Open-access La invisibilidad del monumento, el archivo y la memoria del olvido

Monument and Archive

Resumen

Este ensayo parte de la pregunta por la “invisibilidad” habitual del monumento en las ciudades y la relevancia que cobra en tiempos de guerra o cambio político que lleva a su inmediata destrucción. Los historiadores y planificadores urbanos coinciden en que resguarda la memoria de los pueblos, se proyecta al futuro y constituye un archivo. La pregunta por el archivo es examinada desde los conceptos de “mal de archivo” de Jacques Derrida y los de Inconsciente y Pulsión de muerte de Sigmund Freud, en tanto el psicoanálisis es una teoría sobre el archivo. Se concluye que el monumento en sí mismo es la memoria del olvido, y porta en sí el proceso destructivo de la pulsión de muerte. Lo que resguarda es lo insabido, que se abrirá desde el por-venir.

Palabras clave: monumento; mal de archivo; memoria histórica; pizarra mágica; teoría del archivo

Abstract

This essay is based on the questioning of the monument invisibility in the cities and its destruction in times of war or political change. The historians and urban planners agreed that it protects the civil memory; projects itself into the future and constitutes an archive. The question about the archive is examined based on the Jacques Derrida’s "Archive Fever" and Sigmund Freud “Unconscious” and “Death” concepts, under the understanding that psychoanalysis is an archive theory. The essay concludes that the monument itself is the memory of oblivion and carries within the destructive process of the Death drive. What protects is the unknown, which will open from the “à-venir” (to-come-up).

Key words: monument; archive fever; historical memory; magic board; archive theory

Introducción

Un lugareño transita por la acera de una larga avenida que remata en una pequeña plaza. Camina de prisa, como tantos otros, sin detenerse a mirar la voluminosa escultura que se le cruza por el camino y sigue de largo. Los automóviles avanzan con pereza, interrumpidos por la luz roja del semáforo; entretanto, un grupo de personas con trajes deportivos corre por delante. Al lado de la calle, un visitante se detiene frente al gran monumento y afina el objetivo de su cámara fotográfica; momentos después, acuciosamente, busca una placa conmemorativa, un rótulo, un marbete, algo que le informe de su significado, de la importancia que tiene para los habitantes de la ciudad, ¿qué momento de su historia quieren conmemorar?

En nuestra vida cotidiana es frecuente que topemos con monumentos. Generalmente, se alzan gloriosos en un parque, a la entrada de un edificio estatal o han sido sembrados en el centro de una glorieta. Representan a héroes de batallas, conquistadores o grandes políticos reformadores. Varios de ellos son ya parte de la historia universal y del repertorio de las imágenes visuales que caracterizan algunos de sus momentos: se trata de obras arquitectónicas que simbolizan valores importantes o que llaman la atención por su belleza, como la torre Eiffel en París, la Estatua de la Libertad en Nueva York, el Cristo Redentor de Río de Janeiro, el Taj Mahal en La India o el Ángel de la Independencia en Ciudad de México.

Se podría afirmar que los monumentos a héroes nacionales se distancian mucho de aquellos que conllevan rasgos de una identidad arquitectónica que atraen al turismo internacional, al mismo tiempo que son emblemas de un país. En esas esculturas personalizadas que ensalzan a héroes locales, generalmente ni reparamos, se nos hacen invisibles, aburridas y permanecen allí como si el tiempo se hubiera detenido; ni siquiera resulta importante el nombre del artista y se han convertido, más bien, en refugio de pequeñas aves. Sin embargo, los gobiernos están obligados a establecer un presupuesto para su mantenimiento y sobreviven en las ciudades contemporáneas, a pesar de su diseño clásico. ¿Por qué siguen siendo protegidas si pareciera que la mayoría de ellas no tienen ninguna utilidad, ni tan siquiera de explotación turística, y si no dispensan ningún goce evidente?

Resulta digno de pensarse que el monumento tiene una importancia paradójica. Casi invisible en días de paz, se convierte en objetivo primordial en tiempos de guerra o de cambio y es lo primero que se busca destruir al tomar posesión de un pueblo, ciudad o gobierno. Tenemos evidencia de ello en cada momento de la historia, aún la de los siglos XX y XXI, en la destrucción de las estatuas de los zares, de los monumentos nazis, luego en la caída del muro de Berlín, en el retiro de las efigies de Lenin y Stalin o en el derribamiento de la imagen de Sadam Hussein, trasmitida en vivo por la televisión. En España, se estableció una gran polémica en torno al monumento a Francisco Franco que se encuentra en Tenerife. Llamado “Monumento a la Victoria” desde el 2011, se pretendió evitar con este nuevo nombre que caiga sobre él la ley de memoria histórica de España, proclamada en el 2007, que establece que los símbolos franquistas deben ser retirados (Ramesar y Uldemolins 2014). Más recientemente, España se ve confrontada a la exhumación y el traslado de los restos del general Franco del monumento en el Valle de los Caídos.

En setiembre del 2017, en la Universidad de Virginia en Charlottesville, en los Estados Unidos, un grupo se reunió frente a la estatua del expresidente Thomas Jefferson. Allí, cubrieron con un manto negro el monumento como protesta por la posición racista que sostuvo el expresidente independentista, quien, a pesar de ser un ilustrado, mantenía personas esclavas a su servicio. Los manifestantes plantearon que la estatua era un emblema de la supremacía blanca y demandaron que se incorporara al pie de la figura suficiente información que diera cuenta de esta historia, de tal manera que la estatua quedara como un recordatorio de un pasado nefasto. Días antes, suprematistas y neo-nazis habían realizado una manifestación en la universidad en contra del plan de eliminar la estatua del Gral. Robert Lee, reconocido esclavista confederado. La polémica se encendió en los Estados Unidos y continuaba hasta el 2019. La estatua apareció con las palabras “racista” y “violador” durante el 2018, y en el año siguiente, estudiantes de la Universidad de Hofstra, Nueva York, con los mismos argumentos, demandaron el retiro de la estatua de Jefferson de su universidad.

Hay quienes plantean que eliminar los monumentos es borrar parte de la historia; pero, al juzgar por la rápida movilización del movimiento Ku Kux Klan, se trata de mucho más que historia, hay un rasgo vital en ellos que pareciera los hace ser más que un símbolo.

En ocasiones, entonces, dichas obras parecieran cobrar fuerza hasta el punto de tornarse amenazantes y es imperativo derribarlas. Esta relación de invisibilidad/extrema visibilidad y necesidad de destrucción en momentos de cambio plantea muchos cuestionamientos: ¿para qué se erigen los monumentos? ¿Qué significado tienen en la vida de las ciudades y su política? ¿Por qué es un imperativo su construcción y su destrucción? ¿Qué resguardan desde su inmovilidad?

En este ensayo, se pretendió reflexionar sobre estas preguntas a partir de pensar el monumento como memoria civil. Su definición me llevó a efectuar una revisión en el campo de la historia del arte y del urbanismo, por lo que menciono aquí los aportes pertinentes y que resultan fundantes en su campo, no sin antes mencionar su etimología. Según Guido Gómez de Silva es: “estructura rígida en memoria de algo o alguien”: latín monumentum “monumento”, de monere “recordar” +mentum “medio de”. (1988, 467). Nótese la calificación de rigidez, como si esta fuera inherente al monumento.

Desde inicios del siglo XX, con Aloïs Riegl, hasta la contemporaneidad con los urbanistas y escultores, se encuentra una coincidencia en la consideración de que el monumento es algo vivo que enlaza a las generaciones. Constituye un legado no solamente histórico, sino de ciertos valores e ideales, lo que le da un carácter político que pronto fue analizado con relación al poder despótico de quienes deciden sobre la monumentalidad. Como bien lo planteó Derrida: “la organización de la ciudad destinada a conmemorar la historia de los héroes se ordena en forma de jerarquía política” (1988). Por tal razón, se replanteó en algunos lugares su sentido, lo que dio lugar a un viraje hacia aspectos identitarios y al desplazamiento del lugar del héroe en un acto de reapropiación del estatuto del monumento por parte de las víctimas.

Bogdan Bogdanovic (2010b) es aún más incisivo al plantear que los monumentos convocan a su destrucción, y con ello, a la memoria que ellos son. Se reconoce, al destruirlos, que resguardan una memoria vigorosa que resulta muy potente, lo que lleva a pensar que hay algo que los hace actuar desde dentro, como si el archivo de esa memoria pudiera salir en cualquier momento de su adormecimiento.

Como se verá más adelante, Pierre Nora alerta de que la historia ocupó el lugar de la memoria y que la memoria actual es el archivo, que es una prótesis de ella. Esta articulación entre memoria y archivo tal como lo concibe Nora, y el pensar al archivo cual memoria actuante ya no desde el pasado, sino desde el porvenir, como lo revela la sorprendente manifestación del alumnado y profesorado de la Universidad de Virginia, han conducido a pensar en el texto de Jacques Derrida “Mal de archivo” (1994).

En tanto el psicoanálisis, si seguimos a Derrida, es una teoría del archivo y habla de “cómo se guardan las “impresiones” cifradas, de excavación arqueológica” (1994, 2). Cuenta, además, con los instrumentos para explicar un retorno de lo reprimido, por lo que podemos adentrarnos en el diálogo de Derrida con Freud que tiene lugar en este texto. Este, alcanza a Yosef Hayim Yerushalmi con su libro “El Moisés de Freud. Judaísmo terminable e interminable” (1996). Quizá con ello se logre abrir el camino para esclarecer la inquietante cuestión de la presencia/ausencia del monumento.

Derrida lee el texto de Yerushalmi con la duda por la relación entre el soporte y el archivo, visto que, si bien el psicoanálisis es la disciplina que ha trabajado una teoría del archivo, esta se elaboró en una época en que el soporte era material. Freud mantenía una relación epistolar con “los otros” en su discusión intelectual (médicos y psicoanalistas). ¿Cuál sería entonces el porvenir del psicoanálisis mismo en la era de internet si, se pregunta el filósofo, “no hay archivo sin el espaciamiento instituido de un lugar de impresión”? (1994, 2). Yerushalmi, el investigador de la historia del judaísmo, al enfrascarse este en el reclamo a Freud de su judeidad, le permitirá abrir la vía al considerar que el cuerpo puede ser ese soporte material. La inscripción estaría dada a partir de la marca inaugural de la circuncisión en el cuerpo de Freud que habría marcado también al psicoanálisis como ciencia judía. La pregunta de fondo es sobre el porvenir del psicoanálisis y, por tanto, de la teoría del archivo.

Cuestionarse por el porvenir y los sistemas de registro envían a Derrida al escrito “Nota sobre la pizarra mágica”, de Freud. Ya en 1967, en el artículo “Freud y la escena de la escritura” establecido como capítulo 7 en el libro La escritura y la diferencia (1989), se había interesado por el estatuto de la escritura en la teoría freudiana. En ese momento, tomó como punto de partida el “Proyecto de una psicología para neurólogos” de 1895. Introducirá la “Nota…” en esa “escena de escritura”, pero Derrida va a considerar que Freud no sale de la metafísica en la elaboración de sus conceptos, y que continúa la posición cartesiana. En este texto de “Mal de archivo”, escrito más de veinte años después, Derrida se muestra más entusiasta, llegando incluso a reconocer en Freud una teoría general del archivo.

Estimo que el escrito de “Freud y la escena de la escritura” es de suma importancia en la conceptualización del tema en Derrida, y que sería muy interesante preguntarse si desde Freud se podría pensar en el monumento como escritura. Sin embargo, no es el objetivo de este artículo, por lo que decidí centrarme en la conferencia de “Mal de archivo” y en esta relación entre monumento y archivo. Es necesario decir que este ensayo está lejos de la intención de hacer una revisión crítica de los conceptos de Derrida o efectuar una deconstrucción de sus textos a su estilo, con su método. Tampoco se trata de equiparar o contraponer conceptos derridianos y freudianos; se busca más bien seguir el hilo de sus ideas en el diálogo que establece con Freud en relación con el archivo para situar el lugar del monumento, y el enigma de su invisibilidad o desaparición/aparición.

El filósofo, que ha sido un admirador y al mismo tiempo un gran crítico de Freud mostrando sus impasses, en el texto “Mal de archivo. Una impresión freudiana”, concede que la teoría psicoanalítica es la apropiada para dar cuenta de sus inquietudes con respecto a la idea del mal de archivo, al ser ella misma una teoría general del archivo.

El aporte de la triada Derrida-Freud-Yerushalmi resulta esclarecedor. Yerushalmi inquiere a Freud-muerto para llegar a concluir que hay “un mal de archivo” que debe su existencia a la pulsión de muerte que, a su vez, lo amenaza de destrucción.

La equiparación entre archivo, pulsión de muerte e Inconsciente transita por la senda del por-vernir, objetivo político primario de toda obra monumental que implica a la promesa, como se verá.

Contrario a la idea de que el valor del monumento es histórico, busca trasmitir valores y está proyectado al futuro se llega a la conclusión de que en tanto archivo, tiene la función de destruir la memoria e inducir al olvido para retornar desde el por-venir, sin que se pueda saber nada de ese retorno; en su institución, no solamente registra y destruye el archivo, sino que produce aquello que acontecerá, pero no en un futuro, sino desde el por-venir.

Operando en silencio, desde el terreno pantanoso de lo que no se sabe, el monumento es en sí la memoria del olvido, una garantía de por-venir. Por eso, se hace invisible. Como un caballo de Troya, lleva en sí el germen de su propia destrucción.

En cuanto al recorrido del presente ensayo, presento primero las notas de la búsqueda de la definición de monumento, las que anteceden esta lectura de Derrida. Entre ellas menciono también a Aby Warburg, cuyo trabajo me reencontró, después de leer a Nora, quizás porque comprendí el miedo de Warburg de que la memoria se perdiera, de que venciera la pulsión destructiva y por eso su enorme acopio, su gran archivo de los documentos de la historia de la humanidad. El logro de Warburg es su intuitiva o pragmática (puesto que estuvo en tratamiento con Binswanger), comprensión del psicoanálisis. Posteriormente, trabajo el texto de Derrida para adentrarme, con él, en la “Nota sobre la pizarra mágica” de Freud y el texto de Yerushalmi sobre el regalo que el padre le hace a Freud al cumplir los cuarenta años. Recurro también a los textos sobre la represión, lo inconsciente y la pulsión de muerte. Tanto en el análisis como en las conclusiones, intento enlazar y comprender la radical importancia de la teoría freudiana para la explicación del funcionamiento del archivo, así como la del monumento, su invisibilidad y lo insabido en él. Seguir a Derrida en su acercamiento a Freud y a Yersushalmi podrían llevarme al encuentro de al menos un asomo de respuesta. Quizá…

¿Qué es y cuál es la función de un monumento?

Aloïs Riegl: la perspectiva historicista

Aloïs Riegl (1858-1905), uno de los representantes del formalismo en la historia del arte, debe su fama al trabajo que hizo para establecer a esta última como una disciplina autónoma.

En 1903, Riegl publicó un libro que aún hoy en día es considerado uno de los imprescindibles en el tema, titulado El culto moderno a los monumentos (Riegl 2008). En él, define al monumento como: “una obra realizada por la mano humana y creada con el fin específico de mantener hazañas o destinos individuales (o un conjunto de estos) siempre vivos y presentes en la conciencia de las generaciones venideras” (Riegl 2008, 23). Añade que puede tratarse de un monumento artístico o escrito que tengan valor histórico. Lo que tiene este valor y constituye monumento es: “todo lo que ha existido alguna vez y ya no existe” (Riegl 2008, 25). Para él, todo monumento histórico es a la vez artístico, aunque sea insignificante, puesto que sería un testimonio de una época, un documento; de allí que “el monumento se nos presenta como un eslabón imprescindible en la cadena evolutiva de la historia del arte” (Riegl 2008, 25). Esto quiere decir que el autor no ignora el ligamen entre la historia del arte y la política.

El valor de los monumentos es pues, rememorativo. Riegl apunta a tres clases de monumentos: aquellos que son intencionados; es decir, que fueron creados para rememorar a una persona, un evento o acontecimiento del pasado; los antiguos, aquellos en los que su valor reside en su antigüedad y los que, en tanto monumentos históricos, conmemoran un momento específico, pero que son seleccionados de manera subjetiva (no intencionados).

Este historiador del arte nos hace saber que la creación e incluso la conservación de monumentos se remonta a los comienzos de la cultura. En el Antiguo Oriente, estos eran particulares y tenían una significación familiar, mientras que en la Antigua Grecia y Roma surgieron los que ensalzaban a la patria, lo que implicó una especial atención a los materiales constructivos, de los que dependía una larga duración o una apariencia de antigüedad. En la Edad Media se dio la transición al monumento no intencionado; y a partir del Renacimiento, en Italia, se empezaron a valorar realmente los monumentos de la Antigüedad, al considerarse que poseían un valor monumental y artístico. Es el momento en que comienza la colección y el archivo de todo tipo de vestigios del pasado: “por primera vez vemos que el hombre reconoce en obras y acciones antiguas, separadas por más de mil años de la propia época, los estadios previos de la propia actividad artística, cultural y política” (Riegl 2008, 34). Lo actuado por los antepasados llegó a ser reconocido como propio, como parte de la historia propia. Se tardarían aún otros siglos más para que se diera el reconocimiento de la historia de otros como parte de la Historia.

Este reconocimiento de una historia y del valor artístico de los monumentos implicó también la introducción de una legislación con respecto a su protección. Sin embargo, no será sino hasta el siglo XIX cuando realmente se aprecie el valor histórico y la conjunción de valor artístico y valor histórico propiamente dicho. En el siglo XX, se empezaría a considerar el valor de la antigüedad.

Riegl distingue tres momentos en el culto del monumento (Riegl 2008, 49-67):

  1. En la Antigüedad, era costumbre conservar las obras de arte, pero el culto, propiamente dicho, era de las ideas religiosas, no a la obra en sí; esto es, había un valor real actual del dios que la figura encarnaba.

  2. En el inicio del Imperio romano, ya se encuentra el culto a las obras de arte, especialmente las antiguas y hay rastros de coleccionismo.

  3. En el siglo XX, el monumento le sugiere al hombre moderno su propia vida pasada y ve su destrucción como una afrenta a sí mismo.

Así, tendríamos tres valores que lo caracterizan: el valor de antigüedad, el valor histórico y el valor rememorativo intencionado que incorpora la calidad artística que honraría tal valor. Este último, es un valor de eternidad,; hace el pasado presente, lo conserva, por lo que requiere su restauración y su protección de la destrucción.

El monumento en la modernidad y la contemporaneidad: el cambio en el concepto de lo heroico, el memorial y lo identitario

En los “Nueve puntos sobre la monumentalidad”, manifiesto que surgió en 1943 de la mano de Joseph Lluis Sert, Fernand Lèger y Sigfried Giedion (Giedion 1958, 48-51), los autores efectuaron una crítica racionalista a la posición de Adolph Loos y su rechazo al uso excesivo de ornamentación característica de las ciudades europeas del siglo XIX (Loos 1972). En el afán de lograr una limpieza de lo decorativo, se generó un desarrollo de las ciudades europeas que ignoró los espacios públicos. Para entonces, los monumentos habían llegado a carecer de sentido al estar desvalorizados.

Los “Nueve puntos…” apelaron a una definición del monumento como “piedra angular, símbolo de los ideales del pueblo, de su fuerza colectiva”, “legado para las futuras generaciones” y “vínculo entre el pasado y el futuro” (Giedion 1958, 48). Los monumentos vendrían a ser el articulador entre las ciudades y las regiones circundantes, entre lo arquitectónico y la planificación, de tal manera que recogerían el aspecto sensible que se escapa a lo funcional y estarían más orientados a los deseos de los habitantes, por lo visto, muy centrados en los símbolos de identidad: “ellos quieren ver satisfecha su aspiración por la monumentalidad, la satisfacción del gozo, el orgullo y la exaltación” (Giedion 1958, 49).

Tal encargo requeriría un trabajo en común del arquitecto, el pintor, el escultor y el planificador urbano, no del político, que disocia el sentir del pensamiento y se pliega a un gusto que no surge de lo artístico, sino que es el dominante, que ignora “las fuerzas creadoras de una época” (Giedion 1958, 49). Las técnicas modernas permitirían el uso del movimiento y del color sobre superficies existentes, de los elementos de la naturaleza integrados en un estilo paisajístico. “La arquitectura monumental será más que estrictamente funcional. Habrá ganado su valor lírico” (Giedion 1958, 51).

Según Cachorro Fernández (2015, 199), Giedion entendía y proclamaba más adelante, en otros medios, que ese anhelo de monumentalidad era “algo imposible de extinguir, pues resulta inherente a nuestra propia especie, independientemente de los regímenes gubernamentales. Surge de la eterna necesidad del hombre de crear símbolos en los que se reflejen sus acciones y destino, así como que alienten sus convicciones sociales y religiosas, transmitiendo recuerdos a las generaciones venideras, despertando el sentimiento inconsciente de la población”.

En los Estados Unidos, se fraguaban para ese momento otras posiciones: por un lado, había un vuelco a la creación poética en la arquitectura monumental, de tal modo que en los años de la década de 1940-1950 se perfilaba ya una reconceptualización de esa noción.

Un nutrido grupo de arquitectos de universidades estadounidenses, con un enfoque alejado de la visión de los nueve puntos, llamaron al rechazo de la monumentalidad al vincularla con los despotismos (Cachorro Fernández 2015, 201), y Lewis Mumford denunciaría el lavado de símbolos históricos que había realizado la modernidad, al tiempo que llamaba a concebir al monumento como:

una declaración de amor y admiración ligada a los más altos propósitos que los hombres tienen en común… La mayoría de las épocas, para que el monumento fuera posible, encendieron la lámpara del sacrificio, dando al templo o los edificios públicos, no un exceso, sino su propia sangre vital (Cachorro Fernández 2015, 202).

América Latina también experimentaría una convulsión en su noción de monumentalidad. Uno de los ejemplos de esta arquitectura contemporánea que se creó para salirse de ese esquema de determinación despótica sin renunciar a la creación de monumentos, es la construcción de la Ciudad Universitaria de Caracas de la Universidad Central de Venezuela (UCV), declarada Patrimonio de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO en inglés) en el 2000. Bajo la coordinación del arquitecto Carlos Raúl Villanueva, un grupo de artistas muy reconocidos de las vanguardias de varios países, trabajó en un conjunto escultórico con una nueva concepción que pretendía ser una “síntesis de las artes”. El conjunto habla por sí misma de una Venezuela identificada con la perspectiva global occidental de modernidad.

Si bien tiene su auge y se establece como arte clásico en el siglo XIX, los siglos XX y XXI revistieron al monumento de grandes cambios. Se ha visto transformado en su carácter artístico y en el lugar de la idealización, por ejemplo, en el paso de la glorificación del héroe a la glorificación de la víctima o en el cambio del concepto mismo de lo heroico: de Colón a Gaudí. Sin embargo, hay algo que permanece intacto: la perspectiva de memorial y de identidad colectiva.

Barcelona, una de las ciudades del mundo que han sido más permeables a las ideas de la contemporaneidad, no se quedaría atrás en esta metamorfosis en la que el monumento continúa reclamando un lugar. Oriol Bohigas elaboró su propia definición de monumento en su proyecto de 1986 para la ciudad llamado “Reconstrucción de Barcelona”. El arquitecto y planificador urbano, quien fuera el impulsor en Barcelona de la formalización de los espacios públicos desde una concepción contemporánea, lo define como: “todo aquello que da significado permanente a una unidad urbana, objetos que ayudan a mantener el recuerdo del pasado, aglutinadores y representantes de ciertos aspectos de la identidad colectiva” (Bohigas citado en de Lecea 2004, 5).

Según Ignasi de Lecea (2004), arquitecto que trabajó con el ayuntamiento de Barcelona en la transformación de la ciudad, Bohigas deseaba monumentalizar la periferia de Barcelona apelando al valor de los monumentos como garantes de la identidad y la memoria. De Lecea nos recuerda que mientras Bohigas efectuaba sus planteamientos al ayuntamiento de Barcelona, en el mundo del arte se discutían diseños como el “Vietnam Veterans Memorial” de Washington, de Maya Lin (1981), los “7000 robles” de Joseph Beuys en la Documenta 7 (1982), el monumento antifascista de Jochen y Esther Gerz (1986) o la intervención de Hans Haacke en “Puntos de Referencia 38/88” (1988), ejemplos prínceps que revelan un deseo por la conservación de la memoria histórica y de los rasgos de identificación interpretados ahora desde el arte contemporáneo, con un cambio en los personajes de idealización. Esto es muy importante porque se deja atrás la idea de que la memoria estaba ligada al arte clásico (de Lecea 2004, 10-11).

Ahora bien, el carácter político de esta memoria es lo que no ha cambiado, cambia el personaje y el grupo al que protege la memoria. El memorial de Maya Lin dedicado a los veteranos de la guerra de Vietnam trastoca la naturaleza del héroe, del vencedor al perdedor que termina como víctima, cuyo resto es su nombre inscrito en una interminable pared. Incorpora la escultura de tres soldados, un estadounidense europeo, un afroamericano y un hispanoamericano, además de que erige otra escultura dedicada a las mujeres estadounidenses que participaron en la guerra y cuyas funciones fueron fundamentalmente de enfermeras. La incorporación de la diversidad cultural de la que está permeada la sociedad estadounidense acompaña la intención de hacer visibles a las mujeres y su rol en la guerra, siempre desvalorizado.

“Los 7000 robles” de Joseph Beuys quedaron para siempre, donados por el artista a la ciudad de Kassel donde se realizó la Documenta 7, con el signo acompañante de una estela a sus pies. Árboles que hablan del planeta y de sus habitantes, acción escultórica convertida en monumento, lleno de significados y que tiende a cobrar relevancia con el tiempo, al quedar la ciudad comprometida con su cuido de forma perenne.

El monumento antifascista de Jochen y Esther Gerz en Hamburgo, es una columna de acero que mide doce metros de alto por un metro cuadrado. Fue cubierta de plomo para hacer que se hundiera por el peso, hasta que solo quedara el cuadrado en el suelo. El monumento es invisible, pero no inexistente, ya que se encuentra debajo de nuestros pies. No glorifica a ningún héroe; por el contrario, recuerda el efecto de los horrores del fascismo.

En “Puntos de referencia 38/88” de 1988, en la exposición anual del Festival de Otoño de Styria (Austria) y que hiciera alusión al 50 aniversario de la anexión de Austria por Hitler, Hans Haacke construyó una réplica del obelisco realizado por los nazis en 1938. Con este obelisco, los nazis cubrieron una columna del siglo XVII dedicada a la virgen María. Haacke incluyó el águila imperial, la esvástica, y la frase: “Y después de todo, resultaron victoriosos”, con un texto que rezaba: “Los vencidos de Styria: 300 gitanos asesinados, 2,500 judíos asesinados, 8,000 prisioneros políticos asesinados o muertos en detención, 9 000 civiles muertos en la guerra, 12,000 desaparecidos, 27,900 soldados asesinados”. Esta escultura fue quemada por efecto de una bomba lanzada por un neonazi. A pesar de la vigilancia permanente, la escultura de la virgen dentro, resultó dañada.

El pasaje de la Antigüedad a la contemporaneidad nos revela que hay un hilo conductor en la creación de los monumentos que no cesa: la memoria y su lugar de conexión entre el pasado y el futuro. Llamada al futuro, a la prolongación o eternización de un presente que se pierde en el pasado. El valor simbólico permite la pérdida, dejando como resto lo que se constituirá en idealización de valores fundamentales como promesa de futuro; esto es, el símbolo llega al lugar de la ausencia. Y lo que queda sin simbolizar, tomará la forma proyectada de lo perdido: es el espejismo de la promesa en su dimensión imaginaria.

En la Antigüedad, la identidad colectiva era dada por los dioses y los valores de la patria y del patriarca. La modernidad trae consigo la dimensión histórica, la adquisición de una conciencia de pasado y la necesidad de conservar, de hacer el pasado presente. La contemporaneidad no reniega de este lugar simbólico que tiene el monumento y que les permite a los pueblos proyectarse a las generaciones futuras a partir de la constitución de una identidad propia. Objeto de culto al inicio, artístico más adelante, el monumento habla desde su silencio y continúa hablando para las generaciones venideras.

La perspectiva de la destrucción. La amenaza de los monumentos y las ciudades

“Todo programa monumental, de consolidación de unos elementos de memoria, precisa de un programa político implícito” (De Lecea 2004, 11). Ese rasgo, que de alguna manera fue sostenido por Riegl mas no explicitado, es el que Deyan Sudjic trabaja en su libro La arquitectura del poder (2005). Sudjic, locutor y escritor, director del Museo de Diseño de Londres, realiza en él un análisis del diseño monumental de algunas ciudades y de la construcción de monumentos que glorifican sus insignias. Concluye que los dictadores y los políticos han pretendido decidir cómo son las ciudades y qué va a resguardar la memoria histórica o no. Desde este punto de vista, han dictado también quiénes somos frente a los otros, cuáles son nuestros valores, cómo nos visualizamos y cómo vamos a vivir en el futuro, elaborando además una reescritura de la historia.

Bogdan Bogdanovic (1922-2010), arquitecto serbio, escribió sobre urbanismo, y le interesó el costado simbólico de las ciudades. De hecho, fue uno de los arquitectos de Tito en la antigua Yugoslavia, responsable de muchos monumentos. En su definición, el monumento “representa una síntesis arquitectónica de la metáfora de permanencia que de forma simbólica enfrenta el pasado y el futuro” (Bogdanovic 2010 b, 15) y equipara la erección de monumentos con la constitución de las ciudades. Esto es, prácticamente no hay ciudad sin monumentos. Pero, contrario a la posición optimista de Riegl con respecto a los valores que la contemporaneidad asigna a los monumentos, en su criterio, las ciudades están amenazadas permanentemente de destrucción (Bogdanovic 2010 a, 58-59) (lógicamente los monumentos también lo estarían), como si ellas generaran odio por sí mismas. Señala que de ese rencor se habla en la Biblia, ya que aparece en boca de los profetas y del mismísimo Jehová; también está presente en el Corán y en los libros sagrados del judaísmo. Las ciudades son consideradas arrogantes, obras humanas desafiantes y peligrosas; por lo tanto, este odio termina concretándose en destrucción injustificada. Curiosamente, desde este punto de vista, las ciudades adquirirían un poder propio, autónomo y mágico, que, ligado al extraordinario crecimiento demográfico, convoca a la destrucción reiterada. Las guerras, señala el autor, cumplen siempre como uno de sus objetivos primordiales la destrucción de las ciudades, muchas de ellas de gran belleza que, al ser reconstruidas, adoptan otra forma distinta a la histórica, dejando el ideal perseguido muy lejos de sí. Dicha descolocación constituye un ritual, como si el ser humano, según dice en el Corán, tuviera que transformarse en simio por ser desobediente y verse obligado a enfrentarse a la aniquilación de sus ciudades que “desde tiempos inmemoriales, se destruyen en nombre de altos y estrictos valores morales, ya sean de orden religioso, de clase o de raza” (Bogdanovic 2010b, 37).

Podemos leer en el planteamiento de Bogdanovic que el impulso a la destrucción de las ciudades revela un odio al rastro humano, a la memoria de su existencia, y un deseo de sustituir esa memoria por una “protohistoria propia” del que invade, que ahora quiere imponer su historia particular. “No se trata solo de museos destruidos, de bibliotecas y archivos quemados, sino también de nobles estratos arquitectónicos borrados junto con sus mensajes intrínsecos” (Bogdanovic 2010 b, 41). Lo explica así: “quienes destruyen han estado al margen del lenguaje de esa memoria que para ellos resulta indescifrable. Lo que no saben, nos dice Bogdanovic, es que borran también su propia historia, ya que las culturas limpias étnicamente, no existen” (Bogdanovic 2010b, 42).

Pareciera, entonces, que el monumento no solo resguarda una memoria histórica, la memoria de un pueblo, la que se va a hacer efectiva en los valores y en las vidas de sus habitantes, sino que es una brújula para establecer el norte de una sociedad, lo que es lo mismo que decir que el monumento hace ley. Con su presencia, transmitiría y recordaría una transmisión, y establecería la obligatoriedad de recordar.

Tal perspectiva aporta algo muy interesante: el monumento, en tanto guarda y resguarda una memoria puede ser definido como un archivo, una figura que condensa no únicamente la narrativa histórica: también una cierta narrativa, esto es, que lo hace desde una posición política y moral. El monumento recuerda lo políticamente correcto; pero también, por exclusión, aquello que se pretende que se olvide para que actúe desde dentro, por lo que, en su misma imponencia, es la figura de la memoria del olvido.

La memoria y el archivo

Pierre Nora y la desaparición de la memoria por la historia

La memoria es un tema de nuestro tiempo. El sepultamiento de los hechos y acontecimientos sangrientos del siglo XX, el ocultamiento de los crímenes del nazismo y de sus derivaciones en España, luego en América Latina, la limpieza étnica en la guerra de Bosnia y las violaciones masivas a mujeres, niñas y niños trajo como consecuencia la necesidad de las exhumaciones de cadáveres y la apertura de los archivos. Resituar la historia, legitimar el dolor y las pérdidas de quienes fueron víctimas y reconocer los genocidios, los crímenes de la humanidad ha sido un arduo y doloroso trabajo jurídico y político.

La temática de la memoria en cuanto a la historia y al archivo fue trabajada por el historiador francés Pierre Nora en una serie de libros que se publicaron entre 1984 y el 2010. Me interesa aquí traer a colación algunas de sus ideas que se encuentran en el artículo publicado en 1989 en la revista Representations, bajo el título “Between Memory and History: Les Lieux de Mémoire” (Nora 1989, 7-24).

Nora, con respecto a la memoria y el archivo, propone la tesis de que se habla mucho de memoria en estos tiempos porque queda muy poco de ella (Nora 1989, 7). Los procesos de colonización y la desaparición del campesinado, como producto de la producción industrial, implicaron la ruptura con la tradición de la memoria que se trasmite colectivamente, dando lugar a la historia. De tal manera que la historia habría eliminado la tradición de la memoria, por lo que, lo que denominamos actualmente memoria, es en realidad, historia, y la memoria moderna es el archivo. El que recuerda es el archivo, mientras la memoria se depone, ya que sería imposible para la memoria recordar eso que constituye el archivo, como una inmensa reserva de material.

Nora anota las cifras de la cantidad de archivos que se guardan en algunas instituciones francesas y apela al inmenso número de investigaciones que se llevan a cabo solamente en el rastreo de las genealogías, ya que hoy todos los ciudadanos producen archivos. Se sigue un imperativo: guardar todo y producir archivos, una “memoria de prótesis” (Nora 1989, 14) que hace de cada sujeto su propio historiador, por lo que queda muy atrás la práctica del periodo clásico en que los tres principales productores de archivos fueron las grandes familias, la iglesia y el Estado.

La memoria contemporánea se ha “psicologizado”, plantea Nora, abriendo paso a lo que considera es “una economía completamente nueva de la identidad del yo, la mecánica de la memoria y la relevancia del pasado (Nora 1989, 15). La identidad es, sin embargo, encubierta, porque “ya no buscamos la génesis sino el desciframiento de lo que somos a la luz de lo que ya no somos” (Nora 1989, 17-18). El imperativo de recordar implica también proteger lo que Nora llama “las trampas de la identidad” (Nora 1989, 16).

Finalmente, Nora, al pensar en los memoriales de Francia, sostiene que revelan “un giro de la historia sobre sí misma que es puramente historiográfico, y el fin de la tradición de la memoria” (Nora 1989,10). En suma, se recuerda la memoria misma que ya está perdida.

Aby Warburg y el Atlas Mnemosyne

La idea de “una memoria de prótesis”, bajo el imperativo de guardarlo todo, un verdadero “furor de archivo”, nos puede retrotraer a la vida y experiencia de Aby Warburg. Quizás este pánico del olvido ante el peso de la Historia fue lo que llevó al historiador Abraham Moritz (Aby) Warburg a construir el “Atlas Mnemosyne”.

Warburg, quien tuviera una formación transdisciplinaria a partir de sus estudios formales de arqueología e historia del arte, luego de múltiples viajes que lo llevaron incluso a convivir con los indios Hopi en los Estados Unidos, retornó a su Alemania natal para dedicarse a archivar todos los materiales que había ido acumulando durante su vida. Su “Atlas Mnemosyne” estaría en la que llamaba la "Kultur-wissenschaftliche Bibliothek Warburg", que sería una biblioteca pública de imágenes, dedicada a la investigación. Desde 1909, este ilustre investigador empezó a trabajar en su Atlas y en la biblioteca hasta 1923, ya que sus síntomas esquizofrénicos le implicaron estar internado en la clínica de Ludwig Binswanger, en Suiza, desde 1921.

La puesta de la biblioteca de Warburg fue totalmente original. Las imágenes serían, mayormente, las que hablaran, sin ningún ordenamiento cronológico, apelando a la estructura de un sueño, con un concepto de historia que se asienta en la memoria inconsciente: trazos, trozos, sensaciones, como las recolectadas por un “trapero”, convidando a los espectadores a unirse a ella sin ningún orden. Era la única manera de que ese inmenso archivo pudiera sobrevivir, evitando que se lo dotase de sentido y fuera, por tanto, destruido.

El “furor de archivo” de Warburg lo llevó a reunir sesenta mil volúmenes, notas, veinte mil fotografías, las memorias de sus múltiples viajes y de sus estudios de psicología, medicina, historia del arte, historia de las religiones y sus recorridos multiculturales.

Este peso de la Historia trágica de occidente que cargó sobre él le costó mucho sufrimiento; era necesario que se compartiese, y por eso el recurso a Mnemosyne: la personificación de la memoria en la mitología griega. Tal vez, la biblioteca, la memoria del mundo, sería repartida y él podría dejar de ser Atlas.

El Atlas da cuenta de la pulsión archivística de Aby Warburg relacionada con el deseo y de la lucha contra el olvido, contra la pulsión destructiva, contra un mal. Para Georges Didi-Huberman, Warburg nos lega “una visión del ser humano como ente eminentemente histórico, dotado de memoria, pero también como ser esquizofrénico, capaz de vivir varias capas de realidad” (Didi-Huberman 2011, 9).

Jacques Derrida y la reelaboración de una noción de archivo

En la conferencia traducida al castellano como “Mal de archivo. Una impresión freudiana”,

Jacques Derrida (1994) manifestaba su asombro por lo que llamaba los “desastres del fin de milenio”, fenómeno que toca a los archivos en tanto “archivos del mal”. Si bien él no los nombra, podemos inferir que se refiere a los acontecimientos que marcaron la época hasta ese momento en el que se llevó a cabo el coloquio “Memory: The Question of Archives”, en Londres. Estas décadas de los años de 1980 y 1990 estuvieron marcadas por el llamado “SIDA”, el desastre nuclear de Chernobil, la aparición de la computadora personal, el derribamiento del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, la guerra Irán-Irak (guerra del golfo Pérsico), el bombardeo de los Estados Unidos a la Libia de Gadafi, la Guerra del Golfo con la operación “Tormenta del desierto”, la clonación de la oveja “Dolly”, el correo electrónico y la “World Wide Web”, entre otros.

Para Derrida, se evidencia que la guerra es una batalla de poder sobre el archivo; hay un deseo sobre el archivo que surge desde el inconsciente: “Nunca se renuncia, es el inconsciente mismo, a apropiarse de un poder sobre el documento, sobre su posesión, retención o interpretación” (Derrida 1994, 2).

Es necesario reelaborar una noción de archivo que contemple, nos dice, no solamente la dimensión técnica, sino la política y la jurídica (Derrida 1994, 2). Para ello, es necesario distinguir entre archivo, memoria, y retorno al origen, y volver la mirada al psicoanálisis, puesto que el psicoanálisis es el que aporta algo novedoso y valedero.

que apuntaría a tres dimensiones:

El psicoanálisis freudiano propone una nueva teoría del archivo; toma en cuenta una tópica y una pulsión de muerte sin las que no habría, en efecto, para el archivo, ningún deseo ni ninguna posibilidad (Derrida 1994, 17).

Mal de archivo recuerda sin duda a un síntoma, un sufrimiento, una pasión: el archivo del mal, mas también aquello que arruina, deporta o arrastra incluso el principio de archivo, a saber, el mal radical. Se alza entonces infinita, fuera de proporción, siempre pendiente, «pudiéndole el (mal de) archivo», la espera sin horizonte de espera, la impaciencia absoluta de un deseo de memoria (Derrida 1994, 2).

Derrida se pregunta, sin embargo, si esta noción de archivo resistirá los sistemas de registro informáticos y virtuales de la contemporaneidad al haber cambiado el soporte. El Inconsciente freudiano emerge en un momento histórico particular de la técnica de registro: documentos, libros, cartas. De hecho, las cartas tienen un importante papel en la construcción de la teoría psicoanalítica. El archivo, contrariamente a lo virtual, implica un lugar de impresión real, con un soporte real que es mencionado como metáfora en Freud frecuentemente, desde la máquina de imprimir, la imprenta o el papel. Vale preguntarse si el material que depositamos en “la nube” se queda estrictamente en lo virtual o continúa teniendo un lugar de localización y si los nuevos sistemas informáticos tienen un efecto en el archivo.

Sin embargo, el soporte real del archivo puede ser el cuerpo propio, plantea Derrida, y, de inmediato, piensa en la circuncisión de Freud que lo marca desde niño como judío (podríamos pensar también en la proliferación de tatuajes en el cuerpo de las nuevas generaciones, en la época de la realidad virtual).

¿Es disociable esa marca en el cuerpo de Freud de la creación de su teoría? ¿Es totalmente ilógica la acusación nazi al psicoanálisis de ser una ciencia judía? El filósofo nos remite a la discusión de Yosef Hayim Yerushalmi con un Freud fantasmatizado, en su libro “El Moisés de Freud. Judaísmo terminable e interminable” (Yerushalmi, 1996). Hay aquí dos puntos que resaltan: por una parte, la marca de la circuncisión que viene a ser recordada a Freud por su padre al volverle a regalar su Biblia de la infancia con una dedicatoria al cumplir el psicoanalista treinta y cinco años, a lo que me referiré más adelante; y la relación entre ciencia y judaísmo (ser judío). Yerushalmi sitúa un interrogante en la posibilidad de que realmente ambos puedan llegar a ser definibles. Con esto, el autor indica el asunto del porvenir del psicoanálisis desde la firma freudiana.

Derrida lleva esta pregunta por el devenir del psicoanálisis al punto mismo de los sistemas de registro. Marca en el cuerpo o realidad virtual. ¿Sobrevivirá el psicoanálisis a esta era? ¿Hay porvenir para el psicoanálisis? ¿En qué consiste el porvenir? La pregunta misma por el porvenir va a enviarnos de nuevo al archivo, y la relación entre estos y el inconsciente va a ser trabajado por Derrida retomando algunos textos freudianos, principalmente el pequeño escrito llamado “Nota sobre la pizarra mágica” que le resulta revelador (Freud [1925] 1976, 239-242). ¿Qué es lo que alumbra este texto?

La pizarra mágica como archivo. La prótesis del adentro

El registro escrito, sea en papel o en una pizarra convencional, nos dice Freud ([1925] 1976, 243), busca suplir las fallas de la memoria. Aquello que requerimos recordar debe ser pasado a otro medio porque peligra de ser olvidado. Así, este medio, exterior a la memoria interior, funciona como una prótesis (como lo planteará Pierre Nora) que ofrece la ventaja de la posibilidad de su reproductibilidad y blindaje con respecto a las tergiversaciones típicas de la memoria. No obstante, a pesar de ser una “huella mnémica duradera”, posee una falta de versatilidad, ya que su capacidad es limitada. En el caso de las pizarras, se debe borrar para volver a escribir, por lo que hay una pérdida de lo escrito anteriormente; y en del papel, su tamaño limitado lo hace agotable. Otra es la historia con el denominado por Freud “aparato anímico”, que es ilimitado en su capacidad receptiva y en la sostenibilidad de su impronta, al contrario del registro en papel o pizarra (Freud [1925] 1976, 244).

En su texto “Nota sobre la pizarra mágica” (Freud [1925] 1976, 239-242), escrito en 1924, Freud establece las características archivísticas del mismo. Para poner en claro sus hallazgos, explica su funcionamiento recurriendo a las peculiaridades de un instrumento de escritura llamado en el mercado, “pizarra mágica” o wunderblock.

Se trata de una pizarra de pequeño formato que permite hacer inscripciones con un punzón en una superficie de celuloide transparente. Detrás, se encuentra una hoja de papel encerado que se pone en contacto directo, a su vez, con una superficie de cera oscura que constituye la base de la pizarra donde quedarán inscritos los trazos que se han realizado en el celuloide. La función de este es proteger el papel que se adhiere a la base, y su transparencia, permite la percepción de lo escrito. La curiosidad del aparato es que, solamente con levantar las películas en un solo movimiento, se accede a la reescritura sin tener que recurrir al uso de otra pizarra. Deja, sin embargo, los trazos impresos, observables, intactos en la cera del fondo.

La capacidad receptiva, que reside en el sistema de percepción y la conciencia (Cc), llamado sistema preconciente-conciente (P-Cc), fue propuesta por Freud en el libro de “La interpretación de los sueños” (Freud [1900] 1976). En el “Más allá del principio del placer”, Freud ([1920] 1976) planteó que desde el P-Cc se recogerían las percepciones y se tramitarían, pero que esas no dejarían huella allí. En la “Nota sobre la pizarra mágica”, se establece que previo a la tramitación, se ejercería una función de protección que actuaría “sobre la magnitud de las excitaciones advinientes, rebajándolas” (Freud [1925] 1976, 246). O sea que antes del ingreso de las percepciones a la conciencia, estas debían pasar por un filtro que protegiese el aparato anímico, exactamente como la lámina de celuloide que protege el papel de cera que se encuentra debajo de él. La huella se dejaría en otro lugar que Freud ubicará como el inconsciente (Icc), ya que el sistema, “resuelve el problema de reunir ambas operaciones distribuyéndolas en dos componentes -sistemas- separados, que se vinculan entre ellos” (Freud [1925] 1976, 246).

Es de notar que aquí Freud establece una diferencia entre el concepto habitual de memoria, que se concibe como “natural”, y el funcionamiento del aparato psíquico y sus relaciones con el exterior. La conciencia Cc no puede dar cuenta a voluntad de lo que supuestamente se imprimiría en la memoria. Para Freud, nada de lo que se imprima más allá está sujeto a la voluntad de la Cc. El sistema Icc sería el que comandaría las relaciones con el exterior y permitiría el acceso al “interior”, de tal manera que las huellas no pueden por sí mismas ser leídas desde el exterior, ya que el sistema Icc experimenta cierres:

He supuesto que inervaciones de investidura son enviadas y vueltas a recoger en golpes periódicos rápidos desde el interior hasta el sistema P-cc, que es completamente permeable. Mientras el sistema permanece investido de ese modo, recibe las percepciones acompañadas de conciencia y trasmite la excitación hacia los sistemas mnémicos inconscientes; tan pronto la investidura es retirada, se extingue la conciencia, y la operación del sistema se suspende. Sería como si el inconsciente, por medio del sistema P-Cc, extendiera al encuentro del mundo exterior unas antenas que retirara rápidamente después que estas tomaron muestras de sus excitaciones (Freud [1925] 1976, 247).

Lo que en la pizarra mágica sería una interrupción de la mano de quien escribe, con lo cual cesaría la recepción de percepciones, es algo que provendría más bien del interior, que estaría comandado desde el interior. Lo anterior querría decir que lo que percibimos y de lo que somos conscientes, dependen del sistema operativo del Icc. Desde adentro, se elige lo que se incorpora.

Freud señala, igualmente, algo muy importante en relación con el tiempo: “en este modo de trabajo discontinuo del sistema P-Cc se basa la génesis de la representación del tiempo” (Freud [1900] 1976, 247). Esto es, que el tiempo no seguiría una trayectoria cronológica, sino que experimenta cortes, discontinuidades, y se establece de una manera más bien caótica, lo que descompone a su vez a la memoria.

Es absolutamente relevante que Freud rompa en su elaboración conceptual con la hipótesis de la memoria en tanto natural. La “memoria” es más bien una “prótesis del adentro” dice Derrida (1994, 12); en otras palabras, un soporte artificial que se ubica dentro del aparato psíquico y que permitiría la consignación, el registro y la impresión, aunque también la censura, la represión y la supresión que Freud señala en la elaboración de su primera tópica. El concepto de la temporalidad atiende, por su parte, a las operaciones de la represión y lo que Freud denomina el retorno de lo reprimido (Freud [1915 a] 1976).

Las representaciones inconscientes, la represión y el retorno de lo reprimido

Ahora bien, ¿qué sucede con estas impresiones en el Icc? ¿qué son los sistemas mnémicos en el Icc? Para Freud, el Icc transformaría las percepciones en representaciones al operar una separación de los afectos que las acompañan. Este efecto de corte es operado por el trabajo pulsional, de modo que las representaciones son representantes de las pulsiones eróticas y agresivas, y la represión no es otra cosa que la operación que implementa una barrera para impedir que devengan conscientes. Las representaciones no experimentan borradura, pero permanecen alejadas de la conciencia como las marcas en la cera de la pizarra mágica. Las pulsiones tratarán de saltar esta barrera de la represión por medio de sus agencias representantes, lo cual quiere decir que hay un retorno de lo reprimido de los deseos inconscientes, según nos dice Freud en el artículo “Lo inconsciente” (Freud [1915 b] 1976, 183). La pulsión busca su satisfacción en el objeto exterior o interior que ha quedado separado de la representación; esto es, que la pulsión busca su propia destrucción al lanzarse a su desaparición. ¿Cómo se conforman las representaciones inconscientes?

Freud nos ha planteado desde el capítulo VI del libro de “La interpretación de los sueños” (Freud [1900] 1976) que la modalidad de trabajo del Inconsciente requiere la condensación y el desplazamiento. El sueño es el mejor camino hacia el Inconsciente porque aprovecha que las defensas del soñante en el estado del dormir están bajas, por lo que el acceso a los deseos inconscientes se facilita y se puede observar más claramente el trabajo operativo de los dos mecanismos de formación del sueño, que son la condensación y el desplazamiento:

Así, las mociones de deseo se conforman en un sistema que es de representaciones, que utiliza los recursos de la retórica, tropos, llamados metáfora (condensación) y metonimia (desplazamiento) para manifestarse a la conciencia. Esto requiere una primera impresión, que para Freud es, como dice Derrida, “escritural o tipográfica”: “la inscripción (Niederschrift), que deja una marca en la superficie o en el espesor de un soporte. Este pasa entonces a ser un lugar de consignación, de “inscripción” o de “registro” (Derrida 1994,16). Desde esta primera marca, el sistema va a dirigirse al exterior donde está su origen. La represión permite, pues, que se constituya ese interior que será de lenguaje, con lo cual el lenguaje no se erige como una razón exterior. Toda creación significante es realizada, entonces, no desde la consciencia, sino desde el sistema de lenguaje, inconsciente, por ende.

Para instituirse el lenguaje, se ha dado muerte a la cosa. Las pulsiones son destructivas, por lo tanto, paradójicas. La pulsión, mediante sus representantes, busca su objeto, busca “la cosa” faltante en el exterior o en el interior del sujeto; y en esta acción misma busca destruir los objetos que encuentra, los cuales no serán nunca el objeto primordial. En esto consiste la creación de las representaciones, la creación significante, la cual es acción archivadora porque el significante resguardará la huella del objeto, de su destrucción.

Tenemos, por consiguiente, que la acción de la represión permite el archivo; es una acción archivadora. La creación significante es posible gracias al trabajo de la represión.

¿Qué es un archivo?

El archivo no es un depósito de recuerdos. Derrida busca en el significante mismo aquello que designa: la palabra archivo (Arhké) remite al comienzo, a lo primario; es un principio histórico, físico y también ontológico, porque es mandato. Es lugar desde donde se ejerce ese mandato o autoridad. “Archivum” o “archium” en latín, proveniente del griego “arkheîon”, denota la casa, la dirección, la residencia de los magistrados superiores llamados arcontes, que eran quienes hacían y representaban la ley, y tenían también el poder de guardar e interpretar los documentos oficiales en su casa (privada) desde donde se dirigían a lo público (pasaje de lo privado a lo público). Ese era un privilegio que otorgaba la ley a sus mismos detentores ( Derrida, 1994, 3-4); por lo tanto, cumplían una “función árquica, patriárquica” (Derrida 1994, 4).

Ese lugar de depósito no es cualquiera; tiene su propia fuerza: “es la fuerza de la casa (oîkos)… De la casa como lugar, domicilio, familia, linaje o institución” (Derrida 1994, 5). También la casa mantiene al amparo aquello que resguarda. Se resguarda la memoria del nombre mismo: arkhé. Lo complejo es que el archivo (arkhé) se mantiene al resguardo de lo que resguarda la memoria: el archivo olvida.

Destinar un lugar o sitio para poner o colocar en él algo, depositar. La técnica de consignación es el trabajo de reunión, identificación, clasificación, “el poder de consignación reuniendo los signos, la unidad de una configuración ideal” (Derrida 1994, 4). Configuración ideal, es decir, que el archivo implica fines instituyentes y conservadores garantizados en ese principio de reunión y clasificación. Tiene fuerza de ley; así pues: “archivo eco-nómico en este doble sentido: guarda, pone en reserva, ahorra, mas de un modo no natural, es decir, haciendo la ley (nómos) o haciendo respetar la ley. Es nomológico” (Derrida 1994, 5). El archivo es exterioridad. Necesita un lugar.

Exterioridad de un lugar, puesta en obra topográfica de una técnica de consignación, constitución de una instancia y de un lugar de autoridad (el arconte, el arkhefon; es decir, frecuentemente el Estado, e incluso un Estado patriárquico o fratriárquico); tal sería la condición del archivo (Derrida 1994, 2).

La exterioridad requiere un soporte físico. La segunda parte del título de Derrida (… Una impresión freudiana), reenvía al acto de inscripción del psicoanálisis como una teoría sobre el archivo, así como a la inscripción del judaísmo en Freud (impresión, inscripción en el cuerpo y circuncisión), ¿por tanto, del psicoanálisis mismo?; a la vez, esta “impresión” remite a imprenta, a lo impreso, que fue una preocupación freudiana. Derrida considera que no es casualidad este uso de los significantes derivados de la impresión, de una “tecnología “impresora de la archivación” con su planteamiento de la pulsión de muerte. En El malestar en la cultura” ([1929] 1976), Freud se lamenta, duda, de la relevancia de su descubrimiento y Derrida nos envía a la cita freudiana (Derrida 1994, 6):

En ninguno de mis trabajos he tenido como en este la sensación de exponer cosas archisabidas, gastar papel y tinta, y hacer trabajar al tipógrafo y al impresor meramente para referir cosas triviales. Por eso cojo al vuelo lo que al parecer ha resultado, a saber, que el reconocimiento de una pulsión de agresión especial, autónoma, implicaría una modificación de la doctrina psicoanalítica de las pulsiones. Se demostrará que no hay tal, que tan sólo se trata de dar mayor relieve a un giro consumado hace mucho tiempo y perseguirlo en sus consecuencias (Freud [1929] 1976, 113).

La duda de Freud, la sensación de que ha sido un trabajo inútil de puro gasto de tinta y papel, de poner a trabajar a la imprenta para nada, introduce, dice Derrida, una lógica de un futuro anterior, ya que Freud, según Derrida cree que:

le habrá hecho falta inventar una proposición original que rentabilice esta inversión. Dicho de otro modo, deberá haber encontrado algo nuevo en el psicoanálisis: una mutación o un corte en el interior de su propia institución teórica. Y le habrá hecho falta no sólo anunciar una noticia, sino archivaría: meterla en cierto modo en prensa (Derrida 1994, 6).

Para Derrida ese gasto inútil, esa pérdida de la que habla Freud es de la pulsión de destrucción, pulsión de muerte; y Freud intenta desmarcarse de un descubrimiento que da vértigo y que, efectivamente, implica un giro en la teoría psicoanalítica (Derrida 1994, 7):

Las exteriorizaciones de una compulsión de repetición que hemos descrito en las tempranas actividades de la vida anímica infantil, así como en las vivencias de la cura psicoanalítica, muestran en alto grado un carácter pulsional y donde se encuentran en oposición al principio de placer, demoníaco (Freud [1920] 1976, 35).

Un grupo de estas pulsiones, que trabajan en el fundamento sin ruido, persiguen la meta de conducir el ser vivo hasta la muerte, por lo cual merecerían el nombre de «pulsiones de muerte”; y saldrían a la luz, vueltas hacia afuera por la acción conjunta de los múltiples organismos celulares elementales, como tendencias de destrucción o de agresión (Freud [1922] 1976, 253).

La compulsión a la repetición busca la muerte, plantea Freud. El archivo lleva la sombra de la pulsión de muerte que actúa en silencio destruyendo su propio actuar al mismo tiempo, sus huellas. Es la violencia que ejerce el archivo mismo y que lo ejerce contra sí mismo para lograr el olvido. “La pulsión de destrucción es otro nombre para ananké” (Derrida 1994, 7). Antes de que llegue al exterior, el archivo es destruido ya que el “drang”, el empuje de la pulsión de muerte es hacia el olvido. En su anarquía, la pulsión de muerte es “anarchivolítica, anarcóntica, manda a borrar el archivo” (Derrida 1994, 7), “borra su movimiento de borrado” (Golschmidt 2004, 94); de allí que, tal como Freud lo sostiene, el archivo no es memoria ni sufre de reminiscencias; por el contrario, su lugar está donde la memoria está borrada, “en el desfallecimiento originario y estructural de la memoria” (Derrida 1994, 8).

Se puede aventurar, entonces, que ningún deseo de archivo, de erigir monumentos, sobrevive a la pulsión de muerte, ya que el “mal de archivo” nos empuja a la amnesia más extrema. “En el corazón mismo del monumento, en el corazón mismo de la memoria se introduce el olvido” (Derrida 1994, 8).

La repetición es pulsión de muerte, es el movimiento mismo de la pulsión de muerte cuando toma la forma del deseo y es en esta repetición que se deja percibir; pero revestida, disfrazada de erotismo, de lo bello, que es solamente una envoltura de la memoria destruida, de lo que obtenemos un goce. “Son las memorias de la muerte” (Derrida 1994, 7). Este “dejarse ver” es solamente para buscar el objeto perdido de antemano, el objeto de la satisfacción, que se encontrará solamente adelante, en la muerte.

El movimiento compulsivo de la pulsión permite la archivación para exponerla a la destrucción. Por eso, allí donde hay inscripciones, hay deseo de archivo, hay lo que Derrida llama “mal de archivo”, furor de archivo; no obstante, el archivo trabajará contra sí mismo porque lo que lo permite es lo que lo destruye.

La lectura de Derrida implica que la teoría del Inconsciente y de la pulsión, las inscripciones, las impresiones y cifrados, la censura y represión de las inscripciones o supresión de los registros, la memoria como no natural en el artículo de “la pizarra mágica” (Freud [1925] 1976, 239-242) están revestidas de este tema del archivo.

Sigmund Freud, el archivo y el por-venir

Derrida se refiere a su lectura del libro de Yosef Hayim Yerushalmi Freud's Moses: Judaism Terminable and Interminable (Yerushalmi 1991), en el que el historiador realiza una labor arqueológica de la obra de Freud, buscando los trazos, las huellas de judaísmo en el psicoanálisis freudiano, guiado por la pregunta de si el psicoanálisis es una ciencia judía. Derrida se apoya en esta desconstrucción de Yerushalmi y, a partir de la traducción francesa de esta obra (Yerushalmi 1993), concluye que el acto de transmisión judaica del padre de Freud se hizo acto en el don del libro de la Biblia en el día de la circuncisión del bebé Sigmund y su posterior re-entrega al cumplir este los 35 años, recubierto de una “nueva piel”.

El 6 de mayo de 1891 (29 Nisan 5651), Jakob, el padre de Freud, vuelve a regalar a su hijo el mismo ejemplar de la biblia Philippsohn que le había dado en su infancia, y que Sigmund había estudiado en su juventud. Pero esta vez, además de entregarle el libro forrado con una nueva cobertura de cuero (nueva piel), le escribe una dedicatoria de su puño y letra, compuesto de fragmentos de textos sagrados (melitzah), que dice:

Hijo que me eres querido, Shelomoh. En el séptimo año de los días [sic, N. del T.] (In the seventh in the days of the years) de tu vida, el Espíritu del Señor comenzó a agitarte y El se dirigió a ti (within you): Ve, lee en mi Libro, el que yo he escrito, y se te abrirán las fuentes de la inteligencia, del saber y de la sabiduría. EEste es el Libro de los libros donde los sabios han excavado (exca-vated), donde los legisladores (lawmakers) han aprendido el saber y el derecho. Tú has tenido una visión del Todopoderoso, tú has oído y te has esforzado en hacer, y has planeado sobre las alas del Espíritu. Desde entonces, el Libro ha permanecido en reserva (stored), como los pedazos de las tablas, en un arca (ark) en mi poder (with me). Para el día en que tus años han alcanzado cinco y treinta, yo lo he recubierto de una nueva funda de piel (a cover of new skin) y lo he invocado «¡Brota, oh pozo, cántale!» y te lo he dedicado para que sea para ti un memorial, un recordatorio [a memorial and a reminder, el uno y el otro a la vez, el uno en el otro, y quizá tenemos en la economía de estas dos palabras toda la ley del archivo: anamnesia, mnéme, hypómnema] del afecto de tu padre que te ama con un amor eterno. Jakob hijo de R. Shelomoh Freid [sic] Viena capital, 29 nissan [5]651 6 mayo [1]891 (Derrida 1994, 14)

El padre de Freud le recuerda su promesa. Es una repetición de ese recordatorio que se va a hacer efectiva para Freud al inaugurar el psicoanálisis (Yerushalmi sostiene un deseo de que sí es una ciencia judía), y al final de su vida, en el “Moisés y la religión monoteísta” (Freud [1939093; 1976). Esta promesa del patriarca, que además le plantea que esa Biblia él la ha guardado en un arca, que ha estado en reserva (guardada), de donde han aprendido los legisladores el saber y la ley, este archivo, que es un archiarchivo, se abre para Freud al porvenir. Este deseo del padre sería a su vez una marca no solamente para Freud, sino para la historia del psicoanálisis mismo y para toda ciencia, desde el momento mismo en que Freud elabora una teoría que no es de la memoria, sino del archivo, como apunta muy atinadamente Derrida. El deseo del padre de Freud que se imprime en “la piel de Freud” y que se repite en la obra freudiana a pesar de las denegaciones, negaciones y represión del propio Freud con respecto a su propia adscripción de creyente religioso, emerge en el concepto mismo de archivo.

El psicoanálisis repiensa el lugar y la ley según las cuales se instituye lo arcóntico. Ese fue el trabajo de Freud desde la interpretación de los sueños cuando dio cuenta del trabajo del inconsciente, de la metapsicología, cuando planteó cómo funciona la represión y el retorno de lo reprimido y finalmente, en “Moisés y la religión monoteísta”, en el cual analizó la institución social y su relación con la escritura, el pasaje de lo oral a lo escrito y la escritura de la ley (Freud [1939] 1976).

Freud no solamente muestra y habla sobre lo que es un archivo y su función, no solo instituye propiamente la noción de archivo, sino que elabora las leyes de todo concepto, con lo cual no solamente el psicoanálisis es deudor de Freud, sino toda la ciencia, como lo plantea Derrida (Derrida 1994, 18).

Freud mete sus narices, pues, en la constitución misma de la ley, en el corazón mismo de cómo se constituye la ley. Bien plantea Derrida que el archivo requiere de nombre, de filiaciones y también de secretos (Derrida 1994, 25). El psicoanálisis freudiano demuestra que hay un archivo que funciona de manera éx-tima (el Icc), que continúa existiendo y retornando a pesar de que las pruebas o evidencia de existencia externa se hayan destruido. El lenguaje (Icc) no le debe su existencia a la razón, sino al punto donde la pulsión de muerte es pulsión de vida; es arraigo de deseo, promesa de vida-muerte. Porque Derrida plantea que allí donde hay archivo está ese ligamen con el inconsciente freudiano y con esa huella finalmente, de la judeidad, desde el momento en que Freud escribe (archiva) la cuestión del archivo, asunto por discutir largamente en la teoría psicoanalítica.

Allí donde el síntoma aparece, está el impasse de la memoria, la destrucción de la memoria; y desde allí retorna el archivo: deseo de destrucción, borramiento originario y, a la vez, deseo de archivo, mal de archivo que se manifiesta en la repetición que implica el síntoma. Solución de compromiso entre el deseo y la defensa que es aprovechada por la pulsión de muerte para destruir toda memoria.

En la zona en la que el historiador no busca ni lee, donde para él no hay documento, Freud trabaja, ya que si algo le enseñan las histéricas a Freud, mucho más allá de lo que Jean Martin Charcot como espectáculo logró con ellas, es que el cuerpo, y no solamente el de los hombres circuncidados, es un soporte para el archivo. Y que si bien el cuerpo recuerda lo que el sujeto no, recuerda el olvido, el proceso destructivo de la pulsión de muerte y al mismo tiempo, lo que de vida se lanza al por-venir enganchada a una promesa. Si algo garantiza el archivo, es el por-venir. La archivación produce el acontecimiento.

Derrida nos dice que la pulsión de vida obliga al archivo y busca con desesperación el recuerdo. No hay deseo de archivo sin muerte, sin la posibilidad de olvido. Frente a la pulsión de muerte, que todo lo destruye, la pulsión de vida obliga a la creación de representaciones de lo que la pulsión destruye. Allí donde está la pulsión de muerte, está la creación de representaciones que obligan al archivo. La creación de representaciones es en sí misma una encriptación, un archivo. Por eso Derrida habla de “mal de archivo”, que no es otra cosa que el rozar el mal radical (1994, 12) pues el archivo busca lo infinito, lo inacabable e inacabado porque le debe su basamento a la pulsión de muerte. Es así que en el acto mismo de la inscripción está su desaparición, la desaparición de lo pulsional entre vestimentas y, por lo tanto, su amenaza de retorno, que a su vez abre al por-venir. Abrir un archivo es abrir el por-venir y abrirlo desde el por-venir. No es futuro; es porvenir. El futuro es lo que será, es predictible; hasta puede insertarse en un calendario. El por-venir es inesperado e impredecible; llega de sorpresa, solamente acontece.

El archivo guarda el peso de lo impensado. “Lo impensado reorienta el deseo o el mal de archivo, su apertura al porvenir, todo lo que vincula el saber y la memoria a la promesa” (Derrida 1994, 17). No sabremos nunca lo que un archivo contiene porque un archivo estará siempre orientado al por-venir. Siempre será una promesa porque el archivo es incompleto, indefinido, abierto.

En “Tótem y Tabú” ([1939] 1976), Freud elabora un mito, el del padre muerto. El padre, asesinado por la horda de los hijos que pretendían ocupar su lugar, se hace más fuerte después del asesinato; su presencia se impone y se establece su ley a la que los hijos se someterán para siempre, lo que habla de una “obediencia retardada”. Goldschmidt (2004, 89-90) interpreta el criterio de Derrida en el sentido de que si el crimen efectúa los cimientos de las sociedades no es porque los hijos por culpa erijan un tótem, sino porque: “el padre se retira al origen y se destruye para mejor conservarse; no ejerce, nunca una autoridad tan poderosa, sino con ese movimiento de obliteración de sí”. El padre sigue hablando por medio de su ley. Es lo que ocurre a Yerushalmi: Freud le sigue hablando, a pesar de estar muerto. Como el padre a Hamlet, Freud le habla, y le consigna el archivo por el que continúa hablando. No responde demandas, pero aún habla, dice Derrida, como el mensaje en una máquina contestadora de alguien que ya ha muerto. Ahí está su voz y la voz, como objeto separado, en tanto exterioridad, hace ley (Derrida 1994, 32).

El hecho de que este corpus y este nombre sigan siendo, asimismo, espectrales quizá constituya, en efecto, una estructura general de todo archivo. Incorporándose el saber que se desarrolla respecto a él, el archivo aumenta, engrosa, gana en auctoritas. Pero pierde al mismo tiempo la autoridad absoluta y meta-textual a la que podría aspirar. Nunca se lo podrá objetivar sin resto. El archivero produce archivo, y es por esto por lo que el archivo no se cierra jamás. Se abre desde el porvenir (Derrida 1994, 38).

Para concluir: Monumento y archivo

Los historiadores y planificadores de las ciudades concuerdan en que habría un deseo inherente a la monumentalidad, como identidad, resistencia al olvido y como permanencia de unos ciertos ideales. El monumento sería una obra humana destinada a mantener siempre vivos y presentes en la consciencia de las generaciones venideras ciertas gestas o actos heroicos, y en esa medida, se estaría proyectando al futuro. Testimonio de una época, contendría en él la permanencia de lo no existente ya, por lo que tendría valor rememorativo y de eternidad, sería un legado y un conector entre generaciones.

Pero no toda posición es tan positiva y sublimatoria. Condensar los ideales de un pueblo conllevaría también un proyecto político que el monumento resguardaría dentro de sí, encubriendo el poder de los arcontes sobre su posesión e interpretación, como dice Sudjic (2005). En este sentido, el señalamiento de Bogdanovic (2010 a) es relevante: la destrucción acompaña a las ciudades, y con ellas, a los monumentos. El autor ubica este odio como algo ancestral, devenido de los libros sagrados, lo que implica que es un mandato; y desde la lectura que hace Derrida (1994), es una ley arcóntica. La destrucción de los monumentos y de la historia propia estaría inscrita en la ley misma de “lo humano”.

Identidad, resistencia al olvido, eternidad, rememoración, resguardo de un proyecto político… Los autores no reparan en el fenómeno de la invisibilidad de los monumentos y de su resurrección en tiempos de guerra. ¿Por qué un monumento en sí es peligroso?, ¿por qué una obra escultórica, un monolito, un obelisco, una estatua, son tan vivamente amenazantes y hay que destruirlos? ¿por qué se accede a una convocatoria de destrucción? No solamente se escucha y se siente el odio en el ambiente alrededor de él en épocas convulsas, sino que estalla la euforia, al ver caer, derrotadas, esas columnas que sostienen una imagen que, de pronto, ha cobrado vida. Como un fantasma, el monumento habrá estado siempre al acecho, haciendo de su cuerpo el soporte del archivo, mientras los ciudadanos se han olvidado de él. Pero el monumento, en sí mismo, en tanto archivo, rememora este olvido. El deseo de hacer permanecer las hazañas no resiste a la pulsión de muerte, ya que el “mal de archivo” nos empuja, no a recordar, sino a olvidar, a la amnesia más bestial.

La destrucción de la memoria de la que habla Pierre Nora (1989) implica el imperativo de archivar, frente a la amenaza permanente del olvido, por lo que, al igual que Derrida, hablará de ese “mal de archivo”. Este, como una ola gigante, se llevará la “salud mental” y la vida de quien llevaría a cuestas el Atlas. Aby Warburg, comprendiendo el trabajo de la pulsión de muerte sobre el archivo, nos legará las imágenes de los fragmentos de la historia universal, de sus trazos, huellas y rastros para poder reconstruir lo que hemos sido, sin caer en las “trampas de la identidad”, de las que habla Nora. Warburg reconoce que en el archivo reside el por-venir, y que en el olvido que impone la pulsión de muerte está también la destrucción de la humanidad. Por eso, instituye el archivo sin orden, sin jerarquías, a fin de evitar el poder de la interpretación del Otro, que destruiría el archivo; y lo coloca en un monumento, la biblioteca de su creación. Al no tener significantes, sino imágenes, Warburg pensó en evitar la acción de la pulsión de muerte sobre ellas.

El terror del olvido empuja al “mal de archivo” y, al mismo tiempo, al no cesar de escribirse, de acumularse; los significantes dan vueltas y cobran significaciones distintas en cada vuelta como en una cinta cinematográfica, lo que lo lleva al infinito. El archivo sería locura interminable, paranoia, y requiere el corte que impone la pulsión de muerte. Si aumenta, el archivo se convierte, él mismo, en la autoridad, por lo que la pulsión de muerte lo cercena, dejándolo abierto, sin cierre, sin posibilidad de ejercer una autoridad absoluta. La compulsión a la repetición de la pulsión de muerte lo condena a abrirse, pero desde el por-venir.

Así, el psicoanálisis propone una teoría del archivo al que asigna un lugar, el Inconsciente; y un poder, el de la pulsión de muerte. La lectura de la “Nota sobre la pizarra mágica” de Sigmund Freud que realiza Derrida (1994) y el diálogo de Yerushalmi con el fantasma de Freud iluminan el camino en el `punto en que la historia a la que refiere Nora y la memoria se separan; y la memoria cae en el abismo, produciéndose el archivo. La memoria no tiene ninguna relación con la voluntad y la conciencia no tiene control sobre ella desde lo que Freud nos revela. La historia, para el psicoanálisis, no es la del historiador. Como bien plantea Marc Goldschmidt, en su lectura de Derrida: “Freud obliga al historiador y a la disciplina histórica a volver a pensar lo que es y lo sucede y lo que se denomina un acontecimiento, y cómo se percibe lo que tiene lugar y lo que sucede” (Golschmidt 2004, 92-93).

La vuelta al pasado que Freud invita a hacer es la del retorno de lo reprimido que se actualiza desde adelante. En el psicoanálisis se trata del archivo y su consignación que implica la repetición, la violencia de la pulsión de muerte que obliga al olvido.

En el planteamiento freudiano del aparato psíquico, la relación con la exterioridad se hace desde el inconsciente. Los estímulos son acarreados desde el interior, de tal manera que en el lugar donde la memoria se borra, acontece el archivo, que es una prótesis del adentro. No se trata de una memoria natural, no existe una memoria natural; el aparato psíquico es un soporte artificial que permite la consignación, el registro, e incluso, la censura. En ese sentido, el monumento no resguarda una memoria “histórica”, sino la huella del objeto destruido, allí donde la memoria estalló.

El monumento es, en sí, inconsciente; actúa generando el olvido al que obliga la pulsión de muerte; por eso, no está allí para darse a ver ni para hacerse notar: se vuelve invisible. Si en un primer momento el monumento pareciera ser un vigilante del pasado y la memoria y un sostén de la tradición, podemos plantear desde el psicoanálisis que, por el contrario, al llevar en sí la sombra de la pulsión de muerte, actúa en silencio borrando sus huellas; por ende, su rigidez e invisibilidad que lo recubren en medio de las ciudades y los parques, lleva ese manto de in-diferencia que lo hace sustraerse a la percepción del transeúnte. El monumento logra que lo olviden. Curiosamente, los monumentos que se recuerdan, los que se ven, son aquellos que no recuerdan, ya que no son monumentos ni aquello que celebran.

No hay archivo sin una teoría de la institucionalización, de la ley que se inscribe en ella y del derecho que la autoriza. La represión reprime aquello que un archivo encripta y que retorna vestido de Eros siguiendo una cierta legalidad. En la contemporaneidad, el monumento se reviste de belleza, ha abandonado sus ropajes clasicistas y ha adoptado otros al cambiar las insignias de lo erótico. Pero no deja de ser una memoria de la muerte, envoltura de la memoria que se destruyó; y de esa envoltura obtenemos un goce. Frente al horror del borramiento, la arquitectura actual se une a una cierta estética para calmarnos y mantenernos en el olvido, manteniendo a la vez la promesa del por-venir.

El monumento no es un “memorial”. Se sitúa, más bien, donde se borró la memoria. Como la Esfinge, cada monumento llevaría en sí una “sala de los archivos”, sin que se encuentre nunca dentro de sí ningún papel, ninguna evidencia material de ella porque el archivo no existe, ha sido destruido; el monumento resguarda el olvido de cualquier memoria; el archivo, irremediablemente, acontecerá desde el por-venir. ¿Qué se esconde tras el monumento, si enmudece, no cuenta nada, y se mantiene impasible en el transcurso del tiempo hasta desaparecer de la percepción? Pareciera que sosteniendo su invisibilidad e inmovilidad, su programa político será abierto, quizá, no se sabe, desde adelante, desde el por-venir.

El porvenir no es el futuro, Derrida lo subraya. En el monumento tampoco se trata del futuro. En tanto estructura Inconsciente, está expuesto a la repetición y al mandato de recordar del mal de archivo. El mandato de recordar va unido a la promesa del por-venir. Pero el porvenir va unido a lo insabido; la promesa es solamente un sí, una apertura, una posibilidad que no se sabe. El por-venir es una paradoja, un tiempo que desconcierta, es indeterminación, un quizá… El monumento guarda en sí el peso de Warburg, el de lo impensado.

El horror del monumento, que es lo que convoca a su destrucción, es esa espera del acontecimiento que trae el por-venir. El monumento es, entonces, uno de los espectros de la muerte.

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Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jul-Dec 2020

Histórico

  • Recibido
    19 Ago 2019
  • Revisado
    04 Dic 2019
  • Acepto
    25 Feb 2020
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