Resumen
En el Libro I de El capital, Marx denomina fetichismo a la mercancía que, para constituirse como tal, oculta su proceso de producción. En este sentido, el presente artículo propone que la escritura en Rubén Darío inscribe las nuevas condiciones de producción, recepción y circulación incipientes en el siglo XIX y que pone en cuestión el estatuto clásico-romántico de lo literario como un desenmascaramiento de la mercancía fetichizada. El escritor es un productor y la ciudad (el pasaje, lo fragmentario) no es simplemente un contenido o una temática que pueda separarse de la forma de la escritura. De este modo, la escritura de Darío lleva a cabo un doble movimiento: asume las condiciones de producción y se expone al mercado como novedad. Por una parte, el primer movimiento implica lo que se puede denominar una desfetichización del objeto literario. Es decir, Darío no oculta las condiciones de su escritura, sino que incorpora la modernización tanto en el estilo como en sus contenidos. Por otra parte, como un segundo movimiento, produce su escritura como novedad, es decir, junto con atisbar una escritura que no oculta sus procesos de producción, Darío se expone al mercado bajo el índice de la «novedad». En este sentido, Darío idealiza la desfetichización.
Palabras clave: Rubén Darío; escritura; desfetichización; ciudad.
Abstract
In Book I of Capital, Marx calls fetishism to the commodity that, in order to be constituted as such, hides its production process. In this sense, the essay proposes that Rubén Darío’s writing inscribes the new conditions of production, reception and circulation incipient in the 19th century, and calls into question the classical-romantic status of the literary as an unmasking of the fetishized commodity. The writer is a producer and the city -the passage, the fragmentary- is not simply a content or a subject matter that can be separated from the form of writing. In this way, Darío’s writing carries out a double movement: it assumes the conditions of production and exposes itself to the market as a novelty. The first movement involves what can be called a de-fetishization of the literary object. That is to say, Darío does not hide the conditions of his writing, but incorporates modernization both in the “style” and in its “contents”. On the other hand, as a second movement, he produces his writing as a novelty, that is, along with glimpsing writing that does not hide its production processes, Darío exposes himself to the market under the index of “novelty”. In this regard, Darío idealizes the de-tefichization of his writing.
Keywords: Rubén Darío; writing; desfetishizing; city.
1. Escritura y fetiche
Natura, ya te has vuelto repugnante. (Darío, 1977, p. 67).
La burguesía ha despojado de su aureola de santidad a todas las actividades que hasta ahora eran venerables y consideradas con devota reverencia. Ha convertido al médico, al jurista, al clérigo, al poeta, al hombre de ciencia en asalariados a los que les paga un sueldo. (Marx y Engels, 2008, p. 28).
En libro I de El capital, siguiendo el proceso del valor y de los intercambios de las mercancías, Marx cuestiona el enigma de la forma de lo equivalente (Marx, 2008, p. 71). Con ello, pone en cuestión la forma absoluta -transparente- del intercambio, o bien, cómo el intercambio pretende suponer una forma equivalente de lo disímil1. En este contexto, Marx denomina fetichismo a la mercancía que, para constituirse como tal, oculta su propio proceso de producción, lo que avala cierta noción de representación2. A partir de ahí, proponemos que la exigencia de la escritura literaria en Rubén Darío radica en responder a los mecanismos de la mercancía. Parafraseando nuestro epígrafe de Marx y Engels, por tanto, se puede afirmar que la modernización y secularización del campo intelectual ha despojado de su aureola o de su carácter aurático al campo letrado latinoamericano. Más aún, proponemos que la transformación en las condiciones de producción, recepción y circulación es decisiva en la escritura de Rubén Darío. Lo decisivo radica en que Darío asume y expone esta transformación como condición de su escritura.
En esta lógica, cabe señalar que Darío trabajó como servidor asalariado de la economía burguesa. En el nuevo contexto económico-político, el letrado anhela desplazar los principios civilizatorios y, al mismo tiempo, se aleja del interés estatal al incorporarse en el mercado, por ejemplo, en calidad de chroniqueur (cfr., Rama, 1998, pp. 70-85). Así, la escritura, atravesada por la división del trabajo, aparece como un posible mecanismo de desenmascaramiento de la mercancía fetichizada. Como escritor-productor, pues, Darío comprendió que el ejercicio literario estaba expuesto a esta transformación de la industria. Dicha exposición marca el esfuerzo por desfetichizar o desenmascarar en el lenguaje poético las condiciones de producción y circulación del mercado.
La construcción de un dispositivo literario que expone su constitutiva imposibilidad -escritura desfetichizante- no apela ya a la inspiración o al genio como principios de la producción, sino al ingenio. La mística hierática de la revelación se desplaza frente al cálculo. Ya en Edgar Allan Poe aparece la inquietud por una obra literaria que responde a la metódica construcción de un artificio (cfr., Poe, 2006)3. Dicho de otro modo, el arte enfatiza su carácter ficcional y la naturaleza solo aparece reificada en lo artificial: «…hacer rosas artificiales que huelan a primavera, he aquí el misterio» (Darío, 1934, p. 170). Con el propósito de realizar esta lectura en la obra dariana, procuraremos seguir fundamentalmente los textos de Darío Azul… (2006) y Poesía (1977) en conexión intensiva con propuestas de Walter Benjamin4. Al mismo tiempo, se pondrán en cuestión las lecturas de Azul… de Eduardo de la Barra (2006) y de Juan Valera (2006). Finalmente, se propondrá la ciudad como la figura (es decir, no simplemente como objeto contenido o significado) que marca la temporalidad fragmentaria y fugaz de su escritura, así como el modo de circulación y recepción de sus textos. De este modo, la ciudad condensa la escritura que asume, con un carácter fugaz y tembloroso, los mecanismos de producción y circulación del fetiche-mercancía.
2. Rubén Darío y la escritura (des)fetichizante
La pérdida del aura afecta al poeta antes que a nadie. Se ve forzado a exponerse personalmente en el mercado. (Walter Benjamin, 2005, p. 34).
Los cambios de producción, circulación y recepción que tienen lugar con la revolución industrial del siglo XIX afectan la literatura de manera decisiva. El poeta, despojado de su aureola de santidad, se ve forzado a exponerse al mercado. En este registro, la escritura de Darío lleva a cabo un doble movimiento: asume las condiciones de producción y se expone al mercado como novedad.
El primer movimiento implica lo que se puede denominar una desfetichización del objeto literario. Es decir, hasta cierto punto, Darío no oculta las condiciones de su escritura, sino que incorpora la modernización tanto en el estilo como en sus contenidos. La distinción, pues, se complica. Es decir, forma y contenido se implican y es esta coimplicación la que será conjurada por parte de la recepción crítica más clásica al denunciar cierto decandentismo en Darío. Por otra parte, en un segundo movimiento Darío produce su escritura como novedad. Junto con atisbar una escritura que no oculta sus procesos de producción, Darío se expone al -se refugia en el- mercado bajo el índice de la novedad, rasgo propio de la modernización5. Así, mientras se deja ver que cierto mecanismo literario inscribe las condiciones que lo posibilitan, al mismo tiempo se hace ingresar ese dispositivo en el mercado como novedad, es decir, como fetiche. Se trata de un ingreso que transforma el afuera en adentro y convierte la exterioridad de la ciudad y sus flujos en una habitación, en un mundo. Dicho brevemente, cuando Darío produce y refiere la novedad, fetichiza -idealiza- la desfetichización y se resguarda en el afuera. Así, cierto idealismo del afuera pone en forma la crítica de lo antiguo y se presenta en un tipo de obra que se determina a sí misma como lo más novedoso del mercado literario.
Proponemos que este doble movimiento marca la producción de Rubén Darío. Se trata de una doble traza según la cual la escritura asume y expone los cambios de producción, recepción y circulación, pero que, al mismo tiempo, al plantearse como novum, ingresa al mercado como fetiche y, en cuanto tal, se recoge, se resguarda. Por lo tanto, el modernismo de Darío radica en intentar producir la novedad literaria en una doble marca que se puede denominar (des)fetichización6.
3. Fetichización de Darío
Respecto de este doble movimiento, entonces, intentamos plantear una «lectura intensiva» respecto de Darío. En esto seguimos, metodológicamente, a Gilles Deleuze, quien escribía:
Y es que hay dos maneras de leer un libro: puede considerarse como un continente que remite a un contenido, tras de lo cual es preciso buscar sus significados o incluso, si uno es más perverso o está más corrompido, partir en busca del significante (…) Se comentará, se interpretará, se pedirán explicaciones, se escribirá el libro del libro, hasta el infinito. Pero hay otra manera: considerar un libro como una máquina asignificante cuyo único problema es si funciona y cómo funciona, ¿cómo funciona para ti? Si no funciona, si no tiene ningún efecto, prueba a escoger otro libro. Esta otra lectura lo es en intensidad: algo pasa o no pasa. No hay nada que explicar, nada que interpretar, nada que comprender. Es una especie de conexión eléctrica (…) Esta otra manera de leer se opone a la precedente porque relaciona directamente el libro con el Afuera. (Deleuze, 2006, p. 16)
Siguiendo a Deleuze, entonces, nuestra propuesta radica en preguntarse acerca del agenciamiento de la escritura como flujo y no como un código resulto de seguridad. Por lo tanto, aquí no se intenta dar cuenta del contenido o de aquello que exponen los cuentos y poemas de Darío. O bien, no se trata simplemente de dar cuenta o explicar un determinado motivo o de hacer explícito aquello que, clásicamente comprendido, sería central respecto de las maneras o de formas presentación. En este sentido, en el presente análisis se entiende que la ciudad es tanto objeto como forma. Así, nuestra cuestión central se puede resumir con las siguientes preguntas: ¿qué hace la escritura de Rubén Darío?, ¿qué expone?, con todo, ¿qué (no) pasa en ella?, ¿qué nos ocurre? Estas preguntas se condensan en las intensidades que se movilizan un tanto libremente a partir de la escritura de Darío. Desmantelar la demanda de leer aquello de lo que tratan los textos darianos requería intentar leer la escritura como máquina e intentar afirmar -como Deleuze- que todo libro es una multiplicidad. Esto configura nuestra pretensión de subrayar -con Darío y a pesar de Darío- una noción de escritura (des)fetichizante que, sin embargo, su voluntad de originalidad de tiende a anular. Dicho de otro modo, pretendemos subrayar un afuera, un exterior, que Darío solo expone como una modalidad del refugio. No levanta ni escribe desde el interior del salón para buscar abrigo, sino que se expone como un modo de anular la exposición: transforma el afuera en un adentro, se expone a la ciudad y sus flujos, para así transformarla en habitación, en hábitat, en mundo. Esta puesta en escena (como novedad) anula y limita las intensidades que no tienen origen.
4. Artificio
Darío escribe que Azul… «es una producción de arte puro, sin que tenga nada de docente ni de propósito moralizador» (Darío, 1991, p. 141). Esta «producción» que no tiene ningún propósito moralizador o docente, no prescribe nada, corresponde, pues, a una noción de arte respecto de la que es preciso subrayar no la pureza, sino el concepto de producción, o bien, una noción donde la pureza aparece como un efecto de escritura. Así, en «El arte», escribe Darío: «El arte es el creador / del cosmos espiritual, / forma su halito inmortal…» (Darío, 1977, p. 119). Aquí no es la naturaleza o lo natural lo creador, sino el «arte» que ahora adquiere su potencia artificiosa: ars, artis se vincula, pues, con la tekhné y el artificio, no con una verdad o un misterio anterior y oculto que se revela a través de un medio poemático pasivo. No se trata de la «idea» factible de aparecer (o, no) en un determinado «estilo». En el arte de Darío lo «inmortal» es un arte-factum. Dicho de otro modo, lo eterno -creatura del arte- es un efecto de superficie, una finta de lo fugaz, una ficción del origen. Esto, nos parece, tiene lugar en «Cyrano en España», un poema de 1889 donde se lee: «Es el Arte / el que vence el espacio y el tiempo…» (Darío, 1977, p. 252). Sobre este punto se detendrá Darío en «Dilucidaciones» de El canto errante:
La actividad humana no se ejercita por medio de la ciencia y de los conocimientos actuales, sino en el vencimiento del tiempo y del espacio. Yo he dicho: Es el Arte el que vence el espacio y el tiempo. He meditado ante el problema de la existencia y he procurado ir hacia la más alta idealidad. He expresado lo expresable de mi alma y he querido penetrar en el alma de los demás, y hundirme en la vasta alma universal. He apartado asimismo, como quiere Schopenhauer, mi individualidad del resto del mundo, y he visto con desinterés lo que a mi yo parece extraño, para convencerme de que nada es extraño a mi yo. He cantado, en mis diferentes modos, el espectáculo multiforme de la Naturaleza y su inmenso misterio. He celebrado el heroísmo, las épocas bellas de la Historia, los poetas, los ensueños, las esperanzas. He impuesto al instrumento lírico mi voluntad del momento, siendo a mi vez órgano de los instantes, vario y variable, según la dirección que imprime el inexplicable Destino. (Darío, 1977, p. 304)
Toda la facultad humana de obrar se define por la capacidad de vencer el propio tiempo y el propio espacio. Y, este sentido, el arte (ars, artis, lo que es producto de un trabajo que no se separa limpiamente de la habilidad ni del artilugio) es lo que puede alcanzar la idealidad y lo que puede hundirse, más allá de la existencia particular de mi alma, mi individualidad, mi yo, en el alma universal. Forzando la lectura -con Darío y a pesar de Darío- esto implica que la idealidad solo vive gracias a la actividad humana, gracias al arte, gracias al artificio, gracias al arte creador, e, incluso, que la Naturaleza y su misterio solo viven gracias a un facere que no se distingue tan fácilmente de la maniobra, del laboratorio (lo que, en latín, vincula oratores con laboratores) y del instrumento.
A contrapelo de cierto idealismo subrayamos el materialismo (este carácter material del arte como lo único capaz de vencer el tiempo y alcanzar la idealidad más alta) que Darío conjura como novedad. Se hace, pues, hincapié en la (f)actualidad de una escritura que, hasta cierto punto, desmonta las oposiciones más clásicas en una cartografía que asume la economía como su condición narrativa. Dicho de otra manera, la cartografía textual dariana expone la economía que la posibilita en la medida en que no establece una separación entre algún sustrato y los procesos a partir y a través de los cuales se produce y circula.
Darío, pues, compone cierta escritura que se resiste a ocultar su época en la presunta limpieza de una representación segura. Más bien, esta se expone y, con ello, se convierte en una muestra de la seguridad (se volverá sobre este punto más adelante). Así, mientras el realismo alcanzó mayor desarrollo en la novela como transparente representación del cuadro de costumbres -lo que se puede denominar la representación de un «objeto»- el modernismo de Darío encuentra en la escritura entrecortada y breve -es decir, el cuento y el poema- la enseña de su expresión epocal; diferencia, pues, de intensidad. Si el ejercicio del oficio escritural -en un sentido más tradicional, entendido como deseo representación- requería de inspiración y ensimismamiento, aquí el contrapunto se ofrece en el cálculo y el método. En el metódico cálculo de composición, los modos de producción, presentación y representación, en el caso de Darío, son puestos en escena para denunciarlos, interrogarlos y resguardarlos.
La interrogación de los modos de producción se da, más allá de cualquier topología, como un punctum no representacional, desenfocado. Azul..., por ejemplo, está lejos de ser un «plan limitado y exclusivo» (Darío, 1991, p. 138). El punto ciego, palpitante, como locus sin localización donde articulamos -articulación vacilante- escritura y desfetichización, tiene el frágil fulgor de lo interruptivo, de la inoperancia que se retira de la gran obra clásico-romántica y que acoge, en esa retirada, el rendimiento del estar suspendida en el límite. No se trataría, entonces, de «reconstituir por el encadenamiento de las palabras y por su disposición en el espacio del orden mismo del mundo» (Foucault, 1968, p. 46), sino de modificar incluso las técnicas y modos de representación7.
En este sentido, nos aventuramos a decir que la escritura de Darío no representa sus motivos dramáticos o discursivos como meros temas en el supuesto espacio autónomo de la literatura, sino que esos «motivos» son la condición misma del espacio literario: la ciudad, el pasaje, lo fragmentario -y la experiencia de lo fragmentario- no operan en Darío como temáticas exteriores que vendrían a representar un fondo oculto y más elevado, un fondo que es más elevado porque es moralizador, y moralizador porque es verdadero, bueno y bello. Lo que se denomina «estilo» no es simplemente secundario y accesorio. Se trata, más bien, como en «La canción del oro», de exponer las condiciones que posibilitan la escritura «como los fragmentos de un sol despedazado» (Darío, 2006, p. 87). En este sentido es que se ha subrayado -lo que denominamos de manera esquemática, primer movimiento- que Darío no fetichiza las condiciones que posibilitan su producción literaria. A partir de esto, se puede decir que su escritura, al acoger las nuevas categorías de la modernidad, instala una cuestión radical: el cuestionamiento, no sin resistencia de parte de la crítica, del estatuto de lo literario en la ficción en cuanto tal.
5. La resistencia de la recepción
Se ha intentado subrayar que en Darío no hay una diferenciación entre forma y contenido, entre motivo y modos de presentación. Sin embargo, de la Barra, en su «Prólogo» a Azul... despliega una lectura que se fundamenta en las categorías estéticas más clásicas: «lo bueno, lo bello y lo verdadero» (de la Barra, 2006, p. 20). Así, en una esquemática que no duda ni se sale de cuadros, establece como lo primordial el «asunto» antes que el «estilo», la «idea» antes que el «ropaje», y, así, cada vez, insistentemente, subordina el «cuerpo» y la «ficción» a determinada «verdad»: «El asunto (...) es, sin duda, lo primero» (de la Barra, 2006, p. 19, la cursiva es nuestra).
Bajo esta regla primordial, de la Barra discurre acerca de la ficción como apariencia subordinada a lo sustancial, que, por lo demás, enlaza la determinación de gran obra a su condición de verdad: «Bajo las apariencias graciosas de la ficción suele ocultarse la fuerza de las grandes enseñanzas, y entonces la obra llega a las altas cumbres del arte» (de la Barra, 2006, p. 20). Así, no concibe una «producción que no tenga nada de docente ni de propósito moralizador». En lo que podríamos denominar su poética del asunto, de la idea o de la verdad, la(s) ficción(es) de Darío vendría(n) a ser un caso, una derivación. Esta operación de lectura pone en marcha cierta resistencia a las intensidades que Darío pone en juego y en escena. En este sentido es que de la Barra identifica «enseñanzas» generales en cuanto «ideas» moralizantes, de las cuales Darío solo presentaría ejemplos o, mejor, representaciones. Respecto de «El rey burgués», «El velo de la reina Mab», «La canción del oro» o de «El fardo», de la Barra insiste en ver la universalidad de una idea expresada poéticamente. La poesía para él es mímesis de una idea y Darío, un ejemplo, un caso, una derivación, de la mímesis poética.
En este sentido, no es casual -no podría serlo en el rasero de su lectura- que sostenga que es preciso dejar a un lado la escuadra y el compás del retórico (de la Barra, 2006).8 El autor, privilegiando el asunto por sobre el estilo, lleva a cabo una suerte de traducción limpia o transparente, que no se detiene en los ritmos de Darío, en los cambios de tono y en las variaciones de tempo. Como escribe Nietzsche: «Lo que peor se deja traducir de una lengua a otra es el tempo (ritmo) de su estilo» (Nietzsche, 1999, 52). Se puede decir, entonces, que lo peor que lee de la Barra es el tempo del estilo de Darío. De ahí que, desde el punto de vista de una lengua y de una lectura que no traduce ni se afecta por este elemento, para él el estilo no deja de ser lo secundario, el murmullo, la apariencia graciosa siempre dependiente del asunto primordial. El autor no se deja afectar, no recibe el golpe dariano, o bien, él intenta, sin más, recomponer la aturdida taxonomía:
Su originalidad incontestable está en que todo amalgama, lo funde y lo armoniza en un estilo suyo, nervioso, delicado, pintoresco, lleno de resplandores súbitos y de graciosas sorpresas, de giros inesperados, de imágenes seductoras, de metáforas atrevidas, de epítetos relevantes y oportunísimos, y de palabras bizarras, exóticas aún, mas siempre bien sonantes. (de la Barra, 2006, p. 21)
Si bien apunta -no podría no notarlo- la amalgama resplandeciente del estilo que todo lo funde, su lectura «interesada» no cesa de condenar lo que él denomina «lo bizarro» respecto de «lo bien sonante». Es decir, no cesa de subordinar la forma degradada frente al fondo, el esmalte frente al concepto, el colorete bermellón frente a la sobriedad de la naturaleza, el estilo atrio frente al rodio y el buen gusto, el exceso frente a la elegancia, el cuerpo frente al verbo, el oropel y lo artificial frente al aire sano. Esta estrategia de lectura, que denominábamos poética del asunto, implica «que el pensamiento debe ajustarse a su forma y armonizar con ella» (de la Barra, 2007, p. 24) y que debe hacerlo sin olvidar jamás el peligro del «exagerado amor a la forma» que, con la potencia de la moda, en ocasiones «ha perjudicado al pensamiento y producido esas deformidades en la literatura, que suelen encontrar fervorosos partidarios y hasta a imponerse a un pueblo y a una época» (de la Barra, 2006, p. 24). El autor también agrega:
Nacen estas plagas del prurito de crear nuevos dialectos poéticos, que no corresponden a nuevas ideas ni a nuevos sentimientos; nacen de sobreponer, por moda, lo ficticio a lo natural, lo convencional a lo verdadero, la factura del mosaico paciente a los esplendores del genio. (de la Barra, 2006, p. 24)
Mientras monta su lectura en una diferenciación entre verdad sustancial y ficción, la máquina escritural de Darío expone la ficción de la verdad o la verdad como ficción. Dicho de otro modo, si para de la Barra el maquillaje es encubrimiento de la naturaleza, Darío no oculta el «encubrimiento», pues ahora, modernamente, el «encubrimiento» es parte del «asunto». A partir de esta clave de lectura aquí se afirma que Darío no fetichiza aquello que posibilita su escritura, sino que expone las condiciones de su aparato compositivo como espacio literario. Darío denuncia que la verdad y el asunto no están lejos del estilo, del maquillaje o la cosmética. Así, el encubrimiento u obliteración radica en suponer esa distancia. Nos parece que exponer la ficción de la verdad o la verdad como ficción desbarata o pone en tembladera este montaje disciplinario que, al desechar lo ficticio, lo convencional o el mosaico, fija lo poético en virtud del genio.
En un registro análogo al de E. de la Barra, Valera llama al método o traza de composición de Darío ficelle (Valera, 2006, p. 60), justamente para criticar cierto «abuso» o «muletilla». Lo esperable, según él, es que la composición, como lenguaje de la pasión, sea espontánea y no metódica. Podríamos agregar: genialmente espontánea o espontánea bajo el signo del genio. Quizás no sea necesario preguntarse qué hubiera escrito Valera, desde su pretendida espontaneidad como genial signatura, acerca del «Método de composición» de Poe, quien no pretende hacer creer que escribe sus composiciones «gracias a una especie de sutil frenesí, o de una intuición estática», sino que permite echar una mirada tras los bastidores exponiendo el modus operandi de sus composiciones (Poe, 2006, p. 204).
Tanto de la Barra como Valera fetichizan el mecanismo de la escritura al procurar promover cierta naturalización o establecer el supuesto de algún nimbo o carácter misterioso. En este sentido, la escritura de Darío no hace fetiche, no oculta sus condiciones de producción, sino que las expone. Es decir, la máquina escritural dariana, al preguntarse por las condiciones en que su productividad da cuenta de sus modos de producción (revolución del lenguaje poético que asume las condiciones del mercado simbólico), no oculta la corporalidad del soporte, no representa -ni por espectáculo ni delegación- objetos, sino que, hasta cierto punto, exhibe las huellas de su tiempo de producción como pensamiento material9. Dicho de otra manera, la escritura de Darío no está sujeta a la estabilidad, sino que refiere a la novedad y a cómo la produce: «la novedad, equiparada a originalidad, nace del ejercicio de una subjetivación violenta de la creación artística» (Rama, 1985a, p. 25).
Ahora bien, los nuevos modos de producción que se despliegan en la ciudad del siglo XIX influencian a Darío. Sus composiciones, por ejemplo, radicalizan la indigencia de la comunicación, la enajenación, marginalidad o la embriaguez de los artistas en la naciente esquemática de la nueva polis, así como la contraposición entre el frenesí de la nueva gran ciudad con la pobreza de provincias y campos. Lejos de esta operación escritural, de la Barra afirma que «los románticos tienen razón de ser: representan la revolución en las letras», pues «dieron a las letras un rumbo más humano y más propio de nuestro tiempo y nuestra civilización» (de la Barra, 2006, p. 25). Frente a la importancia capital que le da al romanticismo, él pregunta «¿Qué buscan los decadentes? ¿Qué nos traen de nuevo? ¿Cuál es su razón de ser?» y los califica como aquella escuela modernísima o secta que «busca con demasiado empeño el valor musical de las palabras y descuida su valor ideológico. Sacrifica las ideas a los sonidos y se consagra, como dicen sus adeptos, a la instrumentación poética» (de la Barra, 2006, p. 25). Finalmente, y como un modo de neutralizar a Darío, concluye que este no es decadente. Conjurando, así, el peligro del abismo radicalmente «otro», recurre a cierto numen divino. La diferencia, lo «otro», aparecen en su prólogo como patología, como lo deforme, la peste, lo decadente, lo neurótico10, incluso como lo chino o lo turco:
Los decadentes no sólo olvidan el significado recto de los vocablos, sino que los enlazan sin sometimiento a ninguna ley sintáctica, con la que tal de ellos resulte alguna belleza a su manera, la cual bien puede ser algarabía para los no iniciados en sus gustos.
A los que así proceden los llamó el buen sentido público decadentes, y ellos, como pasa tantas veces, del apodo hicieron una divisa.
Los poetas neuróticos de esta secta hacen vida de noctámbulos y ocurren a los excitantes y narcóticos para enloquecer sus nervios, y así procurarse visiones y armonías y ensueños poéticos. Acuden a la ginebra y al ajenjo, al opio y la morfina, como Poe y Musset, como los turcos y los chinos. El deseo de singularizarse es su motor, la neurosis, su medio.
¡Tales son los decadentes, los de la instrumentación poética! ¡Divina locura! ¡curioso caso de patología literaria!
En estos neuróticos debe operarse cierta inversión de los sentidos, pues que en su vocabulario especial confunden los sonidos con los colores y los sabores, como pasa bajo el imperio de la sugestión hipnótica. (de la Barra, 2006, pp. 25-26)
Para de la Barra, Darío no sería decadente porque, aunque tiene las inclinaciones, no posee las extravagancias de tal escuela y tendría «el divino numen que lo salva de las atracciones del abismo» (2006, p. 27). Darío, según él, jamás olvidaría «el buen sentido» que vivifica la «envoltura opulenta», los «desbordamientos de oro, esas frases, caleidoscópicas esas combinaciones armoniosas en períodos rítmicos, ese abarcar un pensamiento en engastes luminosos» (2006, p. 28). Así, aunque no se pueden desconocer su tendencia, sus inclinaciones, Darío solo se creería decadente. No lo es, pero el autor temía que la moda lo precipitara a la peste de la decadencia:
Su admiración por los primores y rarezas de la frase, su inclinación y gusto por los pequeños secretos del colorido de las palabras y armonías literales, han hecho, sin duda, que él se crea decadente.
No lo es dijimos, porque no tiene las extravagancias de la escuela. Sus mismas sorpresas, novedades, rarezas de forma, son tan delicadas, tan hijas del talento, que se las perdonarían hasta los más empecinados hablistas. Suele haber raíces exóticas en su vocabulario, suelen deslizarse algunos graciosos galicismos; pero, es correcto, y si anda siempre a caza de novedades, jamás olvida el buen sentido, ni pierde el instinto de la rica lengua de Castilla al amoldar las palabras a su orquestación poética. No así en las cláusulas de su florido lenguaje.
Ellas tienen más el corte francés moderno, brusco, breve, nervioso, que el desarrollo grave, amplio, majestuoso de la frase castellana. (de la Barra, 2006, p 29)11
Aquí hay una operación que de la Barra no vislumbra. Se juega en lo que él llama «las cláusulas de su florido lenguaje» que «tienen más el corte francés moderno, brusco, breve, nervioso, que el desarrollo grave, amplio, majestuoso de la frase castellana». Entonces, ¿qué se juega en ese florido lenguaje que, respecto de la clásica gravedad amplia y majestuosa, en una economía radicalmente otra, se despliega con la frágil tesitura de lo brusco y lo breve?
6. El escritor como productor
¿Qué se juega, pues, en la brusca brevedad? Proponemos que aquí se juega la interrupción de Darío como escritor-productor. En las actuales condiciones de producción, la devaluación de la aureola del escritor implica que su actividad ha dejado de ser venerable y que ha dejado de ocupar un lugar de reverencia. Escribe Ángel Rama:
(…) En las últimas décadas del XIX y comienzos del XX, en ese período propiamente modernista que se cierra en 1910, no sólo no hay sitio para el poeta en la sociedad utilitaria que se ha instaurado, sino que ésta, al regirse por el criterio de economía y el uso racional de todos sus elementos para los fines productivos que se traza, debe destruir la antigua dignidad que le otorgara el patriciado al poeta y vilipendiarlo como una excrecencia social peligrosa. Ser poeta pasó a constituir una vergüenza. La imagen que de él se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la del insocial, la del hombre entregado a borracheras y orgías, la del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta delicado e incapaz, en una palabra -y es la más fea del momento- la del improductivo. Quienes más contribuyeron a crear esta imagen fueron, porque no pueden ser otros, intelectuales, en especial los críticos tradicionalistas, verdaderos ideólogos de esta lucha contra el poeta que orienta la burguesía hispanoamericana, porque no distinguía mucho entre el peligro de un hombre dedicado a la poesía y el de un anarquista con su bomba en la mano (…). (Rama, 1985a, p. 57)
Por tanto, el poeta o escritor modernista no tiene ni la participación ni la influencia que caracterizaban al escritor del Neoclasicismo y el Romanticismo (cfr., Poblete, 2002, p. 236). Junto con ello, el mercado simbólico devalúa la demanda, importancia e impacto de las producciones artísticas. En este escenario, Rama (1985a) apunta que se pueden identificar a quienes rechazan o se niegan al mercado (outsiders, bohemios, improductivos) y a otros escritores que, como Darío, comprenden que la respuesta es agenciar una especificidad de la figura -y trabajo- del escritor12. Darío, pues, asume su condición de productor en el mercado, y en el mercado revoluciona el lenguaje poético (su medio de producción). Al incorporarse al mercado, por ejemplo, en calidad chroniqueur, periodista, cronista intelectual, comentarista (sea en El mercurio en Chile, o La época en Buenos Aires), busca una forma (específica de trabajo) y una función del escritor cuya aureola está devaluada. Es decir, asume su posición de productor en y para el mercado, en una forma de trabajo que condensa una escritura que le da especificidad a sus composiciones y a su figura. Esta escritura tiene el carácter de lo breve y lo brusco, es decir, lo ominoso que espanta a de la Barra y que radica en esta exposición al mercado. Se trata, si puede decirse así, de la figura del escritor como productor que remite a Walter Benjamin.13
Para Benjamin, por ejemplo, «Baudelaire fue quizá el primero en concebir la idea de una originalidad ajustada al mercado» (Benjamin, 2005, p. 341), de tal suerte que en este ajuste y exposición «consiste su carácter destructiv<o>, purificador. El arte es útil en la medida en que es destructivo. Su inquina destructora se dirige no poco contra el concepto fetichista del arte» (Benjamin, 2005, p. 325). Ya se apuntó que Marx llama fetiche a la mercancía que oculta sus medios y modos de producción en una suerte de «carácter misterioso». De ahí que no sería inoportuno seguir a Benjamin cuando subraya que «Baudelaire señaló el precio al que puede tenerse la sensación de lo moderno: la trituración del aura en la vivencia del shock» (Benjamin, 1972, 170). Siguiendo, pues, esta línea, se puede decir que, en medio de la producción en masa, Darío responde con una producción cuidadosa, metódica, con una arquitectónica que no es casual y que, desplegada en versos, prosas, cuadros o prosemas, produce, bajo los requerimientos de la novedad, atracción, velocidad, shock, rareza e intensidad.
En esta clave de lectura, entonces, es que se ha insistido en que Darío asume las nuevas condiciones de producción como aquello que posibilita su escritura, operación que, de alguna manera, se ejerce contra el estatuto del mercado burgués: «… la burguesía encubre su coartada -la historia- con una coartada aún más remota: la historia natural» (Benjamin, 2005, p. 244). De este modo, la operación de escritura de Darío, con los rasgos de estilo del modernismo, radica en desenmascarar la mercancía fetichizada, así como en desnaturalizar («Natura, ya te has vuelto repugnante», citábamos en nuestro primer epígrafe) los conceptos; desbarata así la distinción naturaleza/cultura al ofrecerla, por ejemplo, en el cuadro «Naturaleza Muerta» del Álbum Santiagués, como simulacro.
7. Ciudad
En tanto el flâneur se exhibe en el mercado, su flânerie sigue las fluctuaciones de la mercancía. (Benjamin, 2005, p. 373)
Convengo de cualquier modo. / No son raras hoy las víctimas; / y es preciso, en el mercado / donde todo se cotiza, / que se demande y se busque / el material de la orgía. (Darío, 1977, p. 139)
Dadas las condiciones que determinan la ciudad moderna, la escritura se retira de la gran obra, es decir, se repliega de su experiencia ontológica determinada como bella totalidad, o de la esencia para la cual la obra estaba destinada como vestido de una idea o un telos. Su finalidad, pues, es estética. Así, la experiencia poética se ofrece a nuevas categorías espaciotemporales: la ciudad utópica se desestabiliza. Si «lo que resuena en Baudelaire cuando invoca a París en sus versos es la caducidad y fragilidad de una gran ciudad» (Benjamin, 2005, p. 340)14, para Darío lo caduco estriba en el tempo, en los «ritmos locos y revueltos» que se agolpan en la cabeza del poeta lírico del «Álbum porteño» o «del enjambre humano» que bulle «a ruido de música, de cuchicheos vagos y palabras fugaces» en «Álbum santiagués» (Darío, 2006, p. 121), tempo y síncopa que transforman el estatuto de lo literario.
Esta economía, lógica o relación de modos de producción, desedimenta el modo constitutivo de la producción tradicional. Por lo tanto, la época determinada por el valor de unicidad, cuyos estandartes son el oficio, la práctica, la paciencia, la mirada, la mano, el toque, el pincel, la paleta, la pasta, la veladura, los colores, el relieve, la representación, modos constitutivos del modo de producción tradicional, queda trastornada:
Una profecía de 1855: «Nos ha nacido, hace pocos años, una máquina, el honor de nuestra época, que, cada día, sorprende a nuestro pensamiento y espanta a nuestros ojos. Esta máquina, antes de un siglo, será el pincel, la paleta, los colores, la maña, el hábito, la paciencia, el vistazo, el toque, la pasta, la veladura, la triquiñuela, el modelado, el acabado, la fiel ejecución / antes de un siglo ya no habrá albañil en pintura: sólo habrá arquitectos, pintores en la plena acepción de la palabra / que no se piense que el daguerrotipo mata el arte. No, mata la obra de la paciencia, rinde homenaje a la obra del pensamiento / cuando el daguerrotipo, ese niño gigante, alcance la edad de la madurez; cuando toda su fuerza, cuando toda su potencia se haya desarrollado, entonces el genio del arte le echará de repente la mano al cuello y le gritará: “¡Mío! Ahora eres mío, vamos a trabajar juntos”». (Benjamin, 2005, p. 683)15
Para Benjamin, la ruptura de la fotografía con la disposición de la albañilería en pintura se manifiesta radicalmente en la posibilidad de la cámara de obturar aquello que el ojo no puede captar (el inconsciente óptico). Por su parte, para Darío, la lírica no está sino afectada por el estremecimiento de la ciudad, es decir, por las «agitaciones», las «turbulencias», el «ruido», el «tropel de los comerciantes», los «gritos», el «bullicio» y el «hervor» de las cuales intentaba huir el poeta lírico de «Álbum porteño»:
Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lápiz, Ricardo, poeta lírico incorregible, huyendo de las agitaciones y turbulencias, de las máquinas y de los fardos, del ruido monótono de los tranvías y el chocar de los caballos con su repiqueteo de caracoles sobre las piedras; del tropel de los comerciantes; del grito de los vendedores de diarios; del incesante bullicio e inacabable hervor de este puerto; en busca de impresiones y de cuadros, subió al Cerro Alegre (...) Abajo estaban las techumbres de Valparaíso que hace transacciones, que anda a pie como una ráfaga, que puebla los almacenes e invade los bancos, que viste por la mañana terno crema o plomizo, a cuadros, con sombrero de paño, y de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo a la luz que brota de las vidrieras, los lindos rostros de las mujeres que pasan (...) Donde estaba el soñador empedernido, casi en los más alto del cerro, apenas si se sentían los estremecimientos de abajo (...) Por la noche, sonando aún en sus oídos la música de Odeón y los parlamentos de Astol; de vuelta de las calles donde escuchara el ruido de los coches y la triste melopea de los tortilleros, aquel soñador se encontraba en su mesa de trabajo, donde las cuartillas estaban esperando las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres de los ojos ardientes (...) La cabeza del porta lírico era una orgía de colores y de sonidos. Resonaban en las concavidades de aquel cerebro martilleos de cíclope, fanfarreas bárbaras, risas cristalinas, gorjeos de pájaros, batir de alas y estallar de besos, todo como en ritmos locos y revueltos. Y los colores estaban como pétalos de capullos distintos confundidos en una bandeja, o como la endiablada mezcla de tintas que llena la paleta de un pintor. (Darío, 2006, pp. 115-120)
Al «final» del cuadro-relato de Darío, la «cabeza» -aquí, cuestión capital- del poeta lírico Rubén se abarrota de ritmos al exponerse al mercado del que trataba de huir. La relación entre el «final» y la «cabeza», pues, ponen en cuestión la lógica del inicio, del íncipit, del principio y del príncipe a propósito del legado, del linaje, de la cabeza soberana y, sobre todo, plantea el problema de la mercancía y el capital. Se trata, quizás, de la «emoción deliciosamente nueva» que relata el narrador de «El hombre de la multitud» de Edgar Allan Poe (2009, p. 330).16 En el relato de Poe se pone en juego cierto desplazamiento de la contemplación (de «la variada concurrencia del salón» o de mirar «hacia la calle a través de los cristales velados por el humo») en virtud de una estrategia que asume el tempo, el ritmo, los tonos e intensidades de aquello que se relata; así, se desbarata la distinción simple entre forma y contenido al resignificar el campo de la estética. Como el organillero de «El rey burgués», el poeta está en la intemperie. Con todo, en Darío, se trata, entonces, de la acelerada transformación de las ciudades, del mercado y del capital, de una nueva experiencia de la modernidad frente a la cual la literatura responde con estrategias escriturales que cuestionan el estatuto de lo literario17. Si se trazan líneas de fuga, pasajes, que se disgregan sin centro en la «complicada serie de atajos y callejas» (Poe, 2009, p. 337), se cuestiona, por una parte, el carácter de mímesis del arte, el carácter que la definía, en el siglo XVI, como imitación del espacio y, por otra, el carácter tradicional de lo bello18. El poeta lírico, como diría Benjamin, es sensible al cambio:
A mediados de siglo cambiaron las condiciones de producción artística. El cambio consistió en que por primera vez se le impuso decisivamente la forma de mercancía a la obra de arte, y la forma de la masa a su público. La lírica, como resulta imposible ignorar en nuestro siglo, fue especialmente sensible a este cambio. (Benjamin, 2004, p. 344)
El desmontaje de las oposiciones clásicas involucra, sobre todo, la oposición entre forma y contenido. Si la crítica ha propuesto que la escritura de Darío se edifica contra el «telón de fondo» de la «vulgaridad de las ciudades latinoamericanas» o como respuesta al «amasijo desordenado de la vida popular americana» (Rama, 1985b, p. 55), para nosotros el tratamiento de la ciudad marca la temporalidad fragmentaria y fugaz de su escritura, así como el modo de circulación y recepción de sus textos. De este modo, la figura de la ciudad en Darío no aparece solo como un objeto (sentido, contenido, significado). Por tanto, no basta simplemente con identificar las «representaciones» de la ciudad en la obra dariana. La ciudad, más bien, condensa la vocación poética que asume, como lo fugaz y tembloroso, los mecanismos de producción y circulación del fetiche-mercancía. Frente al encubrimiento burgués de la historia natural, la estrategia de Darío, insistimos, consiste en cierta desnaturalización que expone sus procedimientos de producción, en un alegato contra la concepción imitativa del arte. Ante el dominio del fetiche-mercancía, Darío, como movimiento estratégico y revolucionario del lenguaje en cuanto medio de su producción poética, escribe en periódicos y diarios en una escritura que no favorece la intelección meditativa, sino la ruptura, la irruptividad, lo entrecortado, la rapidez propia de la lectura que (h)ojea. La ciudad, lo breve y brusco, lo entrecortado, convierte el cuento-mercancía en materia fracasada, en el sentido en que, según Benjamin, «es la elevación de la mercancía al nivel de la alegoría» (Benjamin, 2005, p. 225). Para Rama,
Esas tendencias estilísticas son: novedad, atracción, velocidad, shock, rareza, intensidad, sensación. Las mismas que rencontraremos en el arte modernista. La búsqueda de lo insólito, los acercamientos bruscos de elementos disímiles, la renovación permanente, las audaces temáticas, el registro de los matices, la mezcla de las sensaciones, la interpenetración de distintas disciplinas, el constante, desesperado afán de lo ideal, son a su vez rasgos que pertenecen al nuevo mercado, y, simultáneamente, formas de penetrarlo y dominarlo. (Rama, 1985a, pp. 76-77)
La economía burguesa, concentrada en el capital, convierte el arte en mercancía y degrada la figura del poeta. En la exposición de su lógica, descansa, sin embargo, la chance de su crítica. En este registro, con esta intensidad, Darío expone la economía burguesa: en «El rey burgués», el poeta que ha «abandonado la inspiración de la ciudad Malsana» es incomprendido por el Rey y, como un pobre diablo, muere con una sonrisa amarga en sus labios; en «El sátiro sordo», el Rey Sátiro es incapaz de escuchar a Orfeo; en «El velo de la Reina Mab» el premio o la recompensa del artista es la vanidad.
El cuestionamiento de la figura del poeta permite desenmascarar el ejercicio del poder soberano, es decir, mostrar el escenario de las fluctuaciones o ejercicios del engranaje administrativo del poder. Así, en «El fardo», en el despliegue de «la Gran confusión del trabajo que da vértigo» (Darío, 2006, p. 80)19, Darío introduce maquinarias que, propias del sistema agrario, irrumpen en el trabajo y condiciones de vida de los obreros. En «El rey burgués» se cuestiona el modo de producción agrícola que se moviliza, en su centro, desde el patriarca-soberano, como una política jerarquizante de modelo productivo. El rey burgués o la soberana burguesía, establece una jerarquización kafkiana en su detentación ubuesca del poder (cfr., Foucault, 2007, pp. 25-26).
Del mismo modo, en clave de arte-mercancía, en «La muerte de la emperatriz china» se presenta, en medio del amor idílico de Recaredo y Suzette, el gusto del protagonista por las chinerías. Allí, el mirlo, testigo imposible, ríe. Sin embargo, el mirlo no se burla de la muerte del busto de la emperatriz (la chinería como emperatriz), sino de Recadero y Suzette: el busto de la emperatriz, por decirlo así, hace que ella se «vea» en su relación con Recadero y, al romper el busto, al vengarse, vuelve a olvidar las condiciones en que se desarrolla su amor idílico. Es decir, Suzette oculta, borra, enmascara las condiciones que (im)posibilitan su amor. El mirlo ríe y en su risa, nueva chinería, nos recuerda lo que Suzette quiere hacer olvidar. Para decirlo con Benjamin, el mirlo nos recuerda que «la risa es una articulación destrozada» (Benjamin, 2005, p. 333).
Todo «asunto», así, es inseparable de su «forma». El cuestionamiento a la burguesía, a la naturaleza, al enmascaramiento, se ejerce a la velocidad con la que el siglo XIX pone a las mercancías fuera del valor de uso, como los periódicos donde escribe Darío o como la experiencia del viaje (experiencia como tránsito) que lleva a Darío por Chile, Buenos Aires, Madrid y París. Así, el vínculo entre crítica y desgaste implica la relación entre lo ideal o lo imperecedero con lo fugaz, lo breve, lo veloz. Por ejemplo, en «El ideal» cierto deseo se mantiene fijo -porque fugaz- en lo inaccesible:
Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quien enamorar… Pasó, la vi como quien viera un alba, huyente, rápida, implacable. Era una estatua antigua con un alma que se asomaba a los ojos, ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma. Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con la majestad de su belleza, y me vio como una reina y como una paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante, como una visión que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la Naturaleza y de Psiquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, vi el vestido luminoso de la hada, la estrella de su diadema, y pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Mas de aquel rayo supremo y fatal sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un sueño azul. (Darío, 2006, pp. 126-127)
Respecto de «lo huyente», «lo rápido», «lo implacable», no queda más que una «visión que deslumbra». Como en «Melancolía», no se podría más que ir «sin rumbo» y «a tientas», «ciego y loco» (Darío, 2006, p. 217). Respecto de lo huyente, entonces, no se hace lugar, sino el tránsito ciego y loco, sin rumbo, como el índice de una tentativa que esboza una apuesta o un ensayo que no podría aprehender lo fragmentario. Así, pues, lo que pasa triunfante y arrebatadoramente configura cierta ceguera y locura melancólica, tal como el poeta lírico de «La ninfa» que vio un «ideal con vida y forma», visión que, sin embargo, huyó20; o como Berta que, en «El palacio del sol», «con vaga atonía melancólica (…) suspirando erraba sin rumbo aquí, allá» (Darío, 2006, p. 98). La melancolía estriba, de esta manera, en el deseo de abrazar lo fugaz. Según Agamben, la inclinación melancólica radica en la visión que quiere poseer «aquello que debería ser sólo objeto de contemplación» y que «encuentra su raíz en la íntima contradicción de un gesto que quiere abrazar lo inasible» (Agamben, 2001, p. 48). Este es el gesto de Garcín -y en cierto modo, de la obra de Darío-, el poeta de «El pájaro azul», el cual tenía el vino triste, que miraba fijamente el cielo raso sonriendo con cierta amargura y solía, de sus excursiones, traer ramos de violetas para Niní (Darío, 2006, p. 105). Como Garcín, Darío se afirma como poeta al aferrar la pérdida inasible, al intentar captar el tempo de lo huyente que a la vez no puede soportar. Como el trapero baudelaireano de Benjamin,21 Darío se viste y se ocupa, paso a tirones, de los harapos que recoge, de los fragmentos arruinados, de los escombros o restos de l(a) capital, de los desechos y desperdicios de la gran ciudad. Darío, como en su «La canción del oro», es «el harapiento», «mendigo, quizá un poeta» que canta «bajo las sombras de los altos álamos» (Darío, 2006, p. 90).
Referencias bibliográficas
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1
Escribe: «(…) es preciso reducir los valores de cambio de las mercancías a algo que les sea común, con respecto a lo cual representen un más o un menos» (Marx, 2008, p. 46). Se trata de que cualquier relación entre dos mercancías (X e Y) supone en realidad tres términos, de los cuales el tercero «en sí y para sí no es ni la una ni la otra» (Marx, 2008, p. 71). Marx va a insistir en que ese tercer término de la ecuación es la duración del trabajo. Es decir, el trabajo es la fuente del valor de esa relación entre mercancías, mientras que para la ideología capitalista esa determinación de los valores es un «misterio oculto» (Marx, 2008, p. 92). De este modo, la lógica del capital oculta el trabajo como fuente de las determinaciones del valor. En este sentido, pone al trabajo como una determinación inmanente mientras que en el modo de producción capitalista los valores relativos de las mercancías fluctúan según un carácter misterioso, lo que implica que el referente (el dinero como forma de la equivalencia) es exterior al proceso de intercambio y valor.
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2
Con Jacques Derrida, podríamos decir que el fetichismo implica un movimiento por el cual el significante económico y el significante lingüístico «se suplen», de modo tal que la economía y la lengua -en torno a la cuestión de la metáfora y el sentido- sirven de referencia análoga recíproca o intercambiable (cfr. Derrida, 1994, p. 256).
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3
Referimos especialmente a «Método de composición» (Poe, 2006, pp. 203-214), «Filosofía del mobiliario» (Poe, 2006, pp., 215-222) y «Principio poético» (Poe, 2006, pp. 233-244). Para una consideración de la influencia de Edgar Allan Poe en Rubén Darío véase Darío (1905, pp. 13-26).
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4
Como escribe Ángel Rama: «Otro importante efecto de la nueva economía capitalista, consistió en la introducción de la división del trabajo, principio que acarrea la forzosa especialización y simultáneamente la pérdida de la visión totalizadora, unificadora e interpretativa, de la actividad humana. Su repercusión sobre la creación poética en los países de gran desarrollo económico burgués se registra en Edgard Allan Poe y Charles Baudelaire, tal como lo ha analizado Walter Benjamin: y no sólo en la cosmovisión del escritor, sino en el manejo de sus recursos literarios, en la asunción, de un arte poético y de una psicología del arte. Su repercusión en América comienza con el modernismo» (Rama, 1985a, p. 44).
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6
Es decir, por una parte, Darío expone las condiciones materiales de la escritura en su trabajo literario. En este sentido, no hace fetiche de la escritura, pues no oculta las condiciones de su producción. Sin embargo, por otra parte, redoblando el movimiento anterior, el modernismo de Darío anhela la originalidad y, así, pretende erigirse en modelo de la originalidad, en el parangón de la distinción misma. Este rasgo se enfatiza si se considera que la voluntad por lo nuevo coincide absolutamente con la ruptura con el pasado, cuestión que no es sino el fetiche del presente. En este sentido fetichiza la desfetichización. De aquí el uso de este neologismo: (des)fetichización.
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7
Creemos que hasta cierto punto se podría decir de la escritura de Darío lo que Foucault escribe a propósito de Manet, quien modificó las técnicas y los modos de representación pictórica: «Manet es quien, por primera vez en el arte occidental, por lo menos desde el renacimiento, desde el quattrocento, se ha permitido utilizar y hacer jugar, de alguna manera, en el corazón mismo de sus cuadros de lo que él representaba, las propiedades materiales del espacio sobre el que pintaba» (Foucault, 1997, p. 168).
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8
Las lecturas de Eduardo de la Barra (2006) y de Juan Valera (2006) implican, por denegación, que la obra modernista se construye también desde su recepción. Es decir, aquí se acoge a Darío a condición de anular sus posibilidades político-técnicas, a condición de desplazar, de neutralizar, de instalar divisiones económicas de orden clásico para controlar la pregunta por los modos de exposición, cuestión que atañe tanto al estatuto de lo literario como al estatuto de la mercancía. Para nosotros es relevante destacar el momento desfetichizante de Darío y hacer énfasis en que su escritura no responde a la taxonomía que de la Barra o Valera intentan instalar. Si hay una crítica que levantar a Darío, esta no puede erigirse en los términos en que se mueven estas lecturas de orden clásico, conservadoras, neutralizantes. Y si es preciso erigir una crítica al modo del resguardo -idealista- de Darío, es para demostrar que hay ciertas formas de exposición en que la exterioridad se salvaguarda al reducir la potencia del afuera. Hay que subrayar, pues, que el trabajo de Darío no responde a una jerarquización forma/contenido, idea/estilo, sino a otro tipo de ordenamiento, a otra figura de puesta en control de lo informe que pasa por la producción de la forma.
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11
Continúa de la Barra: «Sus bizarrerías, como él suele decir, hijas legítimas son de una organización nerviosa, de la sangre juvenil, y sobre todo de la viveza y esmalte de estas imaginaciones maduradas en los climas ardientes. Sin embargo, no se puede desconocer su tendencia a los decadentes. Veo que tiene un pie sobre ese plano inclinado: si eso se hace de moda, temeré que la moda lo empuje y lo precipite. ¡Ah! ¡la Moda!... Conocéis sus caprichos locos y su imperio. Por culpa de ella ahí tenéis a nuestro poeta lírico enflautado en su larga levita y en el tubo lustroso de su sombrero, en vez de llevar flotando a la espalda el blanco albornoz de los beduinos, de holgados pliegues, airoso y elegante. El Yemen lo creería su hijo; el camello lo reconocería; tañería la guzla mora adornada con flores de granado, y las mujeres de ojos negros arrojarían jazmines a sus plantas. ¡Quiera Alá, que no caiga en el abismo! Lo que es por hoy, este bellísimo libro Azul, con arabescos como los de la Alhambra, proclama la estirpe de su autor, y prueba que no es él un decadente. Si él lo dice, ¡no se lo creáis! ¡Pura bizarrería! ¡pura orquestación poética!» (de la Barra, 2006, p 29).
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13
Como señala Jacques Derrida: «(Benjamin) prescribe a El autor como productor que no se contente con tomar posición, mediante discursos, respecto a la sociedad y que nunca, aunque se trate de tesis o de productos revolucionarios, provea un aparato de producción sin transformar la estructura misma del aparato, sin torcerlo, traicionarlo, atraerlo fuera de su elemento» (Derrida, 2005, p. 158).
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14
Más adelante agrega: «Para el flâneur, su ciudad -aunque haya nacido en ella, como Baudelaire- no es ya su patria. Representa un escenario» (Benjamin, 2005, p. 354); «en pocos lugares se ha descrito la gran ciudad tan exhaustivamente al describir lo que ella hace de sus habitantes, como el Spleen I. El poema indica secretamente cómo sus masas sin alma y la existencia vacía y sin esperanza del individuo resultan complementarias. Para las primeras, están cementerio y los faubourgs: concentraciones masivas de ciudadanos; para el segundo, la jota de los corazones y la dama de picas» (Benjamin, 2005, p. 358); «la caducidad sin esperanza de la gran ciudad habla con especial claridad desde la primera estrofa del Spleen I» (Benjamin, 2005, p. 358).
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15
En «París, Capital del Siglo XIX», Benjamin escribe: «La Exposición Universal de 1855 es la primera que hace una exhibición especial de “fotografía”. En el mismo año publica Wiertz su gran artículo sobre la fotografía, en el que le asigna el papel de ilustrar filosóficamente a la pintura. Entendía dicha ilustración, como lo muestran sus propias pinturas, en sentido político. Wiertz, por tanto, puede ser señalado como el primero que, si no ha previsto, sí que ha exigido que el montaje sea una utilización agitadora de la fotografía» (Benjamin, 1972, p. 178). Susan Buck-Morss (1995) insiste en que Benjamin valorizaba al litógrafo A. J. Wiertz, a cuyo ensayo sobre la fotografía le atribuye la iluminación filosófica de la pintura en sentido político, de modo que las imágenes se tornan intelectualmente reflexivas y, por lo tanto, adquieren función de «agitación».
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Considérese que Benjamin escribe: «Hay que admitir que la descripción de la multitud, tal como aparece en Poe -con movimientos atropellados e intermitentes- está descrita con particular realismo. Su descripción se hace acreedora de una verdad más alta. Estos movimientos son menos los de la gente que va tras sus negocios, que los de las máquinas de las que ellos se sirven. Anticipándose mucho, Poe parece haber añadido su ritmo a sus gestos y a sus reacciones» (Benjamin, 2005, p. 345).
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Ramos (1989) escribe que «la crónica fue una condición de posibilidad de la modernización poética» (p. 91). Sin embargo, subraya una suerte de diferenciación: «Si la poesía, para los modernistas (…) es el “interior” literario por excelencia, la crónica representa, tematiza, los “exteriores”; ligados a la ciudad y al periódico mismo, que el “interior” borra» (p. 191). A continuación, en una nota al pie, y como ejemplo de esta operación de borradura que lleva a cabo el interior poético y que lo distingue (dialécticamente) de la crónica, cita «Del invierno» (de Azul…) de Darío: «Entro, sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris»; señala que esa entrada al «recinto interior» aparece como «un proceso de purificación de un sujeto que viene de un “afuera” contaminado. La crónica, en cambio, presupone un movimiento inverso a ese itinerario» (Ramos, 1989, p. 191, nota 18). Por nuestra parte, proponemos que Darío no sostiene una distinción dialéctica como la que propone Ramos, pues su escritura poética está ya atravesada por los modos de producción de la crónica -para decirlo con los términos de Ramos- de modo que el «exterior» informa el espacio «interior» de la poética. Dicho de otro modo, la forma y contenido no responden a un principio taxonómico estable. En este sentido, si se atiende a los modos de circulación: ¿qué pasa con la poesía si esta se publica, publicita o se hace circular en el espacio público al modo, digamos, de crónicas?, ¿cabe leer sus «contenidos» como intocados respecto de su circulación fugaz?
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En esta lógica, escribe Benjamin: «(...) la alegoría reconoce encontrarse más allá de la categoría de lo bello» (Benjamin, 1990, p. 171.). Años más tarde escribe: «En tanto el arte persigue lo bello y, si bien muy simplemente, lo reproduce, lo recupera (como Fausto a Helena) de las honduras del tiempo. Lo cual ya no ocurre en la reproducción técnica. (En ella lo bello no tiene sitio)» (Benjamin, 1972, pp. 162-163) y «“La belleza” da la rigidez. Pero no la inquietud sobre la que recae la mirada del alegórico» (Benjamin, 2005, p. 335).
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No es desmesurado conectarlo con lo que escribe Benjamin: «Las máquinas expulsan del proceso de producción la experiencia que da la práctica. En el proceso administrativo, la compleja organización tiene un efecto análogo. El conocimiento de los hombres que podía adquirir con la práctica un funcionamiento experimentado, hace mucho que ha dejado de ser decisivo» (2005, p. 244).
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«Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes espantados, una ninfa, una verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parecía a veces como dorada por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas de las hojas. ¡Ah! yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y armoniosa, que me encendía la sangre. De pronto huyó la visión» (Darío, 2006, p. 75).
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Escribe Benjamin: «El trapero es la figura provocativa de la miseria humana. Es un proletario desarrapado en el doble sentido de vestirse con harapos y ocuparse de ellos. “Es un hombre encargado de recoger los restos de un día de la capital. Todo lo que la gran ciudad ha rechazado, todo lo que perdido, todo cuanto ha despreciado, todo lo que ha roto en pedazos, él lo cataloga, lo colecciona. Compulsa los archivos del exceso, la leonera de los desechos. Hace una clasificación, una selección inteligente; como el avaro un tesoro, él recoge las porquerías que, rumiadas por la divinidad de la industria, se convertirán en objetos de utilidad o de disfrute.” (…) Baudelaire, como resulta evidente por esta descripción en prosa del trapero, de 1851, se reconoce en él. El poema que recoge otra afinidad, que califica de inmediata, con el poeta: “Se ve venir a un trapero, moviendo la cabeza, / tropezando y chocándose con las paredes como un poeta, / y, sin preocuparse de los soplones, sus súbditos, / desahoga todo su corazón en gloriosos proyectos”» (Benjamin, 2005, p. 357); «Los andares a tirones del trapero no necesitan estar bajo influencia del alcohol; pues debe pararse cada instante para examinar el desecho que arroja <a> su capazo» (Benjamin, 2005, p. 371); «El gesto del héroe moderno está prefigurado en el trapero: su paso a tirones, el necesario aislamiento en que realiza su negocio, el interés que muestra por los desechos y desperdicios de la gran ciudad» (Benjamin, 2005, p. 374). (Cfr., Benjamin, 1972, p. 98).
Fechas de Publicación
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Fecha del número
Sep-Dec 2022
Histórico
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Recibido
25 Feb 2022 -
Acepto
28 Mayo 2022