Resumen
En el cine cubano de las últimas décadas aparecen continuamente espacios que en el pasado reciente fueron portadores de la teleología revolucionaria. Se trata de antiguas «escuelas en el campo», poblados campesinos fundados al calor de la épica revolucionaria y centrales azucareros y electronucleares. En el presente artículo, a partir de las obras El proyecto (Alonso, 2017), Despertando a Quan Tri (Pérez, 2005) y Melaza (Lechuga, 2012), se analiza el modo en que estos espacios, que en este análisis se llaman residuales, portan una materia significativa que muestra el agotamiento de la temporalidad teleológica de la Revolución cubana. En tanto residuo, se estudia el modo en que se despliega en estos espacios un tipo de temporalidad marcada por los tiempos muertos, donde vivir en tiempo muerto, como lo muestra el corpus de estudio, implica una distancia de toda acción y acontecimiento, de la historia y las narraciones. Se concluye precisando el modo en que, a través de una «escritura entre líneas» que desafía también al lenguaje instituido, estos materiales retan las narrativas oficiales con las que se cuenta la historia de la nación, de absoluto dominio del Estado.
Palabras clave: Espacios residuales; cine cubano contemporáneo; agotamiento; Revolución cubana.
Abstract
In the Cuban cinema of the last decades appear continuously some spaces were carriers of revolutionary teleology in the recent past. These are old “schools in the countryside”, peasant villages founded in the heat of the revolutionary epic, and sugar and nuclear plants. In this article, based on the works El proyecto (Alonso, 2017), Despertando a Quan Tri (Pérez, 2005) and Melaza (Lechuga, 2012), it´s analyzed the way these spaces, which can be called residual, carry significant matter that shows the exhaustion of the teleological temporality of the Cuban Revolution. As a residue, the way in which a type of temporality marked by dead time unfolds in these spaces is studied in this article. This time, where living in dead time, as shown by the materials analized, implies a distance from all action and events, from history and narratives. This article concludes by specifying how, through a "writing between the lines" that also challenges the instituted language, these materials challenge the official narratives with which the History of the nation, of absolute State dominance, is told.
Key Words: residual spaces; contemporary Cuban cinema; exhaustion; Cuban Revolution.
1. Introducción
En el cine cubano de las últimas décadas aparecen continuamente antiguas «escuelas en el campo», poblados campesinos fundados al calor de la épica revolucionaria y centrales azucareros y electronucleares. Estos espacios en el pasado fueron portadores de la temporalidad teleológica revolucionaria en tanto surgieron como proyectos que, mediante el progreso, con la educación, la ciencia y la técnica de la mano, conducirían a la transformación de la sociedad y producirían el arribo a un «mundo auténtico». Según Bolívar Echeverría (2008), los utopismos occidentales se basan en la consideración de que el mundo en que se vive es «inacabado» o «inauténtico» y por ello debe ser cambiado por un mundo «auténtico», «acabado» o «perfecto». Esta creencia sería el motor de cambio de los movimientos utópicos y de su crítica espontánea a lo establecido.
En el «mundo auténtico» por el que abogaba la Revolución cubana se corregirían los lastres de siglos de yugo colonial mediante el accionar continuo y acelerado de sus individuos. La sociedad socialista es el fin al que paulatinamente se orienta la teleología revolucionaria. La historia oficial se organiza de acuerdo con una totalidad que depende de ese punto final. Así, para poder cumplir estos propósitos inmediatamente al triunfo revolucionario, se gestaron numerosos proyectos que involucraron algunos de los espacios antes mencionados.
Con el proyecto de las «escuelas en el campo» se pretendía producir una transformación de la sociedad cubana partiendo de la transformación misma de los individuos a través de la arquitectura del «hombre nuevo». A estas escuelas asistían estudiantes que estaban entre las enseñanzas secundarias y preuniversitarias en un régimen de internado, con salidas semanal o quincenalmente. En ellas se conjugaban las actividades docentes con el trabajo agrícola.
Cuando triunfa la Revolución, buena parte de la comunidad campesina cubana se encontraba en irrisorias condiciones de salubridad, vivienda y acceso a la educación. Por eso, el programa de Gobierno crea pueblos modelos en distintos lugares del país hacia donde eran trasladadas las comunidades campesinas. Los nuevos poblados contaban con edificios de vivienda, centros escolares, jardines infantiles -los cuales aseguraban la incorporación de la mujer al trabajo-, tiendas de abastecimiento e instalaciones culturales orientadas al esparcimiento. Estos espacios, entonces autosuficientes, se mostraban como uno de los grandes logros revolucionarios, de modo que recibían continuas visitas de funcionarios y aliados internacionales del entonces emergente gobierno.
Igualmente, la exportación de caña de azúcar y, en menor medida, la eliminación de la importación del petróleo fueron dos pilares centrales sobre los que se orientó la planificación económica del país en su arribo al socialismo, si bien la tradición azucarera ya contaba con una larga data en la isla. En el año 1970, por ejemplo, fueron movilizados todo tipo de recursos para intentar producir 10 millones de toneladas de caña de azúcar con el objetivo de mejorar la situación financiera de la isla y atender las distintas industrias que se encontraban en situaciones precarias. En el discurso pronunciado el 27 de octubre de 1969, el día que marcó el inicio de esta zafra, Fidel Castro sostuvo que de la productividad de la etapa que comenzaba dependían grandes transformaciones en el país.
Con objetivos similares, en 1976 los Gobiernos de Cuba y de la antigua Unión Soviética firmaron un acuerdo de construcción de centrales electronucleares. Profesionales rusos y cubanos formados en la antigua Unión Soviética supuestamente fundarían comunidades a su alrededor. Así, ambos, centrales azucareros y electronucleares, formaron parte de los espacios que se encuentran estrechamente ligados al motor revolucionario que deseaba la transformación de la sociedad insular. Sin embargo, a pesar de la dimensión teleológica que en principio portaban estos espacios, por razones de distinto tipo se fueron fracturando con el transcurso de los años. Los proyectos de escuelas en el campo se disolvieron. Desde hace aproximadamente una década los otrora centros educativos fueron desactivados y sus residuos se rearticularon como cárceles de baja seguridad y unidades habitacionales para familias desprovistas de vivienda.
Los pueblos modelos, actualmente, son localidades fantasmas, desconectadas y aisladas en medio de las zonas rurales cubanas, cuyas distancias se dilatan por la precariedad del transporte y las deterioradas condiciones de las carreteras. Sus jardines infantiles, centros recreativos y escuelas se reducen usualmente a montones de espacios ruinosos. Los edificios de vivienda se han transformado arquitectónicamente. Buena parte de las generaciones más jóvenes, los hijos de los «hombres nuevos», han debido dejar estas localidades porque, en primera instancia, no existen ya suficientes puestos de trabajo ni tampoco un aumento paulatino de la construcción de viviendas que cubra el de la población.
Luego de la crisis económica que siguió en la isla después del fin del apoyo de la antigua Unión Soviética, la producción de azúcar ha decrecido paulatinamente. La mayoría de los centrales se han desarticulado y las comunidades que vivían en torno a esta labor se han fragmentado y han debido replantear sus modos de vida. A inicios de los años 2000, se ordenó cerrar el 60% de los centrales cubanos. El tiempo muerto, que comúnmente se conoce como el período improductivo que transcurre entre zafras, ha devenido cotidianidad para los antiguos trabajadores.
Igualmente, de los doce reactores electronucleares que pensaban levantarse en la isla, solo uno finalmente pudo comenzar a construirse en 1983; su construcción fue detenida en 1992. Como precisa Araoz (2018), a diferencia del coloso azucarero, de larga tradición en el país, las centrales electronucleares nunca se concluyeron. En palabras del autor, «es la fábrica que no existió, el espacio de la memoria de un sueño, porque allí solo estuvo la promesa de una industria (…) el sitio donde la utopía deviene distopía» (p. 69).
Ahora bien, en el cine cubano del siglo XXI aparecen continuamente estos espacios, pero desprovistos del telos revolucionario. En Sola, la extensa realidad (2004) de Gustavo Pérez y El proyecto (2017) de Alejandro Alonso, la cámara, desde miradas observacionales y ensayísticas respectivamente, se aproxima a los restos de antiguas escuelas en el campo. En Despertando a Quan Tri (2005), Gustavo Pérez se adentra en la vida cotidiana de Quan Tri, uno de los tantos pueblos modelos fundados en los años setenta en Cuba; mientras que en El matadero (2021), Fernando Fraguela testea el estado actual de su reparto natal El Calero, también fundado en los años 70. Alejandro Ramírez Anderson en deMoler (2004) y Carlos Lechuga en Melaza (2012) exploran las secuelas que deja a su paso el cierre de los centrales azucareros sobre los que orbitaba la vida de distintas comunidades. Por su parte, La obra del siglo (2015) de Carlos M. Quintela, Natalia Nikolaevna (2014) de Luis Alejandro Yero y La bahía (2018) de Alessandra Santiesteban y Ricardo Sarmiento, desde diferentes registros, se aproximan a los residuos del proyecto de la central electronuclear de Juragúa, ubicada en la zona centro sur de la isla.
Ahora, si para Nora (1992) solo pueden ser nombrados como «lugares de memoria» aquellas instancias materiales o simbólicas sobre las que existe una voluntad de memoria, y para Schindel (2009) la «memorialización» se basa en la inscripción del recuerdo en el espacio urbano con un propósito de incidencia política, entonces ¿cómo podríamos leer la continua aparición de estos lugares en el cine cubano de las últimas décadas?
Desde la perspectiva de Santana Fernández de Castro (2017), este tipo de espacios serían uno de los tantos vestigios ligados al proyecto revolucionario que emergen en el cine cubano contemporáneo. El vestigio se trata de «formas que vienen del pasado, cicatrices que coexisten con tejidos nuevos y guardan un tipo de memoria» (p. 35). Para la autora, «el énfasis puesto en lo que queda (…) para explicar la historia presente, es una voluntad de los cineastas jóvenes que parecen reivindicar su derecho a la escritura compartida y plural de la Historia» (p. 39). Entretanto, Juan- Navarro (2020) ha considerado que:
A diferencia del discurso revolucionario, impregnado de un impulso utópico, la literatura y el cine han evolucionado progresivamente hacia una visión distópica de la condición nacional y hacia una amarga reflexión sobre el pasado más reciente. En este contexto, las ruinas han definido la cultura material como alegorías de dicho colapso y emblemas de una oscura visión del presente y pasado nacionales (pp.1-2).
En el presente artículo, se propone leer estos lugares que continuamente aparecen en el cine cubano de las últimas décadas como espacios residuales. El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (s.f.) plantea cuatro acepciones de la palabra residuo: 1. «parte o porción que queda de un todo»; 2. «Aquello que resulta de la descomposición o destrucción de algo»; 3. «Material que queda como inservible después de haber realizado un trabajo u operación» y 4. «Resto de la sustracción y de la división». Por su parte, Curzio de la Concha (2008) especifica que los «territorios denominados como «residuales» pueden ser la porción derivada de una obra mayor o bien ser la resultante de la transformación destructiva originada por diversos factores con el paso del tiempo» (p. 55). De esta manera, en este análisis se entienden como «espacios residuales» aquellos lugares que, como las «escuelas en el campo», los pueblos modelos y los centrales azucareros y electronucleares, portaron alguna vez la teleología de la Revolución cubana, pero que ahora constituyen algunos de los restos materiales de una temporalidad agotada.
Si en el pasado reciente estos espacios fueron portadores de un promisorio futuro por venir, en el presente no son más que residuos de esa otra temporalidad. Son espacios que no se pueden encontrar referenciados tal cual en los medios de comunicación masiva nacionales, los que insisten en la llamada a la resistencia y a la espera de ese «mundo auténtico», cuyo habitar se encuentra continuamente saboteado por enemigos externos. Como precisa François Hartog (Silva, 2012), si bien la Historia se trata de la construcción de un relato articulado por el discurso oficial, la memoria es evocación, el advenimiento de un elemento del pasado en el presente. En ese sentido, la aparición en el cine cubano de las últimas décadas de antiguas escuelas, poblados, centrales azucareros y electronucleares, actualmente abandonados de su proyección teleológica, porta una memoria de la nación en la que el espacio residual no muestra la exaltación epopéyica del reducto «socialista» caribeño, sino más bien la puesta en evidencia de una teleología agotada.
En el presente artículo, a partir de tres obras del cine cubano contemporáneo, El proyecto, Despertando a Quan Tri y Melaza, se analiza el modo en que estos espacios frecuentes en el cine insular no son meros escenarios o decorados donde tienen lugar las acciones, como podía suceder en determinadas cinematografías dominantes o, incluso, en cierta tradición de cine nacional2. Por el contrario, se sostiene que los espacios portan una materia significativa que muestra el estado actual de la teleología revolucionaria. En este sentido, se sigue a Depetris Chauvin (2019), quien, partiendo del giro espacial, ha señalado la relevancia que adquiere el estudio del espacio en el cine como un elemento portador de experiencia de distinto tipo. Para la autora:
La consideración de las dimensiones espaciales en el cine es una poderosa herramienta que puede revelar significados y experiencias afectivas, estéticas, políticas e históricas si nos aventuramos a considerar el espacio más allá de un elemento formal que se limita a proporcionar una representación verosímil de un territorio geográfico.
Los teóricos del cine a menudo han categorizado el espacio como un elemento que, aunque importante, se subordina a las demandas de la narración: han enfatizado el papel del espacio en el logro de una ilusión de realidad teniendo en cuenta el espacio de acción en relación con el espacio de pantalla, así como la relación entre el espacio abstracto y el espacio dentro y fuera del plano (…) Sin embargo, al examinar la espacialidad del cine contemporáneo es crucial ir más allá de la posición subordinada del espacio en relación con la narrativa (p. 3).
De esta manera, en este estudio se privilegia el análisis de los espacios por encima del de las historias y se examina la manera en que se pueden entender como portadores de las huellas del agotamiento de la temporalidad teleológica de la Revolución cubana.
En tanto residuo, se analiza el modo en que se despliega en estos espacios un tipo de temporalidad marcada por los tiempos muertos, donde vivir en tiempo muerto, como lo muestran los materiales por estudiar, implica una distancia de toda acción y acontecimiento, de la historia y las narraciones. Los tiempos muertos, como escribe Molinuevo (2010), son aquellos en los que no pasa nada, en los que no solo se manifiesta una notable ausencia de la acción, sino también donde predominan los silencios, los tiempos estancos, el tiempo de los objetos y de las cosas. Se trata, en palabras de Rancière (2017), del tiempo del momento cualquiera, «el tiempo malo, empírico, de la crónica, el momento que viene meramente después de otro momento» (p. 26).
Con base en lo anterior, se concluye precisando el modo en que, a través de una «escritura entre líneas» que desafía también al lenguaje instituido, estos materiales retan las narrativas oficiales con las que se cuenta la Historia de la nación, de absoluto dominio del Estado.
2. Agotamiento por Citrus Tristeza Virus
El proyecto (2017) participa de una tendencia ensayística que es posible advertir en cierto sector del cine cubano, en la que se produce una reflexión subjetiva sobre lo real a través del empleo de recursos como voces en off, intertítulos, material de archivo, ralentizaciones, apropiaciones y pixelado de imágenes. Más que conclusiones objetivas sobre los asuntos que se abordan, en estas obras se proyectan cavilaciones que eluden la linealidad del documental tradicional para trazar ideas propias que son acentuadas a través del empleo de la primera persona. Se subraya la presencia del yo y se ocupan atajos de estructura laberíntica para tratar con las imágenes determinados asuntos sobre los que no se pretende dictar una sentencia definitiva. Como señala a propósito Ángel Pérez (2019): Estamos ante materiales que no buscan proponer mensajes verificables al receptor, sino imágenes, visiones, evidencias, opiniones, figuraciones que pueden conducir a una reflexión determinada. A diferencia de la noción tradicional de trasmitir/recibir un mensaje, se propone
la novedad de generar discursos difusos y diversos (…) Se transita del documental clásico, donde se dice «el mundo es así», a uno donde se dice «yo percibo el mundo así» (p. 95).
Como se precisa a través de intertítulos, El proyecto es un material sobre la transformación. Mediante un ejercicio reflexivo a propósito de uno de los tantos espacios que en el pasado fue receptáculo de las llamadas «escuelas en el campo», se produce un contrapunteo entre pasado utópico y presente distópico. El notable contraste que se produce entre las imágenes de archivo que datan de inicios de los años 70 y aquellas que muestran las condiciones y la función actual de la antigua escuela, suscitan una reflexión «entre líneas» que testea el estado de la teleología revolucionaria en el año en el que también había sucedido la muerte de Fidel Castro.
Las primeras imágenes de El proyecto son unas animaciones digitales de una estructura arquitectónica que luego identificaremos con la tipología de organización horizontal del edificio Girón propia de estas escuelas. Se trata, en principio, de líneas que flotan en una especie de limbo. Los intertítulos, dominantes a lo largo del material, se superponen a las imágenes. En ellos el realizador deja saber sus reflexiones sobre el proceso de filmación de la película, sus impresiones sobre el espacio y los actuales habitantes del edificio, sobre lo que antes fue y los individuos que lo ocuparon. Las ideas expuestas en los intertítulos se conectan con la naturaleza del pensamiento reflexivo y subjetivo mencionado anteriormente y no con mensajes objetivos que pretenden clausurar los enunciados, como sucede en la mayor parte de la tradición documental de la isla.
Luego de las animaciones siguen planos fijos de lo que parece ser el subterráneo del edificio. Entre la oscuridad apenas es posible percibir los primeros planos que se realizan sobre telarañas, animales disecados y las huellas casi borradas de un nombre sobre la pared. En el exterior se muestra un escenario posapocalíptico a través de planos detalles de un hormiguero revuelto, paisajes yermos y grises y canales de agua prácticamente secos. En medio del desolado paisaje, sujetos ataviados con trajes de protección amarillos inspeccionan las naranjas que han sido infectadas por el Citrus Tristeza Virus, un nombre ficticio para una enfermedad que no lo es. En profundidad se observa la antigua escuela, aislada por las hierbas y los árboles muertos.
La zona que rodea al edificio, que otrora albergaba la promesa revolucionaria de la transformación de la sociedad a partir de la formación del «hombre nuevo», es presentada por Alonso como un espacio enfermo. Lo que años atrás fueran tierras fértiles y prósperas es, actualmente, el escenario de un virus mortífero para las plantas. Los árboles de las naranjas parecen calcinados y, contrario a aquellos imaginarios que relacionan el Caribe con estallidos de luz y naturaleza abundante, este territorio se muestra como uno gris y seco.
La antigua escuela es un bloque horizontal suspendido en medio de la nada y rodeado por la hierba. El edificio es batido continuamente por el viento que anuncia una tormenta. En los interiores se muestran escaleras quebradas y pasillos solitarios. También aparecen paredes descoloridas sobre las que se advierten algunas grafías, nombres y dibujos que, aunque parcialmente borrados, permanecen como huellas o fragmentos de una vida embalsamada, de un tiempo que se superpone al presente a modo de estrato.
Casamayor-Cisneros (2013) ha identificado la ingravidez como una de las marcas ideológicas que define a los personajes de la literatura cubana postsoviética, debido a su imposibilidad de mantener la fe en el presente, de no reconocer la trascendencia en la fugacidad del hoy, de desconfiar en la supuesta pertinencia de la acción, por lo que se mantienen indiferentes y «flotando en su existencia» (p. 22). Las existencias suspendidas que observa la cámara de Alejandro Alonso se pueden pensar de esta manera.
En El proyecto, como es recurrente en el cine cubano de las últimas décadas del cual Sed (Álvarez, 1991), La ola (Álvarez, 1995) y Los viejos heraldos (Yero, 2018) serían otros ejemplos, los individuos permanecen la mayor parte del tiempo tendidos. Si el fin ilustrado de la Revolución demandaba sujetos en constante movimiento, transformación y aceleración, en este grupo de filmes aparecen individuos inmovilizados, sumidos en el continuo letargo, la espera, el aburrimiento y el tiempo muerto. Actualmente, la vida en la antigua escuela se inscribe en una temporalidad marcada por un infinito y hastiado presente, un tiempo cautivo en este edificio que deviene una especie de mazmorra, un espacio sitiado por la hierba, la tormenta y el virus del que es imposible escapar, o como reiteran los intertítulos, del cual «no se puede salir, ni entrar».
Estos modos de vida son radicalizados por los procedimientos de montaje con los que se opera. En El proyecto predominan las ralentizaciones y los planos fijos sobre espacios, objetos y rostros que tienden a emular el sentido del tiempo muerto y el tedio propio de los sujetos que habitan en el edificio. En esta obra el ritmo del montaje entre planos tiende a ser lento en función de su duración en pantalla, lo cual también puede comprenderse como un recurso en el que, según Brenez, la imagen puede adquirir una cualidad argumentativa (Weinrichter, 2007). Esto para Weinrichter significa un tipo de suspensión de la imagen propio de las formas ensayísticas, el cual permite «pensar la imagen, pensar con la imagen, o construir incluso una imagen pensante» (p. 27).
Ahora, a poco más de la mitad de la obra emerge el material de archivo. El modo de vida actual en el edificio, basado en el tiempo muerto, contrasta notablemente con la proyección de futuro según la cual fue construido. Como reza la voz metálica que acompaña las instantáneas de archivo, en los tiempos de fundación de la escuela se articulaban sentencias mesiánicas de este tipo: «Será una comunidad tremendamente feliz». El actual territorio distópico es contrastado con las fotografías de las ricas plantaciones, los pasillos deshabitados con las multitudes de estudiantes, la grisura con la iluminación nocturna, los cuerpos inmóviles con las manos que se alzan.
Las imágenes de archivo se repiten continuamente, se pixelan, se comentan, se vuelven a mirar fuera de contexto. En una de las fotografías de archivo, dos estudiantes caminan por los pasillos de la escuela de frente a la cámara. El brillo del suelo les devuelve sus figuras uniformadas. En un corte hacia el presente, dos niños semidesnudos andan entre las ruinas del edificio en movimiento inverso. Aquellos son la promesa del futuro, los hombres nuevos en formación; estos otros que le dan la espalda a la cámara habitan en un espacio distópico, están presos en un presente sin proyecciones y a la deriva.
Superponiéndose a las animaciones de los bocetos inconexos de la antigua escuela, los intertítulos nos dejan saber al inicio del material que el proyecto de filmación de Alonso fue interrumpido, lo cual se lee en este artículo no solo como la alusión explícita a un proyecto de filmación fragmentado o inconcluso, sino también como una manera de referirse a un proyecto teleológico también interrumpido. Así, se puede establecer un paralelismo entre las reflexiones sobre el lenguaje que debía adoptar la película que aparecen en los intertítulos y las de la voz metálica que acompaña las imágenes de archivo referidas a la construcción y la vida en la escuela.
En relación con esto, si en los intertítulos se reflexiona sobre el proyecto de realización cinematográfica, que se trata también de pensamientos sobre el modo de articular y estructurar el lenguaje, la voz metálica habla de la construcción de la escuela, describe los planos y la organización arquitectónica, los proyectos del futuro y su incidencia en la transformación de la sociedad. El título de esta obra no solo hace referencia, de este modo, a un proyecto de filmación, sino también a un proyecto social.
Alonso ha advertido la relevancia que tiene el abordaje del pasado en su obra y ha apuntado
que:
En Cuba se ha usado tanto la palabra futuro que la hemos terminado desgastando. Las imágenes que podían dar forma a ese tiempo por venir terminaron por agotarse. Cuando se mira en esa dirección hay un gran vacío, una neblina que cada día gana más espacio. Las utopías que se proyectaron hace décadas ahora son ruinas. En ese sentido, explorar el pasado y las maneras en que se construyó nuestro presente es una forma de abordar el concepto de futuro y de entender la responsabilidad que tiene nuestra generación en el esbozo de un tiempo mejor (Feria Flores, 2021, párr. 14).
De este modo, pensar el pasado a partir de sus residuos no sería un hecho gratuito en su obra. Por el contrario, se trata de un tipo de reflexión poética que pretende mediante las experiencias del tiempo pasado articular un mejor futuro para la isla e instalar modos de relacionarse con la historia cubana que no son posibles encontrar en los medios de comunicación e instancias políticas capitalizadas por el Estado.
3. Pueblos fantasmas: Despertando a Quan Tri
En Despertando a Quan Tri (2005) la cámara se enfoca sobre la comunidad de Quan Tri en Camagüey, uno de los tantos poblados campesinos fundados en los años setenta al calor de la épica revolucionaria. Como sucede en toda la obra de Pérez, el espacio adquiere una dimensión relevante. En este sentido, en el documental predominan los planos fijos sobre diferentes espacios que dejan ver las humildes condiciones de vida de la comunidad: calles sin pavimentar, edificios y viviendas despintadas que revelan la rudeza del muro y construcciones precarias o inconclusas. Son frecuentes las imágenes de un grupo de edificios a medio hacer, bloques suspendidos y desconectados en medio de un paisaje vacío. Si en Sola, la extensa realidad (2004) en el espacio ruinoso de una antigua
«escuela en el campo» quedaban impresas las huellas de sus moradores, los edificios de Despertando a Quan Tri nunca han sido habitados. Más bien, figuran como los restos de un proyecto discontinuado.
Curzio de la Concha (2008) precisa que una de las características de los espacios residuales es su aislamiento. Como es posible apreciar en el documental, una de las particularidades de Quan Tri es también su aislamiento, en tanto, como cualquier comunidad de su tipo, se encuentra emplazada en medio de territorios baldíos, rodeados de hierbas y montañas. Esta misma particularidad es posible identificarla en los espacios que aparecen en los filmes que se analizan en el presente artículo, como se señaló a propósito del edificio donde se desarrolla la filmación de El proyecto y, como se precisará a propósito de la comunidad del central azucarero donde se despliega Melaza.
Sobre los tipos de espacios donde se emplazan comunidades como la que es posible advertir en Despertando a Quan Tri, Reyes (2008) ha observado que se tratan de
Sitios que pululan como perdidos en la geografía cubana; territorios marcados por la inconclusión, al borde de la apariencia familiar del hogar, apariencia que se esfuma cuando queda claro que las viviendas son apenas sitios donde pernoctar, que no hay macetas en los balcones y el ambiente es demasiado impersonal, con paredes semejantes en su dureza y falta de colorido. En ellos hasta las antenas de televisión son impostadas: bandejas de aluminio de comedores obreros convenientemente cortadas, culos de centrífugas de lavadoras soviéticas, percheros, se yerguen sobre maderos, persistiendo en su reclamo de conexión con el mundo exterior (p. 109).
A pesar de la proyección teleológica con la que fueran fundados poblados como Quan Tri en su día, en la actualidad se encuentran muy distantes de aquel tejido movilizador. Frente a los grandes asuntos patrios con los que se asocia el telos nacional, en Quan Tri se muestra una comunidad ensimismada en sus labores cotidianas durante lo que puede ser cualquier amanecer: el traslado de los niños hacia los círculos infantiles y las escuelas, la partida hacia el trabajo, la toma del desayuno, la compra del pan y el aseo del hogar.
En Quan Tri los vecinos más jóvenes se mueven de un lugar a otro, a pie o en sus bicicletas. Los mayores observan la vida pasar desde sus ventanas o inmovilizados desde cualquier territorio de la comunidad. De este modo, ajeno a cualquier orden basado en acciones y en objetivos específicos orientados a fines y regímenes productivos, en Quan Tri domina un tipo de temporalidad con base también en el tiempo muerto. Pérez observa los tiempos inútiles, los no productivos y vaciados de teleologías. Los residuos de la épica solo quedan impresos en algunos carteles de propaganda política y en la intervención de uno de los pobladores, los cuales contrastan con el desembarazo del devenir cotidiano.
En superposición con las imágenes, fuera de cuadro se indaga entre los moradores sobre el origen del nombre del poblado. Solo dos personas conocen que con el nombre de Quan Tri se rinde homenaje a una de las tantas aldeas vietnamitas devastadas durante la guerra, lo cual pone en evidencia una suerte de olvido no solo de los orígenes de la comunidad, sino de su antigua conexión con la ideología internacionalista proclamada por la Revolución.
Siguiendo más bien un tipo de documental realizado por un cineasta maldito de su época como lo fue Nicolás Guillén Landrián, cuya obra se redescubre a inicios de los años 2000, el modo en que se aborda y se muestra lo real en Despertando a Quan Tri contrasta notablemente con los grandes temas y sus modos de presentación en el documental institucional cubano, con énfasis en aquel realizado durante las primeras décadas de la Revolución. Mientras que, en el documental expositivo tradicional, cuyo modo de hacer fue recurrente en la institución cinematográfica nacional, la voz omnisciente guía al espectador hacia una verdad que se pretende única, en este otro tipo de documentales como los de Pérez predomina un tipo de un acercamiento a lo real de una naturaleza diferente.
En principio se puede pensar Despertando a Quan Tri en relación con un tipo de documental observacional, tipología que según Nichols (1997) realiza una descripción exhaustiva de lo cotidiano, permite que los acontecimientos tengan lugar según su propio ritmo y es utilizada frecuentemente como herramienta etnográfica (p.75). Sin embargo, el documental de Pérez quiebra algunos de los principios propios de la forma observacional al incorporar una banda sonora ajena a la matriz observada y al dejar en evidencia el dispositivo cinematográfico cuando los sujetos continuamente traspasan la cuarta pared al mirar a la cámara.
En tanto el lenguaje con el que opera Despertando a Quan Tri articula un tipo particular de relaciones espaciotemporales que se distancian de los metarrelatos esgrimidos por el discurso oficial, se puede pensar que se trata más bien de un tipo de documental reflexivo. Como precisa Nichols (1997), «la representación del mundo histórico se convierte, en sí misma, en el tema de meditación cinematográfica de la modalidad reflexiva» (p. 93). Específicamente, mientras que en la mayor parte de la tradición documental habla del mundo histórico, en el documental reflexivo se aborda la problemática de cómo se habla acerca del mundo histórico.
En Despertando a Quan Tri aparecen episodios comunes, sujetos sin nombres propios e identidades locales articuladas, tal como se mencionó anteriormente, de acuerdo con un tipo de temporalidad ligada al tiempo muerto. Por el contrario, existe una fuerte tradición documental en la isla que se centra frecuentemente en sujetos excepcionales, por lo general ligados a las gestas nacionales, y en los asuntos de la historia de Cuba contados de acuerdo con los mitos de la revolución inconclusa y del regreso del Mesías martiano. Estos mitos entrañan una profunda dimensión teleológica y no solo serían propios del discurso oficial, sino que también se extienden a los modos de articular el lenguaje y los imaginarios cinematográficos.
Rojas (2006) sostiene que el mito de la revolución inconclusa se basa en el entendimiento de la lucha revolucionaria cubana como una sola: aquella que inicia el 10 de octubre de 1868 con el comienzo de las gestas por la liberación de la colonia española y que culmina con el triunfo del 1 de enero de 1959. En este sentido, de acuerdo con una escritura lineal de la historia, la Revolución sería la cúspide de una serie de luchas desarrolladas en la isla contra distintos opresores. El segundo de estos mitos, el del retorno del Mesías martiano, se refiere a cómo la llamada Generación del Centenario -nombrada de este modo porque su gestación se produjo en el contexto de los cien años del natalicio de José Martí-, devenida el Movimiento 26 de Julio, vendría a concretar la liberación de la isla, así como el ideario del apóstol.
La épica y la cita en el documental al relato Un paseo por la tierra de los anamitas de José Martí, en el contexto que muestra Despertando a Quan Tri, parecen instancias a destiempo, pertenecientes a un lugar del pasado, del cual sobreviven sus edificios a medio hacer y algunos carteles que se han dejado de observar. La introducción de la dimensión cotidiana en el cine documental cubano ligado a los espacios que alguna vez fueron portadores de la teleología revolucionaria implica un desentendimiento del peso de la historia y, a la vez, una puesta en evidencia de su agotamiento.
4. Melazas temporales
En Cuba, como en otras regiones del Caribe, el término tiempo muerto tiene una connotación particular. Como identificó Moreno Fraginals (2001), existen dos períodos típicos en la producción azucarera: uno es la zafra o molienda y el otro es el tiempo muerto. Desde la Colonia suele llamarse como «tiempo muerto» al período que se extiende aproximadamente durante ocho meses del año en el que se detiene la producción de caña de azúcar. Se trata de un momento de «no producción» en el que, principalmente luego de la abolición de la esclavitud en 1886 hasta el triunfo de la Revolución, la mayor parte de las comunidades organizadas en torno al sector azucarero en la isla quedaban desempleadas y debían reinventar nuevas maneras de ganar el sustento económico o redistribuir los escasos ingresos generados durante la época de zafra.
En Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, Ortiz (1987) describió este período de la siguiente manera:
Entonces los braceros de las inmigraciones golondrinas, que vinieron a Cuba para la zafra, se van del país con sus ahorros y el proletariado nativo sufre larga desocupación temporal e incesante inseguridad. Gran parte de la masa obrera de Cuba ha de vivir todo el año de sus jornales ganados en sólo tres o cuatro meses, y todo el pueblo se resiente de este régimen estacional del trabajo, reduciéndose a una población empobrecida, con dieta insuficiente y desvitaminada, a base de arroz, frijoles y raíces que no la nutren y la entregan desarmada a la uncinariasis, a la tuberculosis, o la anemia, al paludismo y demás dolencias que la rinden (p. 60).
Durante este tiempo los campesinos que trabajaban en el sector quedaban sumidos en la desocupación forzosa. Varios pasajes de la literatura, la poesía y las artes cubanas, en términos generales, han dado cuenta de los modos de vida generados durante estos largos meses. En el poema Tiempo muerto, Ángel Augier (1997) precisa la manera en que las plantaciones quedaban hundidas en el silencio y la soledad, el hambre se esparcía por los bateyes solitarios y el dolor se arrastraba insomne:
Hombres y tierra se preguntan (borrando las
palabras)
qué han de hacer con sus fuerzas en suspenso,
amarradas a músculos y ansias,
a fatigas disueltas en el aire,
sin arraigo, en la carne, de hacer algo;
mientras la guámpara, colgada de mutismos,
lame un anhelo de miel tibia en el letargo oscuro de su filo dormido (p. 81).
Es frecuente encontrar, entre antiguos trabajadores de los centrales azucareros, testimonios de esta época que refieren que durante este período «no se hacía nada», donde «no hacer» implica llevar vidas suspendidas, echadas en los portales o bajo los árboles, mientras se desarrollan conversaciones triviales o se juega al dominó, o deambular de un sitio a otro con la esperanza, mayormente quebrada, de encontrar trabajo o comida hasta que se retomaran los meses de zafra.
A partir de estos testimonios se puede inferir que durante el tiempo muerto se instalaba un modo de vida basado forzosamente en el «no hacer» o el «no producir». En este caso, «no hacer» o «no producir» implica un tiempo que se encuentra diferenciado de otro tiempo, el tiempo productivo de la zafra o molienda, atravesado por la acción y el movimiento. El tiempo muerto constituye un momento de paro del régimen de producción e implica para los trabajadores cañeros una angustiante espera de los meses de zafra, en los que se volvía a recibir el sustento económico. O sea, entre tiempo muerto y molienda existe una estrecha relación y ambos marcan dos períodos bien definidos dentro del año.
Ahora bien, después del triunfo de la Revolución se intentaron corregir estas condiciones laborales mediante la creación de nuevos empleos. Si bien el tiempo muerto había sido un tema de la literatura y las artes cubanas precedentes, en el que, con un marcado sentido político, se denunciaba la situación de precariedad en la que quedaban las comunidades azucareras tras el fin de la zafra, el cine cubano de las últimas décadas lo recupera luego del cierre de la mayor parte de los centrales azucareros en la isla.
En Melaza (2012) la inhabilitación del central sobre el que antiguamente orbitaba la comunidad homónima obliga a replantear los modos de vida de sus habitantes. La película se enfoca específicamente en las continuas búsquedas de alternativas a las que deberá someterse una familia para intentar sustentar sus existencias en medio de la pasmosa realidad que les sitia. La familia se encuentra conformada por Mónica, la única trabajadora que queda en el central, cuyo día laboral transcurre básicamente entre el inventario de la desahuciada maquinaria, la recogida de la prensa y el mantenimiento del mural de la instalación3. Además de ella, se encuentra constituida por Aldo, pareja de Mónica y profesor de la comunidad, por Marla, la hija de Mónica que quiere abandonar los estudios, y por la abuela de la pequeña, una señora con dificultades motoras.
Al inicio de la película aparece un plano de una pared descolorida y agrietada sobre la que se conservan cual museo algunos de los restos probatorios de la antigua prosperidad del central; entre ellos, fotografías de los trabajadores y placas de condecoraciones. Sin embargo, esto contrasta con el plano en profundidad que inmediatamente le sigue, el cual muestra el interior del central como un espacio abandonado y en ruinas, refuncionalizado por los protagonistas del filme como lugar de encuentro sexual.
La precariedad de la comunidad, ocasionada por el cierre del central, se expone de distintas maneras. El espacio habitacional donde viven los protagonistas se caracteriza por el hacinamiento y las humildes condiciones de vida. Los salarios que reciben Mónica y Aldo no son suficientes para abastecer a la familia, por lo cual han de optar desesperadamente por modos de subsistencia alternativos como el arriendo de su casa para que una amiga ejerza la prostitución, la venta de buñuelos, el contrabando de carne de vacuno, cuyo comercio estaba penalizado hasta hace un año en Cuba, el hurto o la propia prostitución de la protagonista.
Si bien la educación ha sido uno de los logros sobre los que se ha sostenido el Estado cubano, la escuela de esta comunidad se restringe al espacio de un portal y materialmente se conforma por una pizarra, algunos pupitres y el mural de los símbolos patrios. Los obreros, ahora desempleados, se reúnen cada mañana en las afueras de un centro de trabajo liderado por Márquez con la expectativa de encontrar una plaza laboral disponible. Estas escenas recuerdan pasajes similares de la película Ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio De Sica, donde, luego de la guerra, también los desempleados se reunían desesperados en las afueras de una municipalidad con la esperanza de ser beneficiarios de un puesto de trabajo.
A pesar de la continua puesta en evidencia de la humildad de este espacio, ahora distópico luego del cierre del central, contrastan notablemente las condiciones de vida de los protagonistas con las de Márquez. En principio, debería mencionarse que en virtud del cargo que ocupa como jefe de una empresa de construcción, según deja entrever la película, Márquez saca partido de su favorable posición social con respecto al resto de los habitantes de la comunidad del central. Por ejemplo, no escatima en proponer prebendas a Mónica a cambio de «favores» sexuales.
Es posible establecer un paralelismo entre esta película de Carlos Lechuga y el filme Aventuras de Juan Quin Quin, dirigida por Julio García Espinosa en 1967 en al menos un aspecto. En este último filme se exponen las precarias condiciones en las que vivía el campesinado cubano en contraste con la clase terrateniente. Juan Quin Quin y su amigo Jachero un día tocan la puerta de Der Feind para solicitar trabajo. Aldo también va hasta la casa de Márquez para, en este caso, proponerle la carne de vacuno que vende. Si la casa donde viven Mónica y su familia se define por los diminutos espacios, el hacinamiento y la oscuridad, la casa de Márquez, en contraste, es mucho más amplia e iluminada y tiene una camioneta en su exterior, lo que denota un estatus social mucho más elevado. En ambas, tanto en la película de García Espinosa, que recrea un momento previo al triunfo revolucionario, como en la de Carlos Lechuga, ambientada en la época contemporánea, quedan acentuadas notables diferencias de clases y juegos de poder, a pesar de que el discurso oficial del Estado tiende a negar estas brechas sociales cada vez más acentuadas.
En Melaza la convocatoria política contrasta notablemente con el inmovilismo del central, de la comunidad y de sus habitantes. En la portada del periódico Trabajadores aparece un llamado a seguir ¡Adelante! Un altoparlante que transita por el pueblo cita a un «acto de reafirmación revolucionaria» a través de este enunciado: «Pueblo de Melaza, arriba, azucareros todos, el sábado al molino, el pueblo junto a sus dirigentes para reiterar ante las nuevas medidas del imperialismo yanqui nuestros deseos de seguir defendiendo cómo vivimos». Si bien en el cine cubano que se produjo en las primeras del triunfo de la Revolución las referencias al momento de la zafra se encontraban ligadas a un indisociable sentido teleológico fundamentado en el progreso y la proyección hacia el socialismo, la convocatoria que aparece en Melaza resulta anacrónica y movida por una propaganda política agotada. Lejos del telos que promueve la propaganda, la vida de los habitantes del pueblo se encuentra marcada por la desocupación, el deambular y la realización de actividades cotidianas e insignificantes. Como precisa Araoz (2018),
la película se centra en el tiempo muerto en que se ha convertido la vida de sus personajes una vez que el central ha terminado su vida útil, y sobreviene una monótona cotidianidad que no cesa. El título de la película es la imagen de esa detención, los personajes se mueven en una melaza temporal, cuya densidad los empantana en su realidad privándolos de sus sueños (p. 66).
Tal como se señaló, el tiempo muerto que en la tradición azucarera cubana tenía un sentido negativo en tanto los trabajadores del sector quedaban desempleados reaparece en Melaza, pero no como momento de excepción, sino como la pasmosa cotidianidad a la que se ven expuestos los habitantes de la antigua comunidad azucarera. Opuesto a la dimensión teleológica que tuvo en su día, el espacio residual en el que se ha convertido el central, como la escuela de El proyecto o la comunidad de Despertando a Quan Tri, se encuentra poblado de objetos disfuncionales, cuerpos inmovilizados e ingrávidos, donde el tiempo no se mata, sino que mata, y donde el tedio, el aburrimiento y la melancolía son estados constantes de los sujetos.
5. Conclusiones
La aparición en el cine cubano del siglo XXI de algunos lugares que otrora fueran portadores de las grandes promesas teleológicas de la Revolución reflexiona, a partir del actual estado material de los espacios y la vida que se despliega en su interior, sobre el devenir del proyecto. Si bien el discurso oficial del Estado no ha dejado de exportar una imagen gloriosa y epopéyica de la isla, continúa llamando a la resistencia en función de un futuro promisorio e insiste, como apunta Fehimović (2018), en el discurso de la continuidad revolucionaria, la politicidad y la agudeza de determinadas propuestas cinematográficas como las que se han analizado no residiría solo en tematizar el modo en que una parte de la sociedad cubana considera que la Revolución devino de utopía en distopía. Más bien, radica en la manera en que reflexivamente se producen los acercamientos a los objetos, cuerpos, espacios y sus tiempos que dan cuenta de ese agotamiento y en la emulación mediante el propio lenguaje de las prácticas y modos de vida que discrepan de los relatos oficiales.
Schindel (2009) menciona la manera en que determinadas acciones que vinculan la memoria con prácticas performativas escapan de la retórica oficial de la historia, en tanto, a diferencia de los monumentos que poseen un carácter rotundo, categórico y casi autoritario, estas otras prácticas prefieren «incorporar el proceso de recordación en sí mismas», así como «propiciar la reflexión antes que transmitir certezas, menos proclamar unilateralmente la memoria que interrogar sobre sus condiciones de posibilidad» (p. 77).
Así, podríamos preguntarnos si acaso el lenguaje con el que operan varios realizadores cubanos como Alejandro Alonso o Gustavo Pérez desafía la historia oficial no solo por la mostración de grandes proyectos revolucionarios como distopías, sino también por el quiebre de ciertas convenciones con las que, desde lo audiovisual, se cuenta el pasado y lo real en la isla, básicamente ligadas al paradigma del documental expositivo. Igualmente, aunque en Melaza Carlos Lechuga no se desliga completamente de un tipo de realismo común en la tradición cinematográfica nacional, sí debe notarse el modo en que el propio tiempo muerto en el que viven los habitantes del antiguo central es emulado a través de un tipo de lenguaje que hace permanecer la cámara sobre espacios vacíos, momentos vaciados de acción y escenas cotidianas sin grandes pesos para el desarrollo narrativo de la trama. En las obras de estos realizadores más que instalar certezas se propicia la reflexión, comúnmente a través del propio lenguaje y sus modos de comentar lo real.
Si para Frank Kermode (2000) las ficciones literarias han tendido a incorporar una estructura teleológica orientada al fin que sería intrínseca a los individuos, de la cual participa también el relato revolucionario y cierto cine nacional, en las obras analizadas se produce una convergencia de tiempos muertos, presentismos y vidas a la deriva basadas en la lógica del instante, en la que el propio lenguaje y el modo de montar el material las emula a través de los planos fijos que permanecen sobre espacios residuales, ruinas y detritus. Esta manera de organizar el lenguaje, además de la continua presencia de sujetos inmóviles y apáticos al margen de toda épica y telos, serían marcas recurrentes de un tipo de cine cubano de las últimas décadas que muestra entre líneas las huellas de un pasado presente, pero que permanece bajo la forma del agotamiento.
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1
Este artículo forma parte de los resultados parciales de la investigación doctoral de la autora sobre el tiempo muerto como modo de vida en el cine cubano contemporáneo. La autora agradece a la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID) por el financiamiento de sus estudios e investigación doctorales.
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2
Como explica Muñoz Fernández (2017) partiendo de los análisis de David Bordwell, en el cine clásico la construcción del espacio se encuentra subordinada a la lógica narrativa y a las necesidades de la resolución de la cadena causa/efecto. El espacio nunca debe distraer la atención de la acción. Por ello, la cámara solo presta atención a los actores y el espacio queda relegado a escenario o decorado. Usualmente, el cine nacional de raíz más convencional también ha puesto toda la atención sobre los personajes, con lo que relega la figura del espacio a mero escenario.
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3
En Cuba se le llama «mural” a un cuadro generalmente de madera revestido con papel de colores y de forma rectangular que se cuelga en una pared de casi todas las instituciones estatales del país. En este espacio se muestran los símbolos y atributos patrios, las efemérides nacionales, así como algunas de las noticias más relevantes.
Fechas de Publicación
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Fecha del número
May-Aug 2022
Histórico
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Recibido
18 Feb 2022 -
Acepto
02 Mayo 2022