Open-access El costo del privilegio: masculinidad, heterosexualidad, y el encierro del querer vivir

The cost of privilege: masculinity, heterosexuality, and confinement of the wanting to live

Resumen

En los últimos años, el lenguaje de los privilegios se ha popularizado como medio de expresión y registro de las desigualdades radicales que organizan la vida en la modernidad tardía. Personas estudiosas del privilegio han instado en este marco al examen y explicitación pública de los propios privilegios, como condición previa para la colaboración y el diálogo entre grupos sociales sistemáticamente aventajados por las jerarquías coloniales, patriarcales, heterosexistas y de clase, y aquellos grupos a los que perjudican. Me distancio de esta apuesta para argumentar que la multiplicidad de identificaciones con los lugares del privilegio y del desprivilegio, fundadas en una economía simbólica de la deuda, obturan la posibilidad de una subjetivación política en ambos extremos de la conversación.

Palabras clave: privilegio; heterosexualidad; masculinidad; feminismos; subjetivación

Abstract: During the last few years, the language of privilege has attained popularity as a medium of expression and registry of the radical inequalities that organize modern life. In this setting, scholars on privilege have urged people to publicly exam and make explicit their own privileges, as a necessary condition for collaboration and dialogue among the social groups that have been systematically advantaged by colonial, patriarchal, heterosexist and class hierarchies, and those who have been harmed by them. I distance myself from this proposal, to argue that the abundance of identifications with the condition of privilege and un-privilege, based on a symbolic economy of debt, shutters the possibility of political subjectification on both sides of the conversation.

Key words: privilege; heterosexuality; masculinity; feminisms; subjectification


Introducción

La teoría decolonial y diversos feminismos (socialistas, decoloniales, radicales, ecologistas), han contribuido a desmantelar el mito de la igualdad liberal, al revelar el patrón patriarcal y colonial que organiza sus exclusiones (Mies y Shiva 1997; Segato 2003; Pateman 2005; de Sousa Santos 2009; MacKinnon 2018; por mencionar algunos referentes)⁠. La consciencia sobre la “existencia de espacios donde la desigualdad es ley” (Rancière 1996, 116)⁠, por lo demás, se ha agudizado con la erosión de la contractualidad en el neoliberalismo: un modelo que prescinde, en buena medida, del imaginario legitimador del orden Segato (2003)⁠. Las estructuras elementales de la violencia.social como agregación colectiva de intereses (de Sousa Santos 2009)⁠. El lengua-je del privilegio, en años recientes, ha ofrecido a esta consciencia una forma de expresión, influyendo en la formulación de demandas vinculadas a movimientos sociales. Aquí me referiré a una de las prácticas a las que se ha instado, desde los estudios del privilegio: examinar y explicitar públicamente los privilegios de los que se goza.

Reconocer los propios privilegios es un mandato que parece haberse extendido a numerosos espacios académicos y de activismo vinculados a posiciones anticapitalistas, feministas, por la diversidad sexual y contra el racismo. A grandes rasgos, esto implica dar cuenta de las condiciones de posibilidad fundadas en jerarquías de género, clase social, orientación sexual, identidad de género, color de piel, entre otras, que aligeran la propia existencia en el marco de relaciones de dominación. “El asunto con los privilegios”, expresa Fournier Pereira (2015, 27)⁠, “es que hay que reconocerlos”, pues “nos separan en mayor medida cuando no los explicitamos… Ignorarlos o ponerlos al lado se-ría un ejercicio de violencia colonial. Reconocerlos es el punto de partida para el diálogo”.

El llamado a dar cuenta de los propios privilegios, introduce una duda epistemológica: interpela a quien habla de justicia, o mérito, o confianza, o dolor… exigiéndole dar cuenta de su lugar de enunciación. De su parte quien se da por aludido, declarando públicamente su privilegio, confirma haberse beneficiado de la desigual distribución de bienes materiales y simbólicos: concede que hay una brecha entre la credibilidad que se da a su palabra, el fácil protagonismo que le confiere la historia, el valor social atribuido a su trabajo, su “natural” desenvolvimiento en el ámbito de lo público, o la posibilidad de prescindir personalmente de los derechos humanos… y la desacreditación, omisión, explotación, apropiación de que son objeto las vidas y cuerpos en que la modernidad inscribe su exterioridad.

Existen particularidades que diferencian la interpelación, desde el punto de vista de los privilegios, de otras que pudieran realizarse en torno a la explotación, el despojo, la discriminación, y el racismo. El lenguaje del privilegio con-lleva un carácter pasivo: recibir privilegios es algo que sucede sin necesidad de que intervenga la agencia o la voluntad del receptor o receptora, por tanto es distinto a ejercer la explotación, la discriminación, o el despojo. A este res-pecto (Kendall 2013)⁠, retomando a (McIntosh 1989)⁠, define los privilegios como concesiones sistémicas de poder no merecido, a menudo experimenta-das por las personas receptoras como condiciones de la experiencia cotidiana.

Quienes emplean el lenguaje de los privilegios instan comúnmente a las personas a emprender un ejercicio de reconocimiento, una explicitación de las ventajas y exenciones que, aunque no lo hayan querido, han hecho sus vidas más llevaderas (Fournier Pereira 2015)⁠. Esta forma de discurso va más allá de la constatación de las desigualdades políticas, económicas, culturales. Si bien tanto la desigualdad como el privilegio remiten a una repartición injusta de bienes materiales y simbólicos, el mandato a reconocer el propio privilegio supone que esta deriva en la producción de un sujeto: la persona privilegiada, que en tanto tal debe dar cuenta de sí (Kendall 2013)⁠. La persona privilegia-da es llamada a hacer inventario del beneficio extraído de determinadas condiciones, aunque estas no hayan sido elegidas, y su situación ventajosa sea más bien ineludible.

Reconocerse privilegiado, en este contexto, contiene las siguientes suposiciones: 1) se me ha concedido algo que a una posible interlocutora o contraparte se ha negado, algo que desea o le falta, o 2) se me ha eximido de algo que esta contraparte ha sufrido y preferiría no haber tenido que sobrellevar, y 3) esto se debe a las posiciones que ocupamos en un juego de diferencias jerarquizadas. Las personas receptoras de privilegios, nos dice Kendall (2013)⁠, no pueden optar por no recibirlos, son inherentes a su posición social, independientemente de la relación subjetiva que tengan con sus identidades con-cretas (Kivel 2013)⁠.

Estos son supuestos que no conlleva de manera necesaria el verse interpela-do, o reconocerse -reflexivamente- como machista o racista, por ejemplo, con lo cual admitiría que tengo una implicación personal en la reproducción de relaciones de dominación, sin suponer una claridad con respecto a las marcas de diferencia que definirían esta participación (por ejemplo, si identificándome como mujer me reconozco también machista), sin presuponer un balance preestablecido de los beneficios y pérdidas que esta participación conlleva para mí o para otros (¿estoy en ventaja, o en desventaja con respecto a una mujer militante del feminismo?) o siquiera un sujeto unitario que goce de estas ventajas y desventajas (¿puedo reproducir jerarquías machistas, a la vez que milito como feminista? ¿puedo obtener beneficios y perjudicarme a través de ambas adscripciones?).

Una reflexión sobre el propio racismo o machismo podría evidenciar los daños que el compromiso personal con estructuras de dominación me ha traído, aun mientras afirmaba mi propia superioridad con respecto a otros grupos (por ejemplo, cómo mis prácticas de discriminación racista, o mis posturas homofóbicas, me hacen políticamente explotable). Finalmente, una interpelación desde este punto de vista podría dar origen a una praxis feminista o anti racista.

La declaración pública del propio privilegio se caracteriza, a mi parecer, por desglosar un cálculo de ventajas y agravios, del que a menudo se deriva una culpa que exige reparación. La dimensión de esta culpa, de acuerdo con pro-puestas teóricas e inventarios que circulan en internet, es extensiva a toda nueva desventaja sistémica que la persona se percate de no haber padecido. Este criterio se aplica al hablar del privilegio blanco (Kendall 2013)⁠, masculino (Real 2009)⁠, heterosexual (Case y Stewart 2009)⁠, de las personas delgadas (Álvarez Castillo 2014)⁠, o cristianas (Kivel 2013)⁠.

Personas pertenecientes a colectivos históricamente perseguidos, como lo son las disidencias sexuales, también se han apropiado de estas disputas, es-forzándose en identificar cómo es que el privilegio organiza su diferencia. En redes sociales, se discute si la menor “visibilidad” que pueden tener disposiciones deseantes como la bisexualidad, en comparación con la gay y lesbiana, constituyen un privilegio del que este grupo deba dar cuenta (Llanos Ramírez 2018). O si la capacidad de una persona trans para “pasar” por alguien del género elegido, le convierte en privilegiada con respecto a otras personas también trans cuya apariencia no les permite eludir la discriminación (Urquhart 2017). O si los hombres trans y las mujeres masculinizadas que logramos circular por el espacio público, sin recibir acoso sexual, seríamos privilegiados con respecto a las mujeres cisgénero y femeninas que sufren este acoso de manera cotidiana (Compton 2020), etc.

Argumentaré que la multiplicidad de identificaciones con los lugares del privilegio y del desprivilegio, fundada en una economía simbólica de la deuda, obtura la posibilidad de una subjetivación política en ambos extremos de la con-versación (Bodas 2012)⁠. Este efecto despolitizante ocurre cuando se olvida que las posiciones vinculadas al privilegio, ellas mismas condicionadas, constituyen también un encierro del querer vivir (López Petit 2009). Esto lo intenta-ré mostrar para los casos de la masculinidad y la heterosexualidad.

Me interesa, con esta discusión, atender a las diferencias de estatus en su ne-cesidad de actualización ritual constante, y el costo subjetivo que de ella se desprende. Con esto, me distancio de aquellas posturas según las cuales el privilegio es una condición irrenunciable. Al contrario, comparto con Fraser y Honneth (2003) la perspectiva de que, al librar el honor del carácter estático que acusaba en el sistema de castas, la modernidad inaugura otra posibilidad: la de que el intento de obtener reconocimiento social falle. Si en el sistema de castas el honor era una cualidad innata o una carencia irreversible, la modernidad habilita el acceso al honor por parte de las clases bajas, sujetándolo a una serie de condiciones. Este será mi punto de partida.

Del “privilegio” heterosexual a la subjetivación lesbiana

El pasaje a la modernidad implicó una reorganización y redefinición de las relaciones de dominación, virando de un orden basado en castas, hacia uno fundado en el derecho liberal. En los Estados modernos las constituciones y, en algunos casos, los códigos civiles, cubrieron a los hombres de distintas clases bajo una misma ley, que les atribuía los mismos derechos básicos y les sujetaba a las pautas reguladoras de las mismas autoridades, concretando así el imaginario de un contrato social. Hablo aquí de hombres porque, como Pateman (1995) ha señalado, el contrato social entre clases operó a través de un pacto fraternal que garantizó a todos, indiferentemente de su posición socio-económica, la personal participación en el dominio sobre las mujeres.

A lo largo de América, los liberales empujaron a las mujeres, de manera vehemente y coercitiva, a asumir un lugar de servidumbre con respecto a un hombre, mediante la heterosexualidad ordenada y el contrato de matrimonio, por un lado (Pateman 1995)⁠; y el patriarcado del salario, del otro (Federici 2018)⁠. A falta de una remuneración económica por el trabajo reproductivo atribuido a las mujeres, su exclusión e inclusión desventajosa en el mercado laboral asalariado, se generalizó su dependencia económica respecto al sala-rio de los hombres, facilitando el acceso de los maridos, hermanos, padres, y trabajadores, a reservas ilimitadas de trabajo reproductivo llevado a cabo por mujeres -aunque el éxito en esta empresa varió a partir de condiciones demo-gráficas, de trabajo, y de clase (Putnam 2002; Díaz 2004)⁠.

Federici (2018)⁠ ha planteado que, en compensación por la falta de remuneración económica a las funciones designadas a las mujeres, en la división sexual del trabajo capitalista, se ofreció a ellas un capital de respetabilidad, al que podrían acceder mediante su adscripción a la heterosexualidad ordenada y dando muestras de virtud: virginidad, fidelidad, abnegación. En el caso de las mujeres de la Costa Rica liberal, el cumplimiento del deber, la disposición para soportar penurias matrimoniales y sostener el vínculo con esposos inadecuados, fueron exigencias vinculadas al honor (González 1997)⁠, que así determinado era canjeable por algunos derechos. Mujeres casadas se libraron de la persecución de que fueron víctimas concubinas, madres solteras, señoras solas, y queridas, bajo las leyes de profilaxis prostitución y vagancia a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Fueron eximidas de los exámenes médicos forzosos en busca de infecciones de transmisión sexual, la inscripción en registros públicos de prostitutas, la reclusión en “casas honradas” don-de debían llevar a cabo labores domésticas de manera forzosa, y el encierro en centros de detención con itinerarios estrictos de resocialización (Sánchez Lovell y Chacón 2016)⁠.

La asociación a un hombre en matrimonio daba acceso a las mujeres, por lo demás, a alguna protección frente a ciertas formas de violencia ejercida por hombres -que no fueran sus esposos-, en las sociedades liberales. Desde la década de 1880 cuando promulgaron el primer código penal moderno en Costa Rica, y hasta 1970, la violación se definió como un delito contra el honor. Las mujeres de comportamiento considerado deshonroso estaban pues, des-protegidas por la ley y expuestas a la violencia sexual abiertamente impune. En un sistema que asociaba el honor masculino a la fidelidad y abnegación de una esposa concebida como su propiedad, los castigos físicos y hasta el asesinato fueron respuestas socialmente aceptadas a las transgresiones sexuales de las mujeres casadas (González 1997)⁠.

No podemos, sin embargo, sobreestimar los beneficios de ser una mujer “decente” en las sociedades liberales. El honor femenino, particularmente en las clases altas, estaba vinculado al aislamiento social y al apego a la domesticidad más estricta. A lo largo de casi todo el siglo XIX y en ocasiones hasta el siglo XX, las mujeres casadas en América perdían su capacidad para hacer contratos, administrar sus bienes, o ejercer la tutela sobre sus hijos. Legal-mente, estaban obligadas a obedecer a sus esposos y seguirles a su lugar de residencia, algo que estos podían forzarles a hacer por medio de la violencia y, si esta fallaba, con ayuda de los tribunales de justicia (González 1997; Rodríguez 1999; Pateman 2005)⁠

El legado de la heterosexualidad así institucionalizada sigue siendo visible en la actualidad. La violación continúa siendo una forma de disciplinar a las mujeres que, según el criterio de algunos hombres, se han salido de su sitio (Sega-to 2003)⁠. El cuestionamiento del concepto de “crimen pasional”, y su sustitución a nivel jurídico y mediático por términos como violencia doméstica o femicidio, ha requerido luchas extensas por parte de movimientos feministas (Rodríguez Cárcela 2008)⁠, que están lejos de haber concluido.

La Organización Mundial de Salud estima que una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia física o sexual por parte de una pareja íntima o violencia sexual por parte de un hombre que no era su pareja, siendo más frecuente la violencia a manos de compañeros sentimentales, quienes come-ten hasta un 38% de los asesinatos intencionales de mujeres. Entre los principales factores de riesgo para las mujeres, el organismo identifica los bajos ni-veles educativos y el limitado acceso a trabajos remunerados, a los que se suman condiciones ideológicas y comunitarias -como creencias vinculadas al honor y pureza de las mujeres-, e institucionales -altos niveles de impunidad- (World Health Organization 2021). En el caso costarricense, la mayoría de las víctimas de femicidio son “amas de casa”, es decir, realizan trabajos domésticos no remunerados y dependen económicamente de otras personas (Solano 2019)⁠.

A partir de lo anterior, podemos comprender por qué Graham, Rawlings y Rigsby (1994, xvi)⁠ sitúan la feminidad de las mujeres, y su heterosexualidad, como respuestas paradójicas contra la violencia sexual. La autora sostiene que el amor de las mujeres por los hombres se deriva de un “síndrome de Estocolmo” social y procede expresando que “como captores que necesitan matar o al menos herir a unos cuantos rehenes para obtener lo que quieren, los hombres aterrorizan a las mujeres para poder tener lo que quieren: sus servicios sexuales, emocionales, domésticos y reproductivos continuados. Como rehenes que trabajan para aplacar a sus captores… las mujeres trabajan para complacer a los hombres, y de esta respuesta surge la feminidad de las mujeres… una serie de comportamientos… que comunican la aceptación de la mujer de su estatus subordinado”.

El sexo, propone Wittig (2006, 26), es la categoría política que funda la sociedad en cuanto heterosexual: una sociedad que fabrica mujeres “como si fa-bricara eunucos, criara esclavos o animales”. La mujer no tiene sentido más que los sistemas heterosexuales de pensamiento y en los sistemas económicos heterosexuales: supone “una relación social específica con un hombre, una relación que hemos llamado servidumbre… que implica obligaciones personales y físicas y también económicas” (43).

Despentes (2007, 106)⁠ también se ha referido a la feminidad como “el arte ser servil”, agregando que “podemos llamarle seducción y hacer de ello un asunto de glamour. Pero en pocos casos se trata de un deporte de alto nivel. En general, se trata simplemente de acostumbrarse a comportarse como una inferior. Entrar a un lugar, mirar a ver si hay hombres, querer gustarles.”

A la luz de estas propuestas el privilegio heterosexual se revela como una estafa. Wittig (2006)⁠ así sostuvo que los réditos que ofrece la heterosexualidad solo podían provenir de la complicidad de las mujeres con la propia opresión. Convencerse de que las mujeres heterosexuales son “privilegiadas”, sin reconocer la heterosexualidad como régimen político, no sería en este marco más que una distorsión ideologizante. Entre sus efectos, está el de negar el potencial productivo del “desprivilegio”. Despentes (2007)⁠ defiende, en este sentido, la figura de la “perdedora de la feminidad”: aquella -fea, frígida, chiflada, incogible, camionera- que, al no poder beneficiarse de la heterosexualidad, se ve obligada a hacerse de otros recursos que le den existencia social.

Wittig (2006)⁠ iba más lejos situando a las lesbianas en la vanguardia de lo humano, al rescatar su posición estratégica para destruir el sistema heterosexual. Las lesbianas son “cualquier otra cosa, una no-mujer, un-no hombre, un producto de la sociedad y no de la naturaleza” (35), y ante todo: desertoras de su clase. Contra una identificación con el desprivilegio, Wittig apostaba a la subjetivación: un “devenir sujeto” en el rechazo de una clasificación policial (Rancière 1996)⁠.

La política “es un asunto de sujetos, o más bien de modos de subjetivación”, argumenta Rancière (1996, 52)⁠, refiriéndose con ello a “la producción mediante una serie de actos de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en un campo de experiencia dado”. En este sentido, la actividad política requiere del desplazamiento activo de los cuerpos respecto a los lugares que les han sido asignados, o el cambio del destino de esos lugares: devuelve el orden social a su contingencia última a partir de una pre-suposición de igualdad. Esto, insisto, no es posible cuando predomina la acusación del privilegio de la otra, o la identificación culposa con la condición de privilegiada. Abandonar estos términos no quiere decir que el sufrimiento no se pueda politizar, al contrario: el deseo de ser es un deseo ampliamente explotable y, cuando se está atado a la vida que se tiene, no hay huida. El odio a la propia vida, como le llama López Petit (2009)⁠, es una condición para liberar el querer vivir de la vida que lo encierra.

El “privilegio” masculino como encierro del querer vivir

Un énfasis excesivo, en las interpelaciones feministas hacia los hombres, en el “privilegio masculino”, podría tener un efecto paradójico: alimentar el mandato patriarcal que insta al hombre a dramatizarse, ante los otros, como que no le falta nada (Segato 2003)⁠. Y sin embargo, el privilegio masculino no de-ja de ser una trampa. El amor al destino social es según Bourdieu (2000, 96)⁠ “lo que hace que los hombres (en oposición a las mujeres) estén socialmente formados e instruidos para dejarse atrapar, como unos niños, en todos los juegos que les son socialmente atribuidos” y a los que la “colusión” fraternal confiere “la necesidad y la realidad de las evidencias compartidas”.

Algunas formas de “valentía” (masculina) encuentran su principio, paradójicamente, en el miedo a perder la estima o la admiración del grupo (...) y de verse relegado a la categoría típicamente femenina de los “débiles” (...) La llamada «valentía» se basa por tanto en muchas ocasiones en una especie de cobardía. Para convencerse de ello, basta con recordar todas las situaciones en las que, para obtener actos tales como matar, torturar o violar, la voluntad de dominación, de explotación o de opresión se ha apoyado en el temor «viril» de excluirse del mundo de los «hombres» fuertes, de los llamados a veces «duros» por-que son duros respecto su propio sufrimiento y sobre todo respecto al sufrimiento de los demás (Bourdieu 2000, 70)⁠.

La ilegitimidad originaria del dominio masculino forzará a los hombres a renovar constantemente sus “votos de obediencia”, mediante la administración de “dosis homeopáticas” de “violencia instauradora” rutinizada, que es ante todo violencia moral y moralizante (Segato 2003, 107)⁠⁠. Al ser el ideal de virilidad esencialmente relacional -afirmado y actualizado ante y para los hombres, y sobre todo, contra las mujeres- la condición de este privilegio es el principio de una honda vulnerabilidad. La virilidad tradicional puede ser una empresa tan mutiladora como la asignación de la feminidad (Despentes 2007)⁠. El sentido de humanidad e identidad masculinos, según los describe (Segato 2003)⁠, se asientan en la capacidad de exacción de poder femenino, el cobro a las mujeres de un tributo de sumisión, domesticidad, moralidad y honor, o como argumentará Jónasdóttir (2011)⁠ de fuerza amorosa y cuidados. Retomando a Hegel, Pateman (1995)⁠ sugiere que la auto-consciencia masculina no es únicamente conciencia de iguales civiles, sino también de amos patriarcales: una forma de reconocimiento que solo les pueden dar las mujeres.

La productividad del “fracaso” en devenir hombre

A la condición de subordinación de las mujeres, por lo demás se corresponde el privilegio “enteramente negativo”, según lo denomina Bourdieu (2000, 97)⁠, de “no engañarse en los juegos en que se disputan los privilegios”, mirarlos a distancia e inclusive apreciar su vanidad. Halberstam (2018, 135), en este sentido, planteará retomando a Freud que “si… la chica pequeña debe reconciliarse a sí misma con el destino de la feminidad definida como una masculinidad fallida, entonces ese fracaso en ser masculina debe seguramente con-tener su propio potencial productivo”. Las mujeres comparten con las lesbianas -si respetamos la separación de Wittig (2006)⁠- su condición de “hombres fallidos” en un orden simbólico que toma al hombre por lo universal, gracias a la cual disponen quizás de un mayor margen para el juego de la subjetivación política: la desidentificación o el “arrancamiento de la naturalidad” de su lugar asignado (Rancière 1996, 53)⁠.

Hemos atendido durante la última década al potencial político de los reclamos feministas que, negando la diferenciación moderna de las esferas pública y privada, puja por situar el cuido y la reproducción de la vida como los problemas políticos por excelencia (Mies y Shiva 1997; Vega y Gutiérrez Rodríguez 2014)⁠. Las mujeres se han convertido en las principales defensoras del uso no capitalista de los recursos naturales (Federici 2013)⁠. Se trata pues, desde los feminismos, de producir señales de evitabilidad: de no plegarse a la identificación entre capitalismo y realidad (López Petit 2009)⁠.

Los feminismos han esbozado un cuestionamiento profundo al neoliberalismo en su incompatibilidad con la vida, evidenciando la colusión de capitalismo y patriarcado en el reclutamiento de agentes de la necropolítica (Valencia Triana 2010)⁠. Es decir: ha mostrado que son los hombres quienes en mayor medida encuentran una posibilidad de inscripción simbólica en el proyecto del capitalismo convertido en maquinaria de muerte, quienes más matan y más mueren acuerpándolo.

La apuesta polémica de los feminismos, que disputan la definición patriarcal de lo político sentenciando que “ningún patriarcón hará la revolución” (Segato 2018)⁠, agujerea el fatalismo neoliberal del fin de la historia, revitalizando la política. Rancière (1996)⁠ plantea que la democracia se da allí cuando las formas de subjetivación cuestionan y devuelven a su contingencia todo orden de distribución de los cuerpos en funciones correspondientes a su naturaleza. De esta manera, la polémica subjetivante del feminismo no me parece compatible con el reclamo reiterado, dirigido a los hombres, de reconocer su privilegio. Esta última aproximación, al contrario, se acerca más a una clasificación de orden “policial”, como la definió Rancière (1996, 42)⁠: es decir, esa “forma de ser-juntos que pone los cuerpos en su lugar y en su función de acuerdo con sus “propiedades”… da a cada uno la parte que le corresponde según la evidencia de lo que es.”

Conclusiones: la subjetivación contra el “privilegio”

Cuando insto a reconocer el costo subjetivo de lo que llamamos privilegio, no pretendo disputar el lugar de víctima para quienes ejercen la dominación (como ya lo hacen algunas agrupaciones de extrema de-recha cuando anuncian el supuesto genocidio blanco, lamentan el descuido de los derechos de los hombres u organizan marchas de orgullo heterosexual). Al contrario, apuesto por una discusión sobre la dominación cuyos términos no sean los de la deuda, pues comparto la visión de que la política es un asunto de “tomar y hacer” y no única-mente expresarse como demanda o exigencia al otro (Bodas 2012, 186)⁠. “La víctima absoluta prohíbe los juegos polémicos de subjetivación” (Rancière 1996, 158)⁠, es una figura de inclusión desigualitaria que fija los cuerpos en lugares determinados. La exclusión, nos dice Rancière (1996, 146)⁠, es el otro nombre del consenso.

Cuando se demanda a los hombres asumir su “privilegio” se les insta a identificarse, en última instancia, con la economía simbólica que a un alto costo -un costo que nadie debería estar dispuesto a pagar- enaltece la masculinidad. Al insistir en la deuda histórica de los hombres para con las mujeres ¿no reforzamos la idea de que una renuncia a las condiciones de su posición solo podría realizarse en apoyo al problema de las mujeres, como un gesto heroico, sacrificial, o restaurativo? ¿no hacemos otro tanto al lamentar el “privilegio” heterosexual, sin detenernos a problematizar a qué vienen los beneficios materiales y simbólicos que la heterosexualidad ofrece?

Podríamos decir parafraseando a Toni Morrison, cuando se refería en el show de Charlie Rose (1998) a quienes profesan la supremacía blanca, que si usted necesita que alguien esté de rodillas para ser alto, es usted quien tiene un grave problema. A este respecto, propone Se-gato que:

Mientras que, en su sufrimiento, la víctima tiene una oportunidad para la lucidez y la conciencia regeneradora, es la humanidad del supuestamente “no afectado” la que se deteriora sin noción y sin remedio, se sume en una decadencia inexorable (2013, 45)⁠.

Coincido en esta línea con Segato (2003)⁠, en que la pregunta por la participación masculina en el feminismo ha sido mal planteada: los hombres debe-rían politizar su propio sufrimiento, librarse del mandato de potencia para crear discursos nuevos, creativos, sobre su propia condición; no en apoyo a una lucha de las mujeres, sino para liberarse de los juegos que encierran su querer vivir. En vez de acogernos a identidades pre-dadas que nos inclinan a una actitud culposa frente a quienes “carecen de privilegio”, y a quienes así arriesgamos con negar su potencial polémico y desertor, resulta urgente tomar consciencia sobre el radical encierro que conlleva la identificación con el “privilegio”.

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Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jul-Dec 2022

Histórico

  • Recibido
    05 Oct 2021
  • Corregido
    01 Abr 2022
  • Acepto
    30 Jun 2022
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