Open-access Cuidados (invisibles) y cuerpos para otros. Un estudio de caso de mujeres de Córdoba, Argentina

(Invisible) Care and Bodies for Others. A Case Study of Women from Córdoba, Argentina

Cuidados (invisíveis) e corpos para os outros. Um estudo de caso de mulheres de Córdoba, Argentina

Resumen

Los cuerpos de las mujeres son construidos para otros. En medio del sistema patriarcal, los cuerpos feminizados quedaron relegados a la esfera privada, destinados al trabajo de cuidado, doméstico, de reproducción, a la nutrición, etcétera. Estas tareas sostienen al engranaje capitalista y se supone que son realizadas “por amor”. Este trabajo muestra los resultados de una investigación territorial con 60 mujeres de la ciudad de Córdoba, Argentina, que tienen entre 20 y 60 años. Hemos indagado acerca de los trabajos de cuidado que realizan, focalizando en las experiencias en relación con el cuidar, así como también apuntamos a mapear en sus cuerpos las consecuencias de esas tareas. Metodológicamente utilizamos técnicas cualitativas como observación participante, entrevistas focalizadas, cartografía feminista y autoetnografía. Estas nos permitieron abordar las vivencias y subjetividades, así como las representaciones sociales que tienen quienes ejercen las labores de cuido. Entre los resultados, pudimos ver que los cuerpos de las mujeres continúan siendo para otras personas; no obstante, también registramos marcas de las resistencias y transgresiones a los roles que el sistema sexo-género les ha tradicionalmente impuesto.

Palabras clave Mujeres; trabajos de cuidados; cuerpos; cartografías; exclusión

Abstract

Women's bodies are built for others. In the midst of the patriarchal system, feminized bodies were relegated to the private sphere, destined for care work, domestic work, reproduction, nutrition, and so on. These tasks support the capitalist gear and are supposed to be done "out of love." This work shows the results of a territorial investigation with 60 women from the city of Córdoba, Argentina, who are between 20 and 60 years old. The purpose was to ask those women about the care work they perform, focusing on experiences in relation to caring, as well as to map the consequences of those tasks on their bodies. Methodologically, qualitative techniques such as participant observation, focused interviews, feminist cartography, and autoethnography were used. These allowed to address the experiences and subjectivities, as well as the social representations that those who carry out care tasks have. Among the results, one can see that women's bodies continue to exist for other people; however, it is also possible to register marks of resistance and transgressions to the roles that the sex-gender system has traditionally imposed on them.

Keywords Women; care work; bodies; cartographies; exclusion

Resumo

Os corpos das mulheres são construídos para outros. No sistema patriarcal, os corpos feminizados foram relegados à esfera privada, destinados ao trabalho doméstico, de cuidado, de reprodução, de nutrição, entre outros. Essas tarefas sustentam a engrenagem capitalista e se supõem que devem ser realizadas “por amor”. Este trabalho mostra os resultados de uma investigação territorial com 60 mulheres da cidade de Córdoba, Argentina, com idade entre 20 e 60 anos. Investigamos sobre os trabalhos de cuidados que realizam, enfocando nas vivências em relação ao cuidar e, também, pretendemos mapear as consequências dessas tarefas em seus corpos. Metodologicamente utilizamos técnicas qualitativas como observação participante, entrevistas focadas, cartografia feminista e autoetnografia. Isso nos permitiu abordar as vivências e subjetividades bem como as representações sociais de quem exerce os labores de cuidado. Entre os resultados, pudemos constatar que os corpos das mulheres continuam a ser para outras pessoas; no entanto, também registramos marcas de resistência e transgressões aos papéis que o sistema sexo-gênero tradicionalmente lhes impõe.

Palavras-chave Mulheres; trabalhos de cuidados; corpos; cartografias; exclusão

Introducción

¿En qué consiste ser mujer? Según señala Marcela Lagarde:

el contenido de la condición de la mujer es el conjunto de circunstancias, cualidades y características esenciales que definen a la mujer como ser social y cultural genérico, como ser-para y de-los-otros. El deseo femenino organizador de la identidad es el deseo por los otros (1996, p. 23).

Y, más allá de los cambios que se han producido en los últimos años durante los cuales las mujeres han ocupado espacios públicos y comenzado a feminizar ámbitos tradicionalmente considerados masculinos, aún son ellas quienes continúan realizando la mayor cantidad de los trabajos de cuidado.

El cuidado es un derecho, no podemos prescindir de él: son necesidades sociales y hay poblaciones que requieren más cuidados que otras. Como explica Sira del Río, algunas personas de acuerdo con su edad o por situación de enfermedad y/o discapacidad deben depender necesariamente de otras personas para cubrir sus necesidades; pero también existen los dependientes emocionales (del Río, 2004, p. 4) quienes, aún sin necesitar estrictamente de la atención de otras personas, la demandan. En Argentina, mientras las mujeres dedican 6 horas en promedio a los trabajos de cuidado, los varones le destinan 3,8 horas (INDEC, 2014). Ellas cumplen 6,4 horas de labores no remuneradas y los hombres 3,4 horas. Esta división de tareas vinculada al trabajo doméstico y de cuidados trae consigo profundas desigualdades, que se replican en la esfera remunerada, patrimonio también mayoritariamente femenino. Según un informe de la OIT (2019), en Latinoamérica el 80 % de quienes se ocupan de dichas tareas en su versión remunerada son mujeres. En el 2020, ONU Mujeres alertó sobre la persistente discriminación hacia las mujeres y niñas y su desventajosa situación socio-económica. Gran parte de esas desigualdades se explican por la carga desproporcionada del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que enfrentan las mujeres, especialmente durante sus años reproductivos. La OIT (2019), por su parte, asegura que el cambio cultural más importante para avanzar en la igualdad de oportunidades entre varones y mujeres es, probablemente, el reparto de las labores domésticas y de cuidados no remuneradas.

La feminización de la responsabilidad insiste en que son ellas quienes tienen la obligación de cargar con las tareas del hogar y es por eso que deben estar pensando no solo en su trabajo formal sino también en el de cuidado dentro de la casa, la comida, el aseo de las/os hijas/os, la ropa de la familia entera, los pagos de las cuentas, el ir al supermercado, etcétera. Ello conlleva una carga mental y un agotamiento diferente al de los varones ocupados en su espacio público. Los trabajos de cuidado son abrumadores y, además, invisibles. Chant (2005) sugiere que el término feminización de la responsabilidad nos marca la necesidad de considerar de qué modo las mujeres se encuentran cada vez más en el “frente de batalla”, y cómo la carga de la supervivencia familiar recae de manera desproporcionada sobre ellas. Rescatar esta dimensión, de acuerdo con la autora, tiene como objetivo transmitir la idea “de que las mujeres se encuentran asumiendo una mayor responsabilidad en hacerle frente a la pobreza” (Chant, 2005, p. 214) de manera invisibilizada y en muchos casos “instrumentalizada” por el diseño de las políticas públicas.

Los cuerpos de las mujeres son cuerpos-para-otros (Basaglia, 1983) en todos los sentidos: son cuerpos que alimentan, que sanan, que enseñan, que procrean, maternan, entre otros. Como señala Diana Maffía: “Los cuerpos así sojuzgados por la cultura dominante, son otros para sí mismos. Las mujeres nos vivimos como “otras” mirándonos y valorándonos desde el ojo del amo” (2007, p. 4). En el marco de un sistema patriarcal, las explotaciones son múltiples. Siguiendo a Lorena Cabnal, entendemos que:

el patriarcado es el sistema de todas las opresiones, todas las explotaciones, todas las violencias, y discriminaciones que vive toda la humanidad (mujeres hombres y personas intersexuales) y la naturaleza, como un sistema históricamente construido sobre el cuerpo sexuado de las mujeres (2010, p. 122).

La sociedad patriarcal, a su vez, se rige por el sistema sexo-género, el cual sostiene una relación desigual de poder entre mujeres y hombres y se ancla en la división sexual del trabajo, la familia nuclear y la heterosexualidad obligatoria. Gayle Rubin lo describe como una superestructura emanada de la división sexual del trabajo, la familia heterosexual monógama y, en definitiva, el modo de producción nacido a partir de la propiedad privada (1986). En este marco, el cuerpo de las mujeres aparece en el centro de las disputas. Como afirma Godínez (2020), en estos cuerpos se viven todos los malestares, pero también los bienestares, porque nos hemos interpelado a nosotras mismas y hemos descubierto desde lo personal y lo colectivo que hay otras maneras de vivir como mujeres y pueblos. Para Maffía (2007) “[e]s el cuerpo donde cada sensibilidad, cada cicatriz, cada estría, cada localización física de las emociones […] diseña un mapa totalmente personal que sedimenta como historia”.

Frente al contexto actual en el que el movimiento feminista argentino viene sosteniendo luchas por la autonomía de las mujeres y sujetos feminizados, toman fuerza las palabras de Franca Basaglia: “Que la lucha de liberación de la mujer se centre sobre el cuerpo es entonces la señal concreta de lo que es el primer problema” (1983, p. 23). Pues, como sabemos, son territorios de disputas y conquistas y podemos verlo, por ejemplo, en la reacción conservadora argentina frente a la demanda creciente de legalidad de la interrupción del embarazo o en la aplicación de la Ley de Educación Sexual Integral (Bonavitta, 2019, p. 2). Para los feminismos comunitarios y populares, no podemos pensar al cuerpo y al territorio como categorías aisladas, pues una presupone a la otra. Recuperar y defender el cuerpo también implica, de manera consciente, provocar el desmontaje de los pactos masculinos con los que convivimos, implica cuestionar y provocar el desmontaje de nuestros cuerpos femeninos para su libertad, sostiene Lorena Cabnal (2010):

En el planteamiento de recuperación y defensa histórica de mi territorio cuerpo tierra, asumo la recuperación de mi cuerpo expropiado, para generarle vida, alegría, vitalidad, placeres y construcción de saberes liberadores para la toma de decisiones y esta potencia la junto con la defensa de mi territorio tierra (Cabnal, 2010, p. 131).

Y es allí, en los cuerpos, donde se resienten los trabajos de cuidados. Estos, son invisibles, precarios y, al mismo tiempo, urgentes e impostergables para quienes los realizan y para quienes los demandan también. Tal como señala Corina Rodríguez Enríquez:

El trabajo de cuidado (entendido en un sentido amplio, pero en este caso focalizado principalmente en el trabajo de cuidado no remunerado que se realiza en el interior de los hogares) cumple una función esencial en las economías capitalistas: la reproducción de la fuerza de trabajo. Sin este trabajo cotidiano que permite que el capital disponga todos los días de trabajadores y trabajadoras en condiciones de emplearse, el sistema simplemente no podría reproducirse. El punto es que, en el análisis económico convencional, este trabajo se encuentra invisibilizado y, por el contrario, la oferta laboral se entiende como el resultado de una elección racional de las personas (individuos económicos) entre trabajo y ocio (no trabajo), determinada por las preferencias personales y las condiciones del mercado laboral (básicamente, el nivel de los salarios) (2015, p. 37).

En ese marco, como el sistema no reconoce este trabajo de cuidado, tampoco lo hacen las personas: ni quienes los reciben ni quienes lo ejercen. Históricamente, el sistema patriarcal y el sistema sexo-género han naturalizado estas tareas y han determinado que son las mujeres quienes lo ejecutan y no se pone en cuestionamiento. Siguiendo a Marcela Lagarde, podemos afirmar:

En la cultura patriarcal, la humanidad de las mujeres está fincada en la desocupación del centro del mundo y de la vida, en la expropiación del cuerpo y de la subjetividad, y en su apropiación y subordinación por parte de los hombres y los poderes (Lagarde, 1996, p. 22).

Para que las mujeres dejemos de ser seres subordinados, debemos poder eliminar las desigualdades impuestas, estereotipos, sexismos y machismos. No se trata de resistir sino de re-existir en un contexto que plantea urgentes necesidades de cambios estructurales. Para ello, es indispensable cuestionarnos las dinámicas de cuidado actuales sin las cuales el sistema mismo no funcionaría.

Materiales y métodos

Este artículo es resultado de una investigación-acción feminista que hemos realizado durante el período comprendido entre 2016 y 2019 con 60 mujeres de sectores urbano-populares del sur de la ciudad de Córdoba, Argentina que tienen entre 20 y 60 años de edad. En el marco de un proyecto sobre Cuerpos, territorios y cuidados, llevado a cabo en el marco de nuestro trabajo postdoctoral e investigaciones posteriores sobre la temática, hemos indagado acerca de los trabajos de cuidado que realizan estas mujeres, focalizando en las experiencias en relación con el cuidar, así como también apuntamos a mapear en sus cuerpos las consecuencias de esas tareas: ¿adónde se resienten? ¿En qué parte puedo registrar emociones, sensaciones, esfuerzos, alegrías? Para ello, reflexionamos sobre la dimensión cuidadora, entendiéndola como una producción subjetiva que se da a partir del trabajo vivo en acto (Benet, Merhy y Pla, 2016, p. 2).

Las mujeres que participaron de esta investigación son, mayoritariamente, trabajadoras domésticas y de la economía informal. Son cuidadoras a tiempo completo, pues lo hacen en sus hogares, pero también en el de sus empleadoras/es. Al mismo tiempo, participan de comedores, merenderos y centros de salud en sus comunidades. Las encontramos quincenalmente en círculos de mujeres, en los que hemos podido debatir, reflexionar y compartir experiencias, creencias y emociones sobre diferentes ejes temáticos que proponíamos. En esos encuentros, hemos utilizado a la cartografía feminista en más de una ocasión como una técnica que nos ha permitido mapear los cuerpos. ¿Cómo?, registrando a través de dibujos, palabras, marcas en qué lugares estaban las huellas de los cuidados, de las exigencias, de las violencias, pero también las de la alegría, la lucha, las rebeldías.

Comprendemos a la cartografía como proceso de producción de conocimiento colectivo a partir de la experiencia vivida, donde se reconoce a todas las personas como productoras intensivas de conocimiento (Benet, Merhy y Pla, 2016, p. 3). Esta técnica nos brindó las herramientas y la sensibilidad necesaria para poder registrar los cuerpos y su vínculo con los cuidados más allá de las palabras y de las expresiones orales.

Así, las mujeres pudieron mostrar en sus cuerpos-territorios dónde se hallaban sus dolores, sus cansancios, sus resistencias, sus malestares, su felicidad. Nuestro mapeo ha sido un proceso dialógico que se ha construido a partir de los encuentros con las mujeres y los territorios de prácticas que habitan en su cotidianidad. Las observaciones situadas y los relatos de estas observaciones ayudaron a construir una mirada cartográfica.

Cabe aclarar que esta técnica apela al recurso de la memoria personal, pues nos remonta a experiencias que nos permitieron anclar en lo que hoy estamos revisando y en cómo estamos siendo. Nos vincula con narrativas que nos posibilitan reconstrucciones de historias. Según Ripamonti:

La narrativa rearticula y reestructura el tiempo vivido a través de una historia […]. La memoria narrada resulta una construcción tensa, entre lo que se trae como recuerdo –y de ese modo conforma la manera de percibir, de comprender– y lo que se configura ante los sentidos en el presente, transformando, modificando, interactuando con ella. De ahí que ésta es una (re)elaboración, entre lo que se lleva como marcas del pasado y el presente, y un aprendizaje irresuelto, entre lo nombrado y lo que queda abierto (2017, pp. 86-87).

Esto, asimismo, se vincula con la caracterización que recupera Paula Ripamonti (2017) sobre el concepto de experiencia a través de tres rasgos: su condición de saber de lo singular, inanticipable y testimonial. Recoger las experiencias de las mujeres en relación con el cuidado ha sido central para este artículo. Observar los trabajos de cuidado que gestionan en sus territorios y hogares, por un lado, y oír las lecturas que ellas mismas hacen de estos, por el otro, ha permitido una comprensión mayor sobre sus realidades. Es interesante notar las distancias, así como la incapacidad de dimensionar cuánto cuidan hasta que finalmente se detienen a verlo y pensarlo. En la cotidianeidad, los cuerpos se van erosionando sin que se acompañe de un registro reflexivo de esto. Cabe recordar que la mayoría de ellas son trabajadoras domésticas en casas particulares, por tanto, además de las tareas que realizan en sus propios hogares, también lo hacen fuera de allí.

Para concretar el mapeo, identificamos los cuidados que realizan y también si reciben atención por parte de otras personas o de ellas mismas. En los ejercicios prácticos, demarcaron en qué partes de sus cuerpos se traducen esos cuidados, dónde los sienten, qué es lo que perciben; así como también indagamos en las causas que los motivan. Más allá de que sabemos que el sistema sexo-género y patriarcal son quienes han dado origen al mandato del cuidado y a la división sexual del trabajo, las mujeres lo han identificado desde otros lugares. La intención de la cartografía es, justamente, abordar sus sensaciones, creencias, emociones, y su registro físico.

En tanto, el presente escrito también toma aportes de la autoetnografía, como una técnica clave puesto que, quienes narramos, también somos parte de la investigación-acción y cuidadoras. La autoetnografía es un método que pretende, a través de la descripción de la experiencia personal, comprender el universo cultural. Se basa en las emociones y los sentimientos que experimenta quien investiga y no solo en su racionalidad, por lo que las propias experiencias son cruciales en el análisis de la realidad social (Bard Wigdor y Bonavitta, 2019, p. 5).

En esta técnica, así como en la anteriormente descrita, se abandona la idea positivista de neutralidad de la ciencia. En la autoetnografía, quien investiga es un/a participante activo/a capaz de hablar sobre un objeto que conoce y del cual posee un distinguido acceso porque lo experimenta (Bard Wigdor y Bonavitta, 2019, p. 6). La autoetnografía es un enfoque de investigación y escritura que busca describir y analizar sistemáticamente (grafía) la experiencia personal (auto) con el fin de comprender la experiencia cultural (etno) (Ellis, 2004; Holman Jones, 2005).

Finalmente, también utilizamos técnicas propias de la metodología cualitativa como la entrevista focalizada y la observación participante. La primera nos permite arribar a interpretaciones concretas, históricas y situadas para reconstruir hipotéticamente los procesos a través de los cuales se ha arribado a los significados de las protagonistas de los relatos y contribuir con ello a la reconstrucción de sus historias (Montes, 2015). La segunda nos facilita la posibilidad de estar en los territorios, de convivir con las sujetas de estudio, comprender sus relatos no solo desde las palabras sino también desde la acción.

Como parte del trabajo territorial, la observación nos permitió reflexionar sobre las maneras en que las mujeres cuidan y los tiempos que dedican al cuidado. Las entrevistas, por su parte, nos permitieron indagar acerca del sistema de creencias y las representaciones que las mujeres tenían en torno al cuidar, a los trabajos de cuidado y al autocuidado.

Relatos y estudios de casos: ¿cuidar es instintivo?

La crítica feminista ha contribuido a interpelar las bases del sistema social y los discursos sobre la maternidad y la familia heterosexual, contribuyendo en la desnaturalización de las estructuras de dominación, en el destino biológico de las mujeres en tanto madres, y en la división de roles y funciones según el ordenamiento sexo-genérico del sistema patriarcal (Giallorenzi, 2017). No obstante, el sistema sexo-género ha determinado que las mujeres tienen la obligación de ser ante todo madre “y engendran un mito que doscientos años más tarde seguirá más vivo que nunca: el mito del instinto maternal, del amor espontáneo de toda madre hacia su hijo” (Badinter, 1991, p. 79). Las sociedades, frente a esto, han generado acciones para “preparar a una mujer para este rol y convencerla de que tener hijos y marido es lo mejor que puede esperar de la vida” (Federici, 2013, p. 37).

En las reuniones en las que participaron las mujeres aparece fuertemente la idea del supuesto instinto materno. Lo anterior se vincula con la feminización de la responsabilidad de la que hablamos previamente, pero también con el mandato patriarcal de que cuidamos por amor. “Eso que llaman amor, nosotras lo llamamos trabajo no pagado”, sostiene Federici (2013, p. 14) y agrega Coral Herrera Gómez: “Las mujeres sostenemos al capitalismo cuidando gratis a bebés, a niños y niñas, a familiares con alguna enfermedad o a ancianos dependientes” (2019, p. 134). A la palabra “cuidado” le aparece automáticamente la idea de la maternidad en todas las mujeres que son madres:

Para con los hijos el cuidado creo que es un comportamiento instintivo y natural. Lo hago desde algo interno sin planteamiento. Por amor, por querer verlos bien, crecer sanos, contentos(V., 41 años).

¿Por qué cuido? Creo que está en la naturaleza femenina, nos sale fácil, es innato el proteger a otro, cuidar a otro, velar por su bienestar(I., 38 años).

Cuido porque es algo que hago desde siempre, desde que tengo conciencia(L., 36 años).

Es inevitable cuidar. Creo que desde la infancia me hubiera gustado que alguien se preocupe por mí o me tenga como prioridad absoluta (N., 25 años).

Cuesta mucho aún ver que el instinto maternal, como otros supuestos instintos biológicos, son construcciones sociales estratégicamente pensadas para sostener el sistema patriarcal y el capitalismo. Mientras las mujeres cuidan “por amor”, el capitalismo se sigue reproduciendo, pues hay trabajadoras invisibles que no perciben salario alguno por su trabajo que debe realizarse en nombre del amor y del ser-mujer. Se habla de instintos, incluso dicen que es “inevitable” cuidar, como si fuera un destino único y obligado. “Si no cuidara sentiría más libertad, menos presión” dice J. de 39 años. Los cuidados acaban siendo pesos y no deseos, están mucho más relacionados con las cargas que con los instintos –aunque ellas digan lo contrario–. Los trabajos de cuidado son trabajos permanentes que aparecen, como dijo L. de 40 años, desde que “tengo conciencia”. Esto, además, tiene un fuerte soporte en el mito del amor romántico. Como señala Marcela Lagarde:

los cautiverios de las mujeres se han estructurado en torno al amor que envuelve la sexualidad erótica y procreadora. La maternidad, la conyugalidad, la familiaridad y la amistad, implican al amor considerado inmanente de las mujeres. Sexo, sexualidad y amor son una tríada natural asignada a las mujeres. Son la esencia del mito sobre la naturaleza femenina (Lagarde, 2001, p. 66).

De esta manera, vemos cómo se vinculan los trabajos invisibles con los mitos del amor romántico y con la falsa idea de los instintos. Esto no hace más que reproducir desigualdades de género que la economía feminista, según apunta Corina Rodríguez Enríquez (2015), ha conseguido explicar. Con el concepto de economía del cuidado, se logró visibilizar y actualizar el debate sobre las formas de organización de la reproducción social y reconocer el impacto de estas en la reproducción de la desigualdad. Este término explicita la manera en que las sociedades resuelven la reproducción cotidiana de las personas y el rol que esto juega en el funcionamiento económico y en los determinantes de la desigualdad (Rodríguez Enríquez, 2015).

En ese marco, mujeres y varones organizan inequitativamente los trabajos de cuidado. Los costos son enormes y se manifiestan en los cuerpos sobrecargados de ellas. Las dobles y triples jornadas laborales que realizan las mujeres se resienten en su psiquis (el síndrome del ama de casa) pero también en sus cuerpos explotados y doblegados:

Lo siento en mí al cuidado, creo que en mi espalda. En mi pecho siento el cuidado. Si no cuido sentiría culpa(P., 37 años).

Siento el cuidado en todo el cuerpo... desde el corazón hasta la cabeza(C., 45 años).

Ese cuidado pesa, estimo que en los hombros y el cuello. Si no cuido siento culpa y tristeza por no poder(B., 37 años).

Yo cuido a la mayoría de ellas personas con las que me vinculo. Y lo siento en la espalda. Ahora mismo lo estoy sintiendo. Me cuesta el límite entre el cuidar y el hacerme cargo (I., 38 años).

En los encuentros de mujeres, hemos podido cartografiar los cuidados y las marcas que estos dejan en el cuerpo. En un ejercicio, marcaron en qué partes del cuerpo se siente el cuidar y es notable cómo se ubica en la espalda, en los hombros, en el cuello. Se vive como una carga, como algo que está haciendo peso sobre ellas. Algo que portan y no cuestionan. Frente a esto, y considerando que muchas mujeres dijeron cuidar por instinto, nos preguntamos: ¿lo instintivo puede sentirse justamente en la espalda? ¿Los instintos se concentran justamente allí donde van las cosas pesadas, adonde se colocan las cargas y las responsabilidades? Además, las mujeres señalan que si no cuidasen sentirían “culpa”. Y se ve como diariamente están en movimiento, laborando, encargándose de las necesidades de las demás personas en los territorios, un poco porque así lo han aprehendido pero también porque consideran que es su responsabilidad hacerlo.

El cuerpo de las mujeres, como cuerpo-para-otros, siente la culpa judeocristiana de no cumplir con la disponibilidad permanente para los demás. Una de las entrevistadas sostuvo que le dificultaba hallar el límite entre el cuidar y el hacerse cargo de otra persona. Y esto es recurrente puesto que llevan consigo el mandato de la maternidad incondicional, permanente, extendida.

Hay diferencias entre el amor de la mujer y del hombre. La mujer tiene un amor altruista y eso nos hace velar por la paz; y el hombre tiene un amor hedonista, primero él y, después, si lo logra, el otro (I., 38 años).

Cuido a mi marido porque veo que él no se cuida y porque es una manera de demostrar mi amor(M., 33 años).

Cuido a hijes de amigas porque sus parejas no pueden y porque necesitan recurrir a mí(A., 30 años).

Esta es otra idea que se repite en los relatos: creer que las mujeres aman diferenciadamente y que eso es natural. La sociedad fomenta activamente entre las mujeres “una mitología amorosa […] profundamente idealista, que a veces defendemos a toda costa, como parte esencial de nuestra experiencia amorosa” (Lagarde, 2001, p. 68). El mito del amor romántico perdura en las vidas de las personas obligándolas a cumplir unos roles que implican la disposición permanente y sufriente para otro. Tras un pacto sexual-patriarcal, se las ha históricamente entrenado para cuidar. Desde pequeñas, las niñas van recibiendo órdenes, estereotipos, sexismos y herramientas que les enseñan a comprender que su amor es diferente al de los varones y que, por ello mismo, se debe accionar distinto. El sistema patriarcal nos ha enseñado que los varones se ponen en primer lugar a sí mismos y que las mujeres ponen a los demás por encima de ellas. Allí reside su culpa: cuándo no viven para los demás, cuando se rebelan y transgreden lo esperado. ¿Por qué dicen cuidar?

Yo cuido porque soy solidaria y porque cuando muera quiero ir al cielo al lado de Jesús. Será porque nunca me dieron mucha bola en mi infancia. Y porque soy así. Si no cuidara sentiría un vacío seguramente(M., 58 años).

Nunca preguntamos al otro ¿cómo te puedo cuidar? ¿No? (M., 31 años).

La solidaridad está vinculada a la idea de cuidado, también la religión como sistema ideológico que fomenta este ser-para-los-otros. Con estas ideas, sostenemos el cuidado. Quien no cuida está en falta, no cumple con la misión de “buena persona”, no lleva una vida basada en valores. Este es un gran éxito del patriarcado, el sistema sexo-género y su aliado: el capitalismo.

Los trabajos de cuidado tienen un género así como también tienen una misión que consiste en sostener el engranaje del capitalismo y del sistema sexo/género a partir de la participación de mano de obra barata o, incluso, gratuita.

Yo me puse de novia con mi pareja cuando él estaba en la cárcel, lo llamaba y lo iba a ver. Ahora salió y se vino a vivir conmigo y con mi hijo(C., 32 años).

En el afán de cuidar y de cumplir con los mandatos del amor romántico –como herramienta de control sobre las mujeres– siempre están dando, siendo para los otros. El caso de Carolina es el de una mujer separada, con un hijo, con un salario informal, habitando en condiciones precarias, no obstante, igualmente recibió a un varón en su casa a quien también debía cuidar por su situación personal (recién salía de prisión) y sostenerlo económicamente al menos por un tiempo. El amor romántico afirma que así debe ser, ya que este exige sacrificios y entrega.

Por otra parte, cuando revisábamos quiénes habían cuidado a las cuidadoras, encontramos que nuevamente se repite la división sexo-genérica.

Hoy me cuida mi suegra, mi marido, unas amigas, mi mamá(M., 33 años).

A mí me cuidan mis amigas, mi vieja(B., 39 años).

Me cuida mi hermana, es a la única a la que le pediría algo(L., 29 años).

Mi hermana y mamá cuidan a mis niños(V., 27 años).

En los barrios se extienden los cuidados comunitarios, vecinales. Se generan redes de mujeres, que se acompañan entre sí y generan sus potencias a partir de los encuentros, las posibilidades, las discusiones. En esos espacios, privados y seguros, se atreven a contar lo que sienten, qué las ha cansado, qué les da temor aún y sus pequeñas-grandes victorias personales.

En los encuentros, las mujeres dibujaron sus cuerpos cual mapas. En ellos trazaron, a partir de imágenes, palabras o símbolos, dónde guardaban sus alegrías, tristezas, iras, pesos. Las rodillas y la espalda eran las zonas más cargadas, más pesadas para ellas. Las gargantas eran los lugares donde se alojaban la angustia y las palabras por decir. Las cabezas, llenas de fuego porque no cesan de pensar. En sus estómagos dibujaban los enojos que no podían digerir frente a las injusticias que se producen y reproducen en esta sociedad.

Las mujeres con las que trabajamos estaban agotadas, cansadas de tanta resistencia. Hallaban placer en sus cuerpos, sí. Estaba localizado en su pelvis y se remarcaba con dibujos y palabras el deseo sexual y la necesidad de conocerse más, pues aún no se han explorado, la enorme mayoría afirma que jamás se ha masturbado; incluso muchas de ellas no sabían, por ejemplo, que tenían un clítoris que estaba allí para brindarles un placer desconocido. Se animaron, entre risas, a hablar de sus vaginas y de sus territorios de placer, de las fantasías que alguna vez tuvieron y del poco espacio que dejan en sus vidas para la intimidad, así como de las condiciones habitacionales en las que viven que tampoco facilitan las exploraciones personales. Pero la pelvis también alojaba abusos, violaciones y violencias sexuales que también quedaban plasmados en esas imágenes. El placer y el goce no era lo que predominaba en sus dibujos. Contrariamente, los enojos, la rabia y el cansancio era lo más visible. También es importante recalcar que los cuerpos que ellas dibujaban poco tenían que ver con sus cuerpos reales, sino que se correspondían con los estereotipos occidentales de belleza delgada y curvilínea.

Su autopercepción no tenía que ver con ellas mismas sino con lo que la tríada patriarcado-colonialismo-capitalismo y el sistema sexo/género les exige ser. Esto también tiene que ver con una doble invisibilización: no las ven y no se ven. El no satisfacer físicamente las exigencias patriarcales y de una industria del cuerpo que exige y vende perfección, también les generaba culpa. Así como las mujeres, en los encuentros, no ponían en duda que debían cuidar tampoco dudaban que no debían engordar. Son mandatos patriarcales tan naturalizados que no se ponen en cuestionamiento y van quedando como marcas registradas en sus cuerpos, sus historias y narraciones:

Yo siempre he cuidado y sigo cuidando a todo el mundo. Hijos, nietos, vecinos… siempre cuido, siempre me toca(A., 54 años).

No solo se halla la naturalización sino también la resignación de lo que inevitablemente debiera suceder. Se ha romantizado tanto el cuidado e hipervalorizado la maternidad que no se les cuestiona, pues hacerlo sería poner en duda el amor. Lo hacen, así, sin analizar las desigualdades del ejercicio de este tipo de trabajo entre género. Y nos observan con cara extraña cuando preguntamos ¿qué pasaría si no cuidaras? No pueden responder. Abren sus ojos enormes. Se quedan pensando, hacia adentro, reflexionando:

Nunca había pensado en esto. Me hace enojar pensar en esto(M., 33 años).

Me pone mal darme cuenta de que no tengo ganas de cuidar a mis hijos todo el día(P., 37 años).

Siempre cuidé a mis hermanos, nunca pensé que ya era el momento de dejar de cuidarlos. Me acostumbré. Nunca lo pensé(J., 38 años).

¿Qué sucede si las mujeres desafían el mandato primario del ser mujer? ¿Cómo se vive socialmente? En los espacios privados, las mujeres habitan desde el cuidado, desde el dar y estar para las demás personas. En las observaciones se pudo ver su entrega: cebando un mate, preparando tortas, alcanzando sillas, cuidando nietos, sobrinas, vecinos. No se niegan a hacerlo ni aún después de haber reflexionado que no es una obligación ni un instinto. Tampoco luego de ver que les resulta un peso y que pueden mapearlo en el cuerpo.

Mi marido tomaba mucho, a mí me tocaba cuidar a nuestros hijos de todo, incluso de él(E., 28 años).

Cuidaba a mi esposo y a sus hijos. Yo no tengo hijos pero era su compañera, tenía que cuidarlos yo(L., 30 años).

Cuando hay niños/as en los hogares, el cuidado queda a cargo de las mujeres de una manera muy marcada: en el caso de las mujeres el tiempo promedio para el total de los aglomerados alcanza 9,3 horas diarias, y en el caso de los varones 4,5 horas diarias (Rodríguez Enríquez, 2014). Algo similar sucede cuando hay ancianos o ancianas: las mujeres que viven en hogares donde hay una persona mayor de 64 años dedican 5,1 horas y cuando hay 2 mayores de 64 años dedican 4,8 horas diarias (Rodríguez Enríquez, 2014). Según el estudio que realizó Corina Rodríguez Enríquez, la sobrecarga en el tiempo de las mujeres es tremenda:

[…] una mujer que trabaja la jornada laboral de tiempo completo estaría destinando 8/9 horas diarias a su empleo –en las grandes ciudades puede sumarse a esto unas 2 horas diarias de traslado–, y a esto habría que sumarle las casi 5 horas de TNR1 diario. Esto nos da una jornada diaria de 16 horas destinadas al trabajo (remunerado y no remunerado). Le restan las 8 horas diarias para dormir, o bien ajustar ese tiempo para realizar algún otro tipo de actividad vinculada con el esparcimiento, las relaciones sociales, o la capacitación. En definitiva, la presión existente sobre el tiempo de las mujeres es impactante (Rodríguez Enríquez, 2014, p. 20).

El cansancio en las mujeres es una constante, pero además es algo por lo que no deben quejarse, pues es su deber ser y en esto consiste la feminización de la responsabilidad. La resistencia en sus cuerpos se vuelve permanente y se asimila con total naturalidad. Las mujeres destinan mucho tiempo al TNR aun cuando están ocupadas en el mercado laboral; la variable de ajuste parece ser el tiempo de duración de esta jornada de trabajo remunerado (Rodríguez Enríquez, 2014, p. 21). Sucede entonces que suman jornadas laborales (doméstico, de cuidado, remunerados y no remunerados) pues no pueden permitirse relegar los cuidados. Sus compañeros, a veces, “las ayudan”, pero las tareas no se equiparan ni se equilibran.

Las responsabilidades domésticas y de cuidado aparecen como una tensión para las mujeres (y no para los varones) que buscan resolver ajustando los tiempos (particularmente de descanso y esparcimiento, y también de trabajo remunerado). Esto tiene implicancias evidentes en la posibilidad de las mujeres de una plena participación económica (y el consiguiente acceso a ingresos propios razonables), y en su calidad de vida (Rodríguez Enríquez, 2014, p. 22).

Las responsabilidades compartidas asegurarían mayor equidad en la vida de las mujeres. Si pudiéramos ser corresponsables en la resolución social de los cuidados, se podría también redistribuir los tiempos y los trabajos, contribuyendo a alivianar las crisis y democratizando el mundo del trabajo. Además, alivianaría el coste de la explotación de los cuerpos de las mujeres y crearía tiempos para destinar al disfrute y al autocuidado, que son cuestiones que tienen vedadas en una sociedad que las oprime y doblega. Al respecto, Rodríguez Enríquez señala:

Considerar al cuidado como un derecho, implica tener la posibilidad de gozar de tiempo para autocuidarse y elegir la manera de organizar el cuidado, pero también contar con el tiempo necesario para asumir la obligación que este derecho implica en el cuidado de los demás. La redistribución del tiempo y el trabajo es un eslabón indispensable para consolidar una organización del cuidado orientada por la perspectiva de los derechos, y que resulte más justa para todos y todas (Rodríguez Enríquez, 2014, p. 23).

La estructura patriarcal nos convenció de que el valor nutricio estaba asociado inmediatamente a las mujeres-madres y que no disponer de ello era negar nuestra condición esencial. Así, se fue sosteniendo el trabajo doméstico como un no-trabajo, como una actividad de cuidado, obligatoria para el género femenino, cuasi estandarte de la constitución fundacional de una mujer completa. Quienes no cumplen con ese trabajo son seres incompletos, confundidas, alteradas, rebeldes sin causa frente a lo que les toca como destino (Bonavitta, 2019). Pensar social y colectivamente los cuidados es una tarea pendiente en nuestras sociedades que resta valor a lo comunitario. ¿Cómo enfocar un cuidado compartido si no lo comprendemos como un derecho? Estamos insertos en un sistema que desprecia a las poblaciones que necesitan más de los cuidados como los y las niños/as, discapacitados/as y los y las adultos/as mayores y, al mismo tiempo, desprecia a quienes cuidan de ellos. Son trabajos que nadie reconoce y en los que no se repara desde el Estado y sus políticas públicas.

Placer, cuidado y goce

En los encuentros, ellas fueron señalando la vinculación entre placer, cuidado y autocuidado. Reconocieron que les generaba mucha alegría el hecho de ingerir ciertos alimentos o de realizar actividades como danza o educación física. Además, señalaron que les generaba culpa dejar de compartir tiempo con sus hijos/as para ir, por ejemplo, a tomar clases de baile o gimnasia. El tiempo dedicado al autocuidado –en cualquiera de sus formas– era muy escaso. Ellas no se daban ese permiso a sí mismas, en algunos casos, y, en otros, realmente no podían contar con una hora libre en sus vidas debido a la imposibilidad de alternar los cuidados con alguien más.

Mientras, la vidriera social muestra propuestas de disfrute femenino que están destinadas a un grupo muy selecto de privilegiadas. Por mencionar algunos ejemplos podemos pensar en las cremas (de rostro, cuerpo, antiage, anti-celulitis, etcétera), perfumes, alimentación light, centros de belleza, entre otras. Entonces, nos encontramos con una enorme industria destinada al cuidado de las mujeres que es segregacionista al mismo tiempo. ¿Quiénes pueden, efectivamente, acceder a ese cuidado? ¿Quiénes tienen la disponibilidad de dinero y de tiempo para poder dedicar algunas horas de su día a colocarse cremas, tinturas o masajes descontracturantes? En las entrevistas dijeron que sus espaldas les pesaban y que sus cuerpos no les gustaban. Les costó mucho, en el marco de una actividad, hallar aquello que les gustara de sí mismas. En un ejercicio debían presentarse con tres cualidades o características personales que les agradara de sí. Tardaron mucho en identificarlas y, luego, se demoraron en poder expresarlo a las otras. Esto se debe a que se les ha negado la autovaloración y la aprobación de quiénes son. Ellas debían recibir elogios por parte de varones, según manda el sistema patriarcal, pero no aprendieron a valorarse y aceptarse.

Mi cuerpo es horrible. No me gusta. No me gusta que me vea mi pareja cuando tengo relaciones(A., 35 años).

Estoy muy gorda. Mi ex marido siempre me decía que yo era gorda, que no era flaquita como su amante(N., 28 años).

Las mujeres se exigen mucho a sí mismas. La feminización de la responsabilidad ha pegado tan fuerte en ellas que se exigen mucho más de lo humanamente posible. En los barrios, están cuidando todo el tiempo, acomodando sus horarios a los de las demás personas. Los talleres y encuentros grupales, incluso, fueron realizados en los momentos en que sus familias no estaban en casa, entonces podían dedicar tiempo a hacer otras actividades fuera del cuidado del hogar y de sus habitantes. Para ellas, los espacios de los talleres eran sus momentos de disfrute, de compartir, los ratos en los que “no hacían nada” según su imaginario. Asistían apuradas, pues los tiempos son cortos y apretados para las cuidadoras. Debían ser en los horarios en los que sus hijos e hijas estaban en la escuela. El encontrarse con otras era su momento para ellas mismas, un espacio de placer y como tal lo reconocieron y respetaron. Como señaló Julieta Kirkwood:

[…] las mujeres viven –han vivido siempre– de cara al autoritarismo en el interior de la familia, su ámbito reconocido de trabajo y de experiencia. Que lo que allí se estructura e institucionaliza es precisamente la autoridad indiscutida del "jefe de familia" –el padre–, la discriminación y subordinación del género, la jerarquía y disciplina de este orden denominado "natural", que más tarde será proyectado a todo el acontecer social (Kirkwood, 1985, p. 5).

Entrampadas en sus hogares y en contextos autoritarios y patriarcales, incluso violentos en reiteradas ocasiones, sus espacios propios se ven reducidos, son mínimos, así como los tiempos habilitados para el autocuidado y el encuentro con el placer.

Jamás me masturbé. Ni siquiera sé cómo hacerlo. No tengo ni espacio en la casa para hacerlo(C., 32 años).

Me encanta bailar pero hace años que no lo hago. ¿Quién me cuida a mis hijos?(P., 27 años).

¡Qué asco eso! (en referencia a la masturbación femenina). Ni loca lo hago. Eso lo hacen los hombres(D., 29 años).

Sus cuerpos no les gustan, pero tampoco los conocen. En las entrevistas, la mayoría de las mujeres afirmaron que no conocían qué les daba placer o no habían experimentado con sus cuerpos; algunas habían explorado tímidamente en sí mismas. No obstante, la precariedad en la que viven no les deja, muchas veces, el espacio físico para tener intimidad e intentarlo. Para otras, ni siquiera merece la pena pensarlo pues les avergüenza, ya que la masturbación es “para varones”. Y eso ha establecido efectivamente el patriarcado: el placer es para los hombres, la sexualidad les pertenece. Para estas mujeres, el placer no es un derecho. No es algo que les pertenezca ni que merezcan.

A mí me han maltratado tanto toda mi vida, en toda mi infancia. Ahora nadie me pega(L., 49 años).

El hecho de que nadie les pegue es una novedad en sus vidas después de haber sufrido tantos maltratos. Las mujeres de los barrios con las que hemos trabajado narran en los encuentros cómo han sido golpeadas, abusadas, violadas y prostituidas. La mayoría han logrado salir y ahora se refugian en estos grupos en los que comparten con otras, se acompañan y se sostienen en encuentros que fomentan la sororidad. Reunidas, acompañándose, practican la solidaridad femenina, la sororidad, en oposición a la idea de una fraternidad que pensó un mundo exclusivamente masculino:

Para las mujeres, como decíamos, los valores de igualdad, fraternidad, democracia, son "vistos" como "desigualdad", "opresión" y "discriminación". El querer saber se parece a la rebeldía. Obviamente, esto no lo sabemos de inmediato. Hay un largo, dificultoso camino antes de reconocerlo en la propia conciencia. Fundamentalmente porque el saber oficial transmitido adopta siempre una apariencia "buena", "positiva"; pero en la realidad de las cosas este saber funciona de acuerdo a todo un juego de represión y exclusión: exclusión de aquéllos que no tienen derecho a saber. Y cuando estos últimos desde el mundo privado, desde el trabajo, desde la necesidad, acceden al saber, lo hacen por la vía del conformismo (Kirkwood, 1985, p. 9).

En esos encuentros donde predomina la sororidad, las mujeres reflexionan sobre sus vidas, sus recorridos sexuales, sus experiencias, ellas dicen que en los talleres se dan cuenta de muchas violencias que han vivido y las resistencias que han sostenido para transformar sus vidas. Estos procesos son muchas veces dolorosos, pues se desnaturalizan machismos cotidianos, microviolencias e incluso abusos, se empieza a ver que no tenían obligaciones sino imposiciones, que actuaban según mandatos y no deseos, se comienzan a notar las opresiones, las desigualdades, los desequilibrios.

Hasta mi hija de cuatro años me dijo una vez en la guardia del hospital: ¿por qué mamá todos los niños están esperando con su mamá? ¿Por qué no hay papás que estén acompañando a los hijos? (P., 37 años).

La conciencia se abre y deja paso a la reflexión. En los encuentros se animan a repensarse y repensar, también, a sus comunidades y vínculos. Muchas de ellas han resistido a situaciones de mucha violencia y han sido capaces de resignificar sus vidas. Han transgredido también las normas que las esperaba siendo esposas durante toda su vida y han podido alejarse de vínculos abusivos. Algunas de ellas también comprenden que las tareas de cuidado y doméstica están desigualmente distribuidas, sin embargo, no dejan de hacerlos: “¿Quién cuida a mis hijos si no los cuido yo?” (P., 37 años). Y así, inagotables, sin descanso, transcurren sus horas, sus días, sus vidas.

Discusión: entre redes y cuidados

Como sabemos, en relación con los cuidados, si hay algo que los caracteriza es que se trata de un ámbito siempre atravesado por el género, pues su distribución recae generalmente en las mujeres (Jelin, 2013; Arriagada y Todaro, 2012). Razavi (2007), por su parte, considera que el cuidado es un trabajo dirigido a personas con dependencia, pero también a los/as adultos/as autónomos/as, quienes serían generalmente hombres. Sira del Río (2004) los refiere como “dependientes sociales”, y sostiene que la inmensa mayoría de varones son dependientes porque no tienen ni la formación para cuidarse, ni el interés en hacerlo, lo cual acentúa la precariedad en el colectivo de las mujeres.

Sumado a esto, Gómez Rubio, Ganga León y Rojas Paillalef (2017) sostienen que, en Latinoamérica, en general, se da un predominante maternalismo que idealiza a las mujeres en tanto madres y cuidadoras. Este maternalismo exalta la diferencia entre hombres y mujeres en términos de sus capacidades, reforzando la división sexual del trabajo; donde los cuidados suelen ejercerse por una obligación social y de género, que nos lleva a una dimensión normativa de los cuidados dada por quién debe cuidar, a quién y por qué. En efecto, la presión social lleva a las mujeres a aceptar el cuidado como parte de sus atribuciones de género, implicando incluso el sacrificio de los intereses propios. Las sujetas con las que trabajamos en encuentros de mujeres les han permitido la posibilidad de conocerse, de cuestionar sus realidades, de escucharse con otras y conocerse con sus vecinas y compañeras, con las que hacen redes vecinales y de trabajo cooperativo. Algunas de ellas participan en comedores, merenderos y roperos, realizan actividades artesanales y venden sus producciones en ferias de la ciudad. Esto da cuenta de su fuerza y de sus capacidades de resignificarse, de transgredir lo que se espera de ellas (que se queden en la casa, que solo maternen). Ellas extienden al barrio y a la comunidad sus acciones y recrean nuevas maneras de estar en el mundo, acuerpándose entre todas, componiendo nuevas formas. Falta introducir la cita textual:

No sabemos aún lo que puede el cuerpo, dice Spinoza, sólo lo descubriremos a lo largo de la existencia. Al sabor de los encuentros. Sólo a través de los encuentros aprendemos a seleccionar lo que encaja con nuestro cuerpo y lo que no, lo que con él se organiza, lo que tiende a descomponerlo, lo que intensifica su fuerza de existir, lo que la disminuye, lo que intensifica su potencia de actuar, lo que la disminuye. Un buen encuentro es aquel por medio del cual mi cuerpo se conecta con aquello que le es conveniente, un encuentro por medio del cual aumenta su fuerza de existir, su potencia de actuar, su alegría. Vamos aprendiendo a seleccionar nuestros encuentros, y a componer: es un gran arte el de la composición, el de la selección de los buenos encuentros (Pál Pelbart, 2019, p. 1).

En los encuentros, los actos se potencian y lo inesperado se torna una constante. En esos espacios conviven el compartir y la reflexión conjunta con la capacidad de gestar acciones individuales y colectivas. En esos espacios aparecen puntos de conversión:

donde podemos dejar de simplemente padecer, para poder hacer; dejar de tener sólo pasiones, para tener acciones, para podernos desdoblar en nuestra potencia de hacer, nuestro poder de afectar, nuestro poder de ser la causa directa de nuestras acciones, y no de obedecer siempre a causas externas, padeciéndolas, estando siempre a merced de ellas (Pál Pelbart, 2019, p. 1).

En esos espacios se dan nuevas composiciones del ser mujer y del colectivo de mujeres que allí participan, allí, con otras, se reconstruyen. Hacen comunidad y reflexionan desde lo colectivo; desde allí recrean estrategias de cuidados colectivos también, contribuyendo entre compañeras. En el marco de las químicas impredecibles de cada encuentro, van naciendo nuevas miradas y consciencias que, sin saberse o sin denominarse feministas, lo están siendo pues están reflexionando sobre sus opresiones y desnaturalizándolas. Si bien siguen cuidando, el iniciar una toma de conciencia a muchas les sucedió que lo que era soportado cotidianamente se volvió intolerable y comienzan a aparecer nuevos modos de ver, de ser y de desear. Y se inventaron nuevos deseos que antes parecían impensables.

A modo de cierre

La socialización del trabajo es un deber. Tenemos que desnaturalizar a las familias como la única posibilidad social de cuidados y afectos. ¿Cómo pensar los cuidados o las soluciones a los mismos? Para que las mujeres dejen de cuidar de manera permanente se necesita de dos compromisos importantísimos. Por un lado, los varones deberían ceder sus privilegios y comenzar a equiparar acciones, trabajos, jornadas laborales y cuidados. Si bien están comenzando a florecer nuevas masculinidades y nuevas paternidades, para que las brechas de género en los trabajos de cuidado se achiquen, se necesita el compromiso real y efectivo de la mayoría de ellos. Como señala Pál Pelbart (2019), una mutación social es una redistribución de los afectos, es un rediseño de la frontera entre aquello que una sociedad percibe como intolerable y aquello que esta considera deseable. Y eso es justamente lo que estamos necesitando: un corrimiento de fronteras certero, donde haya una corresponsabilidad en las tareas de cuidado y que las nuevas masculinidades sean reales y no como plantea Cinzia Arruzza de que las crisis de masculinidades son puro efecto del neoliberalismo sobre las condiciones de la vida. Arruzza (2019) afirma que los hombres ya no pueden ser más el sostén de la familia porque están desempleados, precarizados, etcétera, pero que no es porque están cuestionándose el rol de proveedores fehacientemente.

Por otro lado, se necesita el compromiso del Estado. Sin políticas públicas con perspectiva de género, sin decisiones que efectivamente apuesten a una sociedad más igualitaria, difícilmente las mujeres dejarán de cuidar en soledad y accederán a condiciones más equitativas y dignas de vida. Las mujeres con las que hemos trabajado no tienen en claro sus gustos, sus pasiones, en qué les gustaría invertir su tiempo justamente porque nunca han tenido la posibilidad de detenerse a pensarlo o han sentido que sus deseos no son valiosos para los demás. En muchos casos, no conocen su cuerpo ni lo aceptan, puesto que no se corresponde con los mandatos occidentales de belleza. Ellas no saben tampoco qué características positivas tienen, pero sí saben en qué fallan o cuáles son sus defectos. Estamos acostumbradas a hacer foco en lo errático que tenemos, pues ser mujer en una sociedad patriarcal siempre corre con desventaja. ¿Cómo pueden cuidarse si siempre les dijeron que no valían, que no servían, que no podían? Están cansadas: de andar, de cuidar, de trabajar, de ser para los otros. Ellas esperan a los demás, pero no tienen tiempo de esperarse a sí mismas. Los círculos de mujeres y los talleres les han permitido regalarse sus propios espacios, sus ratos autorreflexivos, de escucha y de compartir, construyendo comunidad con las demás compañeras. Pero también permiten colectivizar los cuidados, la cual debería ser una apuesta de los Estados: reconocer que estos trabajos son tareas colectivas y que necesitan regulación, compromiso y políticas públicas.

A ellas, el participar de los encuentros con otras les ha facilitado la toma de conciencia acerca de varias cuestiones referidas a la violencia de género, por ejemplo, pero también en relación con sus deseos y cuidados. A algunas de ellas les ha posibilitado el repensarse y el replantearse cuestiones de su vida cotidiana, de sus trabajos y de su relación con ellas mismas. Y eso ha dado paso a diferentes formas de ser-estar en la vida, o, al menos, en planteárselas. Como sostiene Pál Pelbart (2019), resistir no consiste apenas en decir no, sino en inventar, reinventarse, crear nuevos efectos, nuevos preceptos, nuevos posibles, nuevas posibilidades de vida. En el ser con otras también se plantean nuevas maneras posibles de ser en el mundo, aunque aparezcan, aún, como utopías, pero están y nos configuran caminos posibles para andar.

Finalmente, podemos agregar un tercer compromiso que tiene que ver con las transformaciones que estos encuentros en círculos, feministas, les han permitido hacer. Desde estos espacios han encontrado nuevas capacidades de reflexión que impulsaron transformaciones individuales y colectivas, asumiendo protagonismos en sus propias vidas y en los territorios barriales. La apuesta es seguir desarmando patrones opresivos y apostar a soluciones colectivas, comunitarias, que permiten las resistencias y las transgresiones a los mandatos patriarcales, o lo que se espera de ellas.

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  • 1
    Trabajo no remunerado.

Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jul-Dec 2020

Histórico

  • Recibido
    08 Jun 2020
  • Acepto
    26 Set 2020
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