Resumen
Durante el período comprendido entre la Revolución Francesa y la Revolución de Independencia, la Inquisición procesó activamente no solo a aquellos que iban en contra de la ortodoxia católica, sino también a aquellos que se expresaban en contra de la monarquía y el gobierno. Entre estos últimos, se encontraban muchos masones y miembros de sociedades patrióticas organizadas a semejanza de la masonería.
Palabras clave: Inquisición; Independencia; Nueva España; monarquía; Sociedad de Caballeros Racionales
Abstract
In the lapse between the French Revolution and the Latin American Wars of Independence, the Inquisition actively prosecuted not only those who did not comply with Catholic orthodoxy but also those who dared to raise their voice against the Monarchy and the Government. Amongst the latter, there were many Freemasons and members of the patriotic societies molded in a Freemasonry-like style.
Keywords: Inquisition; Independence; New Spain; Monarchy; Society of Rational Knights
Era el atardecer del último día del año 1811. A bordo del navío corsario San Narciso no había muchos motivos para celebrar; llevaban ya varios días en alta mar sin haber divisado una sola nave que pudiera ofrecerles un botín considerable. El vigía, con más resignación que esperanza, barría el horizonte con la mirada en espera de algo, cualquier cosa que rompiera el tedio o que, al menos, los salvara de regresar a tierra con las manos vacías. Caía la tarde y los demás marineros preparaban ya el ron, el vino y disponían todo para la cena.
El vigía, tentado a dejar su puesto contra las instrucciones de su capitán, -al fin y al cabo es Noche Vieja, ¿no?- echó una última mirada a la inmensidad del mar. Al norte, a relativamente corta distancia, le pareció reconocer una figura que le resultó familiar. Ajustó y limpió el catalejo para salir de dudas y descartar cualquier posibilidad de error. En efecto: era un mástil.
A grandes voces alertó a sus compañeros en cubierta. El capitán salió de su camarote alarmado por las muestras de júbilo de sus hombres; los corsarios, atropelladamente, le informaron que habían divisado un navío, pero aún no sabían bajo qué bandera navegaba.
Cualquier cosa era mejor que nada, así que ordenó a sus hombres dirigirse rumbo al norte y tomar sus puestos. La espera se hacía interminable. Todos los ojos y los oídos estaban puestos en el vigía. Con el viento a favor, cada minuto la distancia entre las dos embarcaciones se cerraba. Pero la bruma y la poca luz del atardecer no ofrecían la mejor visibilidad. Finalmente, una noticia alentadora: ¡Es inglés! ¡El barco es inglés!
El San Narciso rectificó el curso. Ya no bastaba con acercarse al bergantín, había que interceptarlo y prepararse para el abordaje. Los ingleses, al percatarse de la presencia de los corsarios, intentaron cambiar el rumbo para evadirlos. Pero no había mucho que hacer, puesto que llevaban demasiada carga y tripulantes. No podían superar en velocidad y maniobrabilidad al San Narciso.
Finalmente, ya de noche, los corsarios interceptaron al navío. El capitán inglés, consciente de que la situación estaba perdida y con el fin de salvar las vidas de sus hombres y su nave, arregló su uniforme, alineó sus insignias y, con toda la pompa y circunstancia propias de su cargo y nacionalidad, entregó su embarcación sin oponer resistencia.
Los tripulantes del San Narciso lo llenaron con todo lo que pudieron encontrar de valor: telas, joyas, mercancías y hasta un menaje completo de casa. Permitieron que los ingleses continuaran su camino con lo poco que les quedó a bordo pero vivos. No había entre ellos nadie que mereciera ser llevado por los piratas en espera de algún rescate o que fuera de interés para sus superiores españoles.
A la mañana siguiente, después de una merecida celebración doble, se inició el recuento de lo robado. Uno a uno, los baúles fueron abiertos: algunos contenían ropa y unas cuantas joyas, candelabros y vajillas, cubiertos de plata. El contenido de uno de los baúles decepcionó profundamente a los piratas, ya que únicamente tenía papeles y cartas enviados desde distintos puntos de Inglaterra en su interior. Estaban a punto de arrojarlo al mar cuando el capitán los detuvo en seco. Sabía que, con toda seguridad, los españoles se interesarían por la correspondencia. O al menos que el hecho de entregarla a las autoridades españolas serviría para demostrar que eran tomadas en cuenta y lo útil que resultaba tener buenas relaciones con los corsarios. Sobre todo a la luz de los momentos difíciles que se vivían.
Algunos días después, el San Narciso atracó en el puerto de Coro. Allí, el capitán hizo entrega de las cartas y documentos a Hernando Miyares, militar español a cargo del puerto. Miyares y sus hombres hicieron un escrutinio exhaustivo de los papeles hallados en el bergantín inglés. Leyeron cada una de las misivas con atención pero, para su desgracia, todas estaban escritas en idioma inglés y sólo alcanzaban a comprender lo más general. Nada fuera de lo rutinario, a excepción de una carta, escrita en español, remitida desde Londres y cuyo supuesto destino final era Caracas.
Miyares envió una copia de la carta, explicando su origen, la naturaleza de los destinatarios y la forma en que llegó a sus manos, al virrey de la Nueva España:
Excelentísimo Señor
El corsario particular San Narciso tuvo la fortuna de interceptar a ultimo del mes de diciembre próximo pasado la correspondencia que un bergantín procedente de Londres conducía para varios individuos de la Provincia insurgente de Caracas; y entre los papeles importantes que ella contiene, se halla uno, que persuadido de que su conocimiento puede ser seguramente en las actuales circunstancias de algún interés a Vuestra Excelencia, acompaño en copia a fin de que Vuestra Excelencia haga de él el uso que estime conveniente.
Nuestro Señor guarde a Vuestra Excelencia muchos años. Coro, 18 de enero de 18121.
La carta que Miyares copió y envió a la máxima instancia de autoridad de la Nueva España estaba fechada en Londres el 28 de octubre de 1811. Había sido escrita por Carlos Alvear, renombrado general argentino, amigo de José de San Martín, líder de la revuelta armada en Argentina, comandante del ejército que forzaría la capitulación de los españoles en Montevideo en 1814 y que se convertiría en héroe de la batalla de Ituazingó en 1827. A sus escasos 22 años Alvear había tejido ya, desde la capital del Reino Unido, una serie de conexiones y alianzas que le permitían estar al tanto de los sucesos en América y servir de enlace entre los insurgentes ubicados en distintos puntos, desde Cádiz y Londres hasta Caracas y Buenos Aires. La misiva iba dirigida a Rafael Mérida, residente de Caracas. Mérida se desempeñaba desde 1810 como escribano de cámara interino de la Real Audiencia de la ciudad de Caracas, cargo que ya había ostentado a finales del siglo XVIII pero que le fue retirado por orden del gobernador Carbonell hacia 1798. Mérida, algunos años más tarde, se pronunciaría en diversas ocasiones contra Simón Bolívar mediante artículos en la prensa y un libro, titulado Nuevos torpes atentados del dictador destructor Simón Bolívar2.
¿Qué interés podía tener el virrey de la Nueva España en una carta escrita por un ex miembro del ejército español dirigida a un funcionario de Caracas?
La Nueva España se hallaba también inmersa en el espíritu revolucionario. A pesar de que algunos meses antes Miguel Hidalgo e Ignacio Allende, principales líderes de la revuelta armada, habían sido capturados y ejecutados, la insurrección contra el “mal gobierno” continuaba bajo el mando de Ignacio Rayón y del cura José María Morelos. Con el paso del tiempo, mayores sectores de las clases medias se identificaron y unieron al movimiento insurgente y empezaron a actuar divulgando las ideas de la revolución. Entre ellos encontramos abogados, escritores, predicadores, antiguos miembros de la burocracia virreinal. Todos estos nuevos elementos intelectuales de la insurgencia fueron bien vistos por los combatientes al grado que, “Morelos, ilusionado con sus ‘luces’, los protege y, muy pronto, alternando con los caudillos populares, figuran otros elementos sociales más hábiles con la pluma que con el sable: los letrados criollos”3. La carta de Alvear ponía al descubierto su intención de regresar a Buenos Aires -lo cual, junto con San Martín, lograría en 1812- así como la enorme red de intercambio de ideas e información que se había gestado en torno a las logias masónicas fundadas por los libertarios en el exilio en Londres y sus cofrades en Cádiz, España y en los Estados Unidos:
España esta dando ya las ultimas boqueadas: todo sigue en el mismo desorden en que Vuestra Merced lo dejo. Aqui he establecido una Logia para servir de comunicación con Cadiz y Philadelphia, como tambien para que encuentren abrigo los hermanos que escapan de Cadiz. [...] Si Vuestra Merced no puede comunicarme lo que ocurra directamente a Buenos Ayres, puede hacerlo por la via de Londres, remitiendoselo al Hermano Lopez Mendez, diputado de esa capital, que creo probablemente quedara de presidente de esta sociedad4.
Respecto a la instalación de la nueva logia en Londres, nombra tanto a los fundadores -Servando Teresa de Mier, José de San Martín, José Matías Zapiola, los Chilavert y él mismo- así como a los iniciados en ella e incluso a aquellos que fueron invitados a iniciarse, pero que se rehusaron “por temor de los despotas españoles.” La lista de nombres y nacionalidades es extensa: los hay naturales de los actuales Guatemala, Cuba, Venezuela, Argentina, Colombia y México. Entre los iniciados originarios de México encontramos a Miguel Santa María -el diplomático que en 1836 firmaría el tratado de paz y amistad entre México y España - a Vicente Acuña - deportado de Nueva España en 1809 por ser partidario de Iturrigaray-, a José Herrera, Joaquín Lacarrera y al Marqués del Apartado. Aquellos que se negaron a ser iniciados -y que por ello no podían ser “admitidos en ninguna Sociedad de Caballeros Racionales”- fueron Andrés Savaniego, diputado suplente de la Nueva España, y Joaquín Obregón, director de la Lotería de la Ciudad de México5.
A mediados de 1812, y ya en territorio de la Nueva España, el mencionado Vicente Acuña fue capturado y trasladado al fuerte de Perote, acusado junto con otros militares y civiles de conspirar contra el gobierno y tener planes de atacar y tomar el fuerte. La captura se llevó a cabo gracias al informe de un artillero, Cleto Alcántara, quien dio aviso a las autoridades de las intenciones de los conspiradores. Acuña y los demás fueron sentenciados a ser fusilados. Antes de ser llevada a cabo la sentencia, Acuña, apodado “tacones” por sus compañeros de causa, reveló la existencia de juntas masónicas en las que los partidarios de la independencia discutían sus planes contra las autoridades españolas y que conocía “hermanos” tanto en Cádiz como en la Habana y Veracruz. Tal logia había sido instalada en Jalapa a imagen y semejanza de la Sociedad de Caballeros Racionales de Mier y compañía y estaba compuesta por unos cincuenta individuos -muchos de los cuales eran conocidos únicamente por su oficio y no por nombre- y era presidida por un canónigo de la catedral de Guadalajara, Capellán de Honor de su Majestad en esa ciudad, Ramón Cardeña y Gallardo, quien también fue procesado por el Santo Oficio e incluso fue compañero de prisión de Mier entre los años 1817 y 18206.
Sin embargo, existe un testimonio respecto a otra logia, muy diferente a la mencionada arriba en cuanto a miembros y objetivos, también instalada en Veracruz. A finales de abril de 1816, Francisco Vicente Pérez Durán, español originario de Tenerife, acusó ante el Santo Oficio a Gonzalo de Ulloa, también español y teniente de fragata de la Real Armada, de ser masón y de asegurar que en Veracruz existía una logia, por lo que Pérez Durán infirió que existían otros sujetos que profesaban “aquella secta”. Pérez Durán había residido en los Estados Unidos, donde tuvo conocimiento de las señales mediante las cuales se reconocían los masones, mismas a las que Ulloa había correspondido. Lo interesante del caso es que Ulloa no era partidario de los insurgentes. Por el contrario, de acuerdo con el escueto testimonio de Pérez Durán, el teniente era un hombre de reconocido “patriotismo, lealtad y rechazo por la insurrección”, que incluso se había “batido contra los rebeldes en los alrededores de Veracruz” y que, por si esto fuera poco, era un hombre de “celo y ortodoxia católica”7. Como en casos anteriores, el expediente termina aquí. No se sabe si Ulloa fue llamado ante los inquisidores ni si Pérez Durán amplió en algún momento sus declaraciones. ¿Sería posible que Ulloa, un militar leal al Rey, hubiera sido compañero de logia de los insurrectos? O, por el contrario, ¿se había establecido en Veracruz una logia de militares españoles? Existe la posibilidad de que esta logia de militares peninsulares - que según algunos masones llevaba por nombre “Amigos Reunidos no. 8”- fue precursora de aquella que, de acuerdo con los testimonios de Mora, Alamán y Arrangoiz, se estableció hacia 1818 en la Ciudad de México, en el número 20 de la calle del Coliseo, que ostentaba el nombre de “Arquitectura Moral” y cuya afiliación estaba limitada a los españoles oficiales del ejército y la armada8. Debido a la falta de evidencia documental, nunca lo sabremos con precisión.
Tal actividad masónica en las posesiones americanas no podía pasar desapercibida por las autoridades españolas. Casi coincidentemente con la captura de la misiva de Alvear, el Consejo de Regencia de España e Indias promulgó una Real Cédula el 19 de enero de 1812 que reforzaba y ampliaba otra de 1751 en la que se detallan las acciones a tomar cuando las autoridades aprehendiesen a algún masón. Para empezar, se ordenaba la derogación de cualquier fuero, incluido el militar, al que el reo pudiera apelar para evitar la acción de la justicia y se daban instrucciones para confiscar todos los bienes del arrestado, haciendo particular hincapié en lo que a documentos, libros, cartas y demás papeles se refiere.
Además se daba un incentivo económico en caso de que alguien descubriera a un masón entre sus compañeros de trabajo -incluidos militares y religiosos- puesto que se destinaría la mitad del sueldo del acusado en favor del acusador mientras duraran las diligencias. En caso de que el masón fuese originario de España o las Américas, además de privársele de fueros, empleo, títulos, u otras distinciones, se le remitiría a España bajo partida de registro. En caso de ser extranjero, aunado a todo lo anterior, se le confiscarían todos sus bienes en beneficio de la Corona y se le desterraría para siempre de los dominios españoles. Sin embargo, se otorgaba a los masones una salida para evitar ser arrestados, misma que, sorprendentemente, no hace mención de algún tipo de amnistía en caso de denunciarse espontáneamente a sí mismos, como sucedía antes. Se conminaba a los que tuvieron en su poder objetos masónicos, fueran ellos mismos masones o no:
[...] reflexionando que por el abuso que ha habido en lo pasado, se encontraran al tiempo de la publicación de esta mi Real disposición libros, papeles, ya sean impresos o manuscritos, vestidos, insignias, instrumentos o qualesquiera otra especie de utensilios de los que sirven al uso de la secta Masónica, deberán consumirlos inmediatamente los que los tengan; en el concepto de que siendo hallados en su poder, servirán de un comprobante del cuerpo del delito y de su adhesión á la misma secta para que únicamente pueden servir9.
La cédula fue recibida en la Nueva España en septiembre de 1812. El 27 de octubre de ese mismo año, el virrey Venegas emitió un bando en el que se daba a conocer la cédula in extenso junto con la mencionada de 175110.
El tenor de ambas cédulas es similar; sin embargo, la de Fernando VII contiene un llamamiento a la jerarquía eclesiástica que no aparece en la de Fernando VI. De hecho en esta última el encargo de vigilar y castigar a los masones se hace únicamente a las autoridades civiles: intendentes, corregidores, capitanes generales, gobernadores, etc11. En cambio, en 1812, escribía Fernando VII:
Y ruego y encargo a los M.R. Arzobispos, y R. Obispos, procuren, en exercicio de su pastoral ministerio, por sí y por medio de los Predicadores y Confesores, impedir la propagacion y curso de una secta prohibida por los sumos pontífices, y que se presenta tanto mas perjudicial, quanto es mayor el secreto con que procuran cautelarse sus sectarios12.
El involucramiento eclesiástico en el combate a la masonería se ilustra con un documento de 1815. En ese año la recién restablecida Inquisición, a través del Inquisidor General de España, Francisco Xavier Mier y Campillo, expidió un decreto válido para todos los territorios españoles. En un tono más conciliador, exhortaba a todos aquellos “que tuvieron la desgracia de alistarse en las asociaciones masónicas” a presentarse ante los tribunales del Santo Oficio, sus comisarios o ministros para ser amnistiados, según el acuerdo firmado por el rey y el Consejo de la Inquisición, antes de la “próxima pascua de Pentecostés” con el fin de evitar poner al Santo Oficio en la “sensible necesidad de acudir al castigo y al rigor”13.
¿A qué podría deberse este extemporáneo interés por involucrar al clero en el combate a la masonería? Una línea de investigación que ameritaría una obra mucho más extensa y exclusivamente dedicada al tema, podría ser la creciente participación - real o no- del clero en las actividades masónicas. Algunos de los extranjeros acusados de ser masones ante la inquisición novohispana hacen mención de clérigos involucrados en la masonería fuera de los territorios españoles, a excepción de Pedro Burdalés -francés avecindado en la Ciudad de México- quien en repetidas ocasiones afirmó, según los testigos presentados ante el Santo Oficio, que el entonces Arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro, era masón y que estaba preparando “la más oculta de sus salas de palacio” para instalar ahí una logia14. Gérard Gayot ofrece estadísticas sobre las distintas ocupaciones de los masones adscritos en las logias de las localidades francesas de Charleville, Meziéres, Rethel y Sedán entre los años 1774 y 1788. En promedio, en ninguna de ellas había más de un diez por ciento de clérigos15. En la Nueva España los únicos casos documentados de religiosos vinculados con la masonería son el de Ramón Cardeña, el de fray Servando Teresa de Mier -de los que me ocuparé en las páginas siguientes- y el de un clérigo de Otumba, en el actual estado mexicano de Hidalgo16, en cuyo proceso los cargos por francmasonería se pierden entre los de solicitante y judaizante.
Creo que es necesario aclarar algunos puntos antes de abordar el caso de Servando Teresa de Mier. Tradicionalmente la historiografía relativa al inicio de las actividades masónicas en México pasa por alto el periodo anterior a la supuesta iniciación de Miguel Hidalgo en 1806, al grado de menospreciar la evidencia documental -principalmente emanada de la Inquisición- de casos anteriores, algunos de ellos tratados en el presente trabajo. Mucho se ha especulado también sobre las actividades masónicas en territorio novohispano y su papel en la insurrección contra el dominio español. Mora, Alamán y Arrangoiz atribuyen al oidor Felipe Martínez de Aragón el haber organizado a los masones en torno a las logias del rito escocés, supuestamente fundado en México en 1813 con el objeto de defender el orden propuesto por la Constitución de Cádiz17. Sin embargo, como veremos en las siguientes páginas, el parte aguas de las sospechas contra masones por propagar ideas contrarias al Estado es anterior a los casos de Miguel Hidalgo, de Servando Teresa de Mier y a las logias del siglo XIX.
Es necesario retroceder un poco en el tiempo para comprender cabalmente las preocupaciones del Estado respecto a la masonería y sobre qué estaban fundamentadas. Si la Iglesia desconfiaba de la masonería por su apertura religiosa, por hermanar a católicos con protestantes y judíos y por proponer un relativismo religioso en el que la creencia en un ser supremo era la premisa fundamental, independientemente de la forma que adoptara el culto hacia él, los estados europeos recelaban de la masonería por propagar un nuevo tipo de sociabilidad en el que las jerarquías sociales se diluían y donde la convivencia entre los miembros, de muy distintas clases y grupos sociales, se basaba sobre principios que podríamos calificar de democráticos debido a la igualdad de oportunidades de participación. En otras palabras, la masonería proponía igualdad entre sus miembros, tanto en derechos y obligaciones como en participación al interior de la logia; esto es, todos los miembros podían ocupar los diferentes cargos masónicos -siempre y cuando cumplieran con los requisitos de grado- y votar por aquellos que los ocuparían indistintamente de su condición social, religiosa e incluso, como fue el caso de algunas logias francesas, racial.
Todo esto nunca significó que no existiera una estructura jerárquica clara al interior de la logia ni que fuera un impedimento para que la aristocracia se hiciera poco a poco de los puestos más elevados de la masonería. Así como en Inglaterra el grado de Gran Maestro de la Logia de Londres ha sido ocupado históricamente por el Príncipe de Gales o por algún noble del más alto rango, en Francia, los Países Bajos, Prusia, Rusia y Escandinavia las casas reales tuvieron -y en algunos casos tienen- un papel dominante al interior de sus masonerías nacionales. Irónicamente, como bien lo ha apuntado Margaret Jacob, “las logias reflejaban el antiguo orden al tiempo que creaban una forma de sociedad civil que terminaría por reemplazarlo”18.
Claro está que tal participación de la alta nobleza en el seno de las logias fue relativamente tardía. En caso contrario, los estados jamás se hubieran preocupado por las actividades de la masonería ya que hubieran estado avaladas por quienes detentaban el poder. Además, la presencia de la aristocracia se limitó a ciertas logias, por lo que no podemos hablar de que la masonería haya sido un fenómeno que involucró únicamente a los estratos más altos de la sociedad. De los cientos de logias que se fundaron a lo largo y ancho de Europa durante el siglo XVIII19, la gran mayoría estaban formadas por hombres de diversas profesiones y clases sociales. De acuerdo con datos aportados por Gérard Gayot, basado en archivos de logias del departamento de las Ardenas, había siete “profesiones” o grupos económicos predominantes entre los masones de esa región francesa en el último tercio del siglo XVIII: profesionistas liberales, negociantes, mercaderes, burócratas, nobles, clérigos y militares. Claro que en cada logia existía un grupo económico que destacaba sobre los demás. Por ejemplo, mientras que en la logia Les Fréres discrets de Charleville en 1779 existía una proporción casi igual para cada métier, ese mismo año la logia L’Union parfaite du Corps du génie instalada en Meziéres presentaba un 50 % de burócratas, un 40 % de militares y apenas un 10 % de profesionistas -en contraste con el año de 1774 en el que estaba formada en un 90 % por militares- y la logia Les Amis réunis de Sedán estaba compuesta casi en un 70 % por negociantes20.
Esta fue la nueva sociabilidad que preocupó a los estados europeos. Hago énfasis en llamar a los estados en plural puesto que el fenómeno masónico trascendió rápidamente las fronteras nacionales y llamó la atención de los distintos gobiernos, que reaccionaron prohibiendo la masonería en sus territorios. De hecho, los recientes acercamientos historiográficos al fenómeno masónico -como por ejemplo el de Margaret Jacob o el de Pierre Yves Beaurepaire- proponen que la masonería se estudie como uno de tantos elementos de la “cultura europea que en momentos trascendieron las fronteras nacionales y al que se debe acercar desde una perspectiva internacional”21 mas no en el sentido de “historias nacionales yuxtapuestas” sino de “un estudio de tres siglos de relaciones e intercambios, de conflictos y construcciones, en el espacio europeo”22.
Aprovecho igualmente este paréntesis para complementar el marco histórico de la presente investigación. A pesar de los esfuerzos por mostrar un panorama homogéneo de la masonería europea, es decir, de su influencia y presencia en todo el continente, es evidente que los dos ejes principales de este trabajo no encajan en el esquema de Beaurepaire -al menos en lo que al siglo XVIII se refiere- ni en el de Jacob, dedicado exclusivamente a la Europa de la Ilustración. La razón es en apariencia sencilla: la presencia masónica en España y en Nueva España fue tardía y en un principio no se dio de forma organizada alrededor de logias, sino de individuos, principalmente extranjeros, que por otros motivos se hallaban en los dominios españoles. Pero ello no significó que no recibieran la atención del Estado español ni que sus ideas “subversivas” pasaran del todo desapercibidas, sobre todo a la luz de un hecho fundamental que cimbró los cimientos del absolutismo y cuestionó las bases sobre las que se habían edificado no sólo las monarquías sino las estructuras sociales y de gobierno establecidas a lo largo de muchos siglos. Es por ello que, contra lo expresado por otros investigadores de la masonería en México, mi hipótesis gira alrededor de que en el caso novohispano la piedra angular de las acusaciones contra masones por ideas contrarias al Estado es anterior al proceso de la Revolución de Independencia. De hecho, al igual que en Europa, tiene que ver con otra revolución: la francesa.
Pocos acontecimientos históricos han afectado tanto al Estado y a la Iglesia como la revolución de julio de 1789. Las voces contrarrevolucionarias, provenientes en su mayoría de parte de la Iglesia, lamentaban el trastrocamiento de los tres órdenes que habían mantenido el tejido social en Francia durante varios siglos. Especialmente parecía imposible que el tercer orden -aquel formado por los nacidos para obedecer y procurar a los otros dos- haya podido, mediante el uso de la violencia, romper el binomio Iglesia-Estado. El abate Augustin Barruel -reconocido como el principal propagador de la idea de la conspiración masónica- representó la postura contrarrevolucionaria más radical que defendía el derecho de los monarcas no sólo de reinar sobre aquellos que naturalmente debían obedecerlo, sino de proteger y defender la única religión verdadera y divina, el catolicismo, contra cualquier forma de herejía, puesto que únicamente y exclusivamente de esa “religión verdadera” emanaba el poder real. Según Barruel “Toda autoridad viene, esencialmente, únicamente, inmediatamente de Dios. ¿Que en nuestra teoría el rey se convierte en un Dios? ¡Cuánto mejor!”23
De hecho las ideas de Barruel han marcado a cierta parte de la historiografía relativa a la participación masónica en la Revolución Francesa. A finales del siglo XIX Augustin Cochin, historiador francés católico simpatizante de las ideas de Émile Durkheim, transformó la teoría conspiratoria de Barruel en la idea de una “maquinaria ideológica” masónica donde los consensos se producían “mediante discusiones entre iguales sin un referente a situaciones reales, dedicadas únicamente a vislumbrar las relaciones de ciertos individuos con un conjunto de metas preestablecidas.” Casi un siglo después, François Furet interpretó la definición dada por Cochin de la masonería como la metáfora de un grupo antidemocrático, una especie de “partido político que reclamaba ser la personificación de sociedad y Estado, que se habían hecho uno y lo mismo”, en el que las logias y sus miembros se habían erigido en los sujetos que llenaban el hueco entre poder filosófico y poder político24. En contraposición a Cochin y Furet, Ran Halévi propone una visión de las logias como enclaves absolutamente democráticos aunque en la forma de una “imagen congelada en el tiempo” y con “poco interés por el discurso y las prácticas masónicas”25. Para Daniel Roche las logias no difieren mucho de las academias y clubes que se popularizaron en la Francia de la Ilustración: “hombres reunidos, discutiendo, dando discursos, buscando auto superación y cosas por el estilo”, pero enfatizando que las principales diferencias entre otras asociaciones y la masonería eran la pluralidad de sus miembros -en el sentido de origen y condición social- y el hecho de que esta última estaba proscrita por la Iglesia y el Estado26. En otra línea de pensamiento, Pierre Chaunu ha equiparado a masones y jacobinos con el “mito de la equidad revolucionaria” y con la “justificación de las aspiraciones de Venganza que anunciaron lo peor: Marat, Robespierre, Lenin, Pol Pot”, reduciendo a la Ilustración a un término que ha servido para encasillar a filósofos tan dispares como Voltaire y Babeuf, cuyo único punto de unión fue “ser masones” y, por ende, haberse inscrito en una ideología “igualitaria, comunitaria y de libertarismo anárquico”27. En un tenor un poco menos fatalista, Reinhart Koselleck considera que el “misterio” de la masonería no fue sino una forma de “unir al mundo burgués” bajo un manto de secreto con el fin de convertirse en un “frente intelectual que cercenó el mundo de los Estados Absolutistas”. Este “plan secreto de para abolir el Estado” se derivó del convencimiento que tenían los masones de que sus ideales de educación, fraternidad y virtud moral -emanada secular y no religiosamente- eran condiciones necesarias para el progreso a escala política que, sin embargo, resultaron ser “un camino a la dictadura” de las élites burguesas. Koselleck afirma lo anterior con las consecuencias de la Revolución Francesa en mente aunque, en mi opinión, confundiendo -o al menos no haciendo una clara diferenciación- a los Illuminati bávaros -radicalizados políticamente- con los masones, puesto que considera a los primeros como la consecuencia lógica de los segundos, es decir, el paso del activismo social al político28.
Tratar de hacer un seguimiento puntual de los enfrentamientos entre la cultura política y social de la masonería con los ideales absolutistas del siglo XVIII desbordaría por completo los límites impuestos al presente trabajo. Sin embargo, creo pertinente hacer una breve panorámica del estado que guardaba el pensamiento político en la Nueva España en el periodo estudiado con el fin de dejar aún más claros los puntos de desencuentro entre los masones y las autoridades civiles y eclesiásticas, así como para esclarecer por qué el Santo Oficio se ocupó también de perseguir ideas contrarias al Estado y no solamente cuestiones de religión.
En la Nueva España se reflejó la preocupación de la monarquía española, compartida por las demás monarquías europeas, de permitir que ciertas ideas subversivas pudieran poner en peligro la estabilidad política y religiosa, como había sucedido en la vecina Francia. Pero, ¿qué debemos entender por subversivas? Antes de demostrarlas en la práctica, apoyado en las acusaciones ante la Inquisición y el dicho de acusados y testigos, habría que empezar por definir qué se consideraba como correcto u ortodoxo en el plano político de la época, concretamente en la Nueva España.
Desde mediados del siglo XVIII numerosos pensadores novohispanos se preocuparon por esclarecer el origen de la autoridad civil. Lejos habían quedado los tiempos en que toda discusión al respecto se zanjaba argumentando que el poder de los reyes emanaba única e incontestablemente de Dios y que la Iglesia, única institución con la facultad de interpretar y difundir el mandato divino, era el instrumento mediante el cual la divinidad legitimaba al poder temporal. A partir del creciente influjo secularizador del absolutismo y la Ilustración, la teoría política proveniente del clero intentó renovarse apoyada incluso en ideas que no le eran del todo favorables. Tal fue el caso del jesuita novohispano Francisco Javier Alegre, quien argumentó en su obra Institutiones Theologicae que la libertad natural del hombre no puede ser disminuida sin su consentimiento y, siguiendo a Hugo Grocio, que la sociedad no se originó de la voluntad divina sino de la humana, sobre la base de la ventaja que proporciona el vivir en sociedad. En una aproximación al pensamiento de Locke y Rousseau, afirma que “todo imperio, de cualquier especie que sea, tuvo su origen en una convención o pacto entre los hombres”29. Sin embargo, no niega del todo la intervención divina en la potestad humana pero matiza diciendo que “no es necesario que Dios inmediatamente elija rey a éste o le confiera la jurisdicción, ya que bien puede conferírsela por medio de los hombres”30. En otras palabras, si bien han sido los hombres quienes han decidido por conveniencia propia vivir en sociedad y establecer un pacto que regule sus relaciones, es Dios quien finalmente transfiere la autoridad por medio de ellos al monarca. Claro está que las teorías de Alegre no reflejan en su totalidad la línea de pensamiento del clero y los juristas novohispanos, quienes intentaban hallar un punto de legitimación en el que los derechos reales y religiosos se apoyaran mutuamente ante la creciente secularización del absolutismo, discusión que por cierto se había renovado en Francia casi simultáneamente que en España y Nueva España31. El caso español fue incluso más particular, ya que la figura del Real Patronato daba a la Corona el control de facto sobre los asuntos eclesiásticos en América, por lo que podríamos decir que los teóricos políticos que intentaban resaltar la importancia y la indivisibilidad del binomio Iglesia-Estado lo hacían a contracorriente y optaron por aceptar la subordinación de la autoridad eclesiástica a la civil, apoyándola incondicionalmente.
En este tenor se hallaba la postura política del influyente Francisco Antonio Lorenzana, arzobispo de México entre 1766 y 1772, para quien las dos únicas autoridades absolutas dentro de la sociedad eran la Iglesia y la Corona, ambas emanadas de Dios y que debían ser obedecidas sin discusión alguna, pero aceptando que existía una separación tácita entre ambas esferas puesto que “la primera tiene por fin la salvación de las almas, y la segunda la paz y quietud, vida civil y temporal de los súbditos”, aunque en la práctica favoreció la intervención estatal en los asuntos de la Iglesia, como quedó demostrado con su defensa de la expulsión de los jesuitas en 1767.
Al respecto y temiendo, al igual que el virrey De Croix, levantamientos populares en protesta por la expulsión de la Compañía de Jesús, escribió: “de una vez deben saber los súbditos del gran monarca que nacieron para callar y obedecer y no para opinar en los altos asuntos del gobierno”. Lorenzana se apoyó en pasajes de las Escrituras para fundamentar la subordinación de todas las esferas, incluida la eclesiástica, al poder de los reyes, concluyendo que “la monarquía es el gobierno más semejante al celestial”.
Francisco Fabián y Fuero, obispo de Puebla y contemporáneo de Lorenzana, y Alonso Núñez de Haro, sucesor de éste en el arzobispado de México y efímero virrey de la Nueva España, intentaron fundamentar sus ideas políticas, afines igualmente al absolutismo, en el pensamiento de Tomás de Aquino y en las Escrituras con el afán de resolver el dilema fundamental del origen de la autoridad y de zanjar los problemas de la relación Iglesia- Estado. Para Fabián y Fuero, el hombre, que no puede vivir aislado y por ende busca una convivencia social, no depende de su libre determinación para vivir en sociedad ya que para ello debe acatar el derecho natural, la voluntad divina. En consecuencia, la autoridad tiene un origen divino, es una cabeza que vela por el bien común por encima del natural egoísmo de los hombres, a la cual se deben subordinar éstos sin cuestionamiento alguno. Esta subordinación a la autoridad emanada de Dios se da en dos formas: además de ser una virtud cívica del derecho natural es también una virtud cristiana de acuerdo con los preceptos y enseñanzas, expresas y reveladas, de Dios. De esta forma, el culto religioso y la observancia de los preceptos de la Iglesia son necesarios para alcanzar “el sosiego y la paz interior de la República.” Y va todavía más lejos en su argumento sobre la idea de indivisibilidad entre Iglesia y Estado, afirmando que “la Iglesia está en el Estado para conservarse pacífica y defendida [...] pero al mismo tiempo el Estado está en la Iglesia para lograr la vida inmortal sabiéndose eternamente salvado con su Príncipe por la dirección y magisterio de Dios y de su sumo Vicario”32.
Así, Iglesia y Estado, eternamente imbricados, son las instituciones emanadas de Dios encargadas de procurar la felicidad del hombre en sus dos vertientes de ciudadano y cristiano. El arzobispo Alonso Núñez de Haro añadió un nuevo argumento al asegurar que Dios otorgó la potestad suprema al monarca, quien hace las veces de Dios en la tierra y, así como “ninguna doctrina puede cambiar la obligación que tenemos de amar y obedecer los mandamientos de Dios”, tampoco existe otra doctrina que modifique los “derechos, regalías y autoridad del soberano”33. Siguiendo de cerca a Lorenzana y Fabián, Núñez de Haro se inclina por la defensa del orden jerárquico natural reflejado en la sociedad, aquel “perpetuo e invariable orden” de origen divino en el que “las creaturas menos nobles se ordenan a las más nobles, y todas juntas, al bien del universo.” El pináculo de ese orden divino es en consecuencia el rey e ir contra él significaría, necesariamente, ir contra el orden natural del universo y en caer en el anatema de la Iglesia.
Evidentemente, la Revolución Francesa trastocó este orden político, social y religioso y alimentó el miedo de las autoridades civiles y eclesiásticas novohispanas de que cundiera el mal ejemplo. Por ello se multiplicaron los sermones, cartas pastorales y demás escritos destinados a anatemizar la rebelión y a “confirmar los pueblos de nuestra América en la fidelidad y obediencia a su legítimo soberano, apartándolos del detestable crimen de la desobediencia y la rebelión”34, mismos que se incrementaron en frecuencia y ardor tras la decapitación de Luis XVI y la difusión de impresos en la capital del Virreinato elogiando la Revolución35. Algunos franceses avecindados en Nueva España se mostraron partidarios del nuevo régimen y de las acciones revolucionarias. A pesar del peligro que entrañaba, se manifestaron en repetidas ocasiones a favor de los cambios políticos y sociales que acarreó la Revolución, elogiando el nuevo sistema de gobierno y añorando las libertades que suponían se gozaban en su tierra natal. Uno de esos franceses fue Juan Lausel, presentado ante el Santo Oficio de la Nueva España por proposiciones contrarias a la religión, al Estado y por francmasón. Durante sus interrogatorios en las cárceles secretas de la Inquisición, expresó los sentimientos no sólo propios sino de buena parte de sus compatriotas residentes en México respecto a los cambios políticos y sociales introducidos en Francia a raíz del derrocamiento de la monarquía. Además de haber dicho en numerosas ocasiones y frente a varios testigos que Luis XVI era un “borracho” y su esposa una “puta”, Lausel y sus camaradas aprobaban el nuevo sistema de gobierno instaurado tras la muerte del rey y elogiaban las libertades con las que se podía vivir y trabajar en Francia, con la esperanza de que algún día los españoles siguieran el ejemplo de los franceses, “restauradores de la libertad del hombre”, y derrocaran a los Borbones36. Uno de los testigos, el platero español Antonio Recarey, en conversación sostenida con Lausel intentó hacerle ver el error en el que incurría con argumentos muy similares a los expuestos por Lorenzana, Fabián y Fuero y Núñez de Haro: “los reyes están puestos por Dios, no a los hombres sino a Dios le toca juzgarlos y a los vasallos corresponde obedecer y callar”37. Estos argumentos encontrados nos dan cuenta del infranqueable abismo entre dos visiones del mundo, contradictorias e irreconciliables, mismas que tienen que ver más con cuestiones de asimilación de los cambios por los que atravesaba la política, la religión y la sociedad de fines del siglo XVIII que con una cuestión generacional, puesto que tanto Recarey como Lausel tenían la misma edad y habían nacido y vivido en Europa. La diferencia en los ritmos de aceptación o resistencia a esos cambios tampoco pueden explicarse en función de la nacionalidad; en mi opinión tienen su base en las diferentes experiencias, en las diferencias no del tiempo cronológico ni del espacio geográfico, sino del tiempo vivido, es decir, de las distintas formas que tenemos los humanos de interpretar y adaptarnos al mundo que nos rodea.
No solo Lausel expresó ideas contrarias al Estado y la monarquía. Otros de los franceses avecindados en Nueva España lo hicieron en diferentes formas y momentos aunque, claro está e insisto en el punto, todos fueron en momentos posteriores a la Revolución Francesa. Juan Domingo Durrey, uno de los conocidos de Lausel al que en su declaración involucra también como masón pero que no fue perseguido por este cargo por la Inquisición, fue procesado civilmente por “haberse excedido en la forma de expresarse de los reyes de Francia” a lo que su abogado contestó que “no era delito hablar de los reyes de Francia en América” y que, por ende, solicitaba su libertad inmediata38. Pedro Burdalés -a pesar de ser el único de los masones al que le fue requisado un juego de impresos satíricos contra la monarquía- no fue muy elocuente en materia política y sus declaraciones estaban mayormente orientadas a hacer una apología de la masonería. Sin embargo, no vaciló en mostrar su aprobación por la muerte de Luis XVI y el hecho de que haya sido “enterrado como un fasineroso” y por la muerte de numerosos clérigos en Francia, bajo el argumento de que si habían sido pasados por las armas fue por mantener su apoyo a la monarquía39. En diferente tenor están las declaraciones de otro masón vendedor itinerante denunciado por uno de sus colegas. En noviembre de 1816 se presentó a declarar ante el comisario del Santo Oficio de Zacatecas Juan Antonio Zarandona para denunciar a Juan José Martínez, español originario de Vigo, por una serie de declaraciones. Además de haber admitido ser masón, conocer a muchos masones importantes en Veracruz, la Habana, Tampico y Nueva Orleáns y defendido a la masonería en diversas conversaciones, dijo que la confesión no tenía valor alguno y que él no se había confesado hacía muchos años. Este mismo personaje, que se encontraba prófugo de la cárcel de Zacatecas, también había minimizado la importancia de asistir a misa, refutado la creencia en los santos y llamado “tontos” a los que practicaban el ayuno. Martínez, no contento con mostrar su desprecio por la religión y los religiosos al grado de lanzarles objetos cuando les veía pasar, cada vez que alguien mencionaba a Fernando VII no vacilaba en calificarlo de “pícaro, déspota, monstruo y puñetero que reinaba en sangre”, además de realizar una seña ofensiva con la mano al tiempo que decía “¡para joderlo!”40.
Todas estas expresiones de descontento contra la monarquía y el orden establecido, claro está, no eran privativas de los masones. Son el reflejo de un nuevo Zeitgeist que propone y asimila los cambios a un ritmo más acelerado que el establishment y que, necesariamente, tiene roces con él en todos los ámbitos. En este caso, el Zeitgeist de la Ilustración y la Revolución Francesa, asimilado y manifestado por gente de diversas procedencias, oficios y profesiones, vinculados a la masonería, se enfrenta a una estructura social y de gobierno que pretende afianzarse al poder y se muestra resistente -en el más amplio sentido de la palabra- a los cambios. Un ejemplo de la incertidumbre provocada por estos cambios y la necesidad de encontrar responsables se plasmó en un texto, editado originalmente en España y reimpreso en la Ciudad de México, que circuló en la Nueva España hacia el año de 1809. En él se afirma que los masones no fueron responsables únicamente de la Ilustración y la Revolución Francesa, sino también de la invasión napoleónica a España y demás países europeos, exponiendo al Emperador como un signo del fin de los tiempos. Según el autor, el presbítero español Simón López, Napoleón, “bestia horrenda de siete cabezas” y “leopardo del Apocalipsis”, fue la culminación de un proceso orquestado por los masones “para trastornar todos los gobiernos y aniquilar la Santa Iglesia Católica Romana” que inició con Oliver Cromwell, se perfeccionó con Cagliostro (el místico y alquimista italiano) y salió a la luz con la Revolución Francesa. Napoleón fue, según López, elegido por los masones debido a que era “jacobino, incrédulo, ateísta, intrépido, feroz, sanguinario y ambicioso” y su coronación como Emperador de Francia por parte del papa no tuvo otro propósito que “aparentar catolicismo y engañar a los extraños”41. Incluso en un panfleto posterior, editado en 1822, se insinúa veladamente que el triunfo del movimiento de independencia en México fue obra de los masones y se les ataca por ser una sociedad despótica que obedece ciegamente a sus líderes aun cuando éstos les ordenen “destronar a un príncipe o trastornar un Estado” en aras de un honor y una ciencia “mal entendidas y peor explicadas” que chocan de frente con un “sistema liberal como el nuestro”42.
Entre todos los casos analizados para el presente trabajo hay uno que destaca no solamente por la trascendencia del personaje al que atañe, una figura polémica que guarda un lugar muy importante en las historias oficiales y las historias de “bronce” mexicanas del movimiento de Independencia, sino porque ejemplifica a la perfección este choque de pensamientos al que me he referido en las páginas anteriores. Este personaje es el clérigo Servando Teresa de Mier.
Las actividades de Mier en oposición al orden establecido datan de aquel famoso sermón en el que negó las apariciones de la virgen de Guadalupe43, mismo que le ganó serios problemas con la Inquisición y con el arzobispo Núñez de Haro. En consecuencia, Mier fue encarcelado, embarcado fuera de la Nueva España y, tras varias fugas y aventuras novelescas, forzado a residir en Europa desde finales del siglo XVIII. Los detalles de su estancia y de su experiencia durante las guerras napoleónicas y la invasión de España, con el consecuente derrocamiento de Fernando VII y el intento de instaurar en el trono a José Bonaparte, sus actividades y escritos en favor de la independencia americana, su viaje de regreso a América para luchar por esta causa y su posterior captura y traslado a las cárceles secretas de la Inquisición serían demasiado extensos para relatar aquí y escaparían del objetivo principal de este trabajo. Sin embargo, no puedo dejar de hacer mención que los escritos de Mier, como Cartas de un americano o la Historia de la Revolución de Nueva España, redactadas durante su estancia en Londres bajo la atenta mirada del Foreign Office y en buena medida gracias a la información aportada por éste44, apoyando y elogiando la insurrección contra España, le ganaron notoriedad no sólo entre los círculos de insurgentes avecindados en Londres, Cádiz, los Estados Unidos y en las posesiones españolas en América, sino también entre las autoridades civiles y el reinstaurado tribunal de la fe.
Este último calificó las dos obras mencionadas, las Cartas y la Historia, como contrarios a “las supremas potestades de nuestros Augustos y Católicos Monarcas” y como textos llenos de “doctrinas falsas, exóticas, extravagantes eversivas de los legitimos de nuestro Soberano, factores y cospirantes a la revelion, escandalosas, ofensivas, destructoras de los verdaderos sentimientos de la piedad christiana y de la religiosa sumision y obediencia a las legitimas autoridades”45. Como consecuencia lógica, el autor de estas “execrables obras” debía ser juzgado por el Santo Oficio, bajo los cargos de “apóstata de su religión, por proposiciones y traidor al Rey”46. Al menos, estos eran los cargos bajo los que se abrió el expediente contra Mier en 1816, en el momento de ser capturado en Soto la Marina, ya en territorio de la Nueva España. Pero para 1817 se añadirían dos cargos más, sobre la base de declaraciones de testigos y otras informaciones sobre las actividades de Mier en el extranjero, entre ellas la carta que se menciona al principio de este artículo. Los dos nuevos cargos serían “herege” y “Fracmason”.
Mier relata en sus declaraciones al Santo Oficio que en Cádiz se habían establecido sociedades de americanos que discutían el estado de las cosas, tanto en España como en América, ante la ocupación napoleónica. En estas sociedades se esgrimían todo tipo de argumentos, desde los que defendían la idea de hacer a un lado definitivamente a los Borbones y elegir al Duque de Wellington como rey de España o que proponían ofrecer partes de los territorios americanos a las demás potencias europeas a cambio de ayuda contra los franceses, hasta los que preferían buscar una solución negociada con José Bonaparte. En este clima caótico, Carlos Alvear decidió formar su propia sociedad de americanos, la Sociedad de los Caballeros Racionales. El supuesto fin de esta sociedad, según relata Mier, era el de crear una junta de americanos que fuesen leales a España con el fin de trasladarse a América y continuar allí sus actividades ante el inminente triunfo de Napoleón. Al menos esto fue lo que le dijo el comerciante español que lo presentó ante dicha sociedad.
Mier aceptó la propuesta y se dispuso a pasar por la “purificación” que era exigida a todos los nuevos miembros. Tras la ceremonia de iniciación, que tuvo lugar en septiembre de 1811 y de la que me ocuparé en detalle en otra entrega, a Mier se le dijo que existían otras sociedades similares en las capitales americanas instituidas “por lo crítico de las circunstancias”. Mier continúa relatando a los inquisidores el desengaño que sufrió al enterarse que no había los buques prometidos para trasladarlos a América, que en tal sociedad no estaba la “flor de los americanos” y que no existían en el Nuevo Continente sociedades ni juntas similares.
Pero en su descargo dijo que al ser aceptado en ella, Alvear le dijo que no había allí nada “contra la Religion ni contra el Rey” ni contra la “moral”. Asimismo, Mier negó cualquier vínculo de la Sociedad de los Caballeros Racionales (a partir de ahora SCR) con la masonería, ya que él se hubiera negado a entrar en ella de haberse tratado de masones puesto que además de “tenerlo prohibido su Santidad” su “razon le convencia”, y que la SCR se trataba de una “sociedad de Patriotismo y
Beneficencia”47.
Según lo expresado por Luis Zalce en los Apuntes para la historia de la masonería en México, estos argumentos de Mier fueron una maniobra hábil para desviar la atención de sus captores y ocultar su pertenencia a la masonería48. Sin embargo, me parece que el argumento de Zalce a todas luces pretende vincular forzadamente a Mier con la masonería y es posible rebatirlo con una frase del mismo Mier, escrita con posterioridad a su entrada en la SCR, contenida en la Segunda carta de un americano a El Español, fechada en Londres en mayo de 1812. En ella, al relatar el estado de división entre los españoles y lamentar la falta de unidad ante el enemigo, aunque aceptando que la diversidad de partidos era fruto de la libertad, escribe:
Los pueblos en España levantaron sus juntas sobre los cadáveres de los antiguos gobernantes. Éstas, divididas entre sí, y en su seno mismo, sacrificaron a muchos del pueblo. [...] Durante la primera regencia todo fue una miseria; y ese Congreso de Cádiz lo es de mil partidos, incrédulos y fanáticos, liberales y antiliberales, sin contar los francmasones, en cuyos clubs, asistiendo embajadores extranjeros, se fraguan los decretos, se organiza el gobierno, y distribuyen los empleos de la monarquía. Con 500 duros se suscribió uno en la logia para enviar tropas a México, con tal que se quitase de La Habana al gobernador Someruelos. Le ha sucedido Apodaca, y a la llegada de éste, horcas y castillos de centenares, según las gacetas de Londres, a causa de una conspiración49.
Entonces, si en teoría la Sociedad de Caballeros Racionales no tenía nada que ver con la masonería, Mier no era partidario de ésta e incluso la critica-como se demuestra en el párrafo anterior- y ni en sus Memorias ni en sus textos recopilados después como Escritos inéditos hace la menor mención de ella, ¿a qué se debe que haya sido acusado de francmasón?
La respuesta la da el propio Mier en su relato ante los inquisidores. De acuerdo con lo que quedó plasmado en su expediente, Alvear partió para Londres en octubre de 1811. Después de quedar disuelta la SCR en Cádiz, Alvear intentó revivirla en Londres, donde también se encontraba ya Mier quien, violando el secreto impuesto durante la iniciación, habló de la sociedad con distintas personas. En consecuencia, fue “procesado” por los miembros de la SCR y sentenciado a escuchar una sesión completa de pie. Ante la afrenta, Mier decidió abandonar la SCR bajo la amenaza de que sería “sobrevigilado” por ésta. Para este momento, Alvear había ya escrito y despachado la carta que sería interceptada por el corsario San Narciso, dirigida a los insurgentes de Caracas. Esta carta llegó a manos del ministro Luis de Onís, quien “delató al Govierno de España la tal sociedad como de francmasones.” Esta confusión, a decir del propio Mier, se produjo debido a que “tal vez Alvear, que era Mason, escribió a sus Emisarios como Mason, pero la sociedad no lo era; y el [Mier] sabe que Alvear lo era, es porque el mismo se lo dijo”50.
Ramón Cardeña, el otro clérigo acusado de “masón” -y utilizo las comillas debido a que su caso es similar al de Mier y la “logia” de Jalapa era supuestamente una sucursal de la SCR- llevaba encerrado en las cárceles secretas de la Inquisición diecisiete meses cuando Mier llegó preso51. En parte del expediente de Cardeña, donde se le acusa de sedicioso y francmasón, se involucra a Mier como autor de un “manifiesto escrito en Londres en que se exortaba a los Americanos a su pretendida independencia”52, pero de la supuesta pertenencia de Mier a la masonería no se menciona ni una palabra. De hecho, Mier relata cómo mantenía comunicación con los demás reos a escondidas de los vigilantes. Pero con Cardeña nunca entró en contacto y únicamente lo menciona en función del tiempo que llevaba preso.
Ante la evidencia, es posible concluir que ni Mier ni Cardeña fueron masones y que si en sus respectivas acusaciones ante el Santo Oficio pendían cargos por serlo, esto fue obra de la confusión de la SCR con una logia masónica. Aunque, en honor a la verdad, los rituales de iniciación, los saludos secretos para el reconocimiento de sus miembros y su estructura son adaptaciones de los practicados en la masonería. El origen de la confusión entre logias masónicas y sociedades políticas como los “Guadalupes” o los Caballeros Racionales se debe en parte al informe enviado por el obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, al rey Fernando VII. En este documento, el obispo previene al Rey sobre la existencia de sectas secretas “de enemigos del Estado” que luchaban por la independencia de la Nueva España, al tiempo que afirmaba que en Veracruz, Jalapa y México se habían establecido logias masónicas. En palabras de Brian Hamnett, “es improbable que las sociedades descritas por Abad y Queipo hayan sido en realidad asociaciones de francmasonería” debido a que, ni siquiera en la península, existía todavía una organización masónica establecida53.
A pesar de que esta circunstancia lo aleja de los procesos presentados en esta investigación y de que las acusaciones en su contra por masón se diluyen en el expediente54, el caso de Mier merecía ser incluido en estas páginas por tres motivos. En primer lugar por ser el pináculo de las ideas contrarias al orden establecido en el periodo estudiado, en parte en el plano religioso pero sobre todo en el político. En segundo, porque la SCR resulta un ejemplo claro de la nueva sociabilidad y formas de agrupación que experimentaron, al igual que los masones en la Francia del siglo XVIII, ciertos individuos afines a la Ilustración quienes, por la misma estructura de los gobiernos del ancien régime, quedaban excluidos de una participación política más amplia. En este sentido, la SCR se acerca a la masonería por ser un foro de agrupación y expresión de ideas ilustradas. En tercer lugar, por haber sido Servando Teresa de Mier el último acusado de masón que saldría de las cárceles secretas de la Inquisición tras la supresión definitiva del tribunal en tierras novohispanas en el año de 1820.
Fuentes
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Indiferente de Guerra, vols. 22-29.
Infidencias, vols. 74 y 113.
Inquisición, vols. 1338, 1360, 1369, 1455, 1459, 1461 y 1463.
Judicial, vol. 17.
Reales Cédulas, vol. 206.
Impresas
De Mier, Servando Teresa. Escritos inéditos. México: El Colegio de México, 1944.
De Mier, Servando Teresa. Memorias. México: Porrúa, 1946.
De Mier, Servando Teresa. Cartas de un americano 1811-1812. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2003.
El francmasón descubierto o sea diálogo entre un payo y un estudiante. México: Herculana del Villar y socios, 1822.
Hernández y Dávalos, Juan E. Colección de documentos para la historia de la Guerra de Independencia de México. México: José Ma. Sandoval, 1882.
López, Simón. Despertador Christiano Político. México: Mariano de Zúñiga y Ontiveros, 1809.
Zalce y Rodríguez, Luis. Apuntes para la historia de la masonería en México. México: Talleres Tipográficos de la Penitenciaría del Distrito Federal, 1950.
Otras
Talavera, Juan Carlos. “Evocan a Teresa de Mier, el rebelde que negó el mito de la Guadalupana”. La Crónica (2013 [citado el 2 de agosto de 2016]): disponible en http://www.cronica.com.mx/notas/2013/790447.html
Bibliografía
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2
Blas Celli Bruni, Venezuela: Cinco Siglos de Imprenta (Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1998), 947.
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3
Luis Villoro, “La Revolución de Independencia”, en Historia General de México (México: El Colegio de México, 2002), 509.
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6
AGNM, Infidencias, vol. 113, exp. 1, f. 66; AGNM, Inquisición, vol. 1455, fs. 187-188; AGNM, Infidencias, vol. 74, f. 86; Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la Guerra de Independencia de México (México: José Ma. Sandoval, 1882), VI, 821-822; Luis Zalce y Rodríguez, Apuntes para la historia de la masonería en México (México: Talleres Tipográficos de la Penitenciaría del Distrito Federal, 1950), I, 27-29, 33-35
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29
Francisco Morales, Clero y política en México (1767-1834) (México: Secretaría de Educación Pública, 1975), 14.
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31
Para un panorama más amplio de los orígenes y alcances de la discusión sobre la obediencia al rey y la defensa del binomio trono-altar, iniciada en el siglo XVII por pensadores jansenistas y católicos, véase Van Kley, Les origines religieuses de la Révolution Française, 328-369.
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35
Herrejón Peredo, “La revolución Francesa en sermones”, 98.
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44
Christopher Domínguez Michael, “Servando, Historiador voluntario”, Istor V, no. 17 (2004): 25.
Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
Jan-Apr 2017
Histórico
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Recibido
15 Ago 2016 -
Acepto
23 Oct 2016