Resumen
Ante la realidad del poder, nos involucramos con un aspecto central de la condición humana, de la voluntad del yo y del nosotros. Al reflexionar sobre el poder, sobre su carácter relacional y material, nos encontramos con que resulta inasible, en cuanto se escapa a las clasificaciones simplistas. El poder se estudia en relación con su problemática misma, en cuanto voluntad del yo y el nosotros sobre los demás y los otros, en la relación de mando y obediencia. Es una realidad política que rebasa al Estado nacional y sus instituciones y que también se ejerce en relaciones interpersonales, al moverse en la macropolítica y en la micropolítica. Lo abordamos en la vinculación con la autoridad y la legalidad. Se le cuestiona en cuanto ejercicio de la fuerza y la coerción, en la búsqueda de la legitimidad y aparece en el consenso y la comunicación en sociedades complejas y plurales.
Palabras clave Fuerza; coerción; legalidad; legitimidad; complejidad
Abstract
Faced with the reality of power, we become involved with a central aspect of the human condition, of the will of the self and of the us. Reflecting on power, on its relational and material character, we find that it is ungraspable, insofar as it escapes simplistic classifications. Power is studied in relation to its problematic itself, as the will of the I and the we over others and others, in the relationship of command and obedience. It is a political reality that goes beyond the national State and its institutions and is also exercised in interpersonal relations, moving in macro and micro politics. We approach it in the link with authority and legality. It is questioned as an exercise of force and coercion, in the search for legitimacy and appears in consensus and communication in complex and plural societies.
Keywords Force; coercion; legality; legitimacy; complexity
Resumo
Diante da realidade do poder nos envolvemos com um aspecto central da condição humana, da vontade do eu e do nós. Quando refletimos sobre o poder, sobre seu caráter relacional e material, descobrimos que é elusivo, na medida em que escapa a classificações simplistas. O poder é estudado em relação à sua problemática própria, enquanto vontade do eu e do nós sobre outros, na relação de mando e obediência. É uma realidade política que vai além do Estado nacional e de suas instituições e se exerce também nas relações interpessoais, movendo-se na macropolítica e na micropolítica. Abordaremos a questão do seu vínculo com a autoridade e legalidade. O poder será questionado como exercício da força e coerção na busca de legitimidade e aparece no consenso e na comunicação em sociedades complexas e plurais.
Palavras-chave Força; Coerção; legalidade; legitimidade; complexidade
Introducción
Uno de los cambios más importantes de la vida contemporánea ha sido que los Estados nacionales se han debilitado y el referente del Estado como entidad fuerte, institucional, también ha perdido centralidad. Es por tanto natural, que la temática del poder adquiera otra dimensión. Aquí se trata de entender y comprender relaciones políticas de sometimiento y dominación, de adhesión y consenso que rebasan la figura institucional de lo estatal, lo gubernamental y que no alcanzan a llegar a esa instancia, porque se generan y se reproducen en formas más diversas, múltiples y complejas. Ante los ámbitos del desborde, las fisuras y las fracturas, resulta inevitable que la idea y la realidad sobre el poder se manifiesten como reflexión y como tratamiento de la política. El Estado, lugar estratégico en la configuración de la política moderna, ahora se enfrenta a la realidad del poder, del que forma parte como sitio relevante e incide en los mecanismos del mando y la obediencia, de la autoridad y la subordinación, de la coerción y el consenso.
En el presente trabajo retomamos la discusión clásica sobre el poder, los intentos por definirlo, problematizarlo y conceptualizarlo. Se trata de cuestionar las visiones simplistas que lo han pretendido englobar en una definición básica. El poder obviamente se escapa siempre, a estos intentos por quedar aprisionado en el lenguaje y en lo sistémico, como un componente fundamental de la existencia humana. Es inevitable conectarlo con las temáticas de la autoridad y la dominación. Nos ubicamos en la manera más básica y limitada de entenderlo, cuando se le piensa y se le aplica como relación de fuerza, como imposición violenta. En contraste, abordamos y replanteamos la relación que guarda con la legalidad y la legitimidad. El poder presenta puntos de continuidad a lo largo de la historia, más allá de las condiciones específicas, como realidad y relación sustancial, que puede resultar común a todos los tiempos. En las formas modernas, republicanas y democráticas, el poder sigue siendo un afán por imponer a los demás un punto de vista o una realidad determinada, aunque está obligado a generarse y reproducirse en condiciones que requieren legitimidad y consenso. De ahí que el poder tome dimensiones múltiples y variadas, y se tenga que enfrentar a un mundo interconectado, comunicado y complejo. La relación básica del mando y la obediencia, en otro tiempo tan simple, se enfrenta ahora a una sociedad diversa y plural, atravesada por nexos de poder, minúsculos y múltiples que le influyen en todo momento. El reflexionar sobre las condiciones, las situaciones y las relaciones de poder, se hace más necesario que nunca.
La voluntad del poder, el yo y los otros
La libertad se encuentra asociada al ejercicio del poder. La voluntad humana necesita de la libertad para hacerse valer y sentir. Hacer algo por propia voluntad requiere de las condiciones propicias de la libertad. La voluntad se afirma a través del yo, de una persona constituida, que piensa, que decide, que hace, se relaciona y está en comunicación con los demás, con los otros. La noción misma del yo, de la persona y del individuo es problemática, condicionada por el entorno social, por las influencias, por la otredad, por la diversidad. Castoriadis plantea que la autonomía opuesta a la heteronomía, permite una existencia, una vida más plena e independiente. La autonomía es la ocupación de la persona consciente de las áreas de la inconsciencia, es la superación del “ello” por el “yo” (Castoriadis, 2007, pp. 160-162). Cualquier persona o individuo vive en sociedad, en comunidad, esto hay que tomarlo en cuenta siempre, porque impide considerar la existencia como una suma de seres atomizados, agregados. Siempre habrá presencias, influencias, interferencias, fantasmas en la configuración del yo, de su voluntad y de su accionar. Lo que la defensa de la libertad y la autonomía hizo en la relación de la voluntad individual con los otros, es proclamar una reducción drástica del tutelaje, en aras de la realización plena de la persona. Las tradiciones liberal y libertaria impulsan la limitación del poder para permitir la multiplicación de los poderes de los ciudadanos.
La otra vertiente, vertical, se interesa en la ampliación, en la magnificación, en el acrecentamiento y la glorificación del poder. El autoritarismo, y no se diga el totalitarismo, empujan a sociedades altamente dependientes de Estados, gobiernos y jefes políticos. En la negación de la libertad humana se subyuga para imponer la voluntad del amo, del patrón, de la autoridad, del Estado, del Imperio. En el autoritarismo y el totalitarismo se impone la voluntad del más fuerte, del más poderoso y los demás acatan, obedecen, se doblegan y someten. En pocas palabras, se renuncia a la libertad humana y a la voluntad personal. Es por eso que el colectivismo forzado tiende a la anulación de las libertades individuales y civiles, a la supresión de la oposición política, al ejercicio de un poder crudo y descarnado. De ahí la importancia de su incremento, del fortalecimiento de la voluntad de los más poderosos, de la mimesis de los intereses de los “otros”, con el “uno” y los “unos” prevalecientes, dominantes, hegemónicos. El ejercicio de la coerción llega casi por descontado cuando el imperio de la fuerza es lo que prevalece.
Se entiende que la discusión acerca del poder se tiene que dar sobre las formas y los contenidos que supone. Una definición simple del poder será siempre insuficiente, a partir de las tantas derivaciones que puede desencadenar y de todo lo que subyace en la idea misma. La voluntad del yo individual o colectivo trata de imponerse sobre los demás. La vida misma es una voluntad de poderío (Nietzsche, 1981, pp. 59-61). Hay una relación de poder cuando se obliga al otro, a otra persona, una comunidad o sociedad a realizar algo contra su propia voluntad (Han, 2016, pp. 11-12). El poder aparece como una relación que obliga, a través de métodos persuasivos o directamente coactivos, a realizar algo contra la voluntad propia. No deja de resultar insatisfactoria tal formulación, porque es prácticamente imposible aislar por completo al yo de los demás, a la voluntad propia de lo que nos viene de afuera, de lo que es una influencia, una interferencia o una coacción. En un tono enfáticamente individualista, se realiza una abstracción de la sociedad en la que se vive y se supone que lo individual destaca por encima de lo colectivo. En una mirada colectivista, los individuos son posibles por las condiciones que brinda la existencia colectiva. La voluntad del yo siempre será expresión de una realidad social que la hace posible. El ideal autonomista busca que los individuos y las personas se desarrollen plenamente, con la menor cantidad posible de interferencias y obstrucciones. La voluntad personal actuando en condiciones sociales que le resulten favorables, en lugar del poder acrecentado, hace que se difuminen una multiplicidad de poderes diversos.
El yo es personal, es individual. La voluntad del yo se impone sobre los otros y los demás, como una relación que obliga, que coacciona, que convence y persuade. La relación es entre seres humanos, entre personas que utilizan y se apoyan en instrumentos, dispositivos, materiales, símbolos para hacer prevalecer la voluntad personal sobre alguien o sobre los demás. Y para hacerlo se necesita de la materialidad que brinda el poder y la relación que genera con los otros. El poder como materialidad y como factor relacional se entrelazan en la historia y la configuración de las relaciones del mando y la obediencia. El hecho de que una persona o un grupo humano tenga más poder sobre los otros, se antoja más complicado en la actualidad. Es más difícil ejercer el poder con eficacia y dominio. ¿Qué hace que alguien obedezca a quien tiene poder sobre los otros? El ser fuerte o estar con los más fuertes y apoyarse en la violencia y la coacción, el poseer conocimiento mágico o religioso y proclamar alguna conexión con lo divino, el ser de los más experimentados y de edad mayor, el tener sabiduría y vencer por la razón y los argumentos, son modalidades que indican la configuración de las relaciones de poder en sociedades diferentes y comunidades diversas. No hay respuestas unívocas a los fenómenos del poder.
En la línea central de la historia del poder, la autoridad y el Estado, los gobiernos de uno y de unos cuantos, las monarquías y las aristocracias, concentraban todo el poder. Las democracias clásicas serían la excepción, y hasta en ellas, el poder se amplía solamente a los ciudadanos libres, quedando excluidos los esclavos, las mujeres y los extranjeros. El soberano rey, el monarca, expresa más que nadie la voluntad de uno que se impone a los súbditos que están por debajo del mando central, quienes aceptan y obedecen. El nacimiento de las repúblicas y de las democracias modernas llevan a la muerte simbólica de la monarquía y a la secularización del poder y la política. Los de “arriba” caen y los de “abajo” se elevan, lo cual resulta en una medianía social, donde el poder se divide, se multiplica y se difumina. En un movimiento envolvente, abrasador, el poder es omnipresente, a la vez que se difunde. En la historia de la sexualidad, de la relación del poder con la verdad, la ley y el conocimiento, el poder ejerce sobre la sexualidad una relación de acoso, persecución, hostigamiento. El poder se hace más necesario para administrar el deseo y la pasión, constituido con la ley, con la prohibición, la censura y la represión. La centralidad del Estado se evapora, se diluye y aparece una problemática creciente en cuanto al mando y la obediencia.
En naciones y sociedades posrevolucionarias que han demolido el principio de autoridad, se erige el “Uno”, otra vez, personificado en la figura del jefe político, el caudillo, el dueño del partido y el comandante en jefe. La multiplicidad de poderes se reagrupa en la figura del “pueblo-Uno”, que reconcentra el mando y la autoridad a partir de la referencia ideológica, política y teológica (Lefort, 1990, pp. 48-49). La voluntad del yo aparece como un yo y un nosotros colectivo que puede alcanzar el plano de la autoridad máxima del régimen totalitario. La anulación de los individuos y de las personas, en la asimilación a una entidad colectiva, a la unidad del mando público, implica la renuncia a libertades civiles e individuales, la destrucción de la persona moderna, para restablecer una forma política en que la voluntad del “nosotros colectivo” está por encima de todos. El dilema contractualista, roussoniano, de tomar posición entre libertad e igualdad se resuelve en la disminución y la cancelación de la libertad (Rousseau, 1985, pp. 60-62). El igualitarismo extremo se acerca al totalitarismo.
En el Occidente liberal, se agudiza la interrogante de quién manda y quién gobierna. Una parte de la respuesta se brinda con el imperio de la ley, la república y la democracia. La república establece un gobierno indistinto, de la “cosa pública”, marcado por la ley, por la igualación jurídica y política, que modera y tiende al equilibrio (Rödel, Frankenberg y Dubiel, 1997, pp. 80-81). La otra parte la responde la democracia con un sistema de elecciones y de selección de elites. El sorteo apenas si es utilizado para instancias electorales y judiciales. La existencia de poderes formales e institucionales y la división de poderes apunta a la edificación de un sistema de mando y obediencia regulado y reglamentado en diferentes ámbitos del Estado y la sociedad. Las dificultades resultan mayores cuando se trata de poderes fácticos, informales y hasta ilícitos que amenazan con devorar la estructuración del poder legal, formal e institucional. ¿A quién se debe obedecer y por qué? ¿Quién detenta el poder y por qué? Son preocupaciones constantes en las comunidades modernas que han quedado vacías y en la debilidad del manejo clásico tradicional del ejercicio del poder y que no pueden retomar la senda de la unicidad del mando y de la autoridad. Ahí donde todo parecía quedar en claro, resulta que no lo está.
Poder, fuerza y violencia
Una de las visiones más simplistas y erróneas acerca del poder es la que lo identifica con el uso de la fuerza y de la violencia. En términos de Luhmann es al revés, un uso excesivo de la fuerza y de la violencia refleja la incapacidad del uno o del nosotros colectivo para imponer su punto de vista, sus intereses a los demás y obligarlos a que actúen como se quiere y se desea (1995, pp. 14-15). El uso de la fuerza, de la violencia, de la coerción, demuestra la ineficacia, la incapacidad del poder para asentarse, consolidarse, normalizarse. En el plano de la modernidad política, reflejan una ausencia o carencia de legitimidad. El uso crudo y desnudo de la fuerza demuestra más bien la impotencia para estabilizar el poder y la dominación. El recurso indiscriminado de la violencia y de la fuerza lleva a una espiral de inseguridad y de inestabilidad que resulta insoportable e inhabitable para todos. La administración de la muerte solo acarrea beneficios a quienes imponen el poder a través de la maldad, la sevicia, la crueldad, el terror y el miedo constantes. En condiciones dictatoriales, en situaciones de tiranía, en estados de guerra y en regímenes delincuenciales, se llega a gobernar y ejercer el poder a través de relaciones violentas, de guerra y opresión directas.
En los orígenes de la civilización y en gran medida en su desarrollo, la violencia ha estado presente en sus diferentes expresiones. La voluntad del poder a someter y doblegar a los demás, adquiere formas violentas en la reacción con los extraños y los enemigos. Al interior mismo de las comunidades organizadas se utiliza el miedo y la violencia persistente para hacerse respetar, para imponer autoridad y coaccionar a la obediencia. A través de la violencia simbólica y la aplicación directa de la fuerza, se imponen decisiones, se establece un orden, se preserva un dominio. Los regímenes sacerdotales y los de los guerreros proliferan indistintamente en la historia de la humanidad, en todos los momentos y circunstancias. La forma de autoridad natural, del padre, en los núcleos familiares, se lleva a los planos de la dinastía, de las relaciones de autoridad y poder apoyadas en el linaje, el parentesco y la herencia. El modelo dinástico de ejercicio del poder y la autoridad se quiebra en la relación con los demás, los vecinos y los extraños. Un grupo le impone a los demás un orden simbólico que alcanza lo religioso y es avalado socialmente. En condiciones de guerra y violencia, tan comunes en la historia de la humanidad, prevalece el orden de los vencedores en el campo de batalla, de los más fuertes (Jouvenel, 1974, pp. 104-106). Más allá de la relación de la autoridad natural y paternal, sacerdotes y guerreros ejercen el poder y el dominio sobre poblaciones enteras alejadas de la estructura familiar.
Trasímaco y Calicles personifican, en el terreno del debate de las ideas y del pensamiento, a quienes defienden la ley del más fuerte ante el discurso del derecho (Piñón, 2003, pp. 28-29). Trasímaco sostiene que la injusticia es una sagacidad (1966, pp. 42-44). Más allá de las condiciones históricas, los intentos por avalar el ejercicio de la fuerza y asentar la injusticia resultan una constante universal. Desde la cultura grecolatina, Occidente marca la diferencia con el despotismo oriental en la defensa de la libertad. En algunas partes del mundo oriental se instaura un despotismo inherente a las condiciones naturales, de sociedades hidráulicas, con un poder magnificado (Wittfogel, 1966, pp. 19-21). Foucault afirma que la ley y el poder limitan la libertad (1987, pp. 103-104). No es menos cierta la mirada occidental que supone que la ley y el derecho someten la tiranía y el despotismo. Lo cierto es que la tradición jurídica y legal occidental –el Estado de derecho– pretenden reducir y administrar la facticidad en las relaciones de poder. Hasta las monarquías en los tiempos del Estado absolutista, pretenden domesticar y someter los poderes enmarañados y múltiples del orden medieval, para centralizarlos a través del manejo jurisdiccional y territorial. El absolutismo es además un orden jurídico político. El rey soberano gobierna en el espíritu de la ley, para someter y contener los poderes de los feudos, de la aristocracia y del clero. Lo hace desbordando y violentando en todo momento el mismo orden legal que proclama. Ficción o realidad, el discurso y la práctica de la monarquía europea se apoya en el uso constante de la ley y el derecho. No se gobierna por ser el más fuerte a secas, sino porque se tiene el aval divino y de la legalidad imperante. De ahí la importancia de los protocolos, los ritos, los simbolismos del poder de la realeza y la aristocracia. Es tal condición lo que les da la fuerza. Guizot llega a sostener que si bien todo poder emana de la fuerza, requiere de la razón y la legitimidad para sostenerse (1972, pp. 69-70). Darle más realce a la fuerza sobre el derecho sería un despropósito, aunque es persistente el desborde de la legalidad y el uso arbitrario de la ley. La ficción occidental parece eficaz para contener y contrarrestar el poder aún más crudo, más violento, del Oriente amenazante e incomprensible.
En un contexto de parámetros legales y constitucionales, la violencia se estabiliza y es administrada por el orden jurídico. La trama de relaciones y conflictos entre particulares, grupos humanos, comunidades, entre las instancias del poder formal y el real, se dirime en los ámbitos de lo legal. El ideal de la justicia pretende contrarrestar el elemento agravante de que en el mundo se impongan los más fuertes solo por el hecho de serlo. La injusticia persistente solo amplía las posibilidades de la irrupción de la violencia y el conflicto. La fórmula aristotélica del hombre como un animal político nos indica que las relaciones humanas tienen un agregado, un factor dado por la pertenencia a la comunidad de la polis (Aristóteles, 1988, pp. 50-53). La condición puramente biológica natural es superada por la cultura, por la política, por la orientación normativa, por la búsqueda de la justicia. En la biopolítica tan de moda, se subraya el hombre despojado de su condición social y política, el regreso al estado natural, precivilizado y prepolítico. La violencia regresa con toda su fuerza y su relevancia, a través de la degradación y el debilitamiento de los derechos humanos, del ataque sistemático a las libertades individuales y civiles, en el repliegue de la libertad, la república y la democracia. La vieja disputa de la facticidad y la legalidad, del imperio del más fuerte y del triunfo de la justicia reaparece en toda su crudeza, en su violencia propia y constitutiva del ser, reducido a la bestialidad y la animalidad. Lo que en los animales es normal y natural, una lucha incesante por la supervivencia y la sobrevivencia, había sido superado por el hombre, en los estadios diferentes de la civilización. Una civilización que se precie de serlo, tendría que resolver, sustancialmente, la cuestión de la mera supervivencia para añadir algo más, un agregado cultural.
La violencia siempre ha estado ahí, se le domeñó, se le normaliza y se le administra. En el mundo de la modernidad del siglo XX se han dado dos guerras mundiales, genocidios y el estallido de la bomba atómica. Las revoluciones, acciones históricas realmente violentas, se han valorado positivamente, se les considera necesarias o, por lo menos, no se les trata como hechos deplorables. La presencia de la violencia en sus diferentes manifestaciones, en lo político y en lo criminal, refleja que es un estado persistente en la vida de los seres humanos. La violencia como “partera” de la historia y como acción fundante de nuevas realidades sociales y políticas, expresa su incidencia en las rupturas, discontinuidades, rebeliones y revoluciones en el desarrollo de los acontecimientos mundiales. Cualquier cambio importante y relevante, requiere de momentos de quiebre de la normalidad, de la institucionalidad, de la regularidad. Sin embargo, no se quiere ni se deja que la violencia predomine, se trata de que la paz y la cordialidad prevalezcan. La relación de lo violento y lo pacífico se traslada a la conexión de la guerra y la paz, del estallido de las hostilidades a los pactos y los arreglos, la institucionalización y normalización del cambio y el conflicto económico, político y social. Y otra vez la recaída en situaciones de política bélica que pone en riesgo el orden y la estabilidad. Evitar la guerra al máximo es la divisa fundamental del mundo posbélico de la última parte del siglo XX. La lucha por la contención de la violencia, por el ejercicio y la preservación del poder trata de dirimirse por vías pacíficas en un recurso mínimo a la fuerza y la coerción.
La formulación de Grocio acerca del poder y la soberanía en las relaciones internacionales, ilustra sobre la condena al uso de la fuerza y la violencia en el trato entre naciones y pueblos. Es inadmisible que una nación más fuerte quiera imponerse sobre las más débiles (Barnouw, 1945, pp. 51-52). El uso de la violencia y la condición de fuerza y potencia no es suficiente para que un imperio, un reinado, un principado o una nación decida atacar y conquistar a sus semejantes. Al darse tal situación, en aras de la sobrevivencia y el principio de la justicia, se daría una coalición de fuerzas opositoras al más fuerte y al más violento. La agresión de una comunidad contra otra solo por el afán de la conquista es inadmisible. El reagrupamiento de la razón y la justicia es válido en la recomposición de las relaciones internacionales. El llamado Estado de naturaleza, mitificado por los contractualismos, para contraponerlo a la civilización, se manifiesta más claramente en las relaciones internacionales. Los vínculos legales, institucionales, normativos, resultan mínimos y endebles. En el manejo delicado y fino, de la política y la diplomacia, se intenta evadir y evitar la guerra. En Occidente particularmente, los Estados, imperios, principados y naciones se apoyan en un sustrato de legitimidad, de legalidad, de constitucionalidad. En los debates recientes de las relaciones internacionales, adquiere fuerza la noción de “poder suave”, para contraponerlo al “duro” que se apoya en la coerción. El poder suave se apoya en la capacidad de atracción, que neutraliza la parte “que empuja”, que tiende a meter la fuerza (Añorve, 2016, pp. 44-46). Si en lo internacional, no cabe el factor fuerza por sí mismo, en las relaciones internas de los Estados y naciones es aún más inaceptable, pues se trata de los pares y los iguales. Occidente camina en la exaltación y la defensa del derecho y la justicia (Siperman, 2008, pp. 9-10). La violencia parece parar y detenerse a las puertas de la ley, pero termina por invadir la institucionalidad, las relaciones sociales y de poder, el orden jurídico mismo. Lo que está más allá de lo legal, lo jurídico y lo institucional es territorio propicio para el uso de la violencia, la coerción y la fuerza. Las relaciones dadas por lo ilegal, lo ilícito, lo delictivo y lo mafioso dan cuenta de ello. Lo ilícito es una violación en sí mismo del orden jurídico.
El poder, la autoridad y la legitimidad
En una de las posturas más controvertidas de Foucault se afirma que la decapitación del rey lleva al hecho físico de la muerte del rey-soberano, pero falta la demolición simbólica de la monarquía jurídica (1987, pp. 110-111). Al estudiar la historia de la sexualidad, Foucault sostiene que la ley constituye el deseo, con la prohibición y la censura (1987, pp. 99-101). El poder se expresa en la ley y se ejerce para limitar, bloquear, inhibir la libertad de las personas. Afirma que la sexualidad no se detiene ante la ley, por lo que el poder se dedica a darle un seguimiento a las personas, reproduciendo mecanismos y dispositivos. El poder y los que intentan escapar al mismo, disfrutan en la relación de poder. El poder se liga al deseo y la ley misma lo constituye, de manera que el poder es omnipresente. Apenas lo quieres revertir y nulificar, ya se están accionando otros puntos del mismo. Foucault dice que los tiempos de la ley, como prohibición sobre las personas, deberían dar pie a otra mirada diferente del poder (1987, pp. 124-125). De ahí la importancia que daría a la biopolítica como intervención del poder en la vida de las poblaciones y de los individuos, no en aras de limitarles sino de ampliar su potencialidad, obviamente en concordancia con los intereses del poder actuante. En lugar de la validez de la ley, se pide la normalización, una tendencia a la deslimitación. Lo anterior, en el plano de la sexualidad ya sería discutible. Llevarlo al terreno de la política, de la legalidad y la justicia es aún más endeble.
Al igual que Maquiavelo y Carl Schmitt, Foucault tiene una visión negativa del poder, de la política y de los seres humanos. Lo que les lleva a darle más importancia al conflicto, a la administración y manejo del mismo. La política, como búsqueda del orden, encuentra su expresión más clara a partir de Hobbes (Bovero, 1985, pp. 37-39). Hobbes parte de una postura que considera a los seres humanos como conflictivos en el estado natural (1980, pp. 100-105). Locke y Rousseau, defensores de una línea más benevolente con la humanidad y las relaciones sociales, toman una senda interesada en lo consensual y lo armonioso (Locke, 1979, pp. 73-75). El orden de la ley, de la legalidad y de la legitimidad toma otro curso y otra dimensión (Rousseau, 1985, pp. 40-41). En la explosión de estudios de lo biopolítico, se tiende a minimizar valores antiguos tales como la verdad o la justicia. Aparecen como remanentes metafísicos, sin un claro sustento en la realidad. Más bien es al revés, pues, como todos sabemos, el orden del discurso y de los saberes constituyen realidades sociales y políticas en las que se mueven los nexos del poder. Los que ejercen poder sobre los que no lo tienen intentan reproducir tal estado de cosas, estabilizarlo, obtener un dominio de la situación. A los que el poder les resulta escaso, lo necesitan, lo desean, para protegerse y revertir estados de vulnerabilidad e indefensión. Hablar de algo, o referirse regular o excesivamente a lo mismo, constituye y construye realidades sociales. Dejar de hacerlo torna invisible el problema, lo esconde, lo oculta, le resta validez y obviamente, le reduce el poder. Al hablar cada vez más de la biopolítica, de la regularización, de la impunidad y la inmunización, los hacemos más reales que nunca y no falta quien pretende avalar tal estado de cosas deplorable. Y, al contrario, al minimizar la importancia de la ley y la verdad, el derecho y la justicia, les restamos validez y pareciera que se les quiere relegar, oscurecer y enterrar. El discurso, el poder y el saber se condicionan mutuamente en la afirmación o la negación de un marco jurídico legal y de una realidad dada.
Lo que pudiera ser explicable para la sexualidad y las relaciones interpersonales, se complica al considerar el poder en lo político. El poder a secas, como ley y autoridad, genera una controversia mayor. Quien encarna el poder ha sido guillotinado. Al no existir un sustrato firme de la autoridad aparece la cuestión del mando, la obediencia, la autoridad y la ley. Si bien existe una tradición jurídica que liga directamente los intereses legales a los poderes que rigen, en una relación de adecuación donde las leyes se acomodan a los intereses del poder triunfante, dominante, en turno, la otra perspectiva liberal y democrática insiste en que la ley iguala a los diferentes, contiene a los más fuertes y busca el equilibrio en las relaciones del poder. Aquí la ley se encarga de limitar a los más fuertes y proteger a los más débiles. Esta otra tensión en materia de la ley y el derecho llega a nuestros días con suma intensidad y crudeza. En el contractualismo de Locke y Rousseau, los derechos naturales tales como la libertad y la igualdad están en los fundamentos del contrato civil y político (Locke, 1979, pp. 5-6). Rousseau lo decía con claridad, que había que erigir un derecho y una ley en la que los contratantes se sientan representados (1985, pp. 41-42). La ley nace de la libertad, de la discusión y deliberación, de la decisión y del consenso. Una ley arbitraria, caprichosa, merece el repudio de quienes legislan, de la opinión pública, de la ciudadanía y del pueblo. Una ley así es impuesta y es un acto de fuerza y de coacción sobre la población. Es la imposición de la voluntad del uno sobre los demás sin pasar por la legitimidad y el consenso. De ahí que la política como violencia y como fuerza estaría condenada al fracaso, solo sería válida ante situaciones límite en estados de emergencia, regímenes de excepción, que son precisamente eso: emergencias y excepciones, jamás la norma ni la regularidad.
La ley, la norma, el plano de lo jurídico, ya no se deposita en el soberano rey guillotinado, sino en la legitimidad popular. La autoridad emana de leyes validadas a partir de la legitimidad política y electoral. Quien manda lo hace porque gana elecciones libres y democráticas y la ley es elaborada por representantes electos por el pueblo, quienes se encuentran obligados a someterse al veredicto popular en procesos electorales subsecuentes. El poder deslimitado, descarnado, fáctico, asoma por todos lados, aunque se las tiene que ver con todo un entramado de instituciones, soportes y dispositivos de una legalidad, institucionalidad y juridicidad que no se erige sobre sí misma, no es inmanente. Aunque exista una tendencia del poder en todos sus aspectos a rebasar, superar, violentar y coaccionar, se enfrenta a la historia reciente de las revoluciones políticas y sociales, a los derechos y titularidades de ciudadanos, a las resistencias y luchas de los que sufren y padecen las acciones ejecutadas, los actos del poder en sí.
La era de la biopolítica es también el momento en que se erige una ciudadanía mundial, global, con derechos y titularidades que se consideran irrenunciables. En la biopolítica, se retrocede a la vida como sostenimiento puramente biológico (Esposito, 2006, pp. 24-25). Los derechos humanos pretenden humanizar la existencia, el poder y la política. El biopoder que pretende incidir sobre la vida y la muerte de las personas, que busca una presencia mayor en la existencia individual, se entrecruza con la historia de los derechos humanos, de ciudadanos, pueblos y comunidades que han estado ampliando titularidades, hasta enaltecer la condición del hombre y de la mujer. El doble movimiento se despliega a partir del ejercicio biopolítico del poder, que pretende incidir sobre la condición humana. La biopolítica, como el poder desnudo en positivo, que pretende influir en el accionar y el comportamiento de poblaciones y pobladores, en concordancia con los intereses de los macropoderes globales, se enfrenta a una ciudadanía creciente que se ha elevado de la precariedad, de la vulnerabilidad, de la anulación de la subjetividad a un estado de los derechos plenos. Tal ciudadanía está ahora en conexión planetaria, en comunicación e interacción, ante niveles de información y conocimiento nunca antes accesibles al común. Es una relación biopolítica, del biopoder y la ciudadanía. Expresa una relación y un campo de fuerzas de corte local, nacional y planetario, que se mueven en la disputa por la toma de las decisiones y las acciones conducentes, importantes y letales.
La autoridad se ejerce a partir de cierto grado de veracidad y legitimidad. En los niveles actuales del ejercicio del poder y de la fuerza es evidente que el mero uso de la violencia y del poder no da la legitimidad, ni la razón, ni le da justicia o validez a los actos. La metafísica de los valores se vuelve a escurrir y se asoma ante la biopolítica del poder inducido, que se asusta ante la presencia de los intereses de la población, discordante de la evolución del poder y la política globales. En la política, en las elecciones, se resuelve la legalidad, la legitimidad y la validez de las acciones, en una relación constante con la soberanía popular, con las elecciones libres y constitucionales. La biopolítica no puede acabar por completo con las libertades y la democracia. Las pretende encausar y hacer actuar en positivo para buscar la concordancia del biopoder y la ciudadanía. La rebelión, las resistencias y las luchas obstruyen tal pretensión y siempre está el expediente democrático, que desvencijado y todo, aun le hace rendir cuentas al poder descarnado, desnudo y fáctico.
El saber y el poder estarían entrelazados por siempre. En el orden de lo global, la ausencia de autoridades políticas con legitimidad apunta a una primacía de los especialistas. El intento de las empresas por erigir un poder global a partir de lo económico estaría condenado al fracaso sin la mediación de la política. El roce y el choque del saber y el conocimiento especializado ante el espacio público globalizado, se percibe en lo económico, en la disputa de la tecnocracia y los técnicos con el poder político, la burocracia y la representación del poder. La crisis sanitaria reciente del coronavirus aviva la cuestión del poder global y las políticas nacionales, de la autoridad especializada y los políticos electos y formales. La crisis sanitaria actual nos lleva a los límites de la biopolítica, de la injerencia de la autoridad especializada, sobre la existencia y supervivencia de poblaciones enteras. Las restricciones a las libertades civiles y la amenaza creciente a los derechos humanos, encuentran justificación en las condiciones excepcionales de la pandemia. Las restricciones de los derechos realizadas por la pandemia no pueden eludir el cumplimiento de las disposiciones establecidas sobre los derechos humanos (Albuquerque, 2020, pp. 6-7). De golpe nos encontramos en una era de globalidad “medievalista”, que nos aleja de momento de las expectativas democráticas. La superación de la crisis sanitaria nos debe llevar a la recuperación de los espacios democráticos. La autoridad democrática y la del saber especializado tienen que convivir en una relación difícil y compleja de los discursos, los saberes y los poderes. El uso de la fuerza solo se justifica y valida en relación con la existencia de poderes legítimos y de saberes y conocimientos validados socialmente. La difícil convivencia del saber y el poder tendría que ayudar a resolver la cuestión de la autoridad secularizada, que construya un orden democrático, en lo nacional y en lo global.
Elites, pluralidad y multidimensionalidad
Una de las deformaciones y simplificaciones más comunes acerca del poder es cuando se le considera un ente monolítico, del que se apropia la gente y se lo adjudica, como una posesión, una pertenencia externa. Asimismo, tal poder se pierde y se escapa de las manos. Y siempre al mando, jamás se le aborda desde la obediencia. Emanado desde arriba, apenas si toma algo de abajo. Al bajar más y más, menos poder habría, más diluido y vulnerable. Entender el poder como pináculo, como pirámide, asociado a la parafernalia, a la ritualidad, no alcanza a elucidar lo que sucede actualmente. El mismo Foucault considera al poder como una situación estratégica, una posición dada ante los demás, en un haz de relaciones de fuerza y poderío. Emanado incluso desde abajo y articulado con lo general y lo global (Foucault, 1987, pp. 112-117). Una imagen así parecería diluir la responsabilidad en el ejercicio del poder, la rendición de cuentas, ante una “anonimia”, del cual muchos participan y colaboran. El poderío alcanza a esconderse y oscurecerse ante miles de complicidades y de reproducciones incesantes de los mecanismos y los artilugios del poder. Gramsci le llamaba fortalezas, trincheras y casamatas ubicadas entre los mandos centrales de la dirección y la hegemonía política y la mayoría de la población, la gente común, la sociedad civil o el pueblo a secas (1975, pp. 94-96). El poder se esconde, trata de no aparecer tal cual, porque se revelarían los secretos y se complicaría el ejercicio del mando. Trata de sorprender, de contar con una ventaja de visibilidad y oscurecimiento por encima del resto de la población. Por eso se exagera el hecho de que está por “arriba” y es una fuerza superior. En Occidente, las mediaciones y complejidades habían alejado la presencia del poder central y sustancial. Ya de por sí la cuestión del mando y la autoridad resulta problemática y cada vez más alejada del guillotinamiento de los reyes-soberanos, de la muerte física de la autoridad central. Hasta la demolición de lo jurídico legal resulta insuficiente, porque se reproduce como un hongo, la relación sustancial del poder, la búsqueda incesante del mando y la obediencia. Si determinar quién manda y quién obedece es una dificultad, la complejidad es mayor cuando se trata de que el mando establecido obtenga la aceptación, la obediencia de los demás.
Un equívoco constante es suponer que el poder solo tiene que ordenar y punto. El mundo entero se plantaría ante el poderío, como si fuera un demiurgo, un poder endiosado, mitificado. Es tal la importancia del poder, en su simbolismo, en su ritualidad, que eso lo eleva, lo magnifica, lo enaltece. Lo hace por encima de los mortales a los que se supone que les debe el máximo poder, como soberanía popular. Tal enaltecimiento era más fácil en los tiempos míticos en que los amos y los sacerdotes se elevaban por encima del común. Igual con los guerreros y los más fuertes. Así se elevaron los príncipes, los monarcas y los reyes. La secularización de la política y la emergencia del común, del pueblo y la soberanía de los de abajo cambian la ecuación y genera un problema de legitimidad y legalidad. Ahora solo se obedece a quien ejerce un poder legítimo, legal y constitucional. Se da en un contexto de sociedades plurales y conflictivas, diversas y complejas.
La voluntad y la decisión de la autoridad y las órdenes del poder descienden de lo alto, luego de elevarse con el consenso del común y los de “abajo”. Y no siempre el mando cuenta con una obediencia completa y ciega. Hay diferentes niveles de aceptación y docilidad, de alineamiento con el poder establecido. Entre leales y gente cercana, el poder de corte antiguo facilita las relaciones de mando-obediencia. Otro tanto lo realiza la habilidad, la persuasión, el convencimiento del liderazgo. Y finalmente, estaría la oposición de quienes no acatan lo decidido y lo acordado. La oposición también puede ir de la adhesión a medias a la insubordinación abierta. En una sociedad democrática y liberal, está el derecho a disentir y la posibilidad de que una minoría se convierta en mayoría y viceversa. La relación móvil del poder altera sustancialmente la noción del mando y la obediencia. El que está “abajo” al rato puede estar “arriba” y así sucesivamente. El poder antiguo garantizaba una estabilidad, un carácter imperecedero del ejercicio del mando. Al darse las relaciones móviles y transitorias del poder, se ejerce con más cautela y paradójicamente con más violencia. Se asume que, en cualquier momento y circunstancia, el poder se pierde, se convierte en un bien escaso y eso acelera la disputa por el instante y el momento de su ejercicio pleno. La lucha y el ejercicio del poder se da en las condiciones de la domesticación de la violencia, siempre latente y amenazante.
Un debate característico en Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, se da entre elitistas y pluralistas. La teoría de las elites, que derivaba de la realidad democrática, afirmaba que la clase política operaba como una reminiscencia aristocrática. El poder de las mayorías y del pueblo era una ficción, ya que las clases antiguas se habían reciclado con las nuevas, con los grupos emergentes, empresariales, profesionales, técnicos, tomando decisiones cruciales alejados del pueblo. En Estados Unidos, en el capitalismo central, tal fenómeno se agudizaba por la preeminencia de una elite dirigente, una clase gobernante, en el poder que aglutinaba a empresarios, militares, políticos y profesionales, en un cuerpo al mando del que emanaban las decisiones cruciales que afectaban y alteraban la vida de la mayoría de la población. El poder de la elite que desciende, tiene que enfrentarse a una inmensidad de situaciones, circunstancias, resistencias, luchas y obstáculos que convierten la toma de las decisiones en algo más complicado que una orden, por acatar y hacer cumplir. El mando unificado añorado por la elite en el poder, se estrella con la multiplicidad de relaciones sociales y políticas, de situaciones de poder, de distribución del mismo, que empuja en una dirección pluralista.
Wright Mills al frente del planteamiento elitista y Dahl, defensor de una sociedad pluralista, marcaron el debate sobre la importancia de las elites y los límites a los que se enfrentaban para imponer sus decisiones. Como lo decía Lukes, el debate de Wright Mills y Robert Dahl llevaría al alineamiento de dos grupos, los que asumen la política moderna como asunto de elites definitivas y plenipotenciarias, ante las que no hay mucho que hacer o poco por hacer y la vertiente pluralista, que explotaba la diversidad y la complejidad de la cuestión del poder en los Estados Unidos y en el mundo occidental (Lukes, 2007, pp. IX-XV; Wright Mills, 1957, pp. 12-14; Dahl, 1989, pp. 18-19). La persistencia del despotismo y la tiranía en realidades no occidentales, permite la reproducción en la escala planetaria de formas del poder, apoyadas en la fuerza, la violencia y la coacción. Ahí es más fácil que el mando se ejecute y se obedezca ante una orden imperante. En el mundo occidental la realidad es más diversa, múltiple y transitoria. La influencia de la tiranía y el despotismo cunde como mal ejemplo, para socavar y debilitar los regímenes democráticos occidentales y complicar su aplicación en otras zonas del mundo. Un elitismo sobrecargado podría debilitar los soportes democráticos del mundo occidental. El pluralismo debería ser menos fáctico y más democrático.
Steven Lukes, en un libro clásico sobre el poder, habla de la dimensionalidad (2007, pp. 24-26). Una interpretación básica supone que el poder en su relación con los demás, con el que obedece tendría una relación de aceptación y subordinación directa. Tal situación es propia de mundos y realidades apoyados en la violencia y en la coerción, en el miedo y el temor a lo sobrenatural, a Dios y lo desconocido. Un orden regido por guerreros o sacerdotes encaja en esta posibilidad. El poder ordena y ejecuta y los demás obedecen, se someten y se subordinan. Incluso, en esta realidad unívoca y unidimensional, la unicidad del yo –el que manda– podría no estar completa y, sobre todo, la aceptación puede ser a medias, a regañadientes. El ciclo se trata de cerrar y repetir, cuando se hace natural. Se le toma como algo normal, se convierte en régimen, en sistema de dominación. Los esclavos pudieron –en algún momento– ser hombres libres y los siervos más independientes de la sujeción a la que estuvieron sometidos. El tiempo y la regularidad hicieron lo propio, para normalizar el sometimiento y la dependencia. La parte central lo había garantizado la violencia. Los riesgos de fisuras y de quiebres son persistentes ante tanta regularidad. Igual en los órdenes teocráticos y sacerdotales, se llega a advertir diferencias y disensiones en el grupo dirigente y dominante, así como niveles diferentes de adhesión y sometimiento. Jamás se daría un orden jerárquico o estamental, homogéneo y unificado. Ahí se agregan los premios y los castigos, como compensación, como ajuste de la relación del poder establecido con la población. Así se tapan huecos y vacíos que pudieran reproducirse y generalizarse. A la violencia, el miedo y la intimidación se añade el favor y la gracia ante la población obediente y sometida, en busca de un grado de satisfacción.
En el orden legal y constitucional, republicano y democrático, las relaciones son más cambiantes, frágiles, móviles y transitorias. Los antiguos privilegios estamentales y aristocráticos no existen más. El uso de la violencia en las relaciones de poder se ha invertido y se ha derrotado a los reyes soberanos, la monarquía absoluta y la aristocracia dominante. La violencia y la fuerza es utilizada igualmente, desde arriba y desde abajo, con lo que se establece un haz de relaciones de poder, cargadas de belicosidad. El desarrollo de la “Ilustración”, la extensión de la ciencia y la tecnología, derrotan relativamente la ignorancia más deplorable. Se siguen dando y reproduciendo formas del fanatismo y de la intolerancia, aunque el campo secular se amplía. Es más difícil gobernar apoyados solo en el miedo y la intimidación. Los medios de comunicación de masas y las redes virtuales intentan cubrir los espacios antes brindados por el uso de la fuerza y la violencia, el miedo y la intimidación. La Ilustración está muy lejos de triunfar cabalmente, en lo que ha quedado como una modernidad inacabada, aunque la diferencia en las relaciones de poder es notoria. Las relaciones unívocas y unidimensionales resultan insuficientes.
El concepto de hombre unidimensional de Marcuse es propio de una sociedad confortable y standarizada, que no da cabida al disenso y la diferencia. La asimilación cultural a través de la economía, la tecnología y los medios de comunicación masiva ataca una parte del problema (Marcuse, 1968, pp. 33-34). Gobernar a partir de administrar la satisfacción y el bienestar personal y colectivo es posible en los círculos más ligados a la elite portadora del confort. Las relaciones bidimensionales y tridimensionales son más comunes, propias de una era de la modernidad tardía, de la alta complejidad y la diversidad. Las formas unívocas, unidimensionales, siguen existiendo, aunque demuestran la insuficiencia en su ejercicio. En la diferencia entre Occidente y Oriente, la relación unidimensional se encuentra más arraigada, en naciones y civilizaciones con tradición despótica, más acentuada en el ámbito oriental. La relación mando-obediencia es directa en la mayoría de la población. En Occidente, las relaciones políticas y de poder adquieren una multidimensionalidad inusitada, que apunta a escenarios de conflicto e incertidumbre que se tienen que estar enfrentando y resolviendo en todo momento.
En la discusión original sobre la dimensionalidad del poder, los elitistas incorporan la perspectiva del poder secreto que se ejerce a través del ámbito de lo privado, que permitía que la elite generara aceptación para sus políticas públicas, con lo que se planteaba la posibilidad de otra dimensionalidad oculta del poder. Los pluralistas en tanto, se quedaban en la esfera pública donde operaba la unidimensionalidad del poder, por lo que se facilitaba la visibilidad de la pluralidad de visiones y perspectivas (Hyndess, 1997, pp. 14-15). En el ámbito de lo occidental, las relaciones unívocas y unidimensionales se reducen a los mandos centrales, las entidades más jerárquicas y disciplinarias, a las relaciones de clientela política, a los grupos más leales y satisfechos. En las democracias occidentales, se busca que los niveles de aceptación y aprobación de un grupo dirigente se mantengan en un nivel que permita la toma de decisiones, el diseño de las políticas públicas y el manejo de las crisis. Si los niveles de adhesión, aceptación, sumisión y obediencia varían en relación con la lealtad y la distancia ante el mando central y la elite dirigente, tal estado se agrava en los grupos apáticos e indiferentes y ni que decir de los grupos de oposición, “leales” o insubordinados.
La pluralidad y el conflicto son algo común en las sociedades occidentales. En principio puede no existir una unidad en la elite o en la clase dominante, y eso provoca fracturas y fisuras que alimentan el conflicto y el disenso. La incidencia directa del poder de la elite y de la clase dominante sobre la población podría ser poco tersa y susceptible de oposición, rechazo y rebeldía. Las respuestas sociales a través de la opinión pública, el ejercicio de las libertades civiles, los movimientos sociales, la ciudadanía más activa y las organizaciones de la sociedad civil, podrían complicar cualquier proceso de toma de las decisiones y el resultado estar lejos de lo esperado por los núcleos dirigentes. Igual sucede con procesos emanados desde “abajo” que pueden terminar acordando y negociando con otros grupos de presión o ante la misma clase dominante, para acabar reproduciendo métodos y prácticas de viejo estilo, con lo que las luchas de transformación se deforman y se vician. En suma, las relaciones de poder y de fuerza, de orden unidimensional, derivan a lo bidimensional y multidimensional, que intensifican la complejidad, la diversidad y el conflicto social. La ley y el orden jurídico se combinan con relaciones de fuerza, más bélicas que otra cosa, que mantienen el amago constante sobre el estado social y político de un orden cambiante y dinámico, móvil y transitorio. Y siempre queda el referente democrático, limitado y todo, que acota, los procesos políticos. El poder se traduce en manejo de complejidad, en el uso de la comunicación y la búsqueda del entendimiento para amortiguar la conflictividad social, inherente a la experiencia de la modernidad.
Complejidad, comunicación y consenso
Pensar en términos de Niklas Luhmann, conlleva acercarnos a la teoría de los sistemas, a la diferenciación y la complejidad. Ya de por sí la corriente sistémica con influencias biológicas y naturalistas, replantea la discusión clásica de la filosofía y el pensamiento político. En lugar de la teoría del Estado, cargada de connotaciones metafísicas, se utiliza la referencia al sistema en su relación con el entorno. Las condiciones medioambientales, el entorno, permiten la existencia y la reproducción de los sistemas que evolucionan a una diferenciación y autonomía creciente, en relaciones de complejidad cada vez mayor (Luhmann, 1991, p. 43). En la tradición del pensamiento político occidental, alejado del despotismo, la institucionalización del conflicto social, ayuda al entendimiento y el manejo de la problemática política a través de la teoría de sistemas y subsistemas. Así tendremos instituciones que logran diferenciarse entre sí, adquirir autonomía, resultar autosuficientes y sistemas que se desdoblan en subsistemas que manejan alta complejidad. El sistema autorreferente luhmaniano, así como la autopoiesis y la autocreación de los sistemas, establece un deslinde con elaboraciones deterministas y monistas que harían depender a un sistema o una institución de un determinante, que puede resultar económico o estructural (Luhmann, 1991, pp. 32-34).
Es bastante conocida la formulación clásica de la teoría política marxista, estructuralista, de Nicos Poulantzas que hizo una diferenciación del poder en términos de la función específica que se cubre en la sociedad. El poder económico, el político y el ideológico aparecían como entidades diferenciadas en lo analítico, y con un determinismo de la economía en el capitalismo (Poulantzas, 1979, pp. 136-137). La noción de la “sobredeterminación”, como el momento en que lo político y lo ideológico adquieren una autonomía relativa ante lo económico, y le regresan la determinación, pretendía atacar el monismo estructural del marxismo ortodoxo. Al final, Poulantzas, en una discusión plena con el posestructuralismo y el posmarxismo, cede en la concepción del Estado hasta concebirlo como un campo de fuerzas. Lo considera una condensación de las relaciones políticas y de poder (Poulantzas, 1979, p. 154). No se abandona la noción de Estado, pero ya se perciben las complejidades de la autonomía y la diferenciación institucional, como procesos políticos alejados de un orden simple, del determinismo económico y de la lucha de clases.
En un estado despótico es comprensible suponer que el poder está altamente concentrado en el “jefe máximo”, el “comandante en jefe”, el “gran timonel”, o cualquier variación del poder altamente unificado, de orden antiguo o posrevolucionario. Las consecuencias políticas de sociedades y comunidades con una alta concentración del mando y la autoridad es que se empuja a la violencia política, a la rebelión y la revolución. El círculo vicioso de los despotismos, con salidas revolucionarias que recaen en formas autoritarias y dictatoriales, más populares, más actuales, más validadas socialmente, no alcanza a resolver la cuestión del poder fuerte como referencia central. Ante eso, la línea histórica del liberalismo y la democracia, los derechos individuales, y humanos, permiten la institucionalización del cambio y el conflicto. Se exorcizan las salidas violentas, como sucede en Inglaterra y Estados Unidos, se permite el ajuste, el cambio pacífico y gradual vía las instituciones. Un ente sistémico o institucional se alimenta de sí mismo, alcanza la autonomía y la diferenciación suficientes para resultar lo menos afectado si otros sistemas o instituciones se dañan. En un régimen despótico, una dictadura o incluso en un régimen autoritario, las vías institucionales y sistémicas para cambiar la realidad, están agotadas y obstruidas. Si el poder a secas se endurece, se traslada al conjunto del sistema y de las instituciones. El planteamiento sistémico y luhmaniano de la autonomía y la diferenciación de los sistemas y subsistemas, permite la autonomía y la diferenciación entre los mismos. Habermas ya había planteado que en el capitalismo tardío los fenómenos de las crisis económicas, cada vez más contenidos en la parte económica y estructural se trasladaban a la dimensión motivacional y cultural, retardando las respuestas políticas ante la crisis (1975, pp. 66-69). Estamos ante sociedades y regímenes políticos que tratan de adaptarse al cambio y garantizar la continuidad de lo sistémico institucional. Se amortiguan y frenan los efectos inmediatos de la economía y se traslada a otras dimensiones una crisis sobrecargada, que es administrada y manejada a través de instituciones de alta complejidad.
Ante la violencia, la coacción y la coerción está la dimensión de lo persuasivo, el convencimiento y el consenso. La importancia del entendimiento y la comunicación aumenta proporcionalmente a la presencia de la diversidad, el conflicto y la complejidad de las realidades políticas y sociales. En Estados-nación y en la globalización en curso, los procesos de toma de las decisiones adquieren una complejidad particular. Los actores involucrados en los procesos decisorios aumentan, la dinámica abarca más instancias y mediaciones, las resoluciones del poder involucran a más gente y comunidades. La toma de una decisión estaría en un sitio distante y los afectados podrían estar alejados del asunto, en el tiempo y en el espacio. La relación del mando y la obediencia es más impredecible que nunca, añadiendo más complejidad al asunto. Las respuestas desfavorables a una toma de decisión o el rechazo a un paquete de medidas tomadas, pueden bloquear, obstruir y anular el ejercicio del poder. El poderío ya no es tal, cuando es ineficaz y se debilita cuando recurre todo el tiempo a la fuerza y la violencia, porque es evidente la ausencia de legitimidad de la autoridad.
Ahora más que nunca, el poder y el consenso, la anuencia y la aprobación andan a la par, reduciendo a mínimos el ámbito de la violencia y la coerción. De ahí que los regímenes totalitarios, autoritarios y mafiosos no alcanzan a encontrar un espacio de aceptación en la comunidad internacional. Se imponen al interior, y en el exterior no tienen respetabilidad. El poder a secas se debe apoyar en la comunicación y el consenso, en la persuasión y el convencimiento. El capital y la tecnología, altamente concentrados, nos harían suponer que el ejercicio del poder se facilita más y más. La debilidad de la mediación de la política complica el ejercicio del mando y en un mundo, con pretensiones formales de alcanzar la libertad y la democracia, se necesita el consenso y el aval social.
Los medios de comunicación masiva convencionales y virtuales intentan cubrir tal labor estratégica. En Luhmann, el poder es un medio de comunicación, simple y llanamente (1995, p. 13). Se trata de lograr que una decisión y determinación sea aceptada por alguien con el menor uso de violencia posible. El poder como reducción de complejidad simplifica la toma de las decisiones, porque conduce la diversidad y la complejidad del entorno al sistema político que la procesa (Luhmann, 1986, pp. 205-206). El rol de la técnica, los especialistas y los profesionales es indudable en el manejo experto de los sistemas, que además adquieren dinámica propia, hasta llegar al final del hombre, al agotamiento de la centralidad humana. La disutopía sistémica que concibe macropoderes y macrosistemas procesando la diversidad, la complejidad de las realidades humanas y sociales, reconoce el cambio y el dinamismo siempre y cuando se garantice la existencia y la continuidad de lo sistémico y del poder que lo maneja.
El poder como realidad sistémica podría expresar el inconveniente de acabar con la dimensión emancipatoria de la modernidad democrática. La anulación de las personas y la sujeción de la humanidad, a través de mecanismos y formas de control mayúsculos que se apoyan en la comunicación como estrategia del poder, nos puede instalar en regímenes de alto control social y bajo poder ciudadano. Es concebible explorar otra dimensión de los medios de comunicación, aún más clara en las redes sociales en una búsqueda por la reapropiación de la sociedad de los instrumentos del poder, para defender y apuntalar la libertad, la democracia y la justicia. Y hacerlo, en un estado de alerta para evitar reproducir el mismo poder que reaparece en formas variadas y diversas.
Conclusión
La reflexión sobre la política, concentrada primordialmente sobre lugares fundamentales como el Estado y las instituciones que expresan el mando y la autoridad, se aboca cada vez más al entendimiento y la comprensión de los fenómenos del poder, más inasibles, pero necesarios de entender. El poder desborda y supera la realidad institucional de los Estados y otras formas de la política moderna y a la vez no alcanza la condición de visibilidad y relevancia que tuvieron en otro momento los gobiernos, los partidos políticos, las instituciones formales, los sindicatos y los movimientos sociales. Los abarca a todos por igual y no alcanza a concentrarse en una figura crucial de la política moderna. El poder, en su forma institucional y en su condición de relación social, nos resulta tan evasivo, tan difícil de captar y como quiera ayuda a entender procesos macropolíticos globales y de la micropolítica de las relaciones interpersonales, de los localismos y las realidades más ocultas y cotidianas. Adentrarse en los estudios del poder, implica acercarnos a las temáticas de la condición humana, de la voluntad personal y colectiva, del nosotros y de la otredad, del mando y la obediencia, nos permite retomar la revisión de las relaciones de fuerza y coactivas y entrar al plano de la búsqueda de los consensos y la comunicación en realidades cada vez más complejas, múltiples y plurales.
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Jun 2021
Histórico
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Recibido
13 Oct 2020 -
Acepto
22 Feb 2021