permiten entender mejor cuán eficaces podían ser los disparos de ambos bandos. Al respecto, Blanco indica que el río Sarapiquí tenía entonces una amplitud de unos 90 m cerca de su desembocadura, en contraste con los casi 180 m que alcanza en la actualidad; es decir, hasta hoy su cauce se ha duplicado en ese punto, debido a la erosión de ambas riberas. Asimismo, es de suponer que algo análogo ha ocurrido con el San Juan a lo largo del tiempo, cuya amplitud actual es de 197 m poco antes de La Trinidad, y de 214 m poco después de dicho punto. En relación con los rifles de nuestros compatriotas, el fusil de chispa tenía un alcance eficaz de unos 100 m, mientras que el del Minié P-53 era de 300-500 m. Esta última cifra también es válida para el rifle Mississippi, en manos de los filibusteros, aunque también en las de los costarricenses, pues en diciembre se habían incautado 400 rifles de estos al vapor Virgen.
Para retornar a la batalla, fue una debacle. En clara inferioridad de soldados y de armas, era imposible defender el campamento, al punto de que “a las dos de la tarde ya el enemigo, con su artillería, nos había echado encima las casas”. Por tanto, sin siquiera dónde poder albergarse, dos horas después Blanco reunió a sus oficiales, y en conjunto acordaron aprovechar la oscuridad para replegarse hacia el interior del país. Mientras llegaba la noche, racionaron las municiones y dispararon, pero tan solo para hacerle creer al enemigo que ahí estaban, y que al día siguiente reanudarían el fuego. Lo más sorprendente es que, a pesar de tan nutrido fuego de parte del enemigo, en nuestras filas hubo apenas siete muertos y once heridos, dos de ellos de gravedad.
Blanco y su tropa recularon hacia Muelle. En total oscuridad, y sin saber por dónde avanzar, como guía se valieron del único novillo que tenían reservado para alimentarse. Apenas medio durmieron, en plena montaña, temerosos de ser perseguidos por los filibusteros. Para empeorar las cosas, a la noche siguiente el novillo fue devorado por un felino, quizás un jaguar (Panthera onca) o un puma (Puma concolor), por entonces comunes en la zona. Una vez en Muelle, Blanco escribió mensajes para don Juanito Mora y el ministro de Guerra, el coronel Rafael Escalante Nava. Dolido y derrotado, manifestaba su disposición de afrontar las consecuencias legales y militares de haber abandonado su posición. Dos días después, cuando ya iba en camino hacia la capital, recibió la respuesta de don Juanito, quien le manifestó que “todo es de mi aprobación. Usted ha actuado conforme lo demandaban las circunstancias. Nada ha perdido usted de la misma opinión que siempre me ha merecido”. Además, conocedor de la muy delicada y riesgosa tarea encomendada a Blanco, agregaba que “desde que supe lo indefenso del punto [La Trinidad] por su mala situación, esperé que no podríamos defenderlo contra fuerzas superiores”.
Para concluir esta sección, poco antes de abandonar La Trinidad y mientras aún había luz, Blanco envió tres emisarios a pie, para que fueran a topar un vapor que vendría con refuerzos, de modo que no cayera en manos del enemigo. Al respecto, según el diario de Herrera (1956), quien por entonces estaba en el fuerte de San Carlos, sin saber que el bastión nuestro había caído, “se fue el Bulwer. Lleva órdenes para el comandante de La Trinidad para atacar inmediatamente a los filibusteros”. Sin embargo, en el diario de Montes de Oca se especifica que el general Mora envió al inglés Cauty en el vapor Morgan para auxiliar a Blanco, y que unos 5 km antes de La Trinidad se lo toparon los emisarios de Blanco, quienes le narraron la situación, por lo que pudieron devolverse a tiempo (Obregón, 2007). Es curioso que Herrera anote que el domingo 15 “ha venido el Morgan con la noticia siguiente: no llegó el vapor ni a La Trinidad”, lo cual sugiere que se equivocó en cuanto al dato previo, al consignar al Bulwer como el vapor enviado el viernes 13.
EL DECISIVO TRIUNFO EN EL CASTILLO VIEJO
Tras una victoria casi espectacular, lograda en menos de un día, con el ansiado bastión de La Trinidad ya en su poder, los filibusteros percibieron que la recuperación de la muy estratégica vía del Tránsito sería asunto de pocos días. Por tanto, “a la mañana siguiente, Titus remontó el río con unos 140 hombres en el pequeño vapor Rescue, con el objeto de atacar el Castillo [Viejo]” (Walker, 1975).
Para conocer lo acontecido ahí, por fortuna, el varias veces citado capitán Montes de Oca, quien era el comandante de esa fortaleza, nos legó un recuento - aunque no tan detallado como el diario de Blanco- de los sucesos de esos días (Obregón, 2007).
Con tanta celeridad deseaban los filibusteros recobrar lo perdido, que el lunes 16, apenas tres días después de la batalla de La Trinidad, el vapor Rescue se apostaba frente al Castillo Viejo. Para peores, en ese momento -por diversas circunstancias-, había apenas 22 combatientes nuestros en el sitio, con lo cual la derrota era inevitable.
Ese día, para romper fuegos, el Rescue lanzó un cañonazo que, por fortuna, pasó por encima de la fortaleza, mientras que decenas de filibusteros desembarcaban y disparaban, hasta tomar las instalaciones de la Compañía del Tránsito y el Hotel Nicaragua, perteneciente a John Edward Hollenbeck, estadounidense de origen alemán. Como estos edificios estaban al pie de la loma donde se asienta el fortín (Figura 17), les permitía refugiarse ante cualquier ataque de los compatriotas nuestros para, poco a poco, escalar hasta la fortaleza.
Es preciso hacer una digresión, para indicar que antes había ocurrido un hecho de suma importancia. En efecto, la víspera había llegado Cauty en el vapor Morgan, tras su fallido intento de auxiliar a Blanco en La Trinidad, y le ofreció a Montes de Oca quedarse ahí. Éste lo acogió de inmediato, le asignó 12 soldados y un cañón. Asimismo, en el Morgan envió hacia el fuerte de San Carlos a algunos residentes locales -incluidos Hollenbeck y su esposa Elizabeth Hatsfeldt, que se identificaron con nuestra causa-, para no exponerlos al peligro. Hecho esto, como en el muelle estaban los vapores Scott y Machuca -ambos averiados, pero que los filibusteros podrían reparar-, ordenó colocarles zacate seco y leña impregnados con alquitrán y aguarrás, para incendiarlos tan pronto como el enemigo desembarcara; además entregó fósforos a dos soldados, para que les prendieran fuego oportunamente y retornaran de inmediato a su trinchera.
Montes de Oca narra que, una vez que los filibusteros se congregaron en las instalaciones de la Compañía del Tránsito, Cauty les disparó metralla con un cañón, a apenas unos 10 m de distancia, por lo que “fue terrible el destrozo y los que quedaron trataron de ampararse detrás de las casas, de donde se les hacía un fuego mortífero de [desde] el Castillo” (Obregón, 2007).
Aunque la secuencia de acciones no está clara en su relato, al parecer, para entonces ya se había ejecutado la orden de incendiar los vapores averiados. Dicho acto tuvo otras consecuencias imprevistas, pero positivas.
En efecto, al verlos comenzar a prender fuego, los filibusteros corrieron a sofocar las llamas, lo cual lograron con el Scott, pero a un alto costo en vidas, pues desde el fuerte les disparaban. Fue entonces cuando, al percatarse de lo que hacía el enemigo, el valiente Cauty se arrastró de manera temeraria, a pesar de los balazos, hasta un poste donde estaba sujetado el Machuca, y le soltó la cadena, para que la corriente del río lo arrastrara hacia el recién apagado Scott. Aunque los filibusteros pudieron liberar éste para que las llamas del Machuca no lo alcanzaran, tomó rumbo aguas abajo y se atascó entre unas piedras, a unos 40 m, por lo que era posible dispararles desde la fortaleza.
Por su parte, el Machuca quedó al garete, pero la corriente lo llevó “casi debajo del corredor de la casa de la Compañía, la cual era de tejamaní y las llamas muy pronto se comunicaron y poco después todos los edificios ardían furiosamente”; es oportuno señalar que el tejamaní o tejamanil corresponde a tablitas parecidas a tejas, casi siempre de madera de pejibaye. Aterrorizados por las indetenibles llamas, los filibusteros se refugiaron en las montañas de los alrededores. Tan voraz fue el incendio, que “todo amaneció en cenizas”, en palabras de Montes de Oca.
En síntesis, a pesar de la desproporcionada desventaja inicial en hombres y en poder de fuego, los pocos combatientes nuestros habían sacado la faena, gracias también al fortuito incendio de las instalaciones de la Compañía del Tránsito. Con tan favorable saldo bélico, es de suponer que Montes de Oca pecó de ingenuo pues, al creer que los filibusteros habían huido, tomó las cosas con calma. De hecho, temprano al día siguiente, el martes 17, dispuso enterrar a los dos muertos que hubo en nuestras filas y ordenó destazar una vaca, para el almuerzo.
Sin embargo, no habría tal almuerzo, pues no habían terminado de desmembrar la res, cuando los sorprendieron abundantes disparos de fusil desde un promontorio vecino -conocido como la loma de Nelson-, localizado a unos 80 m. Tan profusa fue la balacera que “ya nadie podía sacar un sombrero sin que fuese atravesado de un balazo: estábamos sitiados y lo peor era que no podíamos ver al enemigo, porque estaba cubierto con el monte”. Y tan adversa situación persistiría por más de un día.
En efecto, al mediodía del miércoles 18, desde la espesura cercana a la fortaleza, se escuchó una fuerte voz en inglés, ante lo cual Montes de Oca le solicitó a Cauty traducir lo que decían. Se trataba de que levantara una bandera blanca, en señal de paz momentánea, lo cual también hizo el enemigo. Él aceptó. Durante esa breve tregua, Montes de Oca y el temible Titus se vieron cara a cara, en presencia de Cauty como traductor. El mensaje de Titus era tajante: le concedía un plazo de apenas media hora para rendirse. Para amedrentarlo, argumentaba que “ya le había llegado artillería capaz de echar a tierra el Castillo”. Montes de Oca sospechó que más bien se trataba de una treta de Titus para esperar más hombres y pertrechos, y para que su tropa pudiera pernoctar en una casa de la Compañía del Tránsito que se había librado del fuego, para así dejar de dormir en la montaña y bajo la inclemente lluvia. Es oportuno destacar que, días antes, al percatarse de su situación desventajosa, Montes de Oca había solicitado ayuda al general Mora, para lo cual de manera subrepticia envió un bote al fuerte de San Carlos, tripulado por tres soldados, para comunicar esta necesidad. Apenas le fue posible, Mora despachó el vapor Morgan, con 62 refuerzos, municiones y víveres. No obstante, se mantuvo aguas arriba, un poco alejado de la fortificación, por consejo de Montes de Oca, quien también le había indicado que enviara un bote a dar una señal una vez que el Morgan llegara al punto convenido.
Para retornar al parlamento entre Montes de Oca y Titus, el primero le indicó “que tenía todo lo necesario para sufrir el sitio por mucho tiempo” pero que, aún en caso de no estarlo, necesitaba la autorización del general Mora para entregar el Castillo Viejo. Titus accedió a concederle un plazo de 12 horas, pero Montes de Oca solicitó 24 horas para tenerle una respuesta, confiado en que era un plazo suficiente para recibir el auxilio del general Mora. Con esto, los filibusteros pudieron pernoctar en un lugar abrigado la noche de ese miércoles.
Cerca de la medianoche, desde la atalaya de la fortaleza el centinela captó un bote aguas arriba, el cual emitía una señal luminosa, al rotar la nave para que se vieran sus respectivas luces de proa y popa. Dubitativos todos, Cauty sí interpretó de forma correcta esa señal, pero transcurrieron los minutos y las horas sin que el vapor Morgan apareciera. En medio de gran tensión y expectación, se llegó a pensar que, por un problema de incomunicación, al no haber respondido de alguna manera esa señal del bote, los emisarios habrían supuesto que el fortín estaba en manos filibusteras, y entonces se habían alejado. La angustiosa y asfixiante espera se prolongó hasta el alba, y no había visos de que mejorara, con lo cual quedaría sellada la suerte de los nuestros y el Castillo Viejo en manos enemigas. Sin embargo, a pesar de la desesperanza que sentían, todo viraría, y de manera súbita.
En efecto, al ser las nueve de la mañana, cuando se disponían a almorzar, el silencio del entorno fue roto por abundantes e incesantes disparos de fusil, que incluso perforaron la tienda de campaña bajo la cual la tropa se protegía del sol y la lluvia. Presa del pavor, su primera reacción fue creer que los filibusteros habían violado la tregua pactada pero, en medio del desconcierto y el asombro, al ruido de las detonaciones se sumó el grito colectivo de “¡Viva Costa Rica!”, proferido por las entusiastas y clamorosas gargantas de los 62 combatientes que se desplazaban cuesta arriba -después de haber avanzado cuatro horas por la ribera del río-, para alcanzar la fortificación. Tanto se magnificó ese grito de guerra, que Montes de Oca acotó que “parecía que eran 500 hombres”.
Estupefactos y desconcertados, así como sin saber cómo reaccionar ante la inesperada incursión de los nuevos y corajudos refuerzos, los filibusteros huyeron despavoridos hacia donde primero pudieron. En realidad, salieron en una verdadera estampida hacia los bosques aledaños al río, donde “deben haber muerto de hambre, pues en aquellas montañas no se encuentran ni pacayas”, en palabras de Montes de Oca, quien envió grupos de soldados todos los días, sin poder dar con ningún filibustero; por cierto, la alusión a pacayas (Chamaedorea spp.) es un poco irónica pues aunque algunas producen cogollos comestibles, están lejos de ser tan apetitosos como el del ya citado palmito, o de la súrtuba (Geonoma interrupta). Es oportuno destacar que Walker (1975) criticó la extraña actitud de los suyos, que huyeron sin siquiera formarse una idea aproximada del número de soldados costarricenses que, obviamente, era bastante inferior al de los suyos.
En cuanto a estos fugitivos, Montes de Oca acota que “el vapor filibustero no los llevó a San Juan y solo pudo salvarse el coronel Titus”, quien “supo esconderse bien, pues nuestra gente que lo persiguió no lo pudo encontrar y fue el único que se escapó”. En realidad, esto no es verídico, pues se sabe que huyeron muchos enemigos. Aún más, Montes de Oca afirma que, con sus acciones, “les había quitado unos 400 hombres”, al ejército filibustero, la cual es una afirmación ambivalente, pues sería cierta si es que hizo huir a esa cantidad de enemigos, pero no en cuanto a que ellos hubieran muerto, pues, si no, no habría manera de explicar de dónde salieron los muchos filibusteros que se reagruparon poco después en el islote Providencia, frente a la boca del río San Carlos. Cabe indicar que la tropa estaba al mando de Lockridge, y muy desmoralizada, según lo comenta Walker (1975), quien a su vez indica que “era tal la hostilidad que había contra Titus, que éste dejó el mando y se fue aguas abajo, con ánimo de seguir hasta Rivas por Panamá”. Se desplazó hasta allá en el vapor Rescue, y “al llegar a San Juan del Norte, la insolencia con que habló a uno de los oficiales británicos fue motivo de que lo arrestasen durante algunas horas”. Lo cierto es que hasta ahí llegó la infausta aventura guerrera de Titus en el río San Juan. Aunque tiempo después llegó a Rivas -como se lo había propuesto- y presentó a Walker un informe de lo ocurrido, éste no le creyó su versión de los hechos, y poco a poco cayó en desgracia. Años después se involucraría en la Guerra de Secesión, en el bando de los confederados o esclavistas, lógicamente.
Durante su extensa permanencia en el islote Providencia, Lockridge levantó algunos ranchos y barricadas, para defenderse de cualquier ataque, así como para repeler a quien tratara de incursionar por el río San Carlos. La elección de este islote como campamento fue una idea bien concebida pues, al poseer este punto, el ejército filibustero tenía en su poder las bocas de los dos ríos por los cuales podrían llegar refuerzos, pertrechos y víveres al ejército nuestro, así como la correspondencia oficial, tan importante en tiempos de guerra.
Asimismo, Lockridge replanteó la estrategia mientras esperaba más reclutas, al igual que abundantes armas y vituallas, que llegarían de vuelta con el Rescue, además de que ahora contaba con el vapor Scott, rescatado del fuego días antes. La estadía se prolongó por casi mes y medio, pues abarcó el resto de febrero y todo marzo. Walker (1975) anota que la tropa estaba muy diezmada por deserciones y enfermedades, pero logró completar unos 400 soldados con la llegada de unos 130 hombres, provenientes de Mobile (Alabama) y Texas, al mando de William C. Capers y Marcellus French, respectivamente. Entre los texanos había “muy buenos elementos”.
Es decir, la situación no era nada optimista para nuestras fuerzas, por entonces a cargo de Cauty, pues a Montes de Oca se le había nombrado comandante del vapor Virgen, con funciones en el lago de Nicaragua. Por cierto, con suspicacia y determinación él hizo abortar un plan de Walker para tomar dicho vapor cuando, en el puerto de San Jorge, 75 filibusteros bien seleccionados por Walker dijeron que se rendían y solicitaron transporte hacia San Juan del Norte, con la aviesa intención de tomar el fuerte de San Carlos; en realidad, eran impostores y estaban armados con pistolas, por lo que se las decomisaron y se les llevó a Tortuga, para que se internaran en el territorio de Costa Rica (Obregón, 2007).
Conviene mencionar que en el diario del capitán Herrera hay varias menciones de este pequeño puerto lacustre. De hecho, él mismo regresó a la capital a partir de ahí, tras cruzar las haciendas Las Ánimas y El Pelón, la ciudad de Liberia y la hacienda San Jerónimo, para después tomar un bote en el puerto fluvial de Bebedero y navegar por el río Tempisque y el golfo de Nicoya hasta Puntarenas (Herrera, 1956).
En realidad, esa fue la ruta que permitió el abastecimiento de nuestras tropas, acantonadas tanto en el istmo de Rivas como en el río San Juan, sobre todo cuando las desembocaduras de los ríos Sarapiquí y San Juan fueron tomadas por los filibusteros. Al respecto, en el diario de Montes de Oca se menciona que desde ahí se enviaba y recibía la correspondencia oficial, a la vez que se recogían víveres (Obregón, 2007); en cuanto a estos últimos, es lógico suponer que provenían de Guanacaste. Igualmente, el capellán Brenes indica que en una ocasión se le envió como emisario a la capital, y partió de ahí; en consecuencia, el gobierno despachó un batallón de 500 hombres, al mando del coronel Alejandro Escalante Nava, quien en Tortuga fue recibido por su hijo Clodomiro -de iguales apellidos-, por entonces comandante del vapor Virgen (Korte, 2017).
Para retornar al Castillo Viejo, llegado el día del ataque, que estaba planeado para el jueves 2 de abril, la numerosa fuerza filibustera desembarcó de manera furtiva en las inmediaciones de la fortaleza y escaló la loma de Nelson. No obstante, narra Walker que desde ahí observaron que los costarricenses habían limpiado la vegetación del perímetro y colocado obstáculos con troncos y piedras, los cuales dificultaban acercarse al fortín o, si se hacía, era muy peligroso hacerlo. Es decir, fue una excelente táctica disuasiva pues, “después de reconocer la posición enemiga, Lockridge consideró imprudente correr el riesgo de un ataque, y habiendo reunido a los principales oficiales para pedirles su opinión, todos estuvieron de acuerdo en la conveniencia de retirarse sin atacar al enemigo. Esta resolución era juiciosa, porque el resultado casi inevitable de un ataque a las fortificaciones costarricenses habría sido una derrota”. Además, y así lo reconoce Walker, tras aludir una vez más a la torpeza de Titus, “el estado moral de la tropa de Lockridge no era como para empeñarla en una empresa azarosa”.
En realidad, Walker faltó a la verdad. El esfuerzo y la preparación de los suyos habían sido tales, que no iban a desistir tan fácilmente de sus empeños. Lo cierto es que intentaron atacar la fortaleza y hubo cruce de fuegos, pero pronto percibieron que nuestros combatientes estaban muy bien preparados y los derrotarían. Así que, decidieron alejarse, sabiéndose perdedores. Apátridas, como eran muchos -Jiménez (2018) documentó que entre los filibusteros había representantes de 34 países-, no tenían idea de lo que es el amor a un terruño, el cual se defiende al precio de la vida misma; éstos no eran más que mercenarios o “soldados de fortuna”.
Como síntesis de lo que parecía una victoria fácil en el Castillo Viejo, pero que quedó arruinada gracias a la sabia conducción y preparación de Cauty, así como a la bravura de nuestros combatientes, el propio Walker reconocería que “aquella muchedumbre poseída de pánico se creía perseguida de cerca por los costarricenses, y la desesperación de salvarse que cada cual tenía aumentaba el miedo de los demás” (Walker, 1975).
Es importante indicar que, en realidad, de este episodio bélico se conoce muy poco de primera mano. Esto se explica porque, de las cuatro crónicas que existen sobre los sucesos en el río San Juan, los diarios de Blanco y del oficial anónimo del batallón de retaguardia quedaron truncos en febrero, mientras que el del capellán Brenes es un relato ininterrumpido y sin fechas, así como no tan puntilloso como esos dos. Por su parte, el capitán Herrera no menciona del todo el ataque al Castillo Viejo, aunque en esos días él estaba en el lago, a bordo del vapor Virgen.
LA DESBANDADA FILIBUSTERA Y EL FINAL DE WALKER
Tras este nuevo y vano intento de tomar el Castillo Viejo, es más que claro que los bríos por recuperar la vía del Tránsito se habían desvanecido. De hecho, al lamentarse de tan onerosas como fallidas tentativas, Walker (1975) diría que “si este esfuerzo y estos gastos se hubiesen hecho tres meses antes, los [norte] americanos habrían quedado establecidos en Nicaragua de manera inconmovible”.
Así que, sin arrestos para continuar peleando, los filibusteros la emprendieron aguas abajo, hacia San Juan del Norte, a bordo de los vapores Rescue y Scott. Para empeorar las cosas, cuando el Scott se aproximaba a La Trinidad, su caldera explotó, con un saldo de unos 30 muertos, en tanto que otros 80 resultaron con quemaduras de diversa gravedad.
Es decir, todo iba de mal en peor para los filibusteros, y ahora sí que la derrota era irreversible y definitiva. Por tanto, enterados del nuevo fracaso del enemigo en el Castillo Viejo, una semana después, el jueves 9 de abril, una tropa nuestra encabezada por Cauty zarpó hacia San Juan del Norte en el vapor Morgan, para asestarles el golpe final. Además del arrojo y compromiso harto demostrados en las batallas previas, Cauty tenía la ventaja de ser bilingüe, factor clave para negociar la rendición del enemigo.
Puesto que para llegar a San Juan del Norte era inevitable pasar frente a La Trinidad, que aún estaba en poder de los filibusteros, se debía actuar con mucha discreción. Por tanto, Cauty hizo desembarcar un comando un poco antes, para valor la situación. Por fortuna, al explorar el sitio notaron que en La Trinidad no quedaba guarnición alguna, y todo cuanto había eran cinco individuos que habían huido de la tropa y se entretenían haciendo tiro al blanco. Aún así, opusieron resistencia, por lo que ocurrió una breve escaramuza, como resultado de la cual uno murió, otro fue herido, y quedaron prisioneros los otros tres. Este fue el tercer encuentro armado ocurrido en La Trinidad.
Superado este último obstáculo, Cauty remitió un mensajero a Muelle, para solicitarles que enviaran soldados a proteger el sitio, y avanzó con su tropa hacia San Juan del Norte. Por fortuna, se cuenta con un muy detallado informe de lo acontecido allá, gracias al propio Cauty, que aparece íntegro en Montúfar (2000).
En él se capta que, aunque Cauty y su tropa iban con una actitud confrontativa, dado que, por orden del general Mora, “debía perseguir a los invasores y procurar que allí no pudieran volverse a organizar” (Montúfar, 2000), en San Juan del Norte la situación era muy distinta, y hasta favorable. En efecto, enterada la población -gracias a un informante- de que nuestros soldados se acercaban en plan de combate, al arribar a la bahía el vapor Morgan fue rodeado por varios barcos británicos, con la “intención de impedir un conflicto con los filibusteros que ya se hallaban desarmados”, según le indicaron los ingleses a Cauty. En todo caso, éste avanzó e incautó el vapor Clayton, que estaba anclado frente al poblado.
No obstante, y hecho esto, John Elphinstone Erskine, capitán del buque británico H.M.S. Orion solicitó a Cauty dialogar, pues él ya había allanado el camino para poner fin al conflicto armado en el río San Juan. De hecho, en días previos había interactuado mucho con los filibusteros, entre quienes había criterios disímiles acerca de su futuro, pero la gran mayoría estaban enfermos, heridos o hartos de pelear, por lo que anhelaban retornar a EE. UU. Fue así como el lunes 13, a bordo del citado navío (Figura 18), se firmó un acuerdo para repatriar a Lockridge y sus secuaces, de modo que pocos días después unos 350 filibusteros partieron en los vapores Tartar y Cossack. En una escala efectuada en el puerto de Aspinwall o Colón, en Panamá, dieron una muestra más de su conocido comportamiento, al provocar serios disturbios, con un saldo de numerosos muertos y heridos.
Es oportuno indicar que, mientras peleaba en tierra contra los ejércitos centroamericanos, pues enfrentó muy cruentas batallas en varias localidades, desde marzo Walker y sus fuerzas se habían acantonado en Rivas, como se indicó en páginas previas. Lo secundaban Henningsen y el capitán John P. Waters. Aunque ahí se le atacó, no se logró el éxito deseado. No obstante, como consecuencia de las acciones bélicas en el río San Juan, ya no podía recibir soldados, pertrechos ni víveres por el río San Juan, por lo que estaba sitiado, aunque confiaba en que Lockridge tendría éxito en retomar el control del río.
Al clarear el domingo 5 de abril, Walker se enteró del nuevo fracaso en el Castillo Viejo, ocurrido tres días antes. Sin embargo, aún así, contaba con unos 600 soldados, y se empeñó en resistir la inminente embestida de los ejércitos centroamericanos, ocurrida el 23 de marzo, con un saldo muy desfavorable para éstos. Ante este fracaso, hubo una nueva arremetida el 11 de abril, fecha seleccionada en conmemoración de la victoria costarricense de un año antes en dicha ciudad. Conducidos los ejércitos por el general Mora, quien en marzo había cruzado el lago hasta San Jorge para asumir sus funciones, el ataque se prolongó por cuatro horas, con el lamentable saldo de 80 muertos y 179 heridos, debido a discrepancias de enfoque entre Mora y los jefes de tres de los otros ejércitos.
Recuérdese que fue dos días antes que Cauty había navegado hacia San Juan del Norte para dar el golpe final, y que Lockridge el lunes 13 aceptó partir con su gente hacia EE. UU. Es decir, Walker ignoraba esto, pero lo supo cuando los días transcurrieron y su aislamiento era absoluto. Fue entonces cuando los altos mandos de los ejércitos centroamericanos adoptaron la decisión de obligarlos a rendirse por hambre, para lo cual distribuyeron panfletos en los que se informaba que, a quienes se rindieran se les respetaría la vida y se les transportaría de manera gratuita hacia EE. UU.
Tan oportuna medida rápidamente provocó deserciones masivas en las filas filibusteras, de modo que, abandonado por muchos de sus soldados y totalmente aislado, a Walker no le quedaba más futuro que su capitulación, enjuiciamiento y fusilamiento. Sin embargo, desvalido y muy deprimido, le llegó una providencial y excelente noticia: la goleta de guerra St. Mary`s esperaba por él en San Juan del Sur. Enviada por el gobierno de EE. UU., había fondeado ahí desde el 6 de febrero, y su capitán Charles Davis tenía instrucciones secretas para negociar la rendición de Walker, la cual además fue muy sui géneris.
Como estaba muy deprimido, Walker delegó las negociaciones en sus lugartenientes Henningsen y Waters, quienes tiempo después le llevaron excelentes nuevas: se le respetaba la vida y ni siquiera se le enjuiciaría. Además, por solicitud suya, no debería rendirse ante Mora -en su condición de jefe supremo de los ejércitos centroamericanos-, sino ante Davis. Finalmente, por una cuestión de honor, se le permitiría abandonar Rivas con espada y revólver al cinto. Tal fue su desfachatez, que incluso solicitó que le entregaran la goleta Granada, lo cual le fue denegado.
En realidad, cuesta entender que se le hicieran tantas concesiones, después del irreparable daño infligido a nuestros países, en los ámbitos humano, económico y político. Esto le costó muy fuertes críticas al general Mora, por haber accedido a negociar en esos términos, pero él alegó que deseaba evitar un mayor derramamiento de sangre y un perjuicio aún mayor a la economía de nuestros países. Es evidente que se equivocó pues, aunque en efecto Walker abandonó Nicaragua, su intromisión en la vida política de nuestros países no concluyó ahí. Por el contrario, en EE. UU. se le recibió como un héroe, especialmente en ciudades del sur, como Nueva Orleans. Y, como su aventura expansionista no debía fenecer, sino más bien fortalecerse, tiempo después, tanto ahí como en Nueva York y Washington, empezó a acopiar fondos y reclutar soldados, para retornar a Centroamérica.
Para entonces, recién había dejado la presidencia el sureño y esclavista Franklin Pierce, pero fue reemplazado por su correligionario James Buchanan, partidarios ambos del proyecto de la Federación Caribe, mencionada al inicio de este artículo. Aunque debían mantenerse al margen del conflicto bélico provocado por Walker, debido a la Ley de Neutralidad de 1818 (Arias, 2007a), ambos fueron más que permisivos con él, por razones obvias. Lo cierto es que bastaron siete meses para que, esta vez desde Alabama y a bordo del vapor Fashion, Walker volviera a Nicaragua, a la cabeza de 270 filibusteros bien apertrechados.
Enterado de sus intenciones, don Juanito Mora emprendió una fuerte campaña diplomática junto con otros países centroamericanos, para presionar al gobierno de EE. UU., que se vio obligado a actuar. Por tanto, envió a San Juan del Norte la fragata de guerra Saratoga. Pero Walker la eludió de manera astuta, mediante botes pequeños, y así sus hombres pudieron ingresar en el río San Juan. Lamentablemente, por malos entendidos en cuanto a asuntos limítrofes, las relaciones entre Costa Rica y Nicaragua eran muy tensas, de lo cual se aprovechó Walker para apoderarse del Castillo Viejo y capturar cuatro vapores, que le permitirían empezar a dominar el río; esto ocurrió el 4 de diciembre de 1857.
Ante este panorama, el gobierno de EE. UU. envió a San Juan del Norte, con órdenes de intervenir, al Wabash y al Fulton, buques de guerra bien artillados. El comodoro Hiram Paulding, del primero, despachó 350 hombres aguas arriba, a la vez que apostó varios botes artillados hacia un campamento instalado por Walker para esperar nuevos reclutas. Ante estas acciones, Walker debió rendirse el 12 de diciembre, y fue trasladado hacia EE. UU. Llegado allá, su recibimiento fue apoteósico, tras lo cual, mediante artilugios legales, sus influyentes aliados lograron que Pauling fuera sancionado y suspendido temporalmente, por haber capturado a Walker en aguas que no fueran las marinas. Asimismo, como esta vez Walker no se libraría de ser enjuiciado, logró que se le juzgara en un tribunal de Nueva Orleans, donde él y sus aliados tenían la influencia necesaria para evitar que fuera castigado; en efecto y, como era de esperar, en junio de 1858 se le absolvió de la acusación de haber violado la Ley de Neutralidad de EE. UU., lo cual fue festejado con desfiles y celebraciones.
Obstinado y megalómano, Walker no podía ni debía cejar en sus empeños expansionistas y, tras una pausa de dos años, el 9 de junio de 1860 zarpaba de Nueva Orleans, para reanudar su aventura. Esta vez lo acompañaban 92 mercenarios, quienes después de una escala en las islas de Roatán, en Honduras, se desplazaron hasta el puerto de Trujillo, donde saquearon casas y robaron dineros de la aduana, los cuales pertenecían al gobierno británico. Intimado por el capitán Norvell Salmon -de la fragata inglesa Icarus- para que se rindiera, aceptó hacerlo pero, apenas pudo, escapó. Esto desató una feroz persecución de la fragata a lo largo de la costa, mientras que un grupo de soldados hondureños lo seguía mediante pequeñas embarcaciones. Localizado por fin en el río Tinto, fue capturado. El 6 de setiembre Salmon lo entregó a las autoridades de Trujillo, donde se le encarceló, enjuició y condenó a muerte.
En la mañana del miércoles 12 de setiembre, mientras era conducido a un sitio público, hizo gala de sus habilidades histriónicas: avanzaba con un crucifijo en su mano izquierda, al cual miraba absorto, a la vez que un cura caminaba y rezaba a su lado. Asimismo, una vez llegado al punto donde se le fusilaría, ya frente al pelotón, le pidió al sacerdote que repitiera en voz alta que se declaraba católico e imploraba perdón. Tanta teatralidad no le sirvió de nada, pues muy pronto las secas e implacables detonaciones de los fusiles acabaron con su vida, algo que en realidad debió de haber ocurrido aquel 1° de mayo de 1857 en Rivas.
CONSIDERACIONES FINALES
Otrora desconocida y hasta temida por el hombre blanco, varias circunstancias asociadas con la Campaña Nacional de 1856-1857 hicieron que la vasta zona de bosques primigenios delimitada por la Cordillera Volcánica Central y el río San Juan, se convirtiera en un escenario determinante de dicha epopeya, la cual culminó con el desvanecimiento de la aventura expansionista y esclavista liderada por el filibustero William Walker.
En realidad, era baja la posibilidad de éxito de tan delicada misión, debido no solo a las dificultades de transitar por tan impenetrables y peligrosas selvas, sino que también a la impericia de nuestros soldados para emprender acciones bélicas en ambientes fluviales.
Sin embargo, ante tales adversidades y urgencias, ellos aprendieron a pilotear botes y canoas, e incluso a conducir vapores. Y emergieron líderes valientes, astutos y hasta temerarios, entre quienes sobresalieron Máximo Blanco, José Joaquín Mora, Faustino Montes de Oca, George Cauty y Sylvanus Spencer. Asimismo, con excepción de los desertores -que fueron muchos, y hasta es entendible, aunque no justificable, que lo hicieran-, los que se mantuvieron en cada uno de los frentes de batalla dieron abundantes y fehacientes muestras de bravura y fervor patrio; aunque héroes anónimos en su mayoría, para la historia su gesta ha quedado encarnada en la figura epónima del humilde cabo barveño Nicolás Aguilar Murillo.
En síntesis, fueron la visión, el temple y la entrega de tantos combatientes, las que hicieron que los cauces, los caudales y las corrientes de los ríos San Carlos y Sarapiquí se convirtieran en el espacio y el medio para preservar la libertad y la soberanía de Costa Rica y, en gran medida, de los demás países centroamericanos.
AGRADECIMIENTOS
Dedico este artículo a la memoria de Olivier Araya Piedra, sancarleño de nacimiento y sarapiqueño por adopción, quien no solamente sabía labrar la tierra, sino que también entonar con su guitarra patrióticas canciones, brotadas de su alma y de su mano; los ecos de su voz perviven tanto como los de las balas que un día libertaron a nuestra patria en La Trinidad.
Agradezco a León Santana Méndez, Pedro Rojas Guzmán y Vanessa Rodríguez Rodríguez, de la Municipalidad de Sarapiquí, su constante apoyo para efectuar recorridos anuales por el río Sarapiquí, así como a Edgardo Vargas Jarquín y Fabián Vargas Hernández (Instituto Tecnológico de Costa Rica, Sede de Santa Clara), el apoyo para visitar la desembocadura del río San Carlos. Asimismo, a Werner Korte Núñez, Raúl Arias Sánchez, Ana Isabel Herrera Sotillo, Juan Manuel Castro Alfaro, Nelson Arroyo González y Rafael Orozco Reyes, la valiosa información aportada. A Werner Korte, Raúl Arias y León Santana, la revisión del primer borrador del presente artículo. A Rosa Elena León Sorio (Biblioteca Nacional), la consecución de algunos documentos, y a Theresa White, la revisión del resumen en inglés.
En cuanto a las ilustraciones, dos corresponden a pinturas, de Carlos Aguilar Durán (10A) y Manuel Carranza Vargas (†) (8B), facilitadas por su autor y por Esteban Carranza Kopper, respectivamente. De las demás, unas son del autor del artículo (2, 3A, 6, 7, 11, 12A-B, 13B), mientras que otras provienen de los archivos del Museo Histórico Cultural Juan Santamaría (1, 3B, 5, 8A, 9B, 15A, 16A, 17), aportadas por Antonio Vargas Campos; de la Municipalidad de Sarapiquí (3A, 13A),tomadas por Elvin Hernández Loría; de la Editorial de la Universidad de Costa Rica (4, 10B), gracias a Alberto Murillo Herrera y Aída Elena Cascante Segura; del Instituto Nicaragüense de Turismo (INTUR) (15B, 15B), facilitadas por Anascha Campbell y Jael Raquel Mendoza Miranda, así como a Alberto Sediles Jaén (Universidad Nacional Agraria), quien ayudó en los contactos pertinentes; y de internet (9A, 14, 18).
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Fechas de Publicación
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Fecha del número
Jul-Dec 2023
Histórico
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Recibido
28 Jun 2023 -
Acepto
13 Nov 2023