Open-access Autoritarismo, violencia y élites en Nicaragua. Reflexiones sobre la crisis (2018-2019)

Authoritarianism, Violence and Elites in Nicaragua. Notes about the Crisis (2018-2019)

Resumen

La crisis nicaragüense demanda una interrogación del autoritarismo en su larga duración. Al respecto, en este artículo reflexionamos en torno a dos problemáticas: la primera es que las genealogías de autoridad conducen reiteradamente al fracaso de la política y, consecuentemente, al recurso de la violencia; la segunda es la significativa contribución de las élites a la persistencia del autoritarismo, ya sea cooptando el funcionamiento democrático de las instituciones o bien reforzando una cultura de pactos evidente en contextos de crisis y transición política. Un futuro políticamente sostenible pasa por cuestionar la esencia de la política, tal y como la hemos elaborado social y culturalmente.

Palabras clave política; autoritarismo; violencia; élites; Nicaragua

Abstract

The Nicaraguan crisis demands an interrogation of authoritarianism in its long duration. In this regard, in this article we reflect on two problems: first, genealogies of authority repeatedly lead to the failure of politics and, consequently, to the use of violence; second, the significant contribution of elites to the persistence of authoritarianism, by co-opting the democratic functioning of institutions or by strengthening a culture of pacts evident in contexts of crisis and political transition. A politically sustainable future involves questioning the essence of politics, as we have built it socially and culturally.

Keywords politics; authoritarianism; violence; elites; Nicaragua

Introducción

Al momento de finalizar este artículo –junio de 2019– se impone el sentimiento de vivir el “fracaso de la política” en Nicaragua, como señala la cita anterior. Aunque la crisis sociopolítica que inició el 18 de abril de 2018 ha pasado por diversas etapas, todas han tenido un patrón común: el uso desproporcionado y letal de la fuerza estatal como principal mecanismo de gobierno. El despliegue diario de fuerzas policiales y paraestatales que ronda las calles y que es expresión de un “estado policíaco” se ha vuelto una norma en el país que hasta el mes de abril del año pasado era considerado el “más seguro de Centroamérica”.1 Ciertamente, la violencia estatal generó una crisis y un clima de terror que no ha cesado, aun cuando su causa original, las reformas unilaterales a la seguridad social, dejó de ocupar muy rápidamente el centro de la atención.

Nicaragua representa hoy una de las principales crisis de derechos humanos a nivel continental.2 Más de 325 personas fallecidas, más de 2000 personas heridas y más de 600 presos políticos son solo algunos de los números que muestran la magnitud de la crisis, sin llegar a reflejarla en su completitud. A los números anteriores hay que sumarles miles de nicaragüenses desplazados forzosamente a distintos países, especialmente a Costa Rica, además, una progresiva crisis económica y la negación de derechos políticos, civiles y garantías fundamentales.3

En concordancia con los planteamientos de Slavoj Žižek, consideramos que concentrarnos directamente en el terror –y su cristalización en las imágenes de personas asesinadas o heridas– puede distraernos de analizar “los contornos del trasfondo que generan tales arrebatos” (Žižek 9). Žižek lee la cita que abre este ensayo para concluir su propuesta de análisis sobre la violencia que nos aqueja, particularmente en estos primeros años del siglo veintiuno. Su reflexión nos ayuda a desentrañar actores, procesos y circunstancias que producen gobiernos sin “mecanismos de control” que administran únicamente con la “fuerza”, sumiéndonos en un estado de pánico, como es el caso actual de Nicaragua. Mas nuestra propuesta es que los eventos actuales llaman a cuestionar un elemento que la cultura política nicaragüense viene arrastrando desde una larga duración: el autoritarismo y la ausencia de una democracia con bases sociales.

Nuestro método consiste en analizar las genealogías estructurantes del discurso sobre la autoridad en el terreno político, sobre todo en las transiciones políticas más importantes del siglo veinte. Consecuentemente, nos propusimos analizar cómo las características del discurso político son operativizadas por las élites políticas, militares y empresariales en distintos momentos de la historia reciente. Una expresión de la cultura autoritaria son los pactos entre las élites políticas, económicas y militares.

De forma reiterada en la historia del país, los pactos han obstaculizado, cuando no cancelado, las opciones democráticas, pacíficas o tolerantes de gobierno. Así, unir la problemática del autoritarismo con la violencia nos obliga a apoyarnos en dos pensadoras centrales para ambos temas: Judith Butler y Hannah Arendt. A esta articulación teórica nos dedicamos en el siguiente acápite.

Autoritarismo y violencia

A grandes rasgos, Žižek menciona tres tipos de violencia: subjetiva, objetiva y sistémica. La violencia subjetiva es la “parte más visible”, como la represión estatal con capacidad letal en Nicaragua. Como ejemplo de este tipo de violencia podemos mencionar el Facebook live que mostró a Álvaro Conrado, un adolescente de 15 años, con el cuello perforado por una bala. Conrado era un estudiante que cursaba el tercer año de secundaria en el Instituto Loyola de Managua y el 20 de abril el joven decidió asistir a los estudiantes que se encontraban en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), quienes resistían la represión policial durante los primeros días de protestas en Managua. Al momento de su muerte, Conrado cargaba agua para los estudiantes reunidos en la UNI. Según el informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), Conrado recibió dos impactos de bala que “provinieron”, lo más probable, “de los policías que transitaban en moto sobre el Paseo Tiscapa” (GIEI 119). El video de sus últimos minutos de vida fue captado por un celular, cuando el joven dijo: “me duele respirar”. Desde ese instante, la frase se convirtió en consigna de la lucha cívica con la misma fuerza con que el gobierno ha obviado el suceso.4 La negación por parte del régimen al no reconocer directamente los episodios más atroces de la represión vincula la violencia subjetiva con la objetiva.

Es importante resaltar que los actores involucrados, tanto institucionales como individuales, se convirtieron en partes fundamentales del funcionamiento de una maquinaria de muerte organizada y estructurada por el régimen gubernamental. Las instituciones que supuestamente velan por la protección y manutención de la vida –la Policía Nacional, el Ministerio de Salud y los hospitales– actuaron más bien para reprimir, obstaculizar y negar el derecho a la vida. Además, la conducta de oficiales, policías, médicos, enfermeros y otros actores que ejecutaron órdenes muestra que una parte considerable de la sociedad estaba dispuesta a ejecutar dos disposiciones: asesinar y dejar morir.

¿Cómo podemos comprender que la sociedad nicaragüense fue capaz de estas expresiones de violencia y crueldad? Aquí sugerimos que el autoritarismo en Nicaragua puede ser pensado como una forma de violencia sistémica, ya que el sistema político y económico que sostiene sus estructuras de autoridad y poder produce en momentos de crisis la gubernamentalidad de la maquinaria de muerte a la que nos hemos referido. Para ello necesitamos comprender otros tipos de violencia que subyacen a la subjetiva.

Sumado a la expresión gráfica y directa del horror yace la “violencia objetiva” que “es precisamente la violencia inherente a este estado de cosas ‘normal’” (Žižek 10). En este sentido, lo que se define como “normal” en Nicaragua se refiere al contexto político y las prácticas gubernamentales utilizadas por el Estado durante los últimos doce años. La actual crisis política va encadenada a prácticas gubernamentales utilizadas para responder a la oposición y a las demandas de sectores como los campesinos, las comunidades indígenas y, ahora, los estudiantes. Paralelamente, las prácticas políticas de violencia y represión fueron acompañadas por otras prácticas gubernamentales, entre las cuales destacamos los pactos con las élites político-económicas, cooptación de la ayuda venezolana y enriquecimiento familiar, manipulación de las elecciones y cooptación de la oposición política, entre otros. Como veremos, dichas prácticas muestran que el uso de la violencia y la represión formó parte de lo que Žižek denomina “el estado de cosas normal” subyacente a la violencia subjetiva.

Además, las prácticas que mencionamos van articuladas –o son operativizadas socialmente– a través de elementos simbólicos y discursivos que el gobierno ha utilizado para legitimar y operativizar su modelo de autoridad. Específicamente, en este ensayo mencionamos los usos discursivos y simbólicos de ciertos elementos del catolicismo y la delimitación del opositor político como “enemigo”. Este último aspecto es importante porque permite argumentar y mostrar cómo la violencia estatal de dimensión subjetiva está suturada fuertemente con el autoritarismo.

En concordancia con lo anterior, en su análisis sobre los orígenes del autoritarismo, Arendt propone que la raíz de la tiranía está conectada al acto de hacer que otros seres humanos sean irrelevantes de manera que puedan ser catalogados como enemigos y ser eliminados mediante su aislamiento. El “adversario del régimen”, “el inocente y el culpable”, afirma Arendt, “son igualmente indeseables (Arendt 341). Para ello, la filósofa entiende la división de “nosotros” contra “ellos” como un acto de aislacionismo que rompe los lazos íntimos de nuestra vida social. El aislacionismo necesario para dicha separación es un fundamento de la autoridad –totalitaria para Arendt– y de su uso sistemático de la violencia y el terror. Arendt afirma que la construcción de la autoridad mediante el terror requiere “destruir cada rastro de lo que nosotros denominamos corrientemente dignidad humana. Porque el respeto por la dignidad humana implica el reconocimiento de mis semejantes” (367). Esta es una problemática central en la crisis sociopolítica nicaragüense.

Desde el inicio de la crisis, en abril de 2018, el discurso gubernamental se ha sostenido sobre un patrón de (des)calificación y desconocimiento hacia la ciudadanía crítica de la represión. Los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos han incluido la estigmatización de las protestas sociales como uno de los elementos que caracterizan el patrón de violencia estatal. Por ejemplo, el informe Graves violaciones a los derechos humanos en Nicaragua en el contexto de las protestas sociales, elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH 2018), señala que la violencia estatal siguió un patrón común y que una de sus características fue “la difusión de propaganda y campañas de estigmatización” (CIDH 22).

A pesar de estos obvios llamados de atención, a medida que se ha desarrollado la crisis, los descalificativos elaborados por las más altas autoridades del gobierno han aumentado. El Informe del GIEI, presentado en noviembre de 2018, se refiere a la instalación de una narrativa gubernamental posicionada como “autoridad moral” y embestida de un carácter religioso que se torna en “acción sagrada” en contra de la oposición social y política (GIEI 65). El informe es claro al señalar que “el discurso oficial establece un otro como enemigo que debe ser desechado, borrado”, y que, “por ser un discurso que emana de las más altas esferas del poder, tiene un fuerte efecto de división en todos los ámbitos de la sociedad” (GIEI 309).

Más adelante profundizamos en la división polarizada nosotros y ellos. Por ahora, subrayamos que dicha distinción habilita el uso de violencia extrema y atemorizante por parte del régimen. Ejemplo de lo anterior son las acciones orientadas a borrar manifestaciones públicas de conmemoración de las víctimas de la violencia estatal que van desde quitar las cruces puestas en la rotonda Jean Paul Genie en Managua –que simbolizaban a cada una de las personas víctimas de la violencia–, hasta la negación del derecho al duelo en el caso de las familias de víctimas mortales.5

Como bien señala Arendt, el terror solo puede gobernar sobre personas que están aisladas las unas de las otras. Trayendo esta reflexión a nuestra propuesta, la conversión del adversario político en otro –otrorización– hasta el punto de convertirlo en enemigo es un elemento central del discurso del régimen Ortega-Murillo. Habilita la operativización de su esquema de poder y justifica la violencia que lo sostiene. Por su parte, Butler nos ayuda a señalar que las prácticas políticas del régimen “precarizan” la vida de la ciudadanía disidente. Con este término nos referimos a que el trato de los disidentes como enemigos, cuyas muertes no son tomadas en cuenta, anula la vida misma del adversario político.

Negar la muerte, ocultar el duelo y apelar a una normalidad en nombre del amor en tiempos en que corre la sangre son los aspectos más escalofriantes del autoritarismo en Nicaragua. Una vida a la cual no se le puede rendir luto, afirma Butler, “es una que no se puede llorar porque nunca ha vivido, es decir, nunca ha contado como una vida en absoluto” (Butler 60). O sea, no todas las personas nicaragüenses son consideradas vidas humanas. Las personas vivas son aquellas todavía leales al régimen. El resto no posee siquiera existencia. “En esto consiste”, volviendo a Butler, “el lazo de protección radicalmente inadecuado, esto es, cuando el vínculo crucial para sobrevivir se da en relación con personas y condiciones institucionales que bien pueden ser violentas, empobrecedoras e inadecuadas” (Butler 73).

A partir de la crisis de abril, el gobierno ha tratado de romper el tejido social nicaragüense hasta su forma más esencial. El objetivo ha sido obstaculizar cualquier lazo de interdependencia entre la ciudadanía. Al elegir quién vive y quién muere bajo estas condiciones, se rompen los lazos más elementales de la vida comunitaria, dividiendo y polarizando a la ciudadanía. En este ensayo, además, proponemos que dichas formas discursivas y prácticas son decidoras de la estructura de poder autoritaria construida por el régimen Ortega Murillo y llevan la violencia hasta sus últimas consecuencias: la muerte sistemática. Por estas razones, el informe ya citado del GIEI establece que se han cometido crímenes de lesa humanidad.

Todo lo que hemos señalado nos lleva al último concepto que propone Žižek: la “violencia sistémica”. En sus palabras, esta violencia es “algo como la famosa ‘materia oscura’ de la física, la contraparte de una (en exceso) visible violencia subjetiva” (Žižek 10). Para fines de nuestro análisis, el autoritarismo y su forma de articular a varios sectores de la sociedad nicaragüense es esta violencia sistémica, cuyo devenir muestra “las consecuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político” (Žižek 10).

Con las reflexiones anteriores como puntos de partida, nuestro análisis se concentra en dos aspectos claves del autoritarismo en Nicaragua que muestran los horrores en que deviene el sistema político y económico implementado por el régimen. Primero, las formas discursivas que sustentan el autoritarismo. Segundo, su capacidad de articular el poder económico, político y militar entre las élites. Hemos elegido esta problemática y sus dos especificidades porque consideramos que puede brindar herramientas para pensar la crisis política que vive el país. A su vez, proponemos que en Nicaragua la configuración entre las élites económicas y políticas y las formas autoritarias de poder relucen particularmente en los periodos de crisis y transición. Cualquier salida pacífica a favor de un mejor futuro, capaz de erradicar el tipo de despliegue de violencia estatal que estamos viviendo, debe plantearse el problema del autoritarismo como punto nodal a resolver a largo plazo, en caso de que nos propongamos como sociedad edificar una nueva política “que sostenga nuestros esfuerzos para luchar contra ella [la violencia] y promover tolerancia” (Žižek 9).

Tradición autoritaria: genealogías estructurantes del poder y la violencia

El autoritarismo y su principal forma de gobierno, la dictadura, han sido analizados por múltiples investigadores. Buena parte de las investigaciones realizadas sobre Nicaragua al respecto señala las afinidades entre colonialismo, catolicismo y las intervenciones extranjeras como experiencias y legados que explican “la historia y el volver a tropezar”, como afirma el historiador Antonio Esgueva Gómez (2008 16). Cuando el autor se refiere al continuismo de los presidentes, caudillos y dictadores en Nicaragua, afirma que “el papel del militarismo, tan influyente en toda la historia del país” es un “desfile de diferentes actores, con la ley del sable en la mano” que “han actuado a favor o en contra de algunos elegibles y elegidos, imponiendo, a veces, gobiernos de hecho más que de derecho” (Esgueva Gómez, 2011, 17).

No es el propósito de este trabajo encadenar hasta el presente las diferentes formas de autoritarismo que se han manifestado en la historia de Nicaragua. Basta con señalar que el tema ha sido de interés para distintos académicos que se concentran en el estudio de la cultura política nicaragüense, tanto en el siglo diecinueve como en el veinte. Kinloch Tijerino y Bradford Burns, por ejemplo, singularizan la polarización entre gobernados y gobernantes como un factor decidor de la cultura política nicaragüense durante el siglo XIX (Burns; Kinloch Tijerino). Nuestro interés yace en los usos discursivos de la cultura religiosa como estrategia que estructura el edificio simbólico capaz de articular la relación entre la sociedad y un sistema autoritario de poder, como es el caso del gobierno actual de Ortega.

Los trabajos de Michel Gobat y Juan Pablo Gómez han profundizado en el rol particular de la cultura católica. Gobat se concentra en cómo las élites hicieron frente a la ocupación norteamericana (1912-1934). La hacienda y el orden patriarcal, encuentra Gobat, fueron las herramientas discursivas que utilizaron para contrarrestar la influencia de la cultura moderna norteamericana. La constitución del grupo denominado los Caballeros Católicos, argumenta el autor, evidenció la constitución de un nacionalismo católico que se expresó a favor de la hacienda y la autoridad patriarcal como modelo de gobierno antimoderno (Gobat).

La investigación de Gómez profundiza más en esta cuestión y se concentra entre 1930 y 1943, justo cuando el país vivió la transición entre el fin de la ocupación norteamericana y el inicio de la dictadura somocista. El autor argumenta que las élites letradas contribuyeron al reforzamiento de un “patrón de autoridad católico y patriarcal” particular cuyo orden se estructuró con base en la figura del “hombre fuerte” (Gómez 141). El patrón de autoridad fue articulado como un discurso nacional, principalmente mediante las prácticas escriturarias de las élites letradas pertenecientes al Movimiento Reaccionario. Los integrantes de dicho movimiento formularon un discurso que logró suturar no solo a las élites letradas en su apoyo a Somoza y la imagen del “hombre fuerte”, sino que también sumó a los miembros del Partido Liberal y los soldados de la recién formada Guardia Nacional.

El discurso de los Reaccionarios a favor de Somoza, en palabras de Gómez, “robusteció el encadenamiento entre hombres-armas-política-Estado como la condición de posibilidad de gobernar lo nacional nicaragüense” (15). No obstante, este discurso se “sedimenta a través de agencias que le sirven de soporte” (15). En la construcción del discurso reaccionario, Gómez encuentra dos rutas genealógicas singulares: la colonialidad y la masculinidad. Aunque el autor identifica varias vertientes mediante las cuales se canalizaron las rutas genealógicas, aquí subrayamos que la colonialidad y la masculinidad son decidoras de los ejes sobre los cuales se ancla la estructuración de la autoridad en Nicaragua. Primero, la autoridad y el poder heredado de la colonia española como mito fundacional de la nación “otorgó una posición específica de género que fue la de la dominancia masculina”, ya que el poder del hombre se derivó, según el discurso de los Reaccionarios, de la “autoridad del conquistador y del gobernador [que] procede de una ruta genealógica que los conduce a dios” (Gómez 78).6Segundo, el mito fundacional de la nación católica producto de la colonia, cuya autoridad descansa en el hombre fuerte, “se extiende desde la familia hasta el Estado, atraviesa lo público y lo privado, y permea la cultura y las relaciones interpersonales” (Gómez 79).

Los dos puntos que resaltamos de la reflexión de Gómez nos recuerdan que ambas rutas genealógicas –colonialidad y masculinidad– se establecen mediante contrastes, exclusiones y dominancias. La familia católica de la hacienda a cargo del hombre fuerte excluye otras formas de convivencia, personas y ciudadanías con sus propios proyectos de nación. En el caso de Nicaragua, convierte en otredad al indígena o elabora un intricado sistema de mestizaje que incluye y excluye a la multiplicidad étnica bajo un estricto código de jerarquía racial.

Como bien señala Alberto Flores Galindo pensando en Perú, “el racismo es un capítulo mayor del autoritarismo” (Galindo 13). Es esta función de inclusión y exclusión lo que resaltamos aquí, porque es un sistema de autoridad que se reproduce hasta la crisis actual. Gómez señala que el caso del discurso reaccionario excluye el otro gran discurso de nación de la época, el “indo-hispanismo” y el modelo de “cooperativa agraria” llevado a cabo por Augusto C. Sandino. Somoza, junto con el apoyo de los Estados Unidos y respaldado por el apoyo de las élites letradas, no solo ejecutó el plan para asesinar a Sandino, sino que el aniquilamiento del proyecto de nación de este último se trasladó al texto cultural para reforzar el discurso a favor de Somoza. En El calvario de las Segovias, Somoza representó a Sandino como “hombre salvaje, psicópata, asesino y amenaza a la unidad nacional” (Gómez 15).

La exclusión que estructura discursivamente la tradición autoritaria en Nicaragua ve al opositor político como otro hasta convertirlo en “enemigo” que debe ser exterminado o desechado. Este último es el término que utiliza el GIEI reflexionando sobre la represión actual. A su vez, señalar a Sandino como “salvaje” y encadenarlo a los conceptos de “psicópata” y “amenaza” muestra que la cadena de equivalencias que teje la exclusión de la ruta genealógica colonial termina justificando la exterminación del opositor, devenido en enemigo. No obstante, el sandinismo como ideología muestra sus propias construcciones de exclusión y otredad que justifican el exterminio del opositor político. Y, a favor del argumento de Gómez, también muestran similitudes con las rutas genealógicas de colonialidad y masculinidad, articuladas por el catolicismo.

Siguiendo el argumento anterior, cabe resaltar que la construcción discursiva del Estado como una familia, controlado por un patriarca que rige sobre una nación feminizada, también atañe a las bases mismas del sandinismo. Michael Schroeder encuentra una estructura edificante similar en el discurso implementado por Sandino durante su guerra contra la ocupación estadounidense en Nicaragua. “La nueva patria” ideada por Sandino, según Schroeder, fue concebida como una familia patriarcal cuya membresía demandaba dos principios incluyentes y, a su vez, excluyentes: 1) pertenencia a la raza indo hispana; y 2) oposición al imperialismo norteamericano y al “invasor yanqui” (Schroeder 229).

De acuerdo con estos dos principios, Sandino creó una estructura que definía a la patria como femenina, que debía ser protegida del invasor. Para ello, Sandino definió maniqueamente la dicotomía entre patriota y traidor. El patriota defendía el “honor de la patria”, mismo honor puesto en riesgo por el invasor estadounidense. Este último “violaba la patria”. El honor masculino que defiende la nación femenina estaba en el centro del discurso de Sandino para imaginar la nueva nación nicaragüense. Bajo este esquema, políticos como Emiliano Chamorro o Adolfo Díaz habían “asesinado su derecho a la nacionalidad”, mientras que Sandino era “el viejo” o el patriarca de la nueva nación (Schroeder 228-229).7

Esto no quiere decir que el discurso reaccionario o somocista sea un total equivalente del discurso de Sandino. La intención de Sandino de unir a la “familia” nicaragüense en torno a la oposición contra el imperialismo norteamericano fue un intento por superar las “viejas diferencias familiares” entre las élites políticas pertenecientes a los partidos liberal y conservador (Schroeder 229). Por su parte, Sandino no extraía su construcción patriarcal propiamente del catolicismo. Más bien, él estuvo influenciado por la teosofía y por el pensamiento de la “raza cósmica” elaborado por José Vasconcelos. Su modelo de desarrollo tenía influencias del liberalismo y de la revolución mexicana.8 Aun contando estas diferencias o especificidades, el discurso de Sandino encadenaba una tríada entre “autoridad, teocracia y patriarcado”.

Las rutas genealógicas que utilizan arquetipos similares para imaginar la nación y para articular el lenguaje político nos alertan sobre la violencia sistémica que definimos al inicio de acuerdo con Arendt, Butler y Žižek. Tanto el somocismo como el sandinismo incluían y excluían formas de vida, pero las exclusiones iban radicalizadas hasta el punto de precarizar la vida del opositor político. La autoridad en Nicaragua teje inclusiones y exclusiones, pero sus narrativas demuestran una tendencia a reducir el debate político a la anulación del otro y, en el peor de los casos, su persecución y aniquilamiento.

Las dos propuestas políticas dominantes de los años treinta –a propuesta reaccionaria que apoyó a Somoza y la propuesta de Sandino– mostraban estos dejes similares y terminaron forjando la vida política del siglo veinte, cuyo principal producto fue la guerra civil y la insurrección que llevó al triunfo de la revolución liderada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). En este sentido, las cuatro grandes transiciones políticas que vivió la sociedad nicaragüense en el siglo veinte estuvieron marcadas por una violencia política y estatal de mayores proporciones, fuese esta debido a la ocupación militar de los Estados Unidos (1912-1934), la revolución de Sandino (1927-1934), la revolución liderada por el FSLN (1979) y, por último, la transición entre el gobierno revolucionario del FSLN al gobierno de Violeta Chamorro (1987-1995). Siguiendo el análisis de Žižek, consideramos que las genealogías mediante las cuales construimos autoridad en Nicaragua conducen sistemáticamente a la muerte de la política y el despliegue desmedido de la violencia subjetiva.

Al mismo tiempo, el hecho de que tanto élites letradas como militares, guerrilleras y políticas se hayan articulado mediante el discurso y las rutas genealógicas señaladas nos recuerda el segundo punto de este ensayo: las élites juegan un papel protagónico en las transiciones políticas. Es preciso recordar que, a diferencia quizá de los años treinta y setenta, el rol de las élites empresariales y su contraparte política y militar han jugado un papel fundamental en la estructuración de la autoridad ejercida por el FSLN desde su regreso al poder. Además, las élites políticas y empresariales, en la era del neoliberalismo, están cada vez más cerca la una de la otra, por no decir mezcladas. Por ahora señalamos que tanto el FSLN como el Ejército son grupos empresariales, al igual que el Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP), actores claves en la crisis actual.

Continuidades en el patrón de autoridad

La última transición mencionada (1987-1995) estuvo marcada por la guerra civil de los años ochenta. En este contexto bélico, Irene Agudelo demuestra cómo la construcción del enemigo por parte del FSLN se sostuvo mediante estrategias discursivas parecidas a las que hemos descrito hasta aquí. En línea con el discurso de Sandino, los nicaragüenses armados en apoyo a la contrarrevolución perdían su nacionalidad, incluso, su humanidad, al ser apoyados por extranjeros o “invasores yanquis”. Tanto el Frente como la contra representaron al enemigo mediante términos derogatorios que los privaban de su humanidad. A su vez, adornaron a los miembros de sus ejércitos mediante el reforzamiento de los patrones del “guerrero” que “conquista” y se bate con el enemigo para defender y liberar una patria feminizada. Así, Agudelo concluye que “la lógica de la defensa convirtió a toda la población en recurso militar” (2015 64).

La conversión del adversario en otredad por parte de cada bando (sandinista o contra) con base en estereotipos como los calificativos de “contra”, “genocida”, “mercenario” o “piricuaco” reduce el terreno político mediante la polarización de las posturas al enfrentamiento entre amigo y enemigo.9 Parte de esta ciudadanía catalogada como enemiga fue la campesina, el 83 por ciento de las personas que formaron parte de la contra (Agudelo 2015 69). Leamos lo que dice al respecto Agudelo:

El discurso revolucionario también operaba a partir de presupuestos clasistas y racistas que nunca revisó y de los cuales quizás ni se percató. A las campesinas y los campesinos que integraron La Contra se les negó su capacidad de agencia y se desconoció su condición de nicaragüenses, por tanto de ciudadanos—se les dejó fuera del proceso revolucionario. Lo reprimido en ese discurso no fue la diferencia, sino la mismidad: su condición de nicaragüenses (Agudelo 2015 73).

El párrafo anterior casi parece un calco de la situación actual. La vicepresidenta Murillo ha utilizado un sinnúmero de términos para descalificar a los sectores sociales que iniciaron y mantienen las protestas. “Minúsculos”, “golpistas”, “pucheros”, “vampiros”, entre otros han sido algunos de esos términos. No obstante, lo más interesante es que el gobierno Ortega-Murillo ha continuado con la narrativa de culpar a los Estados Unidos, el intervencionismo y a la CIA como estrategia para tratar de restar legitimidad a las protestas.

Los elementos señalados anteriormente del discurso sandinista concuerdan con el argumento de Gómez. El uso de ambas rutas genealógicas por parte de la pareja presidencial Ortega-Murillo –antes y durante su regreso al poder en 2007– :

Es prueba de cómo un gobierno autoconsiderado de izquierda y revolucionario se sirve de un patrón de autoridad centrado en la figura del hombre gobernante y su núcleo familiar, y recurre a la religión y la familia heterosexual como soportes de la autoridad política (Gómez 11).

El cambio de discurso por parte de Ortega, de ateo declarado durante los años ochenta a líder de una nación “Cristiana, Socialista y Solidaria”, fue paralelo al cambio dentro de la estructura del FSLN. El Frente paulatinamente concentró el poder en el liderazgo absoluto de Ortega, mientras este pactaba con las élites políticas, militares, empresariales y religiosas. A esta transición que se vivió dentro de la estructura del FSLN le dedica atención Salvador Martí i Puig. El politólogo identifica la década de los noventa como contexto clave en que el Frente se convierte en partido político, poder económico y estructura de caudillo.

El Congreso Sandinista de 1994 fue un parteaguas en esta historia. Importantes cuadros del FSLN fueron expulsados y la coalición liderada por Ortega pasó a controlar el poder y el discurso del sandinismo; así se originó lo que Martí i Puig llama “danielismo” (Martí i Puig 2010). El hecho de que la pareja presidencial haya capitalizado nuevamente el uso del cristianismo para concentrar el poder de forma “caudillista”, como sugiere Martí i Puig, demuestra que el derrocamiento de la dictadura somocista –y casi dieciséis años de transición– no lograron cambiar un “patrón de autoridad profundamente sedimentado en la sociedad nicaragüense y, más aún, con las ciudadanías configuradas por tal patrón” (Gómez 11). Más bien, se potenció la herencia oligárquica del caudillo como única fórmula de éxito en la política nacional.

El uso de la cultura religiosa por parte del FSLN lo encontramos en las campañas electorales previas al regreso de Ortega al poder. En 2001, por ejemplo, se utilizó el lema de “La tierra prometida”. Muchas de estas formas de campaña intentaban contestar la representación del gobierno de los ochenta como la “larga noche oscura”. Como afirma Margarita Vannini, los “gobiernos posteriores a las elecciones de 1990 buscaron cómo borrar la memoria sandinista y desarrollaron un discurso que se concentró en solo mostrar las dificultades del mismo, como la guerra civil y el bloqueo económico” (Vannini, 2015, 87). No obstante, este tipo de propaganda política por parte del FSLN fue puesto en práctica en conjunto con los pactos políticos entre Ortega y Arnoldo Alemán, expresidente por el Partido Liberal Constitucionalista (PLC) acusado de corrupción y lavado de dinero.10

Los pactos mencionados ayudaron a cambiar las leyes electorales que habilitaron la primera reelección de Ortega.11 Seguido a esto, Ortega continuó amarrando y articulando a los sectores dominantes del país. El pacto con el Cardenal Miguel Obando y Bravo fue consumado mediante la celebración de la boda católica que unió en matrimonio a la pareja Ortega-Murillo, un año antes de las elecciones del 2006 (Meza 2005). En palabras de Vannini, en este proceso de transformación del FSLN hacia las elecciones del 2006, “la pareja presidencial se convirtió al catolicismo ferviente y practicante, y, con la penalización del aborto terapéutico, selló su pacto con la Iglesia Católica”. La nueva Nicaragua propuesta por el FSLN fue, a partir de este momento, “Cristiana, Socialista y Solidaria” (Vannini, 2012, 68).

En cuanto a los usos del discurso, tema que nos interesa aquí, Vannini documenta y reflexiona sobre algunos de los patrones de autoridad que hemos venido desarrollando. En particular, presta atención al despliegue público de la memoria sandinista, además de las campañas electorales y la celebración anual del triunfo de la revolución, el 19 de julio de cada año. Sobre las elecciones del 2006, comenta que la campaña fue dirigida por Murillo “quién empezó a sustituir los símbolos identitarios del FSLN por banderas y anuncios multicolores en los que desapareció el rojo y el negro, el discurso se centró en Dios, el amor, el perdón, la reconciliación y la unidad” (Vannini, 2012, 68).

Los nuevos símbolos que denotaban la unidad entre el FSLN y un sector de la Iglesia católica produjeron un discurso muy particular: una Nicaragua regida por una nueva familia; una nación que descansaba en la autoridad de Dios, proyectada sobre la de Ortega. No solo Dios formó parte de esta estructura de autoridad; Ortega y Murillo crearon una nueva familia patriarcal caracterizada por tres grandes padres de la nación. Según Vannini, los “eslabones que iluminan la historia son ahora: Rubén Darío: Padre de la independencia cultural, Sandino: padre de la revolución, y Daniel, el máximo y único líder, heredero y continuador del genio de Darío y del espíritu de Sandino” (Vannini, 2012, 68-69). La autora termina sentenciando que la triada de Dios, Sandino y Darío termina centrándose en Ortega, en quien se “concentra la imagen y también se concentra el poder” (Vannini, 2012, 68-69). La autora reconoce, en línea con la propuesta de este ensayo, que los usos actuales de la memoria sandinista por parte del gobierno Ortega-Murillo continúa la “construcción de imaginarios sociales que reafirman patrones del autoritarismo y el patriarcado” (Vannini, 2015, 91).

Los usos del discurso promovidos por la pareja presidencial Ortega-Murillo muestran cambios y continuidades. Cambian los gobernantes, pero se mantienen los patrones de autoridad. El discurso utilizado por el gobierno actual resignifica un patrón de autoridad sostenido por la misma cadena de equivalencias formada por la tríada de “autoridad, teocracia y patriarcado”. Sandino, Darío, Carlos Fonseca, junto a la figura de la Nicaragua Cristiana, es ahora controlada por la dominancia del “hombre fuerte” a cargo de la familia religiosa, mismo hombre corporeizado en la figura de Ortega. Quizá el ejemplo más vívido de cómo se puede resignificar un patrón de autoridad lo ofrece Vannini con su lectura de la nueva estatua de Sandino ubicada en el viejo centro de Managua.

La base de la estatua es la misma que sostenía la estatua ecuestre del dictador Anastasio Somoza García y fue derribada en 1979. La estructura pasó desolada desde los años ochenta hasta el nuevo gobierno de Ortega, cuando se impuso sobre la estructura la nueva figura de Sandino sobre su burro. La imagen, afirma Vannini, “parece sugerir un velado deseo de restituir a la dictadura. O tal vez nos sugiere que fue derribada la estatua ecuestre del dictador pero no las estructuras que sostenían al régimen dinástico del somocismo” (Vannini, 2012, 69).

Al constatar la vigencia de un afán autoritario, vale la pena preguntarse en qué medida responde, además de a la biografía política del líder mesiánico, a un conjunto de necesidades presentes en el imaginario colectivo. Atinada es al respecto la afirmación de Flores Galindo de que “el autoritarismo encuentra eco en las bases mismas de la sociedad” (Galindo 25).

En este acápite hemos resaltado la trayectoria discursiva que formula un patrón de autoridad en Nicaragua, el cual, como una violencia sistémica, se reproduce con nuevos significantes y figuras, pero su forma de funcionar en periodos de tensión sigue repitiendo el uso de la fuerza y la violencia –militar y estatal– para estructurar las jerarquías del poder entre los sectores y las poblaciones que habitan el país. Las rutas genealógicas de colonialidad y masculinidad, leídas a través del prisma de la cultura religiosa, articulan un discurso de dominancia que permite a las élites estructurar formas autoritarias de poder que se construyen y se justifican mediante las equivalencias entre autoridad, teocracia y patriarcado. El patrón de autoridad en Nicaragua es tejido particularmente por inclusiones y exclusiones radicales que terminan polarizando la sociedad. El otro es despojado de nacionalidad y ciudadanía y es la personificación de “la maldad”, borrando todo rastro de su humanidad. El otro son los “terroristas”, término que incluye a los estudiantes, periodistas, movimientos sociales, activistas de las ONG y líderes campesinos, quienes han sido enjuiciados bajo cargos de terrorismo. Los que no han sido enjuiciados todavía han sido los empresarios. A ellos nos dedicamos en el siguiente acápite.

FSLN-COSEP-Ejército Nacional: anotaciones sobre los pactos políticos y empresariales en la crisis nicaragüense actual

En su ensayo seminal que estructuró en buena medida el pensamiento de la revolución sandinista, Jaime Wheelock y Julio Carrión propusieron que la conexión entre el imperialismo estadounidense y la dictadura somocista se lograba analizar sistemáticamente a través de los grupos económicos que articulaban el poder político en el país (Wheelock, 1985; Wheelock y Carrión, 1981).12 Aunque es posible comparar estos grupos y estudiar la relación entre el pasado y el presente, en este trabajo nos concentramos en analizar cómo el acercamiento entre los sectores empresariales y políticos refuerza –y sustenta– la tradición autoritaria de Nicaragua. Rescatamos el trabajo de Wheelock y Carrión porque concuerda con los postulados de Edelberto Torres Rivas y Víctor Hugo Acuña, en cuanto demuestra que para Centroamérica “la democracia representativa no es un resultado históricamente necesario del desarrollo capitalista” (Torres-Rivas 549). Más bien, el desarrollo económico articulado a la política nicaragüense tiende a reforzar una cultura autoritaria.

La dimensión económica de la relación entre gobernante y gobernados es indiferente a la lógica violenta constitutiva de dicha relación. Las élites se encuentran en la cúspide de los modelos de desarrollo y acumulación de capital tejidos por un orden autoritario militar durante la mayor parte del siglo pasado y que pactaron en los últimos once años con el régimen Ortega-Murillo. En vista de lo anterior, interrogar el autoritarismo pasa necesariamente por una reflexión en torno a cómo las élites económicas contribuyen a la pervivencia o no de una tradición autoritaria, en especial porque en el acápite anterior mostramos que las élites –letradas, militares, políticas y empresariales– son sectores claves en momentos de quiebre, crisis y transiciones.

Al utilizar el término “élites”, nos posicionamos junto a Marta Casaús y García Geráldez. Destacamos en su aproximación la articulación cercana entre poder político y poder económico en Centroamérica, conforme a los proyectos modernizadores de desarrollo desde la segunda mitad del siglo veinte. En nuestra región, la relación íntima entre el poder económico y político es decidora de la operacionalidad de la dominancia autoritaria que ha caracterizado el gobierno Ortega-Murillo. Por tanto, comprendemos por élite:

Aquella élite económica que ha ido progresivamente diversificando su producción, ampliando su capital a otros sectores y modernizando sus empresas. Gracias al ingente proceso de acumulación de capital, esta élite controla una parte desproporcionada del poder económico y político de la sociedad; como grupo social controla un conjunto de empresas vinculadas al sector agro-industrial o financiero y sus altos ejecutivos proceden de una o dos redes familiares, interrelacionadas por medio de alianzas matrimoniales o de negocios, reproduciendo su capital a través de una sola unidad económica originaria (Casaús y García Geráldez 3).

Estudiosos del análisis histórico de las élites centroamericanas identifican un sector élite diverso, pero más o menos común en términos de sustentar y estimular la pervivencia de la tradición autoritaria mucho más que su colaboración a la democratización social. En la “larga duración”, señala Acuña, subyace la permanencia de redes y lógicas de interacción que resulta “un factor clave en el arraigo y en la longevidad del autoritarismo y en los fracasos de los intentos de democratización” (Acuña 73). Nuestro argumento principal en este acápite es, en línea con Casaús y García Geráldez y con Acuña, que la dominancia de las élites coopta el funcionamiento democrático del gobierno nicaragüense, ya que teje una dominancia particular que incluye a los sectores poderosos del país, mientras excluye y somete con violencia estatal a otros sectores, como el campesino, los estudiantes y los pueblos indígenas.

Si bien la violencia desatada a partir del 18 de abril de 2018 ha sido la más cruenta hasta la fecha, esta se suma a una cadena de eventos y de usos de la fuerza que hablan de una violencia de larga data. Aquí hemos definido ese tipo de violencia como sistémica porque los pactos y articulaciones entre las élites refuerzan la tradición autoritaria que hemos señalado anteriormente; su principal forma de operar es mediante la represión y la violencia subjetiva.

Volviendo al argumento de Acuña, sus postulados sobre la larga duración autoritaria en la dimensión política del poder en Centroamérica concuerdan con el análisis de la política económica centroamericana realizado por Benedicte Bull. La tendencia centroamericana, señala el autor, es que élites políticas y económicas controlen estructuras de poder, obstaculizando la consolidación de instituciones y prácticas democráticas. Según Bull, a excepción de Costa Rica, las políticas económicas de las sociedades centroamericanas tienden a conformar gobiernos y sistemas de autoridad caracterizados por “instituciones débiles y élites fuertes”. Es este carácter de durabilidad y recurrencia de sistemas autoritarios, semejante a un sedimento, el que acentuamos con el concepto de tradición autoritaria.

En Nicaragua, el terreno discursivo de la economía y el desarrollo ha articulado modelos de producción acordados entre los sectores de poder político y empresarial. Los modelos de producción concentrados en la agroexportación, el extractivismo, los regímenes de zona franca y, más recientemente, la industria de servicios, articulan tres actores principales: primero, el gobierno concentrado verticalmente en el Poder Ejecutivo, a cargo del FSLN controlado por la pareja presidencial Ortega-Murillo; segundo, el cuerpo empresarial del país que, si bien cuenta con varias organizaciones, el actor más destacado en los últimos años ha sido el COSEP, cuyo presidente es José Adán Aguerri; y tercero, el Instituto de Prevención Social Militar (IPSM) a cargo del Ejército Nacional.

El ejército está bajo el mando del General Julio César Avilés. Cabe resaltar que cada uno de esos actores se ha prolongado al mando de sus partidos políticos e instituciones. Así, Ortega, a partir de un fallo de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia en octubre de 2009, ha logrado reelegirse indefinidamente (Salinas, 2009). Aguerri, por su parte, ha logrado obviar y reformar los estatus del COSEP para reelegirse más allá de los límites que imponen los mismos reglamentos del Consejo. Avilés ahora posee dicha facultad, luego de que las reformas constitucionales de 2013 no solo habilitaran constitucionalmente la reelección de Ortega, sino que adjuntaron la misma facultad para el General del Ejército Nacional (Salinas 2013).

Los tres grupos económicos mencionados anteriormente tienen un puesto y accionar directo en el aparato político e institucional de Nicaragua. Esta característica concuerda con los planteamientos de Juan Pablo Pérez-Sáinz (2014) y Alexander Segovia (2004, 2005), en cuanto a la conjunción entre las élites económicas y políticas en Centroamérica. Segovia, principalmente, detalla que la regionalización e internacionalización de los grupos económicos dominantes en Centroamérica han trazado un camino con doble vía. Un camino ha llevado a la integración regional centroamericana por medio de las empresas transnacionales que han virado a la industria de servicios y la tercerización, produciendo altas ganancias; el otro camino es que dichos procesos han acumulado la riqueza y la propiedad en pocas manos, aumentando la desigualdad.

En línea con los elementos anteriores, Segovia afirma que el nuevo modelo de desarrollo en Centroamérica, influenciado directamente por la coalición entre el poder político y económico, “ha sucedido en el contexto de un debilitamiento del Estado, de los partidos políticos, de las clases medias y de las organizaciones laborales y sindicales, que en un sistema democrático sirven de contrapeso al poder empresarial” (Segovia, 2005, 15). En cercanía con los planteamientos de Segovia y Sáinz, Mario Sánchez anota, junto a Andrés Solimano, “la creciente influencia de estas élites económicas sobre la democracia” (Sánchez, 2016, 61).

Hemos propuesto que la conjunción entre los grupos empresariales y el poder político conlleva una especificidad histórica en el caso de Nicaragua, aunque se suma a una tendencia regional, como ya expusimos. En el contexto nicaragüense encontramos algunas particularidades dentro de la articulación entre las élites económicas y la tradición autoritaria que vale la pena resaltar. Una de ellas es que el régimen de Ortega ha gobernado desde el 2006 mediante una coalición cercana con el COSEP y el brazo empresarial del Ejército Nacional (IPSM).

Para subrayar las observaciones de Acuña antes señaladas, la tendencia empresarial de conciliarse con regímenes autoritarios en Centroamérica es una cuestión fundamental para comprender por qué el desarrollo económico capitalista no es producto de una institucionalización de la democracia representativa. Esa misma línea de reflexión sobre el rol que juegan las élites económicas en la estructuración, mantenimiento y sedimentación de la tradición autoritaria ha sido sustentada por los aportes de María Dolores Ferrero Blanco, Knut Walter y Carlos Vilas. Cabe resaltar que tanto Ferrero como Walter resaltan el funcionamiento de las redes clientelistas y patrimonialistas entre el régimen autoritario de la familia Somoza y los grupos económicos definidos por Wheelock y Carrión. Ferrero afirma que el inicio de la dictadura somocista estableció las condiciones para el desarrollo de los grupos económicos emergentes y la consolidación del orden autoritario establecido por Somoza García.

En palabras de la autora, “Somoza hizo un pacto tácito con esa burguesía: que se dedicara a producir, y a enriquecerse, y que no se metiera en política” (Ferrero Blanco 43). Este elemento “pactista” que reparte tanto la riqueza como las cuotas de poder dentro del modelo de desarrollo entre élites económicas y políticas conlleva la característica de manejarse por fuera de la ley o de las instituciones gubernamentales. Este es un punto para resaltar en el caso nicaragüense, ya que tiene repercusiones manifiestas en el ejercicio del performance democrático. Ejemplos de pactos nos los proporcionan El Pacto de los Generales en 1950, el Pacto Kupia Kumi en 1971 y, más recientemente, el Pacto Alemán-Ortega de 1998. Dichos pactos evidencian el funcionamiento de la articulación entre la tradición autoritaria y las élites económicas en momentos de crisis que han sido claves en la historia nicaragüense. Veamos esto con más detalle.

El Pacto de los Generales fue un pacto político firmado el 3 de abril de 1950 por los generales Anastasio Somoza García y Emiliano Chamorro, líderes del Partido Liberal Nacionalista y el Partido Conservador, respectivamente. Luego de la crisis política ocasionada por el golpe de Estado contra Leonardo Argüello, dicho pacto permitió la reelección de Anastasio Somoza García y el repartimiento de ciertos cargos públicos para miembros del Partido Conservador (Esgueva Gómez). A su vez, el pacto reafirmó un contrato celebrado entre Somoza y Chamorro dos meses antes, en el cual ambos compartían la propiedad de la fábrica procesadora de lácteos en Nicaragua, sumado a la prohibición de la venta de leche sin pasteurizar que ambos promoverían en la ley de lácteos de 1950 (Monte Casablanca). El Pacto de los Generales sirvió de base para organizar el futuro sistema financiero nacional que para finales de la década se dividiría en los tres bancos y grupos económicos mencionados: Banco Nacional, BANIC y BANAMERICA.

El Pacto Kupia Kumi, firmado el 28 de marzo de 1971 por Fernando Agüero (del Partido Conservador) y Anastasio Somoza Debayle (del Partido Liberal e hijo de Somoza García) creó una Junta de Gobierno. El pacto fue acordado a raíz de la masacre de la Avenida Roosevelt del 22 de enero de 1967, en la cual efectivos de la Guardia Nacional –comandada por Somoza Debayle– abrieron fuego contra una multitud de manifestantes y asesinaron a casi 1500 personas. Aunque el pacto dio una salida a la crisis producto de la masacre, en pocos meses este se revertiría luego del terremoto de Managua en diciembre de 1972 y más bien la dictadura cooptó a los firmantes del pacto para adueñarse de los negocios relacionados a la reconstrucción de Managua; confiscaron 640 manzanas de terreno en la capital. María Dolores Ferrero Blanco, Humberto Ortega y Matilde Zimmermann concuerdan en que este hecho fue el quiebre total que separó a las élites empresariales del régimen somocista (Ferrero Blanco; Ortega Saavedra; Zimmermann).

Por último, otros autores concuerdan en que los acuerdos de paz de 1987 no solo permitieron la transición entre el primer gobierno de Ortega y la elección de Violeta Barrios de Chamorro. También propiciaron la institucionalización del FSLN como un partido político y, sobre todo, como un grupo económico que se consolidaría durante los años noventa. Esta es la tesis tanto de Martí i Puig como de Marc Everyndam yRose Spalding, entre otros. Todos reconocen que la concentración de poder por parte de Ortega del aparato partidario del FSLN avanzó paralelamente con el crecimiento y consolidación del brazo empresarial del mismo (Everingham; Martí i Puig; Spalding, 1994, 2014). Everingham, particularmente, pone atención a cómo los conflictos por los derechos de propiedad sobre la tierra y las tensiones entre el campesinado, el ejército y los dirigentes del FSLN fueron claves tanto en la consolidación del poder en la figura de Ortega, como en el establecimiento de los negocios y aparato económico empresarial del partido.

Articulación de élites políticas y económicas

Los ejemplos y antecedentes presentados proporcionan las pistas para seguir un elemento característico en la articulación entre violencia y autoridad en Nicaragua. Como hemos propuesto en este ensayo, en nuestro país las élites de poder económico y político refuerzan la tradición autoritaria. Carlos Vilas ha señalado particularmente las continuidades entre las élites económicas, tanto durante la revolución sandinista de los años ochenta como en el contexto inmediato posterior, caracterizado por la transición política y económica que vivió el país y la región luego de los acuerdos de paz, entre 1987 y 1995.

En el artículo Asuntos de familia: clases, linajes y política en la Nicaragua Contemporánea, Vilas subraya la capacidad de las élites económicas para reorganizar y reestructurar su relación con los poderes del estado y las instituciones del gobierno, al ser parte integral tanto del personal como del funcionamiento de la gubernamentalidad en sus distintos niveles. Esto se debe, entre otras razones, a las redes de parentesco y consanguinidad que comparten (Vilas). En esta línea, el desarrollo económico articulado a la política nicaragüense tiende a reforzar una cultura autoritaria dentro de la misma. Veamos esto con más detalle mediante una breve reseña del desarrollo y acercamiento entre el FSLN, el COSEP y el Ejército desde el regreso al poder de Ortega hasta los sucesos actuales que iniciaron en abril de 2018.

Si bien el brazo empresarial del Ejército Nacional inició en los años noventa, su funcionamiento y lógica de acumulación de capital se ha establecido más claramente durante el régimen actual. Cabe señalar que, en sus inicios durante la última década del siglo pasado, Humberto Ortega, general del Ejército Popular Sandinista (EPS) y hermano de Daniel Ortega, propició los mecanismos para asegurar el financiamiento de la entidad castrense por medio del IPSM. Sus fondos provinieron inicialmente de la venta de helicópteros a Perú, producción de granos y negocios de bienes raíces. Ideado para asegurar el paso a la vida civil de miles de soldados desmovilizados por los acuerdos de paz, el IPSM se ha convertido en uno de los mayores grupos empresariales del país. Sus negocios van desde la compra de acciones de universidades, bienes raíces, desarrollo urbanístico, hasta el manejo de empresas comerciales y proyectos turísticos (El Nuevo Diario; Silva, Galeano y Miranda). Todas estas inversiones son realizadas sin control público y con una gran ventaja sobre los otros sectores sociales.

En cuanto al FSLN y Ortega, es todavía difícil esclarecer la información sobre su patrimonio. Existen fuentes de información que muestran las compañías y negocios cercanos a la familia, pero, al igual que el IPSM, este capital pasa relativamente sin control público. Los informes no pasan de ser reportes que confunden las inversiones del FSLN o del grupo financiado con los recursos de la ayuda venezolana, ALBA-CARUNA (Cruz; Meléndez; Salinas 2016b). Algunos analistas de estos reportes argumentan que no hay distinción entre la familia, el partido y el brazo empresarial de este. Mas el funcionamiento administrativo de esta articulación todavía no es muy claro. No obstante, la colaboración y la puesta en común de sus intereses empresariales ha sido evidente desde el inicio del segundo ciclo de Daniel Ortega.

A pocas horas de haber ganado las elecciones en el 2006, Ortega firmó un acuerdo con Aguerri, presidente del COSEP, para asegurar una alianza entre el sector privado y el FSLN (“Ortega: Acuerdo con los grandes grupos económicos. ¿Y el socialismo de Daniel?” 2006). Los medios oficialistas anunciaron que el acuerdo era la “alianza contra la pobreza en Nicaragua”. En dicho acuerdo, señalaron, estarían aglutinados “el gobierno, el sector privado y los trabajadores” (La Voz del Sandinismo). El acuerdo aseguraba en cierta medida el fin de la inestabilidad que había reinado en las calles desde los noventa, cuando protestas estudiantiles, sindicales y de las cooperativas de transporte –las llamadas “asonadas” – eran recurrentes en el país. A partir del acuerdo entre el FSLN y el COSEP, aseguró el empresario Carlos Pellas, estaba “mejorando el clima para los negocios”. El mismo Pellas apoyó públicamente la “Comisión de Seguimiento” entre el FSLN y el sector privado, y afirmó que a partir de las reformas los nicaragüenses vivían en “un país más abierto” (Potosme y Navas). Pellas, al ser cuestionado por la cooptación de poder evidente por parte del orteguismo, manifestó lo siguiente:

¿Qué si yo creo que hay una democracia? Bueno, hay unas elecciones, las elecciones determinan claramente quién es el ganador. Hasta la fecha se ha manejado de esa forma y yo creo que obviamente los nicaragüenses van a la votación y se elige el ganador (Potosme y Navas).

La concertación entre el gobierno y los empresarios fue elevada a rango constitucional, institucionalizando la relación entre estos dos sectores. La unión entre el COSEP y el gobierno del FSLN se consolidó en 2009. Ortega se acercó a los empresarios para resolver los efectos de la crisis financiera internacional en Nicaragua. Además, las elecciones municipales de 2008, teñidas de irregularidades que provocaron protestas de la oposición política, sumado a sanciones de los Estados Unidos y la Unión Europea, propiciaron que el régimen designara al COSEP y a los grandes empresarios como el principal interlocutor en la sociedad nicaragüense. Aguerri definió este sistema como “Modelo COSEP”. El economista José Luis Medal lo denominó “corporativismo autoritario” (Chamorro, 2018a, 2018b).

El Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) advirtió sobre las repercusiones negativas de este tipo de modelo económico y político. A mediados de 2017, el CENIDH publicó un informe sobre la situación que atravesaba el país en cuanto al uso de la violencia estatal utilizada para reprimir o cooptar las protestas ciudadanas. Sus conclusiones, leídas luego del 18 de abril, poseen un cierto manto de augurio y profecía. El informe documenta la escalada constante de la represión estatal en Nicaragua y menciona cuatro factores como causantes principales: 1) las manifestaciones contra el proyecto de construcción del canal interoceánico; 2) las protestas contra las concesiones otorgadas para la explotación de recursos naturales; 3) las demandas por elecciones libres y transparentes; y, por último, 4) las luchas sociales contra los problemas derivados por el régimen de pensiones y las reformas a la seguridad social (Centro Nicaragüense de Derechos Humanos n. d. 5). El informe consideraba que cualquiera de estas circunstancias contenía el potencial de provocar un aumento significativo de la movilización ciudadana y, consecuentemente, una mayor represión por parte del estado. Hoy sabemos que ese ha sido el principal resultado.

Con estos ejemplos queremos reforzar nuestro argumento principal, ya que denotan que dicho acercamiento entre los tres grupos económico políticos del país promueven el uso de la violencia subjetiva por parte del Estado a la hora de hacer frente a las demandas ciudadanas. Esta última característica va acorde a una tradición autoritaria que se comporta como violencia sistémica. Por lo tanto, la represión actual se une a una larga cadena de represiones y cooptaciones ejecutadas por el gobierno para intentar contener o “solucionar” las demandas civiles.

De acuerdo con lo anterior, Elvira Cuadra identificó en 2016 una disputa establecida entre las élites y una mayoría de la sociedad orientada a lograr mayor equidad. La investigadora planteaba un panorama en que los intentos por construir un sujeto colectivo crítico y distanciado de la tradición autoritaria coexistía con sectores acomodados a prácticas clientelistas y patrimonialistas (Cuadra-Lira). Cuadra se refería a algunos eventos que habían marcado el accionar del “Modelo COSEP”. En línea con Cuadra, a continuación resaltamos con algunos ejemplos la articulación entre el Ejecutivo, las Fuerzas Armadas y el COSEP, porque también excluye y proyecta una dominancia sobre otros sectores que componen la sociedad nicaragüense.

En enero de 2014, los trabajadores enfermos de insuficiencia renal crónica del Ingenio San Antonio, propiedad de la familia Pellas, protestaron para exigir mejores tratamientos a la condición que adquirieron durante el ejercicio de sus labores. Ese día, los nicaragüenses observamos atónitos la represión de la Policía Nacional aplicada a un grupo de personas ya desahuciadas (Membreño 2014). Otro evento que resaltar es el de las manifestaciones campesinas contra el último proyecto del canal interoceánico. Las marchas de este grupo en particular llevaron al gobierno a movilizar todas las fuerzas de seguridad para interrumpir calles, quitar puentes e inclusive detener a los manifestantes, quienes fueron amenazados y luego intimidados (Álvarez y Aráuz, 2016). Una de las líderes del movimiento campesino anticanal, Francisca Ramírez, fue especialmente intimidada por el gobierno para desistir de sus reclamos por la derogación de la ley del canal y por sus denuncias explícitas de cómo miembros del ejército han tomado tierras y amenazado a campesinos y líderes indígenas para vender sus tierras (Salinas, 2016a).

El campesinado también pone atención a un resultado muy llamativo del modelo de desarrollo implementado por Ortega; esto es la extranjerización y reconcentración de la tierra en pocas manos que, sumado al proyecto canalero, ha empujado la frontera agrícola hacia las reservas forestales, como es el caso de Indio Maíz (Baumeister).13Dichas protestas y movilizaciones propiciaron al eje del Ejecutivo, las Fuerzas Armadas y el COSEP a promover la implementación de una ley de “Seguridad Soberana”, misma que justificó el encarcelamiento de los protestantes campesinos por más de 70 días sin derecho a juicio (Carrión, 2015).14

Esos eventos alteraron las relaciones entre el COSEP y el FSLN debido especialmente a la reacción de la oposición política nicaragüense de acuerdo con los Estados Unidos. Entre octubre y noviembre de 2016, el Congreso de los Estados Unidos comenzó a debatir e intentar implementar una ley que dificultaría el desembolso de los créditos y las inversiones de las Instituciones Financieras Internacionales hacia Nicaragua. La ley H.R.1918 Nicaraguan Investment Conditionality Act (NICA-ACT) encendió las alarmas en el país y provocó declaraciones de distintos empresarios que hasta esa fecha apoyaban tácitamente al gobierno.15

En vista de todo lo anterior, es más que claro que el corporativismo autoritario entre la alianza tripartita público privada no resiste una discusión seria y documentada de la crisis actual. El compromiso del Estado con la mal llamada “iniciativa privada” debe ser revisado por sus efectos negativos sobre el bien común y sobre la democratización del país. En nuestra historia reciente, este postulado adquirió discursividad en la siguiente distribución de responsabilidades: de la economía se ocupa la “iniciativa privada”; de la política, el gobierno. Como si en este caso la actividad económica “privada” no afectase el bienestar común. La postura excusó a un beligerante sector social de señalar la obstaculización y negación de derechos humanos y ciudadanos, aunque en otros espacios decía promover una agenda de “nación”. Ejemplo de esto último es el documento Agenda Cosep 2020: por una Nicaragua Próspera y Democrática. En él encontramos los “principios democráticos del COSEP”, donde el Consejo postula su posición en aras de un proyecto de nación democrático de cara al plan de desarrollo proyectado para 2020. Además de confirmar su apoyo por la democracia representativa, los derechos humanos –entre ellos el derecho a la propiedad– y la participación ciudadana, el punto VI plantea también la forma en que el Estado y el sector privado pueden funcionar dentro de este plan:

Diseñar un Estado eficiente y moderno, considerándose la reducción de la burocracia estatal no productiva que permita mejorar la funcionalidad y eficiencia en las instituciones públicas, simplificando los trámites y facilitando el desempeño de la actividad empresarial. El Estado debe jugar un rol subsidiario al rol del sector privado (COSEP, s. f., 5).

A su vez, en el punto X, el COSEP apoya el modelo de diálogo y comunicación directa con el estado (COSEP, s. f., 5). De esta manera, el COSEP comprendió la reducción de la burocracia y su participación mediante el mecanismo de concertación con el régimen de Ortega. Como señalamos antes, si bien dichos mecanismos fueron implementados legalmente con la firma del convenio en 2006 y las leyes constitucionales de 2013, propiciaron la articulación exclusiva entre la élite empresarial y el régimen de Ortega, excluyendo y silenciado a otros sectores de la población quienes, como los campesinos y los trabajadores del Ingenio San Antonio, sufrieron represiones sistemáticas mucho antes de los sucesos ocurridos a partir del 18 de abril.

Viejas lógicas, nuevas crisis: anotaciones finales

En concordancia con los casos y ejemplos que mostramos anteriormente, a continuación resaltamos tres puntos que indican que el “Modelo COSEP” no solo se sumó a la tradición autoritaria. Además, la resignificó para operacionalizar el autoritarismo en el contexto actual. En primer lugar, las élites empresariales, militares y políticas recurrieron a una larga práctica de “pactos” y amarres políticos para implementar un modelo de desarrollo, el cual volvió a concentrarse en la agroexportación, el extractivismo y la explotación de mano de obra barata. A su vez, el modelo descansó en las inyecciones de la ayuda venezolana que fue utilizada indiscriminadamente y sin control público para financiar programas sociales y enriquecer, al mismo tiempo, a la familia en el gobierno.

Segundo, la política pactista fue cubierta mediante el discurso católico y colonial de larga duración en Nicaragua. Por parte del gobierno, la autoridad patriarcal del hombre fuerte fue atada una vez más a la autoridad de Dios y se construyó una representación femenina de la nación con base en el modelo familiar. Por parte de los empresarios, el discurso se unió a los usos del gobierno mediante una primacía del desarrollo económico y avaló el aspecto electoral de la democracia y obvió otros como la paulatina represión a los movimientos sociales y al movimiento campesino anticanal. En tercer lugar, la respuesta conjunta de empresarios, políticos y militares ante las protestas de trabajadores, campesinos, estudiantes, movimientos sociales y demás sectores sociales fue la represión sistemática y, a partir del 18 de abril, la violencia subjetiva fuera de control.

Finalmente, más que en cualquier otro caso centroamericano en la última década, Nicaragua demuestra que el crecimiento económico por sí mismo no resuelve los problemas sociales. Una de las aporías de las democracias centroamericanas es su convivencia diaria con la concentración de riquezas y el aumento de las desigualdades. Si el movimiento de la economía gira en torno a una matriz agroexportadora que siempre tiende a concentrar tierra, capital y comercialización, entre otros elementos; si las inversiones surgen y se desarrollan como monopolios transnacionales altamente controlados por el capital extranjero y, si a ello agregamos un estado convencido de beneficiar a la empresa privada como núcleo primario de la vida económica y único interlocutor social, el resultado es el aumento de las desigualdades y con ello de las tensiones sociales que nos han llevado a la crisis actual. Esta es la dimensión sistémica de la violencia que hemos querido detallar en cuanto a cómo el autoritarismo en Nicaragua articula a las élites empresariales, militares y políticas.

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  • 2
    En los últimos días de 2018, la CIDH incluyó a Nicaragua en su “lista negra”, esto es, países que merecen atención especial por el alto nivel de violaciones de derechos humanos. Joel Hernández, relator de la CIDH para los derechos de personas privadas de libertad, ha afirmado lo siguiente al respecto: “Yo creo que nuestra región no había visto en mucho tiempo una situación similar: el hecho de que en tan poco tiempo haya sucedido tal número de violaciones a los derechos humanos del Estado en contra de la población” (Equipo Envío 4).
  • 4
    Desde los primeros días de las protestas, las más altas autoridades políticas del país desconocieron cualquier tipo de responsabilidad en el ciclo de represión. Utilizaron sus intervenciones públicas para dejar esto en claro y, además, para señalar a las ciudadanías disidentes como las responsables de la ruptura de la paz, los muertos, las violaciones de derechos humanos y la crisis económica. La postura del negacionismo ha sido ampliamente documentada por diversos informes de organismos internacionales. Entre estos informes destaca Violaciones de derechos humanos y abusos en el contexto de las protestas en Nicaragua (18 de abril-18 de agosto), emitido por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH). También, los dos informes elaborados por Amnistía Internacional en distintos momentos de la crisis (2018a, 2018b). A pesar de la amplia documentación, el Estado nicaragüense ha elaborado un discurso en que adquiere carácter de víctima de un intento de golpe de Estado, demanda “derechos humanos para todos” y “reparación y justicia para las víctimas del terrorismo golpista” (El 19 Digital, 2018).
  • 6
    La visión teocrática del poder continúa jugando un rol central en la política nicaragüense y en la crisis sociopolítica actual. El informe ya citado del GIEI argumenta al respecto lo siguiente: “En paralelo con el proceso de deslegitimación de las motivaciones de la oposición y de las organizaciones sociales, se desarrolla el discurso hegemónico de la razón divina como razón de Estado donde el Presidente y Vicepresidenta, no solo han liderado el proceso de reconciliación que garantiza la paz, lo han hecho de la mano de Dios. Quienes desafían esta realidad, pueden ser el anticristo, según le atribuyen al poema de Rubén Darío (prócer moral según el texto de la Constitución)” (GIEI 64).
  • 7
    Las citas extraídas de Michael Schroeder se encuentran en inglés en el texto original. La traducción es de los autores. Esta construcción de autoridad y de nación por parte de Sandino se encuentra en el Manifiesto del 1ero de julio de 1927.
  • 8
    Ver más sobre el pensamiento de Sandino en: Ramírez, Sergio. 1984. El pensamiento vivo de Sandino. Vol. 1. Managua: Nueva Nicaragua. Ramírez, Sergio. 1984. El pensamiento vivo de Sandino. Vol. 2. Managua: Editorial Nueva Nicaragua. Sobre sus posturas políticas ver: Wünderich, Volker. 2009. Sandino, una biografía política. Managua: IHNCA, UCA. 9 “Piricuaco es a los sandinistas lo que mercenario y genocida a los contras” (Agudelo 66).
  • 9
    “Piricuaco es a los sandinistas lo que mercenario y genocida a los contras” (Agudelo 66).
  • 10
    Arnoldo Alemán fue enjuiciado por corrupción, lavado de dinero y tráfico de influencias. Sus crímenes se relacionaron a un caso conocido como la “Huaca”, referente al desvío de la cooperación y las donaciones enviadas a Nicaragua debido a los efectos del paso del huracán Mitch en 1998.
  • 11
    Entre los cambios a la ley electoral, destaca la reducción del 45 al 35 % del total de los votos como número suficiente para ser electo presidente. También redujo el porcentaje de diferencia entre el primer y segundo lugares de las votaciones a 5 %, como cantidad suficiente para declarar al nuevo presidente sin necesidad de recurrir a una segunda vuelta electoral.
  • 12
    Los tres grupos económicos que analizaron fueron Grupo Banco de América, Grupo Banco Nicaragüense y Grupo Banco Nacional o Somoza.
  • 13
    El incendio en la reserva de Indio Maíz ocurrió dos semanas antes de los sucesos del 18 de abril Esta fue otra causa del estallido, ya que la mayoría de los estudiantes también fueron reprimidos al expresarse en demanda de los derechos ambientales.
  • 14
    Hasta el día de hoy, Ramírez y el movimiento campesino no han sido tomadas en cuenta para participar en cualquier forma de diálogo nacional.
  • 15
    Al terminar de escribir este ensayo, la NICA-ACT ha sido aprobada por el Senado y el Congreso de los Estados Unidos. Las sanciones económicas a personas cercanas al régimen incluyen a Rosario Murillo, entre otros.

Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jan-Dec 2020

Histórico

  • Recibido
    15 Ene 2020
  • Acepto
    07 Mar 2020
location_on
None San Pedro, Montes de Oca, San José, San José, CR, 2060, 2511-5053, 2224-9367 - E-mail: carlos.sandoval@ucr.ac.cr
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