Open-access La mala hora: transiciones entre democracia y autoritarismo en Centroamérica

La mala hora: Transitions between Democracy and Authoritarianism in Central America

La mala hora: transições entre democracia e autoritarismo na América Central

El enigma del autoritarismo

Si se creía que los relatos del realismo mágico solo tenían que ver con las estructuras del poder político del pasado de América Latina, deberíamos volver la mirada hacia Centroamérica de forma constante, en el actual momento histórico, a casi cada uno de sus países sin excepción, para atestiguar de cerca los abusos del poder en una muestra postmodernista en esas sociedades que difícilmente, o quizás nunca, alcanzaron su modernidad política. Entre el viejo y el nuevo siglo, estos países han transitado del autoritarismo a la democracia y viceversa, nunca siguiendo una línea recta, ni siquiera en ciclos, sino bajo combinaciones fractales entre una y otra expresión política.

A pesar de que varios autores, entre ellos Bachelard (2004), nos habían alertado sobre los riesgos del empirismo o inductivismo ingenuos, o de los del racionalismo vuelto sentido común de la ciencia, difícilmente podemos sacudirnos de los rituales del intelectualismo académico en la búsqueda de explicaciones dentro de los baúles del pensamiento científico. También abundan las visiones que nos invitaban a repensar las lecturas sociohistóricas, entre ellas las más novedosas críticas al pensamiento colonial (Mignolo, 2007) y las perspectivas del feminismo (Bard Wigdor y Artazo, 2017) que, junto a otros autores, proponen el hábito de cuestionar las formas convencionales de explicación y para alertarnos del llamado conocimiento ordinario (Burke, 2002; Braudel, 1970; Latour, 2005). Para dicha tarea se imponían los rigores de “la resistencia organizada de una teoría del conocimiento de lo social” (Bourdieu et al., 2008, p. 34).

Es posible que exageremos al asegurar que el pensamiento heredado no proporciona el instrumental suficiente para resolver no solo los problemas del desarrollo sociopolítico centroamericano, sino también sus misterios, en especial cuando se imponen dificultades para romper con las “clausuras” del pensamiento. Puede ser también que no nos baste la inteligencia para hacer preguntas nuevas y pertinentes o para proponer refinadas fórmulas metodológicas de investigación a la búsqueda de nuevos problemas, pues además de problemas de naturaleza científica, la realidad social en esta parte del mundo está colmada de enigmas que parecen ahondarse en el mundo de la sinrazón. Por eso propongo, como posible salida, una suerte de paralelismo entre la lectura de esta realidad histórica y algunas piezas de la literatura. Varias obras literarias podrían ser buenos insumos para ese paralelismo: Tirano Banderas de Valle Inclán de 1926, El señor presidente de Miguel Ángel Asturias de 1946, El Recurso del Método de Carpentier de 1974, o La Fiesta del Chivo de Vargas Llosa de 2000, entre otras creaciones. Precisamente esa imaginativa producción del realismo mágico, no tanto como punto de reflexión sino más bien de inflexión de esta propuesta o apuesta, arriesgada y tal vez no muy afortunada, me sirve como pretexto en torno al debate sobre el momento político en los países centroamericanos.

En la novela La mala hora, Gabriel García Márquez (1987) narra una historia que tiene como contexto los acontecimientos ocurridos en un país que, según la semiótica política latinoamericana, nos remite a Colombia, desde luego la cuna del autor de la novela. La historia ocurre en un pueblo campesino en el periodo de posguerra civil, cuando a pesar de la tregua entre los bandos enfrentados, la paz apenas es una quimera; los conservadores han tomado el poder y han declarado la persecución sobre los del bando contrario, los liberales. La resistencia armada comienza a aparecer en las montañas con los frentes guerrilleros. Esa narrativa también podría hacer referencia a otras sociedades latinoamericanas donde las disputas entre élites fueron encajando entre las masas, heridas y fracturas sociales y, bajo ellas, se legitimaban a su vez diversas formas de explotación, desigualdad social y acaparamiento del poder.

En esa narración, las rencillas políticas y el autoritarismo laten simultáneamente con la infiltración de la violencia en la vida cotidiana y en la intimidad de los habitantes del pueblo, atrapados bajo los calores y las lluvias de octubre, la violencia y la siempre latente ruptura de su monotonía por algún acontecimiento público. Es allí donde un hecho, en la fabricación de narrativas de la vida cotidiana, empuja a nuevas manifestaciones de violencia, cuyo tipo, en apariencia no se derivaba de las disputas políticas, pero sí de la política de la violencia. La implantación de intrigas, relacionadas con infidelidades y traiciones matrimoniales, producen un ambiente social de desconfianza, de temores y, con ello, sobreviene la venganza que va y viene del contexto de la violencia a la vida privada y de esta al espacio público. Esa narrativa social perturbadora se crea por medio de unos pasquines que no son panfletos políticos, pero que, colocados furtivamente durante la noche, narran historias de engaños y adulterios en un contexto donde el machismo se honra con la violencia.

García Márquez, a través de descripciones del paisaje, de los movimientos, gestos y diálogos entre los personajes, muestra ese entrelazamiento de los rumores sobre las traiciones de alcoba y la desconfianza política, las artimañas y la corrupción de quienes tienen el poder económico o ejercen cargos públicos. La violencia acaba anidándose en la subjetividad machista e individual y, al mismo tiempo, un complejo estado de ánimo escala en la subjetividad colectiva para convertirse en un asunto público y por tanto político.

No es el propósito de este escrito hacer un análisis literario de ese relato publicado en 1962 ni de asegurar su literal vigencia para explicar la situación centroamericana ni antes ni en la actualidad, pero sí servirnos de este para proponer el paralelismo en la búsqueda de conexiones entre los hechos políticos en nuestras sociedades y las subjetividades, o más bien, con la intersubjetividad. El relato de La mala hora no solo trata sobre un enigma que perturba la vida de ese pueblo campesino, sino que hace una vinculación entre la construcción de lo político, las individualidades y la vida privada.

La política encarna de manera fáctica las relaciones sociales en torno a la creación de la esfera pública y la producción de los medios para que los seres sociales, separados tanto por condiciones estructurales, sistémicas como subjetivas, se puedan reconocer como tales y ocupar un lugar, aunque para muchos sea un lugar negado, en dicha esfera. Desde los Diálogos de Platón se reconoce la importancia de esa conexión de la política con lo subjetivo. Nace con ello una perspectiva idealista que subraya la condición bondadosa del ser humano: el objeto de la política es el “bien del alma” de los ciudadanos. Pero su otra cara se orienta al control de los impulsos subjetivos de los individuos para someterlos y dominarlos.

La dimensión subjetiva es un eslabón crítico en la producción de una voluntad general que, según Rousseau, es justa y mira por el interés común, por el interés social de la comunidad, por la utilidad pública. También lo reconoce Thomas Hobbes bajo el contrato social como forma para establecer entre los seres humanos una convivencia armoniosa, equilibrada y en paz. El contrato social solo es posible si este es internalizado subjetivamente por los individuos, lo que implica el consenso y la adhesión por ellos a esa voluntad general. Sin embargo, la teoría social ha insistido en poner la mirada en el lado racional de la subjetividad en los actos políticos, al punto de forzar la separación, como indica Touraine (2006), entre lo racional y lo subjetivo. Pensar en el enigma de la política puede más bien orientarnos a buscar las explicaciones en aquello que no encaja entre lo racional y lo subjetivo porque no es racional a primera vista, pero puede formar parte de los hechos fundamentales de lo social. Es la búsqueda relacional de lo que no encaja en los automatismos de sentido común del pensamiento ordinario; el diálogo entre el cura y el alcalde, quienes no reparan en el significado de los pasquines en la vida del pueblo, es un ejemplo de tales automatismos:

-Lo he molestado -dijo el párroco yendo directamente a sus propósitos- para manifestarle mi preocupación por su indiferencia ante los pasquines.

Lo dijo de un modo que habría podido interpretarse como una broma, pero el alcalde lo entendió al pie de la letra. Se preguntó, perplejo, cómo la preocupación por los pasquines había podido arrastrar al padre Ángel hasta ese punto.

-Es extraño, padre, que también usted esté pendiente de eso.

El padre Ángel registraba las gavetas de la mesa en busca del destapador.

-No son los pasquines en sí mismos lo que me preocupa -dijo un poco ofuscado, sin saber qué hacer con la botella-. Lo que me preocupa es, digámoslo así, un cierto estado de injusticia que hay en todo esto.

El alcalde se estiró, bebiendo de la botella a sorbos desganados. Tenía el pecho y la espalda empapados de sudor. Dijo:

-Los buenos ciudadanos, como usted dice, están muertos de risa de los pasquines.

-No todos.

-Además, no es justo alarmar a la gente por una cosa que al fin y al cabo no vale la pena. Francamente, padre -concluyó de buen humor-, hasta esta noche no se me había ocurrido pensar que usted y yo tuviéramos algo que ver con esa vaina (García Márquez, 1987, pp. 76-77).

Los procesos en cuestión

La segunda década del siglo XXI comenzó marcada por el entorpecimiento en el avance de los procesos democráticos que habían creado la ilusión en la puesta final de los regímenes autoritarios en los países de América Central. El paso entre procesos político-sociales ha combinado periodos dominados, en algunos países, por dictaduras represivas, enfrentadas a insurgencias armadas, levantamientos populares y rebeliones, intentos revolucionarios, transiciones electorales hacia la democracia, negociaciones de paz e intentos de reconciliación, hasta unos contorsionados años de limitados y acosados gobiernos civiles (Martí i Puig, 2013; Torres Rivas, 2008). Estos gobiernos civiles hicieron posible, incluso, la llegada al poder de las antiguas insurgencias gracias al voto popular. Se ha cerrado, de ese modo, un ciclo que cinco décadas atrás, pese al incremento de la represión política y social, hacía suponer la declinación de las formas de dominación oligárquico militares. Marcar un punto para retrotraernos a las décadas anteriores puede resultar antojadizo para señalar ese inicio, pero podrían servir como referencia varios acontecimientos que anteceden a la confrontación entre fuerzas militares y organizaciones guerrilleras. El Frente Sandinista inauguró la lucha insurgente con los operativos de guerrilla urbana y, específicamente, la toma de la casa de Chema Castillo en diciembre de 1974; también en esa primera mitad de la década se anunciaba la fundación de grupos insurgentes, en El Salvador y en Guatemala. Ese fue un momento de auge económico, pero que precedía a la crisis y la caída de las estrategias de acumulación de capitales en la región basadas en la agroexportación.

Aunque es posible que en algunos círculos académicos y políticos se debata si estamos frente a un nuevo ciclo de autoritarismo o si esta fase expresa la reedición de los rasgos de culturas autoritarias latentes en el ejercicio del poder por parte de las diversas élites dominantes, lo cierto es que los drásticos cambios ocurridos parecieran no darle tregua a un sosegado entendimiento de la situación centroamericana. No podemos asegurar con certeza que la enumeración de los hechos históricos nos proporcione nuevas pistas para explicar el presente. Podría incluso especularse si en realidad, los países centroamericanos donde han campeado las dictaduras militares, la represión oligárquica y el autoritarismo, gozaron en algún momento de una primavera democrática sin los asomos constantes de fuerzas autoritarias y de la tentación constante de revertir las reformas que daban un respiro a la emergencia de formas civiles de convivencia social y política.

Los rasgos de las formas autoritarias, viejas o nuevas, cambian y son diferentes en cada uno de los escenarios; pueden existir tendencias o incluso causas comunes, pues no podemos ignorar que, en sus orígenes, el autoritarismo en el continente latinoamericano fue alimentado desde afuera por los poderes coloniales e imperiales (Victoriano Serrano, 2010; González Castro, 2015). Por eso, lo que cada proceso tiene de particular, lo comparte con lo que tiene de común con otros en el resto de Centroamérica donde la política de Estados Unidos fue un importante ingrediente de las perversidades del poder oligárquico. Es también por las características de las fuerzas sociales y de la dinámica interna en cada país, por lo que las formas autoritarias van cambiando en función de la relación de cada una de esas sociedades nacionales, sus respectivos gobiernos o sus sistemas de organización política; en unos países, viejos o afeitados grupos vinculados al capital y herederos del viejo poder oligárquico, conjuntan ahora sus voluntades autoritarias para imponer sus intereses y formas de control sobre otros grupos, incluso empresariales, otras fuerzas sociales y sobre las masas.

A veces los rasgos que distinguen y separan también se asimilan a otros rasgos que parecen distintos. El autoritarismo en Nicaragua muestra a las antiguas fuerzas exrebeldes reproduciendo casi a la letra, pero con signos de contemporaneidad, a la vieja dinastía somocista que dominó en ese país desde los años 30 hasta finales de los 70 del siglo anterior. Mientras tanto, en El Salvador, los ocho años de gobiernos consecutivos de la izquierda, luego de décadas de control por parte de la oligarquía y partidos de la derecha, dieron paso a algo que de momento podríamos denominar un “neo autoritarismo” carismático con relativo apoyo popular. En Guatemala, no ha habido golpes de Estado desde 1983, cuando los militares derrocaron al genocida Efraín Ríos Montt; dos años después se celebraron elecciones en las que se instaló un primer gobierno civil desde la invasión norteamericana de 1954. Pero desde entonces se han atestiguado esos constantes asomos de inestabilidad e incertidumbre política, marcadas por la corrupción, el asalto constante a las instituciones civiles para hacer posible su debilitamiento 1. Por su parte, en Honduras las fuerzas militares se mantienen constantemente al asedio y a la sombra, como lo demostraron en 2009, al sacar por la fuerza del gobierno y del país al entonces presidente José Manuel Zelaya. En ese país, el poder civil no acaba de lograr espacios de autonomía para salir del estancamiento político y del atraso económico y social. En este nuevo contexto, la otrora pacífica Costa Rica no escapa de esa mala hora, especialmente debido a una narrativa gubernamental incendiaria que, al igual que los pasquines, pueden anticipar rupturas y violencias.

Existe un fuerte arraigo de las explicaciones histórico-estructurales sobre los orígenes y el desarrollo de los regímenes autoritarios de los países de la región. Así, por ejemplo, Torres Rivas desde sus trabajos pioneros (Torres Rivas, 1971) hasta su obra que, tras la derrota de los proyectos revolucionarios (Torres Rivas, 2011) intenta una nueva lectura de la dinámica política de Centroamérica, sigue siendo el principal referente intelectual de esa tradición. Su vigencia es válida para procurar el desprendimiento de las rígidas lecturas que reducen el autoritarismo a un mero juego de relaciones entre élites y grupos sociales, frente a masas que permanecen como las víctimas inermes de los sedientes intereses de la dominación.

Como señala Torres Rivas en el prefacio de su obra de 2011, “lo que ha sucedido en Centroamérica es un desafío que excede en mucho lo que ha sido el común de la historia latinoamericana y que resulta difícil explicarlo para la teoría política” (p. 3). Es por ello que, sin renunciar a reconocer la importancia de la teoría para la interpretación de la sociedad, puede ser que estemos ahora frente a la tarea de documentar mejor los acontecimientos y repensar e imaginar nuevas miradas no solo para plantear y responder las preguntas, sino para resolver los enigmas que hasta ahora desafían las explicaciones de lo sucedido en Centroamérica en las últimas décadas.

Una mirada posible a la subjetividad política

Si bien no podemos prescindir de la rigurosa interpretación histórico social de la realidad centroamericana, debemos tomar distancia del determinismo estructural para no sucumbir a la idea de la destinación del ser social centroamericano frente a la inevitabilidad del autoritarismo. Señala Castoriadis: “La filosofía, que crea la subjetividad reflexionante, es el proyecto de romper la clausura a nivel del pensamiento” (2008, p. 156). Dicha ruptura se presenta como un estímulo, “continuación y renuevo de la actividad reflexiva” (p. 156), a partir del cual se comprende que el individuo social es producido por dicha subjetividad y por lo que él denomina “el material de la psysché” (p. 165, cursivas en el original).

No podemos cuestionar que las características de las anteriores etapas de autoritarismo fueron históricamente distintas a las de la coyuntura actual. Entre las transiciones ocurridas debemos subrayar que, a diferencia de las sociedades agrarias y tradicionales de los años 70 del siglo pasado, los países centroamericanos, sus sociedades, pero, más propiamente aun sus seres individuales, están inmersos en procesos sociales que se han alejado de su factura local/nacional para depender existencialmente de dinámicas transnacionales y de los estímulos de las culturas globalizadas. Según Acuña, Centroamérica ha participado en las distintas fases de la globalización en su condición de región geoestratégica en el conjunto del planeta (Acuña Ortega, 2015). No obstante, su condición actual cambia dado que además de la esfera de relaciones estratégicas globales; en el nuevo contexto global cambiaron las relaciones entre fuerzas sociales, entre seres individuales y el sistema social, estas se expresan en cambios fundamentales en las formas de mediación social y en la producción de significaciones; aparecen nuevas experiencias y sentidos de colectividad y de lo que Melucci (2001) denomina “socialidad”. El fenómeno de la “compresión espacio temporal” modifica los espacios de vida y de significación en una dimensión local y planetaria “que nos obligan a modificar, a veces de manera radical, nuestra representación del mundo” (Harvey, 1998, p. 267).

Esas nuevas representaciones del mundo están infiltradas por subjetividades en las que se entremezclan lo local y lo global, lo subjetivo y lo individual con el espacio público y la política. En ese eslabón se instaura un encaje diferente y nuevo en la vida de individuos sociales, en los sistemas políticos y en la producción o reproducción del poder; podría estudiarse en ello la intersección entre los mecanismos formales de la política y la sensibilidad, o la creación de sentido de los sujetos sociales y las masas. El enigma de los pasquines se explica tanto desde las condiciones sociales propias del pueblo, como de la subjetividad y el estado de ánimo colectivo. Sin embargo, mientras los estudios sobre la subjetividad política dependan de las mediciones de la opinión pública se corre el riesgo de sustituir las prenociones del sujeto por las del objeto y desconocer la naturaleza más sustantiva de la vida de los individuos en la política.

También es un hecho que los medios por los cuales el autoritarismo se impone no son las armas, los golpes de Estado, ni la represión militar directa. Eso no significa para nada que esos mecanismos están guardados y enviados al olvido. No obstante, operan ahora diversas formas de disciplinamiento que aplican la represión y persecución de forma selectiva de líderes y opositores, como observamos en Nicaragua, Guatemala y El Salvador, mientras se fabrica la adhesión y apoyo de las masas mediante los dispositivos sofisticados de la comunicación social a través de las tecnologías, principalmente de los algoritmos y las redes digitales (Berardi, 2017). El autoritarismo no es solo una institución que se impone sobre las demás instituciones, es una institución porque está encarnada en la vida y en el espíritu de los individuos; ha conquistado, aunque sea mediante la infusión del miedo, el alma del pueblo.

Las sociedades de esta región, pese a su lugar geográfico en la dimensión estratégica, se caracterizan por disponer de economías semiperiféricas de poca importancia global. Miles de centroamericanos cruzan las fronteras de sus países; no huyen de la represión directa sino de un genocidio indirecto, impuesto por las desigualdades, la corrupción, la debilidad de las instituciones y del crimen organizado vinculado a la extorsión y al narcotráfico. Costa Rica sigue siendo un refugio político para los perseguidos del nuevo autoritarismo, pero la mayoría de los centroamericanos en ese país son refugiados económicos, cuya categoría no corresponde a la figura jurídica de los solicitantes de asilo, se van a ese país para aprovechar las oportunidades de la atracción de mano de obra barata para dicha economía (Morales Gamboa, 2020). Todo ello no es un obstáculo sino más bien es un estímulo para el enraizamiento de los fascismos del siglo XXI, de los autoritarismos y totalitarismos, mediante las ideologías y, a través de ellas, el encantamiento y control cultural de las masas a través del desánimo social y la frustración colectiva. Sus procedimientos son sutiles, atrayentes y capaces de internalizarse hasta en los espíritus más nobles. Las migraciones han contribuido a la producción de una nueva sensibilidad que, lejos de ser movilizada hacia la transformación de las causas que las originaron, ha discurrido de manera paralela a la creación de formas autoritarias neoliberales. El autoritarismo no ha estado ausente, por el contrario, se fue nutriendo con el contenido de los pasquines de las ideologías del mercado y del consumo; que no denunciaban, sino anunciaban un “adulterio social”, fabricando nuevos enemigos y, claramente, sacó enormes ventajas y provecho del fracaso y de la perversión de las revoluciones y proyectos revolucionarios para alimentar ese desánimo social (Munárriz, 2012).

Así, la lógica neoliberal ha colonizado –lo que quiere decir, ha conquistado– el pensamiento y la subjetividad, no solo de las masas y de las élites conservadoras sino de intelectuales, líderes sociales e incluso de algunos activistas. La colonización neoliberal no es tan solo una fuerza que atrapa a la política, a las decisiones económicas y a las instituciones sociales en abstracto; es una fuerza cultural llena de una energía psicológica que se internaliza en las voluntades individuales, desmovilizando y desbaratando los afectos y vaciando de contenido las pluralidades sociales, el nosotros, para sustituirlo por el individualismo neoliberal. Quizás, si lo somos, somos parte de un todo más grande, pero desmovilizado, desarticulado y desarmado por esa cultura penetrada por el individualismo, la competencia y el consumo que se convirtieron en los desarmadores del pensamiento social y de una mayor conciencia intersubjetiva en los escenarios de la acción política, la resistencia y la lucha social real. De ese modo es que en la segunda década del siglo XXI vemos cómo las sociedades que hicieron la transición autoritaria hacia la democracia, la que quizás nunca llegó, hacen el giro, ahora, en una nueva transición hacia el autoritarismo, pero por medios democráticos.

Referencias

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  • Victoriano Serrano, Felipe. (2010). Estado, golpes de Estado y militarización en América Latina: una reflexión histórico política. Argumentos, 26(64), 175-193.
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    Cuando este texto se terminaba de escribir, el Ministerio Público de Guatemala insistía en declarar nulas las elecciones que dieron el triunfo, en segunda ronda el 20 de agosto de 2023, al candidato opositor Bernardo Arévalo, a pesar de que el Tribunal Electoral y observadores independientes avalaron la legitimidad de los comicios.

Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jul-Dec 2023
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