“y la luz como daga y el galopar incesante de los caballos por la estepa … Más allá: la frontera. Un espejismo de agua vacía. El viento loco” (Rivera Garza, 2020, p. 22).
La primera frase, corta, estilo Ernest Hemingway, me hace sentir que estoy en un Western, película de vaqueros John Ford. Escucho “el ruido de los cascos sobre el suelo arenoso” y me coloco en esa atmósfera árida y majestuosa del género, sobre un caballo, en tierra de vaqueros o vaqueanos. La segunda y la tercera frase son aún más breves, una respiración tensa y agazapada: “Un resuello. Un resoplido”. Recuerdo de inmediato un artículo de Antonia Castañeda en el que una niña que traduce los males de su madre en el hospital piensa que se va a morir porque ella no sabe cómo se dice “resuello” en inglés. Estoy en la frontera, me empieza a entrar un sentido de llenura en el estómago, un cierto despertar visceral. Hago una pausa y me digo que debo respirar con la frase, seguir su aliento. Leo entonces en voz alta para dejarme sentir la poesía de ese estacato, oraciones cortas seguidas de frases nominales, a medida que entro en el recinto de ese espacio árido donde palabras inusuales me salen al encuentro: “mezquites”, “anacahuita”, “biznagas”, “coyotillo”, plantas del desierto. Algunas las conozco; otras, me las imagino en la tersura de la ambientación constituyente. Cabalgo así, acompañando al jinete bajo esa luz que cae “impune sobre la gobernadora … [mientras] el viento que levanta el polvo rosáceo, gris y canela de la llanura, choca contra las agrestes pencas del nopal que se elevan poco a poco, escalonadamente, hacia el cielo” (p. 7). Escalonadamente, me digo: imagino esas gradas mientras respiro la tolvanera molesta, aunque cuando, por ser “rosácea” y “canela”, se torna cara a la literatura. Inicio así de nuevo la lectura de la Autobiografía del algodón (Mcmillan, 2020) de Cristina Rivera Garza –historia novelada– inspirada al mismo tiempo por la lectura que ella hizo de un fragmento de la misma en su “Discurso de Apertura de Lit & Luz” en Octubre de 2020 (https://www.youtube.com/watch?v=JRU9CrAm-xE&t=41s). Saboreo sus personajes, algunos de los cuales me son no solamente conocidos, sino bien amados, entre ellos, José Revueltas, gran amor, ancestro literario, y paisano de la autora, y Gloria Anzaldúa que en el trascurso del libro va a conocer su nahual: una víbora cascabel. ¡Qué maravilla! El libro huele a todos los citados y los no citados: Juan Rulfo y Elena Garro y hacia el sur del continente, Juan José Saer y Martín Betancort –poéticas del campo, mundo de laborantes de la tierra, historias de la gente sin historia.
“El cielo del campo tenía algo de definitivo sobre su cabeza. El negro compacto y, luego, esos agujeros luminosos que llamamos estrellas” (p. 17).
Leí, digo, en voz alta, como si yo misma hubiese escrito el texto, deleitándome en cada frase, cada palabra bien pensada y sentida, que seguro costaron horas, sino es que días de meditación y esfuerzo. Quise escribirle de inmediato. Lo había querido antes, desde que supe que había obtenido una MacArthur, la beca genio, y decirle lo contenta que estaba de que la hubiese recibido porque era la materialización misma de esa justicia que a veces solo existe en la poesía. Pero no lo hice. En vez, me dispuse a gozar de la escritura que, como la de Saer, como la de Marguerite Yourcenar, como la de Betancort, induce a meditar; grafía que te estruja las entrañas en ese efecto que se busca con afán y se obtiene solo a través de años de bregar con la palabra.
El algodón, “oro blanco”, su historia y grafía, ella empezó a pensarla, nos dice, desde 2014, en un convivio con la chicanada de La Jolla –así llamada la Universidad de California en San Diego (USCD), mi alma mater. Este texto es la carta pública que le escribo, sintiendo en mi cuerpo su poesía, deteniéndome a anotar, meditar, reflexionar sobre esas frases sueltas preposicionales, nominales, adverbiales y adjetivales permitidas en la poesía mas no en la prosa, hasta llegar con grata sorpresa a las fuentes, después de haber recorrido con el jinete, José, Pepe –llamado como uno de los abuelos de la autora, José María, Chema. Este Pepe, José, el jinete, no es otro que José Revueltas, el benemérito, que arriba a los algodonales y deja el registro de esa historia sin historia en su novela El luto humano. Rivera Garza le hace una reverencia:
“La forma de los pasos cuando los hombres van tras la esperanza” (p. 43).
Simultáneamente al texto de Rivera-Garza, da la casualidad, leo un libro sobre Michael Bukharin, Bukharin and the Bolshevik Revolution: A Political Biography. 1888-1938, de Stephen Cohen (Oxford, Oxford UP, 1971) y me doy cuenta de la simultaneidad de los tiempos en ambas biografías. Rivera-Garza y Cohen, hermanos gemelos en la historia y el posicionamiento, testigos del olor singular del momento escrito, principios de siglo XX, en la Unión Soviética y en México, después de dos revoluciones donde, en uno y otro país, la cuestión raigal es la alianza obrero-campesina, por aquellos lugares llamada smychka. Corren los años de la década de 1930 en ambos textos, pero refieren a los de 1910 y 1917 en que combatieron los que iban a ganar la Revolución mexicana y bolchevique, vientos que se mezclan y extrapolan en la figura de José Revueltas, a quien el Partido Comunista de la ciudad de México envió a Estación Camarón a que “organizara a las masas que ellos llamaban desorganizadas” (p. 17) y que luego, haciendo uso de la palabra escrita, dejó el registro de todo lo que vio cuando la gente camina en pos de la utopía en esa primavera tumultuosa en el norte más norte de México, en su novela. Todo esto había ocurrido en la historia de un pueblo, Anáhuac, Estación Camarón, que desapareció de las cartografías mexicanas, y al que Rivera Garza vuelve a instalar en el mapa, por lo menos en el de la literatura historizada del “oro blanco”.
El año en que le entregan la tierra a los campesinos es 1938, justo el año que fusilan a Bukharin. Nos preguntamos si el joven Revueltas vio de lejos a tan importante teórico bolchevique cuando asistió en 1935 al VI Congreso Mundial de la Internacional Juvenil Comunista en Moscú. Es justamente sobre la figura de Bukharin que Cohen se pregunta si la historia de la Revolución rusa podría haber sido diferente y, para contestarla, revisa las pugnas de los dirigentes del partido Bolchevique, luego Comité Central o Comintern, con su politburó. Rivera Garza, por su parte, va tras el campesinado, igual que Revueltas, igual que Bukharin, igual que Cohen para trazar su propia historia en esa gente de campo, trashumante y nómada que fueron sus abuelos y, de la misma manera que en Bukharin un siglo antes, estos campesinos caen bajo el peso de una forzada modernización, igual que, en Rivera Garza, recorre primero lo que fue minería, luego “oro blanco”, sorgo, maquila, fracking.
“los que no tenían nada excepto la fe …Y se necesitaba esa testarudez de las piedras” (p. 17).
Para 1934, marzo, cuando Rivera Garza nos anuncia la llegada de José Revueltas a Estación Camarón, Distrito de Riego o Sistema de Riego Número 4, en plena huelga de 5 a 15 mil de puros trabajadores del campo, el Bloque Obrero y Campesino de Camarón se había formado muy a fines del año anterior –o sea, en el 33. Exigían tierras, refacciones para los tractores, créditos al Banco de Crédito Ejidal. Se llamaron como se llamaron: Sindicato de Trabajadores Agrícolas, Sindicato Único de trabajadores Agrícolas, Frente Único Obrero y Campesino. Rivera Garza pone a su abuela Petra en el centro de la discusión: mandar una comisión para hablar con el presidente de la república, Lázaro Cárdenas, quien los apoya.
Para esa misma época, la fértil discusión sobre cómo transformar la sociedad rusa en sociedad soviética-socialista había llegado a su fin. Las fracciones dinámicas entre bolcheviques occidentales y nativo-nacionales discutían con gran variedad de puntos de vista asuntos relativos al poder teórico, doctrinario, político-económico. La improvisación y falta de consenso era la regla del día. Pronto esos animados debates entrarían en su fase de endurecimiento y nutrirían el embrión burocrático de los apparachiki en eso llamado terror estalinista. ¡Qué pocas sorpresas nos guarda la historia de las revoluciones! Por eso, estos dos libros de los que hablo se espejean. Antes de la Revolución rusa, los teóricos marxistas europeos ya discutían la posibilidad de una revolución nacional. El empuje cabal de una economía globalizada había transitado del laissez-faire al monopolio. Tal cambio rendía los nacionalismos y autodeterminación de los pueblos estrategias obsoletas. Los bancos eran dueños de gran parte del capital invertido en la industria y habían mutado de organizadores a dueños directos de la economía mundial. Las economías nacionales eran empresas combinadas pertenecientes a las oligarquías, al capital colectivo, llamado financiero, caracterizado por el monopolio de los bancos y la competencia brutal entre las naciones imperiales en busca desesperada de más altos provechos en los mercados coloniales. Para dominarlas había que militarizar las relaciones internacionales lo cual hacía inevitables las guerras.
Por eso mismo, argumentaban, la posibilidad de las revoluciones nacionales quizás estaba clausurada y la esperanza se posó en la resistencia de la gente colonizada, tierras de obreros y campesinos atrasados, como los de la nueva Unión Soviética y, por eso, de ahí que el plan económico propuesto por Bukharin se centrara en la protección de la pequeña propiedad campesina, apostando por una economía mixta, mercados que pusieran en contacto campo y ciudad, y una alianza obrera-campesina, smychka, para transitar a una sociedad más justa que sería llamada socialista. Todo suena muy familiar. Al leer estos dos libros al unísono quiero creer que Bukharin y Cárdenas al respirar los mismos aires, pensaran de manera similar y que una discusión parecida haya tenido lugar en México. En el texto de Rivera Garza, Cárdenas quiere repoblar la frontera como dique de contención contra el empuje norteamericano.
“La llanura inmensa poco a poco abrió la boca y se los tragó” (p. 96).
Los proyectos económicos bolcheviques estuvieron agrupados en lo que se llamó Nuevo Plan Económico, esforzado en reestructurar las relaciones de producción y mantener la unión obrero-campesina sin sacrificar una a la otra. A los campesinos había que dejarles estar, sin expropiar ni colectivizar sino más bien estableciendo formas y niveles intermedios y fortaleciendo el aparato laboral para que no se desintegrara o desorganizara, ley inherente a todo cambio social. Pero, al mismo tiempo, en la Unión Soviética, los teóricos marxistas se preguntaban por las categorías con qué pensar lo social puesto que las teorías del valor, precio, provecho, inversión, mercado habían sido pensadas para las sociedades capitalistas y no eran aplicables a sociedades pre o post-capitalistas, donde la base raigal social era agraria, profundamente atrasada y analfabeta, y construir con ellos la nación o sociedad post-revolucionaria era una tarea colosal. Los pequeños productores tendrían que entrar en el mercado mediante la esfera del intercambio, para lo cual había que incentivarlos a producir un surplus sin colectivizar, ni confiscar su producto a la fuerza.
De fondo, fondo estaba el problema de la modernización, progreso, desarrollo y sus costos. En la Autobiografía… ella venía pegadita a proyectos de riego, la utilización del agua del río Bravo monopolizada por los Estados Unidos y a los intensos trabajos y migraciones, materia de una reflexión afectiva sobre cómo los hijos dejarán a sus padres persiguiendo futuros mientras en la Unión Soviética se planteaban la descripción del nuevo orden –“sociedad transitoria”, “dictadura del proletariado”, “comunismo de guerra”. La preocupación raigal era el papel del partido vanguardia, cómo iba extendiendo su control sobre todos los recursos, cooperativas y sindicatos usados para acelerar la producción, red de consumos locales para controlar la distribución, el todo social productivo transformado en apéndices burocráticos, la estatización de la economía y el retiro de las instituciones intermediarias entre Estado y sociedad, más la formación de una élite de directores de empresa, y el capitalismo de Estado. Se temía la potencial emergencia de una nueva clase gobernante y la degeneración burocrática del sistema: la posibilidad del Estado totalitario aparecía radiante en el horizonte de los trabajos de Bukharin. De uno y otro lado, la separación Estado y sociedad se iba eliminando paulatinamente. El Estado comunal, especie de democracia industrial de raíz, se iba luyendo.
Mas, el ansia de cambio, la guerra entre el capital y el trabajo, la esperanza que traería la justicia al planeta eran parte del horizonte de esa generación que hizo las dos revoluciones bajo condiciones de posibilidad espantables, acompañados de una multitud de campesinos iletrados, fuerza política y productiva por la que debería preocuparse la nación. La tarea era colosal. Pensar en las clases sociales, en el papel del proletariado, en las luchas entre campesinos devenidos obreros, y si la revolución sería mundial o en un solo país era el afán del siglo que empezó por ordenar las pequeñas unidades campesinas, facilitar la reglamentación gradual y eliminar la anarquía económica que trae toda revolución. En el libro de Rivera Garza la lógica se enrumbó hacia la venta de la nación. Pero en los años treinta del siglo pasado, para el Partido Comunista Mexicano, a los ojos de José Revueltas, una huelga de 5 a 15 mil campesinos abría la imaginación y cerraba el miedo, mientras el júbilo y gozo de escribirla “se metía en los cuerpos de los huelguistas, invadía poco a poco sus órganos, y los aventaba ilesos a través del tiempo. Una huelga es aquello al margen del silencio, pero silencioso también” (p. 20). La lucha en los Estados coloniales era la esperanza de la revolución mundial en Bukharin también.
“La luz brutal alebresta los cabellos y cae, pesada, sobre el ánimo. La energía. Las manos” (p. 20).
Rivera-Garza nos dice que esta es una autobiografía sin el pronombre personal “yo”. Es la historia de la producción del algodón, un fragmento de la marcha hacia la modernización en Ciudad Anáhuac, Estación Camarón, Presa Don Martín. Ahí, se conglomeró gente que responde a diferentes nomenclaturas productivas: aparceros, trabajadores del campo, labradores de la tierra, trabajadores agrícolas (asalariados del campo), pizcadores, colonos, agricultores, jornaleros. La nación mexicana postrevolucionaria también descansa sobre esa clase campesina pauperizada, vapuleada e iletrada. Para el momento en que Revueltas llega a Estación Camarón, 1934, en México, tal como lo desmenuza Rivera Garza, los obreros de las minas habían transitado a ejidatarios, dueños de entre 10, 15 y hasta 20 hectáreas de tierra, pero en lucha todavía contra los mandos terratenientes, oficiales corruptos del Estado, salarios bajísimos. La huelga en la que participa el joven Revueltas se resuelve mediante la inundación de las tierras por la presa construida para su riego, así, si en la Unión Soviética tenemos un quiebre político con el terror estalinista, en México tenemos un quiebre natural. Y la historia de esa lucha, su vigencia y arqueología, vuelve a salir a la luz, reeditada en un texto híbrido que mezcla historia personal, historia literaria e historia política en una familia de ejidatarios, Petra Peña Martínez y José María Rivera Doñez, abuelos de la autora.
En el estilo gobiernan José Revueltas, Juan Rulfo y Elena Garro, arteria nutricia de las letras mexicanas, subalternidades noveladas, historias contadas en la ficción porque no aparecen más que como ausencia en la prosa estatal de la contrainsurgencia gubernamental, como diría Ranajit Guha para la India. Y en ese lente que enfoca, alumbra, y da espacio a esas otras historias subordinadas, no escritas excepto en la ficción, una ficción historiada como la de Rivera Garza, los grandes mexicanos se analogan no a Dostoievski como expresó Carmen Aristegui en un pequeño artículo sobre el aniversario del natalicio de Revueltas, sino a Tolstoi, el supremo escritor ruso sobre el campesinado.
En este texto híbrido sobra preguntarse por el género de escritura, me hago cargo de la mezcolanza, y me dejo seducir, en primera instancia, por la pobreza medular de los personajes, su reciedumbre ante la adversidad, la reconstrucción o el repaso de la vida de esos nómadas, trashumantes, migrantes que son mineros y campesinos, obreros y trabajadores de la tierra, gente cuya vida desgraciada y paupérrima gozo en la literatura y cuyas vicisitudes me espantan y enternecen en la realidad. Son estas vidas épicas, sobrevivientes de la tierra hechos personas, hombres, mujeres y niños sin lugar sobre la tierra y bajo el sol, portadores de una búsqueda eterna en todos los lugares donde la pobreza que labora el campo existe, donde la iliterancia no es necesariamente ignorancia, y donde el sentir hondo se manifiesta a raudales porque es la gran riqueza que poseen. Rivera Garza es historiadora, hace labor de archivo, y desde siempre encuentra la mejor manera de narrar esas sus historias a través del sentir, el sufrir, y el esperanzar humano que trasluce en lo que en literatura llamamos personajes y atmósferas. Pero este relato lo escribe porque su “familia nunca se sentó a la mesa … con la explícita intención de hablar de su historia con el algodón” (p. 162); porque tal historia no la creían “los suficientemente relevante como para justificar la existencia de una conversación, mucho menos de un libro” (p. 162). Y lo que compartieron en los campos de algodón nunca “fue recordado o pensado como material explícito para los ojos ajenos del futuro” (p. 162). Entre estas multitudes de desheredados estaban sus abuelos.
Las tres abuelas son Petra Pérez Martínez, Regina Sánchez (en segundas nupcias con su padre después de la muerte de Petra), Emilia Bermea Arispe; sus abuelos, José María Rivera Doñez y Cristino Garza Peña. Uno de los hijos del primero, Antonio Rivera Peña es el padre de la autora; y una de las hijas del segundo, Ilda Garza Bermea, su madre. En su esencial humanidad reposa la historia personal de la autora pero también la del agrarismo, los ejidos, la repartición de tierras, la repoblación de la frontera norte, los trabajos de regadío, los conflictos con el país más rico de la tierra, los gobiernos, las letras, las luchas obreras y sindicales, la historia como cuento de ficción, o la ficción de la historia y su agrafía. Ejemplos abundan puesto que todo el texto es un relato de esas historias de vida insertas en una geografía política, pero narradas desde la carne, los gustos, las ilusiones, los enamoramientos, las muertes, las luchas, los padres y los hijos, las casas, las comidas, el desplazarse bajo los cielos espectaculares y las tierras yermas, ahí, en la lucha por el bocado y la sobrevivencia. Los hijos de estas familias se irían lejos: “lejos de la casa, lejos de la tierra de labranza, y nos convertiríamos, [dice Rivera Garza] poco a poco … en el enemigo mismo” (p. 162). Llegaba la modernización que era la guerra y “Esos hijos que crecerían para ser algo más … los traicionarían al final … [los abuelos] trabajarían incansablemente, amorosamente, por esos niños y, llegado el momento, esos mismos niños, esos niños solo en apariencia inocentes, los negarían con la fuerza de la indiferencia o la prisa de llegar al futuro” (pp. 162-163).
“Afuera: el rumor del río. Afuera: las bandas de pájaros. El viento todavía cálido sobre las cosas del mundo” (p. 87).
¿Es acaso la escritura, memoria: vuelta a las fuentes, la reconstrucción de lo olvidado o lo perdido? En el estacato entre oraciones largas y cortas está la urdimbre, lo granular de la vida, la memoria y los afectos perdurables. La escritura es un don: recoloca, aclara, reivindica. En el elogio a las abuelas guardamos el registro de aquello vivido: en Petra, la magia de la escritura; en Regina, la valentía y gozo por las cosas del mundo; en Emilia, la reciedumbre.
Petra es un dibujo. La vemos con la espalda encorvada, inclinada sobre un pedazo de papel, la vista fija, en un silencio de oración, siendo observada con reverencia por sus hermanos. Nadie entre ellos había logrado esa gracia. Cuando el marido la ve dibujar esos trazos que él no podía discernir, queda mudo.
Pero nada en su vida lo preparó para la reacción que tuvo su cuerpo cuando vio a esa muchacha de talante grave y de modos resueltos escribir algo hermético e intransferible, algo que para él quedaría para siempre en el terreno del misterio. En un acto parecido al de la prestidigitación, Petra se comunicaba con lo que no estaba ahí, frente a ella, que casi era lo mismo a decir que Petra mandaba y recibía mensajes de fantasmas y muertos (p. 32).
Muy al estilo de Gabriel García Márquez, uno de nuestros ancestros en la escritura, sentimos en el ritmo de la frase su aproximación a la oralidad, pegadita en su substancia a lo sacro. Los escritores estamos siempre acompañados por los ausentes, lo nonatos y los muertos.
Regina es una “aparición”, algo no material, no de este mundo. Es buena con el Mauser en la batalla, “sabía todo de la guerra: sus secretos, sus atajos, sus crueldades. Pero, sobre todo, … sabía mantenerse viva entre ese montón de hombres armados y solos” (p. 113). Es una compañera de armas; una que toma las armas. Y más, “venía de muy lejos, venía de todos lados. Regina era el mundo entero que se arremolinaba en su cuerpo. De repente, tenía ganas de todas las noticias, de todos los alimentos, de todas las sonrisas que ella cargaba y compartía” (p. 114). Regina era la sensualidad misma, el gozo por la vida. Juntos habían conocido el amor y en su ejercicio se habían tocado hasta confundir la propia “pertenencia de las manos” (p. 170). Regina es la singuralidad moderna, por eso se adjetiva como de maravilla.
Emilia es la autosuficiencia: mujer bajita de ojos alertas, abuela tipo realismo mágico. Es una cuentista que puebla el universo en la penumbra, inundando la oscuridad con su voz suave pero resuelta, proveniente de su hondura. Tiene: “una voluntad que nunca conoció rienda, con una aspereza que muchos denominaban su falta de tacto, pero que con seguridad la ayudó a sobrevivir los difíciles años de colonizadora y, después, sus años como inmigrante precaria en el puerto, Emilia contaba con generosidad y gusto por historias de trabajo” (p. 225). Amén.
“Para vivir en la frontera de algodón, para sobrevivir día a día en un mundo de hombres armados …, una mujer necesitaba una serpiente de su lado” (p. 170).
EPILOGO: Una tarde tranquila en mi casa en Nicaragua, Oralia, una mujer campesina, le gritó con imperio a Roberto, mi marido: “¡no se mueva!”. Él obedeció y quedó quieto, como hecho de piedra. Ratos después nos preguntó: “¿no la oyeron? Era una cascabel”. A diferencia de Petra y Gloria Anzaldúa, Roberto no pudo observar la cabeza diamantina del animal, su lengua bífida, y el dibujo que su cuerpo traza al deslizarse sobre la tierra. Tampoco oyó su siseo, ni pudo observar su altivez, el color de sus pupilas, las rayas de su cara, sus ranuras. Pero la orden lo detuvo en seco. La culebra no lo vio con sus ojos altivos y retadores; ni él vio su mirada que descompone. Pero sí supo que a una culebra de cascabel hay que cederle el paso. El movimiento la amenaza y la quietud les facilita oler el miedo humano, esa manada desaforada que paraliza cada célula de nuestro cuerpo. Quietos no hacemos daño. Las culebras advierten tranquilas ese reposo. Hoy, junto a Cristina Rivera Garza y su texto, recuerdo esa cálida tarde en que a Roberto le atajó el paso una cascabel.
Referencias
- Cohen, Stephen. (1971). Bukharin and the Bolshevik Revolution: A Political Biography. 1888-1938. Oxford UP.
- Rivera Garza, Cristina. (2020). Autobiografía del algodón Mcmillan.
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Rivera Garza, Cristina. (2020, octubre). Discurso de Apertura de Lit & Luz. Youtube https://www.youtube.com/watch?v=JRU9CrAm-xE&t=41s
» https://www.youtube.com/watch?v=JRU9CrAm-xE&t=41s
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Fecha del número
Jan-Jun 2023