Open-access ¿A dónde va la enseñanza literaria?

Where is literary teaching going?

Resumen

La ciencia de la literatura que emergió a finales del siglo XIX configuró una enseñanza literaria enmarcada en la cultura del comentario, cuyo rasgo sobresaliente fue la división de lenguajes, pues la disertación no debía estar escrita en la forma de su objeto. Esta división de lenguajes condujo a una instrumentalización de la literatura, donde el texto literario se usa para reproducir un saber ya sabido. En las últimas décadas, como reacción a esta enseñanza, han surgido pedagogías (humanistas o del placer) que pretenden un contacto directo con la obra, despojado de teoría. Me parece que son pedagogías que se precipitan hacia formas de conocimiento epistemológicamente ingenuas. En consecuencia, como se propone en este ensayo, la enseñanza literaria debería avanzar hacia una enseñanza articulada en dos dimensiones: 1) una epistemología de la lectura; 2) una enseñanza de la escritura de la lectura que retorne a la cultura retórica.

Palabras claves: enseñanza de la literatura; lectura; escritura; retórica; epistemología

Abstract

The science of literature that emerged at the end of the 19th century shaped a literary teaching framed in the culture of commentary, whose salient feature was the division of languages, for the dissertation was not to be written in the form of its object. This division of languages led to an instrumentalisation of literature, where the literary text is used to reproduce a knowledge that is already known. In recent decades, as a reaction to this teaching, pedagogies have emerged (humanist or pleasure pedagogies) that aim at a direct contact with the work, a contact stripped of theory. It seems that these pedagogies are rushing towards epistemologically naïve forms of knowledge. Consequently, as I propose in this essay, literary teaching should move towards a teaching articulated in two dimensions: 1) an epistemology of reading; 2) a teaching of the writing of reading that returns to rhetorical culture.

Keywords: literary teaching; reading; writing; rhetoric; epistemology

1. Introducción

La dificultad de la enseñanza literaria no radica tanto en su metodología como en el hecho de que no sabemos -o no acordamos- cuál es su objeto y cuál su razón de ser. Lo que podría formularse en dos preguntas que aparecen con persistencia toda vez que alguien se ha interesado en esta cuestión desde, por lo menos, la década del 60, cuando el campo demostró un elevado nivel reflexivo y comenzó a interrogar como nunca antes los presupuestos de su quehacer: 1) ¿qué enseñamos en la enseñanza literaria?; 2) ¿para qué?

Si, a riesgo de afectar el estilo con la repetición, insisto en el sintagma «enseñanza literaria» en lugar de, pongamos, «enseñanza de la literatura» es precisamente porque ni siquiera es claro que sea la literatura lo que se supone enseñamos, comenzando por la simple razón de que, como algunos dicen, la literatura no se enseña. Esto es, no puede enseñarse, porque lo que hace a la experiencia literaria misma es intransmisible, incomunicable, no generalizable, irreductible.

Mucho se ha escrito sobre la difícil problemática de la enseñanza literaria. Sin embargo, aquellas dos preguntas cartografían todas las preocupaciones al respecto y delinean un abanico de posiciones posibles. Por ello, tomaré tales interrogantes como brújulas de una tentativa ensayística que procure responder no tanto a dónde va como a dónde debería ir.

2. ¿Hay literatura en esta clase?

Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, alejándose del libro antes de haber empezado a comprenderlo. Nada más aburrido e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea preconcebida de que es una denuncia de la burguesía. Vladimir Nabokov (1982, p. 1)

Quien revise las transformaciones históricas de la enseñanza literaria podría llegar sin mucha dificultad a la siguiente afirmación: hubo un tiempo en que el objetivo de la enseñanza fue la escritura; después, hubo otro en el que el objetivo fue la lectura. En el primero, el texto literario funcionaba como pretexto para producir más escritura; en el segundo, se trataba de asegurar su legibilidad. Michel Charles denominó al primero de estos momentos cultura retórica; al segundo, cultura del comentario. Antes, Gérard Genette (1969) había identificado ese cambio con el desplazamiento que ocurrió a partir del siglo XIX de la retórica a la historia: «ya no se le pide a los alumnos que escriban fábulas o retratos -decía con cierto lamento-, sino disertaciones sobre la fábula o el retrato, las cuales no deben estar escritas en la forma de su objeto» (p. 29).

Hay diversas razones sociales, epistémicas e institucionales que explican esta transformación: la democratización de la cultura, la escolarización de grandes masas, la alfabetización, la pregnancia del positivismo, el anhelo de una ciencia de la literatura, la concepción romántica ligada al genio del escritor, el desarrollo de los estados nacionales. Pero no interesan aquí las razones, sino más bien una de sus consecuencias: el pasaje de la cultura retórica a la cultura del comentario supuso en la enseñanza una transformación en el lenguaje, pues la disertación no debe estar escrita en la forma de su objeto. Este es el cambio más sustancial que recibió la enseñanza literaria: resultaba necesario ahora producir otro lenguaje, diferente al de la literatura, según una operación de doble función: delimitar el carácter especial, privilegiado, sagrado, de lo literario; legitimar la universalidad del juicio, el rasgo científico y neutral de la ciencia de la literatura capaz de elaborar un metalenguaje que se distinga de su objeto.

Digamos que esto ocurrió en dos modalidades sucesivas, es decir con dos lenguajes diferentes: primero, durante la primera mitad del siglo XX, la historia es la vía de formulación del modelo de la explicación del texto; luego, tras la Segunda Guerra Mundial, fundamentalmente con el auge del New Criticism anglosajón y, más tardíamente, el estructuralismo continental, la perspectiva inmanente destrona la mirada externa. El pasaje de un modelo a otro fue, por supuesto, progresivo. Y aún hoy, en los materiales educativos de la enseñanza media (los currículos, los manuales), se encuentran las huellas vivas de una perspectiva histórica1. Lo que no es extraño, pues no faltaron voces, tras la hegemonía estructuralista, que revindicaron un lugar para la historia. Incluso en algunos casos se propone una convergencia hacia una historia formal de la literatura, que recuerda el anhelo de Iuri Tinianov2. Como sea, tanto a nivel medio como superior, la colonización estructuralista avanzó indiscutiblemente, removiendo el privilegio acordado al autor y su contexto para erigir en su lugar la interpretación de la letra del texto. Podríamos creer que, en su inmanencia, esta perspectiva restituía a la literatura la centralidad perdida a causa de la historia. Pero estaríamos equivocados: no es la literatura lo que destituye la enseñanza de la historia literaria, sino el método formal-estructural, nueva deidad que ofrece dones nada desdeñables, sobre todo para el difícil oficio de la enseñanza: la estandarización, la facilidad de la reproducción, la nobleza inocua de la repetición, la promesa de universalización, la fantasía de un ropaje científico. Y fundamentalmente: la aplicación.

Curiosa ironía: nacido de las entrañas de la vanguardia, el método formal-estructural se transforma medio siglo después en un dispositivo de pura repetición, donde no parece haber lugar a la emergencia de lo nuevo, y cuyo horizonte es el aplicacionismo: es decir, según la definición de Analía Gerbaudo (2021),

la reducción de la tarea del docente a un mero ejecutor de acciones ya confeccionadas por otros para su “uso” y “aplicación”, la composición de un “método universal” para enseñar una disciplina con independencia del contexto y del sujeto al que están dirigidas las prácticas. (p. 80).

Y habría que decir también: con independencia del texto que es objeto de tales prácticas. Así, reemplazada la historia por la lingüística, la relación con la literatura sigue sin embargo siendo la misma y el soporte de la operación se apoya aún en una división de lenguajes: por un lado, el lenguaje del método; por el otro, el del objeto. Pero del objeto, poco se sabe, porque lo que se enseña es más bien el método. Y aún allí donde el método no se agota en su puro funcionamiento, el resultado no es la aparición de la literatura -¿cómo podría aparecer si es lo que escapa a lo universal?-, sino de un mensaje ideológico o de un valor (nacional, cultural) que surge tras una decodificación retórico-formal, reproduciendo el clásico binomio forma/fondo.

Por eso, algunos autores ven con mucho entusiasmo la ebullición teórica de los años 60 y 70, protagonizada en parte por los mismos promotores del estructuralismo, pues supondrá una crítica hacia los propios fundamentos del método y la violencia que ejerce sobre la literatura. Al respecto, decía Jonathan Culler (1987):

En lugar de reducir la literatura a algo no literario de lo cual ella sería la manifestación esos discursos teóricos -en campos tan diversos como la antropología, el psicoanálisis y la historiografía- descubrieron una literaturidad en fenómenos aparentemente no literarios» (p. 81).

La situación gira 180 grados: ya no se trata de despojar al texto de su revestimiento literario para encontrar detrás el mensaje no literario, sino, al contrario, de hallar lo literario más allá de la literatura. Nuestro campo adquiere así una posición de privilegio: pues sus métodos, provenientes del modelo lingüístico, se expandirán eventualmente hacia el universo todo de las ciencias humanas, y un panlingüsticismo (y sus objetos: el texto y el discurso) copará todo fenómeno de la cultura. En la idiosincrasia de la interdisciplinariedad, la teoría de la literatura aporta su batería de métodos a la diversidad de los objetos culturales, pertenezcan estos a la sociología, la antropología o el psicoanálisis.

Pero hay que evitar las trampas: ¿es un giro de 180 o de 360 grados? La emergente interdisciplinariedad no es, en absoluto, un fenómeno nuevo. Podría decirse que supone un retorno a los tiempos previos a la departamentalización disciplinar, cuando una concepción humanista exaltaba la literatura, pero con el solo fin de una formación moral, como parece sugerir Remo Ceserani (1992): «en la educación humanista la literatura era todo, era filosofía, ética, ciencia, historia. Pero para lograrlo debía renunciar a cualquier especificidad, disolverse en elocuencia, bella escritura, oropel» (p. 90). Y aún allí donde no se la ponía al servicio de la moral o la ideología, se la sometía a la ilustración científica o pedagógica, bajo el pretexto de contener en ella el saber que se le atribuía. Es lo que ocurre, por ejemplo, en la fundación del psicoanálisis, tal como es posible apreciar en estas palabras de Freud: «los poetas han descubierto el inconsciente antes que yo; lo que yo he descubierto es el método científico que permite estudiar el inconsciente» (citado en Starobinski, 1970, p. 305). Célebre es la afirmación freudiana -retomada por Lacan- acerca de la delantera que el poeta le saca al psicoanalista. En esa falsa humildad, el psicoanalista se presenta como aquel capaz de traducir el secreto vislumbrado por el poeta. Sin embargo, en realidad, no traduce nada; solo reproduce su propia lengua. El narcisismo se disfraza de humildad, la autorreferencia toma el ropaje de la alteridad.

La sacralización de la literatura -que dejaba por tanto de ser imitada para ser interpretada- se revela como una astucia del metalenguaje, que no está tanto al servicio de lo sagrado, como de su propia reproducción. La estrategia es notable, porque esconde su narcisismo detrás de la adoración a la literatura, pero una adoración ciertamente hipócrita: dotando de un aura -esa lejanía irrepetible, para decirlo benjaminianamente- a la literatura, se la dota de un secreto a descifrar. Pero ¡oh casualidad!, el secreto coincide con el metalenguaje. No importa qué provincia de las ciencias humanas busquemos, hallaremos siempre, en menor o mayor grado, un procedimiento semejante.

¿Ocurre lo mismo cuando la interdisciplinariedad retorna hacia los años 60 y la literatura es nuevamente colocada en el centro de las ciencias humanas? En principio, parece haber una diferencia sustancial. No solo no se trataría ahora de imprimir un discurso (como el psicoanálisis) sobre la literatura, es decir, de hacerle decir a la literatura lo que el discurso (psicoanalítico u otro) dice; se trataría de la operación inversa: lo literario lo impregna todo, no porque contenga el saber que las disciplinas buscan, sino porque todo está formado por los átomos de la literatura. Por tanto, los objetos de las demás disciplinas deben analizarse con el método específico de la teoría de la literatura: el inconsciente, la cultura, los medios masivos, la conversación cotidiana, las relaciones de parentesco, todo tiene la forma del lenguaje, todo asume la estructura de la ficción. Hasta el siglo XX, el lugar privilegiado que las diversas disciplinas daban a la literatura radicaba en concebirla como una matesis, es decir, la escena de todos los saberes del mundo, la enciclopedia universal. Ahora, en cambio, como señala Barthes (2002) en «Littérature/Enseignement», el texto literario aparece como una semiosis, «es decir una puesta en escena de lo simbólico, no del contenido, sino de los desvíos, de sus retornos» (p. 883). En otras palabras, la literatura ya no se presenta como un privilegiado campo de saber, sino como un privilegiado campo de lenguaje. En consecuencia, hay quienes proponen, como Culler (1987), hablar de una disciplina nueva en la que la teoría literaria tendría un lugar de privilegio, pues ella como nadie conocería la forma y el material de todos los objetos de la cultura:

Esos discursos reunidos bajo el nombre de ‘teoría’ no hacen de lo «literario» un fenómeno marginal sino una lógica de significación bastante difundida, que puede estudiarse más fácilmente en las obras literarias, pero que se encuentra también cuando se investiga el modo de funcionamiento de un discurso filosófico o histórico, por ejemplo, o el análisis de un caso psicoanalítico. (p. 82)

Estas palabras de Culler son de 1987 y revisten cierto optimismo. Ciertamente, el interés por el lenguaje en los diversos campos de las ciencias humanas presupuso una exportación del modelo lingüístico a los más variados campos de la cultura, pero el regreso a la propia literatura no dejó de implicar, como en los viejos tiempos, una violencia especular. ¿O acaso la crítica psicoanalítica, los estudios culturales o el feminismo no van a la literatura como modos de reproducción de sus propios discursos? ¿Cómo podría alimentar a esos discursos la literatura si verdaderamente encontraran en ella el puro juego del lenguaje, la semiosis como expresión de un vacío, la afirmación pura de la ilegibilidad?

La resistencia es tan cabal que el propio Culler se muestra víctima de cierta ceguera. En aquel texto de 1987, procurando dividir las aguas entre un momento y otro, admitía que a principios del siglo XX métodos como el marxismo o el psicoanálisis tenían un carácter reduccionista, pues «trataban al texto como un síntoma cuyo verdadero sentido se encontraba en otro lado» (Culler, 1987, p. 81). Apenas tres años después, en una conferencia que se presentaba como una defensa de la sobreinterpretación (contra Umberto Eco), destacaba que a menudo «puede ser importante y productivo plantear preguntas que el texto no fomenta hacer sobre sí mismo» (Culler, 1995, p. 124). Para mostrar este punto, y evocando a Wayne Booth, ejemplificaba con las siguientes preguntas:

¿Qué tienes que decir, cuento infantil de apariencia inocente, que tratas de tres cerditos y un lobo malvado, sobre la cultura que te conserva y responde a ti? ¿Sobre los sueños inconscientes del autor o el folklore que te creó? ¿Sobre las relaciones entre razas más claras y más oscuras? ¿Cuáles son las implicaciones sexuales de esa chimenea -o de ese mundo estrictamente masculino en el que no se menciona nunca el sexo-? (Culler, 1995, p. 125)

¿Pero no son estas preguntas, precisamente, lo que el propio Culler criticaba como reduccionismo en la crítica marxista y psicoanalítica de los años treinta? ¿No buscan estas preguntas un sentido que, como él dice, se encuentra en otro lado? ¿No parecen hablar los conceptos de cultura, inconsciente, raza o sexo más de la antropología, el psicoanálisis, los estudios coloniales o el feminismo que de la literatura?

Es interesante que el ensayo de Culler de 1987 comparta el dossier con un lúcido artículo de Françoise Gaillard, quien señalaba a propósito de las relaciones entre la literatura y las distintas disciplinas que se acercan a ella:

Ya no es a la literatura a la que se solicita que entregue el saber sobre el hombre del que se sabe que está llena, sino que es el saber sobre el hombre el que viene ahora a investir masivamente a la literatura para hacerla dar a luz a la verdad sobre sí misma. Lo que queda, sin que lo sepan los que practican estas operaciones, es la eterna dialéctica del afuera/adentro de la que creían haberse librado. Paradójicamente, fue en el momento en que reivindicó con más fuerza la especificidad y la autonomía de su objeto cuando la enseñanza de la literatura se convirtió en el banco de pruebas de las humanidades. (Gaillard, 1987, p. 20)

La verdad no es en realidad otra que aquella que ya trae entre manos el saber disciplinar que recubre a la literatura, usada como mero «banco de pruebas». No pareciera, por tanto, que la nueva interdisciplinariedad haya llevado a una expansión de la enseñanza de la literatura. Pareciera, más bien, que el campo mismo de lo literario ha sido ocupado por la enseñanza de otros discursos que someten a la literatura a la violencia del caso, de la ilustración, del ejemplo o de la «representación» (palabra irritante que se reproduce como una metástasis en los títulos de tesis y artículos científicos). La literatura ya no refleja el mundo; contiene ahora las representaciones que lo configuran semióticamente, pero que se corresponden con los conceptos de la mirada que los encuentra. Como señala lúcidamente Gaillard, la dialéctica entre el afuera y el adentro continúa, aunque trastocada: ya no encuentra en el adentro lo que dice sobre el afuera; más bien se pretende encontrar en el adentro lo que el afuera ya conoce.

Si el método estructural pierde terreno, su lugar es ocupado por los discursos disciplinares, que sin abandonar la inmanencia formal vuelven otra vez a una reivindicación de un saber representado, a menudo de carácter político, decantando en la instrumentalización de la literatura. En este sentido, decía Ceserani_«El texto se degrada en pretexto, y una poesía de Montale pasa a ser ocasión para armar un discurso de ecología» (1992, p. 85). En una misma dirección se expresaba recientemente Todorov (2008): «La finalidad del análisis de las obras en la escuela no debería seguir siendo ilustrar los conceptos que acaba de introducir tal o cual lingüista, tal o cual teórico de la literatura» (p. 98). Curiosamente, esa instrumentalización se presenta como encarnación de una de las razones de ser atribuidas a la enseñanza de la literatura: la función de pensamiento crítico, ligada no solo al poder subversivo de la literatura, sino también al potencial reflexivo que ofrece el análisis del discurso. Gary Fenstermacher y Jonas Soltis (1998) hablan en este sentido del profesor-liberador, como aquel que ayuda al alumno, a través de la literatura, a descubrir y comprender otras maneras de percibir el mundo. Sin embargo, lo irónico es que no es la literatura la que habla críticamente, sino el discurso teórico que se expresa a través de la literatura: la semiótica, el marxismo, el feminismo, la deconstrucción.

Este estado de situación es tangible para cualquiera que revise las tesis finales de nuestros estudiantes universitarios de grado. Este último año, me tocó participar en el dictado de la asignatura Seminario de Investigación en Discursos Sociales (cuyo nombre exhibe ya la configuración de un campo interdisciplinar en el que la literatura se diluye en las aguas del discurso), que forma parte del último año de la carrera de Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Se trata de una materia de preparación para la tesis final de grado, y en la que se evidencia, por las propuestas de investigación, el modo en que se ha enseñado la literatura durante el cursado de la carrera. Al escuchar las propuestas de los y las estudiantes, dos cuestiones llaman la atención. Por un lado, todas responden a un modelo netamente positivista de un marco teórico desde el cual se leería un corpus literario (o no literario), destacando una distinción de lenguajes y poniendo en evidencia que las modas teóricas pueden cambiar (del estructuralismo al poshumanismo, pasando por los estudios culturales y el feminismo), pero el modelo metodológico de la cultura del comentario sigue intacto. Por otro lado, en casi la mitad de los casos, los estudiantes tenían elegido el marco teórico desde el cual trabajarían, pero todavía no, como comentó una alumna, «a qué corpus se lo aplicaría»: tal es el lugar de la literatura, supuestamente privilegiada pero finalmente marginada al lugar del caso o la ilustración, al punto de que sería posible preguntar, parafraseando el título del célebre ensayo de Stanley Fish (1980): ¿hay literatura en esta clase?

Este recorrido histórico permite vislumbrar un enunciado a menudo afirmado y que ya no resulta novedoso: no se enseña la literatura. En su lugar, se han enseñado en cambio: valores morales (humanismo), contextos sociohistóricos y biográficos (historia), métodos (formalismo/estructuralismo), saberes disciplinares (teoría). La celebrada expansión de lo literario y sus métodos al campo todo de la teoría no es sino el señuelo de una nueva operación de la cultura del comentario, que valorando con grandilocuencia la literatura y su poder crítico no hace más que servirse de ella para reproducir un saber ya sabido. ¿Se trataría entonces, de una vez por todas, de hacer de la enseñanza literaria la enseñanza de la literatura? Pero… ¿se puede enseñar la literatura?

3. ¿Se puede enseñar la literatura?

Nadie enseña la literatura: se enseña a anestesiar la violencia que encierra la literatura… puesto que la literatura o es interrogación del saber o no es nada. Philippe Sollers (1992, p. 67).

En la legítima resistencia a la instrumentalización de la literatura, aparece con frecuencia la utopía de un encuentro prístino con la obra, que reivindica los poderes de un discurso netamente distinguido del campo del saber, la ciencia, la filosofía y el pensamiento. Por un lado, la literatura se presenta como el espacio de lo particular, lo singular, la experiencia; por el otro, la filosofía, la ciencia y el pensamiento se presentan como el espacio del saber, lo general, lo universal, el concepto. Es precisamente en la oposición a este último espacio donde radicaría la potencia de la literatura. Por eso, en los últimos años, la historia de la enseñanza literaria aparece representada en muchos autores como un sistema de domesticación institucional, y la frase de Sollers se multiplica aquí y allá con la obstinación de un hábito, como esas afirmaciones célebres que todos enuncian y nadie practica.

En el imaginario de una enseñanza del puro encuentro, del acontecimiento exonerado de sistema, parece posible encontrar dos modalidades, con las que resulta difícil no simpatizar en alguna medida. A una de ellas, no sin cierta ironía, se le podría llamar pedagogía del nuevo humanismo; a la otra, retomando una acuñación de Gustavo Bombini, se le podría designar como pedagogía del placer. En ambas se encuentra la misma romantización de la literatura, mismo peligro de ingenuidad epistemológica. A ambas, la violencia sobre el hecho literario las lleva a exigir un camino atractivo: despejar todo aquello que sería ajeno a la literatura (los valores, la historia, el método, el saber disciplinar) para encontrarnos por fin con ella y su potencia. En este sentido, dice Todorov: «Enseñar nuestras propias teorías sobre las obras en lugar de las obras en sí supone dar muestra de cierta falta de humildad» (2009, p. 26).

En estas afirmaciones -la de Sollers, la de Todorov- se expresa la primera y fundamental complejidad de la enseñanza literaria: su objeto. El sentido común señalaría, sin más, el genitivo: se trata de la enseñanza de la literatura. Pero asumiendo esta contestable presuposición: ¿qué vendría a ser, en definitiva, la literatura? Si se toma la simpática vía de disputarle al método su protagonismo -enarbolando la célebre frase de Sollers contra una violencia (institucional, metodológica, ideológica, moral) sobre la literatura- lo que a menudo ocurre es una epistemología ligeramente naif, que sacraliza el contacto de las obras bajo la ingenuidad de una supuesta inmediatez.3 Ingenuidad delicada, porque la ideología es más peligrosa allí donde se la oculta. Se podría, de hecho, invertir la frase de Todorov: ¿no será una falta de humildad creerse exento de teoría al proclamar una enseñanza de las obras en sí? ¿No sería el gesto más honesto, y más ético, aquel que, primero de todo, enseña una, dos o tres teorías posibles -las propias, las ajenas: el pluralismo, diría Wayne Booth (1992)- para enseñar en definitiva que la lectura de la obra en sí es una imposibilidad?

La afirmación de Todorov permite sospechar cierto optimismo metodológico: como si fuera posible separar la obra en sí de sus condiciones de interpretación: «Para construir un edificio se precisa un andamio, pero éste no debería sustituir al primero, ya que una vez construido el edificio, el andamio está destinado a desaparecer» (Todorov, 2008, p. 27). La metáfora no es gratuita y revela la operación misma de toda ideología: hacer desaparecer sus condiciones de producción (el andamio) para señalar el sentido construido (el edificio) como el ser de la obra en sí.

Todorov no sugiere eliminar la enseñanza de la disciplina (es decir, las teorías y sus métodos). Pero entiende que en la universidad la enseñanza de los enfoques debe estar supeditada a la de la literatura en sí; y en la escuela secundaria la tarea del profesor radica en «interiorizar lo que ha aprendido en la universidad, pero en lugar de enseñarlo, hacer de ello una herramienta invisible» (Todorov, 2008, p. 37, el subrayado es mío). Se comprende que Todorov esté interesado en que la enseñanza de la literatura no se distraiga en los medios y avance hacia lo que es importante: el encuentro del estudiante con el hecho literario. Pero ¿no decanta su propuesta en una enseñanza oculta y silenciosa del enfoque teórico y su visión de mundo que se disfrazan de una enseñanza de la obra en sí? ¿No sería más humilde y más honesto, como profesor, al menos explicitar, antes que invisibilizar, las herramientas teóricas y metodológicas que se aplican y reproducen en la interpretación de una obra? ¿No es en efecto la ideología una operación de borramiento de sus condiciones de producción?

A menos que ignoremos las amplias consecuencias epistemológicas que tuvo para esta disciplina el desarrollo de las más variadas teorías de la lectura, no se puede admitir que los medios sean una simple vía de acceso a un sentido ya constituido en la obra en sí. Esta distinción es tanto más curiosa en Todorov, pues sus argumentos evidencian el reconocimiento de la inevitable participación de los medios en la creación de la obra. No solo porque su metáfora asume que la obra es construida, sino también porque en determinado momento produce un desplazamiento que va de la obra al sentido: «En ningún caso el estudio de los medios de acceso debe sustituir el del sentido, que es el fin» (Todorov, 2008, p. 27). ¿Es el sentido el fin, antes que la obra? Todorov parece equiparar aquí obra y sentido, quizás como una astucia argumentativa que lo exima de ingenuidad epistemológica. Pero al operar de esta manera, nos obliga a preguntar de qué sentido está hablando. En efecto, si el sentido es construido y no simplemente hallado -como parece reconocer Todorov-, entonces la vía de acceso es algo más que una simple vía de acceso: el sentido parece pues estar constituido tanto por elementos de la obra como por elementos de la lectura. ¿No estaría admitiendo Todorov que lo que se enseña es inevitablemente el resultado (el sentido) de un modo de leer (el andamio) la obra en sí? Todorov agrega otro elemento que complica las cosas y hace emerger lo que aquí se propone como pedagogía del nuevo humanismo: «ese sentido nos conduce hacia el conocimiento de lo humano, que a todos nos importa» (Todorov, 2008, p. 99). Pero ¿qué conocimiento de lo humano? ¿De qué sujeto humano estamos hablando? ¿El del estructuralismo? ¿El del feminismo? ¿El del poshumanismo? ¿Dónde y cómo se encuentra ese conocimiento de lo humano que al parecer «a todos nos importa»?

Todorov insiste en señalar que el conocimiento que ofrece la literatura es particular y no responde a un saber disciplinar. Tampoco aludiría al sentido del lector (no se reduce, como en el impresionismo o el solipsismo, a su identidad): se trata de un sentido ligado a la alteridad, un encuentro con lo diferente, la virtud kantiana del pensar en el lugar de los demás, la literatura en su dimensión ética. ¿Quién no podría sentirse atraído por semejante horizonte de la enseñanza? Sin embargo, el encuentro con la alteridad, lo reconoce Todorov, exige un isomorfismo de la experiencia: es decir, el conocimiento de lo extraño solo es posible por la vía de la semejanza, pues nada de lo extranjero es asimilable si no puede en algún punto acoplarse a lo idéntico. Es una bella paradoja, y el problema fundamental de toda ética de la alteridad, pues aquello que hace posible al encuentro con la diferencia es precisamente lo que lo pone en peligro: siempre es posible -y tentador- reducir lo ajeno a lo idéntico. A su vez, al final, si existe ese isomorfismo es porque el sentido termina por subsumirse a las conductas y pasiones humanas entendidas como universales, que emergen en el «gran diálogo entre los hombres, que se mantiene desde la noche de los tiempos» (Todorov, 2008, p. 103). Con un humanismo renovado, Todorov hace recordar aquellos consejos de Harold Bloom (1997) que, en Cómo leer y por qué, recomendaba limpiarse la mente de «tópicos pseudointelectuales» (sexualidad, multiculturalismo, feminismo) para encontrar en las grandes obras el material que permita «iluminarse a uno mismo» (p. 27). El mismo espíritu se percibe en La literatura en peligro, que, alentando un despojo de las teorías, confía en el universal conocimiento depositado en las obras a través de la historia, «frágil legado» que «nos corresponde el deber de transmitir a las nuevas generaciones», pues allí encontrarán una ayuda para «vivir mejor» (Todorov, 2008, p. 103). ¿Qué historia? ¿Qué humano? ¿Qué legado? ¿No reside el peligro más bien en el borramiento de las condiciones que parecen presuponer respuestas universales a esas preguntas?

Se perfila aquí la función pedagógica de la literatura. Durante un extenso período, pedagogía y literatura se anudaban perfectamente, pues la literatura misma buscaba ser una pedagogía, ligada a un sentido moral cuyo mensaje portaba los indicios del modo de ser sociocultural. Se trata de la forma al servicio del sentido: es todavía la visión que se encuentra en Todorov, razón por la cual se percibe en La literatura en peligro cierto rechazo a la separación vanguardista entre el arte y el mundo. La literatura se convierte entonces en un modo de conocimiento del mundo y, por tanto, de las maneras de vivir en él. Sin embargo, en el marco de la institución, el peligro parece más bien el de la literatura como reproducción conservadora de la cultura.

¿No es curioso, por tanto, que la enseñanza no sea en primer lugar -como gesto de humildad- la enseñanza de otro peligro, es decir, la enseñanza de que la diferencia puede ser siempre anulada por la identidad? ¿No es mucho más peligroso, incluso, reemplazar los discursos teóricos por una suerte de humanismo que se pretende invisible bajo el utópico encuentro con la obra en sí?

Por supuesto, no quiero decir con esto que el profesor de la escuela secundaria deba impartir clases de teoría literaria a sus alumnos a fin de que comprendan que toda lectura es situada e ideológica, que todo encuentro con la diferencia estará sometida a cierta violencia de lo idéntico y condenada por tanto a cierta experiencia de ilegibilidad. Quien haya visitado alguna vez un aula sabe lo utópico en términos pedagógicos que puede resultar tal idea. Pero eso no significa que, en el afán de poder generar una experiencia literaria, procuremos hacer desaparecer las herramientas que la constituyen. El caso de Todorov es curioso: porque mientras muestra una clara consciencia de que toda lectura presupone un posicionamiento teórico que la determina, simultáneamente propone invisibilizarlas para facilitar el encuentro con esa imaginaria idea de la obra en sí.

La enseñanza media supone dificultades pedagógicas e institucionales que hacen mucho más arduo el problema. Pero… ¿qué pasa en la universitaria? Todorov (2008) considera válido que también se enseñen enfoques literarios; pero subordinados a la enseñanza de las obras. En este sistema de jerarquías, volvemos a toparnos otra vez con el supuesto objeto de la enseñanza: la literatura. ¿Pero no es ingenuo creer que alguien puede enseñar literatura sin estar enseñando al mismo tiempo un modo de concebir y leer esa literatura? Vladimir Nabokov (1982), que en su curso de literatura europea en Cornell predicaba una enseñanza libre de teoría, reconocía que con su método los estudiantes «regurgitaban unos cuantos trozos de mi cerebro en los exámenes» (p. xxiv). Eliminada la advertencia teórica, ¿no se condena al alumno a volverse el profesor creyendo encontrarse con la obra?

Problema semejante podemos encontrar en la otra variante que reaccionó contra las violencias institucionales y los tópicos académicos, despreciando la función pedagógica de la literatura para encontrar en el afecto otra razón de ser: la pedagogía del placer. El lenguaje ascético y neutro que proyectó el anhelo de una ciencia de la literatura supuso la concepción de un sujeto descarnado, racional, kantianamente desinteresado, que debía apartar las conmociones afectivas porque, como sostenía T. S. Eliot (1960), la mala crítica «no es más que la expresión de las emociones», mientras que se trata, en la buena crítica, de «ver el objeto como realmente es» (pp. 14-15). No es extraño, por tanto, que en el marco de las encendidas transformaciones que se produjeron en nuestra disciplina a partir de los años 60, hayan emergido reacciones que procuraban restituir la importancia antiguamente dada al afecto en la experiencia estética, fundamentalmente aquellas que, a partir de bizarras lecturas de Le plaisir du texte de Roland Barthes, se embarcaron en el elogio del placer y el erotismo. En la enseñanza literaria, este clima dio lugar a las pedagogías del placer, cuyo paradójico destino concurrió hacia una suerte de imperativo «superyoico»: el deber del placer. En Argentina, por tomar un caso, el éxito fue tal que el paradigma del placer se incorporó a manuales, materiales de formación4, y hasta legislaciones5, reduciendo a menudo la literatura a simple divertimento y oponiendo metafísicamente conocimiento/placer. El fundamento de estas pedagogías radicaba en el carácter expulsivo que resultaban las metodologías históricas o estructuralistas para el escolar, de modo que se trataba de ponerlo en contacto directo con el hecho literario, limitando el ejercicio de enseñanza a una mera mediación. Como consecuencia, la literatura como tal dejaba de ser problematizada, aunque, curiosamente, no ocurría lo mismo con otros tipos de discursos no literarios. Contra esta perspectiva, Bombini (2009) se mostraba vehemente:

La tiranía del placer niega la posibilidad de cualquier actividad reflexiva frente a un texto con el argumento de estar ejerciendo el cuidado -en última instancia demagógico- de un sujeto lector al que deja sin herramientas válidas para comprender más y por ende para construir su propia experiencia de placer. (p. 38)

Si la pedagogía aplicacionista enseñaba una teoría en lugar de la literatura, el asunto no parece cambiar demasiado con la pedagogía del nuevo humanismo, pues no es otra cosa que una vuelta a los tiempos en que se buscaba en la literatura un sentido moral. Otro tanto ocurre con las pedagogías del placer, que si bien parecen querer reivindicar un encuentro despojado de un mensaje, ofrecen una falta de problematización de las condiciones de determinación de la literatura.

La enseñanza literaria se encuentra así entrampada en una situación difícil: se trataría, por un lado, de enseñar la literatura, evitando las violencias de la instrumentalización que convierten el método en su propio fin; se trataría, por otro, de no caer en la ingenuidad epistemológica ante las inevitables violencias que todo acto de conocimiento produce sobre el hecho literario, pretendiendo que es posible enseñar un placer o un sentido de la literatura desprovistos de un saber proyectado. Si el enunciado «la literatura no se enseña» tiene algún sentido es porque la literatura es una experiencia irreductible al saber y resulta, por tanto, intransmisible. Cada vez que se cree estar enseñando literatura se está enseñando ya otra cosa porque, como dice lúcidamente Jorge Panesi (2000), la única acción posible ante la que se encuentra el profesor de literatura consiste en un «aventurado e incierto compartir razonado sobre un objeto ausente» (p. 259, el subrayado es mío). Se trata de una afirmación en el que resuena una concepción de la literatura que es posible encontrar en Le libre à venir de Maurice Blanchot: «La esencia de la literatura es escapar a cualquier determinación esencial o afirmación que la estabilice o incluso la concrete. Nunca está ya allí, siempre tiene que hallarse o ser inventada» (1959, p. 244). Por eso, antes que de la enseñanza de la literatura deberíamos hablar de la enseñanza literaria. En otras palabras, se trata de la enseñanza de una experiencia cuyo objeto está ausente; o bien, una cuyo objeto se constituye en el momento mismo de la lectura para desvanecerse inmediatamente después. Pero… ¿qué significaría esto?

4. ¿A dónde va la enseñanza literaria

El estado de situación retratado lleva a pensar en una dirección posible de la enseñanza literaria, particularmente la universitaria, la que es posible imaginar según dos dimensiones: una negativa; otra afirmativa.

En primer lugar, en su vertiente negativa, la enseñanza literaria debería suponer, a mi entender, una epistemología de la lectura, pensada como la puesta en escena de la imposibilidad de leer y de leerse. Este sintagma no debe entenderse en el sentido de que la lectura como tal no ocurra, sino más bien en el sentido de que toda lectura supone un modo de equívoco, una afirmación sobre la obra que se produce de manera simultánea a ella -pues la obra se constituye con la lectura- y que es desmentida por el texto literario mismo -pues el texto resiste y niega toda lectura-. No conozco mayor humildad ante la literatura que el reconocimiento de la imposibilidad de su conocimiento; no conozco mayor ceguera que la creencia de que es posible estar exento de las teorías que de un modo u otro la constituyen.

En una dirección semejante, aunque de manera más tímida, Wayne Booth (1992) proponía el pluralismo como estrategia pedagógica: «sólo cuando una segunda posibilidad cobra vida frente a nosotros, o en nosotros, nos acercamos al terreno de la reflexión» (p. 114). Ahora bien, no creo que la enseñanza de dos o más enfoques literarios decante necesariamente en un reconocimiento del modo en que la literatura es inaprensible y se desvanece en el instante en que la hacemos hablar; mucho menos creo que conduzca al reconocimiento de la instrumentalización a la que se la somete siempre, en mayor o menor medida. No lo creo porque la experiencia así me lo demuestra: la enseñanza universitaria es actualmente un mercado heterogéneo de tres o más enfoques de moda que conviven con relativa armonía hasta que un nuevo enfoque viene a reemplazar alguno de los preexistentes. Y esta pluralidad no decanta en una revelación epistemológica sobre la literatura; produce simplemente un abanico de elección, un muestrario para que los estudiantes seleccionen la teoría que más atractiva les resulta para defenderla con mayor o menor entusiasmo y aplicarla con mayor o menor destreza. En otras palabras, parece que la enseñanza universitaria es hoy un sistema de instrumentalización de la literatura en la medida en que lo que se enseña no es la experiencia literaria -por lo demás intransmisible- sino los enfoques de aplicación. Es curioso que Booth (1992) tema que su pluralismo, cuando es apropiado por impudorosos deconstruccionistas, pueda conducir a un «relativismo dogmático» (p. 109), pues el dogmatismo está más cerca de las teorías de la literatura aplicadas que de la epistemología de la lectura. Como dice sensatamente Compagnon (1998): «La teoría de la literatura es una lección de relativismo, no de pluralismo» (p. 26). Solo una epistemología que ponga al alumno en contacto con las violencias que toda interpretación ejerce sobre la obra literaria -y con el estatuto ontológicamente inaprensible del objeto- es capaz de combatir el dogmatismo y la instrumentalización. ¿En qué consistiría esta epistemología de la lectura?

Tal como la imagino, está compuesta por dos pilares que expresan los factores involucrados en la experiencia literaria como experiencia de imposibilidad del leer. Por un lado, una teoría del texto, es decir, de las razones por las cuales, por su naturaleza lingüística y tropológica, el texto resiste a toda interpretación y aloja en sí una alteridad irreductible. Por el otro, una teoría del sujeto, es decir, el modo en que el lector se involucra en la constitución de la obra mediante procesos de subjetivación y desubjetivación, en los que permanece no solo indefectiblemente ciego frente a ciertos aspectos del texto, sino también frente a ciertos aspectos de sí, pues también él aloja en su interior una alteridad irreductible. Plantearé aquí solo muy brevemente estas dos vertientes, pues ya lo he hecho abundantemente en otros ensayos, aunque no específicamente ligadas a la problemática de la enseñanza6.

Respecto a la teoría del texto, me parece que alguien que ha pensado la enseñanza literaria en esta dirección es Hillis Miller (2005), en un brevísimo ensayo titulado «The Imperative to Teach». Para Miller, la enseñanza expone la imposibilidad de verificar la validez referencial del texto o la certeza de que lo que sucederá cuando se lee será lo que se espera que suceda:

la enseñanza de la literatura es una de las respuestas a la demanda hecha por la literatura misma y, al mismo tiempo, la demostración, una y otra vez, en público, frente a los estudiantes, de la imposibilidad de responder adecuadamente. (p. 329)

La enseñanza es así una alegoría pública de la imposibilidad de la lectura, una puesta en escena de la alteridad irreductible de la literatura, un señalamiento de las resistencias a todo tipo de instrumentalización y, por tanto, un señalamiento de las violencias que tal instrumentalización produce al pretender presentarse como una respuesta adecuada. Ahora bien, ¿en qué consistiría tal enseñanza? Parece que en una teoría retórico-lingüística del texto, fundamentalmente en su dimensión tropológica, es decir, en los modos en que la retórica se riñe con la gramática. Pero también en una topología del texto, es decir el modo en que la unidad orgánica que toda instrumentalización le presupone se ve fracturada por diversos factores en los que se alojan modos de resistencia a la lectura: contextuales, intertextuales, intratextuales. Es en este sentido que, en «The Return to Philology», Paul de Man (2002) insistía en que la literatura «debería enseñarse como retórica y poética antes que como hermenéutica e historia» (p. 25).

En cuanto a una teoría del sujeto lector, es del lado del psicoanálisis donde es posible encontrar interesantes desarrollos para una epistemología de la lectura, pero puesto que se trata del sujeto se vuelve evidente que estamos ante un campo de naturaleza inevitablemente interdisciplinar. Norman Holland (2008) ha hecho avances muy atractivos en esta dirección, pensando incluso la enseñanza como un espacio facilitador de procesos de subjetivación. Pero es en Pierre Bayard7 donde encontramos, a lo largo de su extensa ensayística, una teoría del sujeto lector que pone en evidencia los elementos en juego que mediatizan toda experiencia literaria.8 Como sea, esta epistemología de la lectura es lo que concibo como el devenir lógico de la enseñanza de la teoría literaria, entendida como las razones (retóricas, lingüísticas, psicológicas, sociológicas) que llevan, en todo encuentro con la literatura, a una experiencia de ilegibilidad, es decir, un encuentro con un objeto ausente. Sin embargo, no creo que la enseñanza deba detenerse aquí, pues supondría sucumbir a un derrotismo relativista, una suerte de pirronismo axiomático que dejaría al alumno en un estado de inerte imposibilidad. Por eso, creo que la enseñanza literaria supone seguidamente una vertiente de carácter afirmativo, un retorno a la cultura retórica, donde el objetivo no es el saber de la literatura, sino la experiencia literaria misma y, por ello, una enseñanza de la escritura. ¿Por qué? ¿Para qué?

La enseñanza de la literatura en la cultura del comentario se basa en una distinción de lenguajes (formalmente regulados) y en la valencia hermenéutica de la explicación: el metalenguaje traduce el saber contenido en la literatura, que es por tanto enseñable. Curiosamente, si lo enseñable es lo traducible, forzosamente tiene que tratarse de aquello que tiene la cualidad de ser no literario, de ser capaz de expresarse en una forma distinta a la de la literatura. El saber que se transmite es por tanto independiente de la literatura, y sólo toma prestado su forma como un modo de realizarse. La crítica y la enseñanza no son más que transposiciones lingüísticas que permiten acceder al conocimiento cifrado en la lengua literaria. La lógica se vuelve explícita: no se enseña literatura, sino un saber que se le presupone y que no es propiamente literario, pues es capaz de asumir otro modo de ser. El rechazo de Todorov por el formalismo es así sintomático: lo que interesa no es la literatura, sino el sentido -no literario- que porta. Toda la cultura del comentario reduce la literatura a un sentido, y su historia no es más que la historia de los desplazamientos de sentidos no literarios. Aparece aquí la paradoja de la enseñanza literaria: su objeto es una experiencia por definición no transmisible ni traducible: ¿cómo enseñar lo que no puede traducirse? A falta de otro término -y a pesar de lo problemático que resulta- me parece que el mejor modo de designar ese objeto ausente es mediante la palabra experiencia, al menos en la acepción que, por ejemplo, ofrece, a partir de Agamben, Jorge Larrosa (2013): el lugar donde tocamos los límites de nuestro lenguaje. ¿Qué lugar parece más adecuado para esa experiencia literaria que la escritura, es decir, la problematización del lenguaje desde dentro? ¿Qué mejor manera de acercarnos a la experiencia intraducible y singular de la literatura que por una operación isomórfica que no hable de la literatura sino en o a través de la literatura?

La enseñanza de la escritura en la enseñanza literaria es un tópico recurrente en muchos autores, por lo menos desde la década del 60, cuando se advirtieron las consecuencias de la sustitución de la retórica por la historia y la expansión de la cultura del comentario. En el célebre coloquio de Cérisy de 1969, la cuestión aparece una y otra vez con insistencia, como si cierta nostalgia por la cultura retórica atravesará el espíritu de los ponentes. Las razones que se esgrimen no son siempre las mismas, pero pueden encauzarse en dos motivos principales: aquellos que, como Roland Barthes, asocian la escritura a la interrogación del lenguaje; aquellos que, como Franco Ferrucci, vinculan la escritura a procesos subjetivantes.

La escritura como proceso subjetivante a partir de la lectura literaria se configura a menudo bajo el avatar del profesor-terapeuta que proponen Fenstermacher y Soltis (1998): «a partir del contenido que enseña, intenta ayudar a conformar la subjetividad del otro, intenta cooperar al fortalecimiento de su yo» (p. 73). Quizás la forma más elaborada de esta pedagogía sean las propuestas de David Bleich (1975) y Norman Holland (2008), ambos pertenecientes al reader-response criticism. En ambos casos, entendida la lectura como una recreación de la propia identidad, la literatura sirve como medio de conocimiento de sí. En este marco, el «seminario délfico» de Holland, impartido en la Universidad de Nueva York, proponía a los estudiantes la escritura de respuestas a obras literarias que se despojaran de teorías e involucraran la asociación libre, como modo de poner en acción las propias identidades (sus miedos, deseos, ansiedades, mecanismos defensivos). En una dirección semejante, Gregorio Valera Villegas y Gladys Madriz proponen (2013), a través de una «pedagogía narrativa del yo» (p. 215), un encuentro con la literatura del yo que permita al lector a su vez responder con una escritura sobre la propia subjetividad, para así operar al modo en que la antigua retórica hacía de la literatura más un objeto de imitación que de comentario. Por la misma senda parece caminar Jean-Marie Schaeffer (2013) en un breve y estimulante ensayo:

Desarrollar nuestra capacidad de contar(nos) equivale a cultivar una fuente cognitiva que es indispensable en todos los humanos, puesto que nuestra identidad personal se construye en buena parte bajo la forma de una configuración narrativa. (…) Sin embargo, no solemos extraer de esto muchas conclusiones, ni de orden práctico para la enseñanza de la literatura, ni tampoco epistemológico para el estudio de la literatura. (p. 29)

Sin embargo, la cautela necesaria que habría que tener en este tipo de pedagogías es no precipitarse, como en el caso de Holland, hacia la idea de que el yo debe y puede escribirse ahí donde lee, pues reaparecen las dos críticas que desplegué en los apartados anteriores: por un lado, la literatura termina por ser puramente instrumentalizada por un yo imaginario; por otro, se cree ingenuamente que el yo es accesible mediante la escritura9. El problema proviene, nuevamente, de una concepción de la forma como expresión de un contenido accesible (sea este un saber disciplinar o una expresión del yo lector).

Quizás en este sentido podamos entender la irritación de Paul de Man al referirse a la enseñanza en «Hypogram and Inscription»:

Cuando se supone que se habla de literatura, se habla de cualquier cosa habida y por haber (incluyendo, por supuesto, uno mismo) menos de literatura. Así la necesidad de una determinación se vuelve más fuerte en cuanto medio de salvaguardar una disciplina que amenaza constantemente con degenerar en chismorreo, trivialidad o autoobsesión. El término más tradicional de los que designan estas fronteras es forma; en literatura el concepto de forma es, antes que nada, necesario para su definición. (de Man, 2002, p. 29)

Por tanto, en la enseñanza de la escritura como proceso subjetivante tiene que articularse la enseñanza de la escritura como interrogación del lenguaje, pues se trataría de exhibir el modo en que la literatura no es solo la impugnación del saber, sino también de la subjetividad, a menos que, como posiblemente Paul de Man (2002) vería en Norman Holland, se quiera caer en el chismorreo o la autobsesión. Para decirlo en otras palabras: una pedagogía de los procesos subjetivos exige una enseñanza formal de la escritura literaria que no la reduzca a ornamento del sentido.

Ciertamente, la enseñanza de los tropos parece quedar lejos de la literatura cuando se los considera como meros ropajes del discurso, identificables en el marco de la cultura del comentario; es decir, cuando aparecen como oropeles despojados de toda conmoción estética, simples envoltorios del saber cifrado. Pero esta perspectiva no debería llevarnos a abandonar el camino de la forma ni de la retórica. En todo caso, debería tratarse de una retórica al servicio no del comentario sino de la experiencia literaria. La distinción me parece clara si nos detenemos en la sutileza de estas palabras de Diana San Emeterio (1995):

Siempre me sentiré mejor si consigo que ustedes vean cómo brotan chispas del encuentro de dos palabras, como metálica paloma (el logro es de Neruda), que si analizan el fenómeno y me recitan que se trata de un oxímoron. Siempre preferiré el nudo en la garganta antes que el reconocimiento de una figura retórica. (p. 10)

No se trata aquí, pues, de un abandono de la retórica -como podría creerse-, sino de una crítica a la reducción de la figura al contenido; pues la conmoción del cuerpo ocurre en la literatura precisamente por la vía formal y material del lenguaje, en la medida en que la enseñanza vuelve al alumno capaz de sensibilizarse a través de los procedimientos técnicos que suspenden el hábito y el automatismo de la percepción. Si la experiencia literaria no es enseñable, ¿qué mecanismo podría acercarse a su naturaleza sino la del conocimiento de su modo de ser y del ejercicio que procura encarnarla? En otras palabras: ¿qué medio podría existir para acceder a la literatura -por definición intransmisible- más que la vía de un isomorfismo de la experiencia, de la problematización formal del lenguaje, del acto de la escritura o narración de la lectura? En esta dirección se podrían entender las siguientes palabras de Barthes: «Si hay un problema pedagógico es el de hacer acceder al significante, al juego del significante, a la escritura, a la simbolización» (1971, p. 181).

El propio Todorov (1971), en el coloquio de Cérisy, persuadido quizás por ciertas ponencias, reconocía que la enseñanza interna, formal, de la literatura «vuelve consciente al estudiante de los medios que dispone cuando se proponga, por ejemplo, escribir un texto literario» (pp. 630-631). De modo que la banalidad no está en el estudio de los tropos, sino en el uso que se les da: abandonando las pretensiones explicativas que reproducen el binomio forma/contenido y encuentran en las figuras el mero ropaje de un sentido de lo humano, la enseñanza puede en cambio, retornando a la cultura retórica, precipitar al alumno a un encuentro con el lenguaje desde dentro. Un poco como Barthes (2002) pretendía en Critique et vérité: «la confusión misma del sujeto y del lenguaje, de manera que el crítico y la obra digan siempre: soy literatura» (p. 796).

No es difícil ver hoy el entusiasmo por una enseñanza que avance en esta dirección y cuestione la división de lenguajes de la cultura del comentario. En una bella antología reciente, un conjunto de autores y autoras reclaman en el marco de este espíritu la necesidad de un nuevo lenguaje para la enseñanza literaria, «capaz de enunciar singularmente lo singular, de incorporar la incertidumbre» (Larrosa, 2013, p. 36). No obstante, impresiona la resistencia de la cultura del comentario en la enseñanza media y universitaria, sobre todo en esta última, cuando nuestros mejores críticos y teóricos literarios insisten con tanta obstinación y claridad en ese carácter incierto y experiencial del hecho literario, y denuncian con tal ahínco los embates moralizantes que impregnan la literatura de saberes ajenos10.

¿No debería por tanto regresar la enseñanza literaria a una cultura retórica entendida como una enseñanza de la escritura, es decir, no una enseñanza del metalenguaje hermenéutico, sino de un modo de devenir literatura? No para convertir al estudiante en un escritor ni para crear espacios de escritura de sí; más bien, para volverlo sensible a la experiencia intransmisible que se procura transmitir. Es decir, para decir literatura. En otras palabras: no escritor, ni autobiógrafo; más bien, narrador del modo en que la experiencia literaria afecta la subjetividad. O bien: ensayista, en el sentido de un lector que escribe el vagabundeo y las digresiones de la irreductible experiencia literaria. Como en la cultura retórica, la lectura y la imitación son quizás una vía posible de esta escritura, en la medida en que el profesor, más que transmitir algún tipo de saber, exhibe su propia experiencia, «como prueba y no como regla de lo que debería existir», según la precisa expresión de Carina Rattero (2013, p. 52).

Una enseñanza que retorna a la cultura retórica no es una enseñanza desprendida del mundo, ajena a su contacto, o indiferente a los poderes sociales y subjetivos de la literatura. En cambio, se trata de una enseñanza que apela a aquello que resulta el potencial inherente de la literatura: su forma, su materialidad, su lenguaje. No puede llamar entonces la atención que se deriven de allí propuestas heterogéneas que reencuentren anheladas funciones que se deseaban en la literatura: función subjetivante, función crítica e incluso función literaria11.

¿A dónde va, entonces, la enseñanza literaria? A un abandono de la cultura del comentario, espero. Es decir, a una epistemología de la lectura (en su carácter negativo) y a la invención de otro lenguaje (en su carácter afirmativo): no para hablar sobre la literatura, ni para escribir literatura; sino más bien para narrar la lectura en o a través de la literatura.

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  • 1
    Recientemente, a partir de un riguroso análisis de currículos y manuales argentinos destinados a la enseñanza media, la investigadora Analía Gerbaudo (2021) señalaba los siguientes puntos: 1) predominio de marcos teóricos derivados del modelo lingüisticista o de perspectivas como el enfoque comunicativo; 2) en lo metodológico, predominio de actividades tendientes a recuperar la información, y análisis que reducen la literatura al nivel de la historia con homogeneización de los objetos y subordinación a la enseñanza de la gramática o la retórica. 3) Concepción de la literatura como expresión de un contenido (forma/fondo), como producto determinado por el contexto o como resultado de la intencionalidad del autor.
  • 2
    Es lo que encontramos, por ejemplo, en la ponencia que presenta Gerard Genette en el Coloquio de Cérisy de 1969 consagrado a la enseñanza de la literatura. En contraposición a una historia de los hechos, Genette (1971) propone allí la enseñanza de una historia inmanente de la literatura, de las técnicas narrativas, de las figuras: una «historia de la forma literaria» (p. 248).
  • 3
    De más está decir que el propio concepto de literatura no suele ser problematizado en la enseñanza literaria. Barthes (1971) lo incorpora incluso entre las censuras propias de la historia de la literatura, al punto de proponer que tal historia «debería ser concebida como una historia de la idea de literatura» (p. 173). Gustavo Bombini (2009) ha insistido con frecuencia en la misma dirección al plantear que en los manuales se da la literatura por sabida, por dada, y cuando se da lugar a la pregunta, es la propia guía la que responde. Hay entonces, dice Bombini, una censura de «la reflexión teórica» (p. 31).
  • 4
    En el documento Contenidos Básicos Comunes para la Educación General Básica del Ministerio de Cultura y Educación de la Nación (1995), se plantea que la escuela debe «formar lectores y lectoras inteligentes, voluntarios, habituados a leer, críticos y autónomos, que experimenten el placer de leer» (p. 31), y que «corresponde a la Enseñanza General Básica ofrecer oportunidades de contacto y disfrute de gran variedad de textos literarios» (p. 36).
  • 5
    «Ley Federal de Educación presenta el placer de la lectura como único objetivo a la hora de leer literatura» (Mora Díaz Súnico, 2005, p. 23).
  • 6
    Me refiero a dos ensayos que, junto al que aquí presento, conforman una suerte de trilogía que procura pensar el estado de situación de nuestra disciplina a la vez que ciertas direcciones posibles: «¿A dónde va la crítica literaria?» (2021) y «¿A dónde va la teoría literaria?» (2022). Este último procuró desarrollar la hipótesis según la cual el destino de la teoría literaria es la teoría de la lectura, es decir, la idea de que la teoría literaria debe constituirse como una epistemología de la lectura. A partir de esta hipótesis, me parecía que surgían consecuencias para los modos de ser tanto de la crítica (razón por la cual escribí el ensayo sobre la dirección de la crítica literaria) como de la enseñanza (a raíz de lo cual me propuse escribir el presente trabajo).
  • 7
    La obra de Pierre Bayard, compuesta por más de una veintena de ensayos, recupera una y otra vez el problema del sujeto para una teoría de la lectura. Sin embargo, se debería destacar aquí el libro Comment parler des livres que l’on n’a pas lus? (2007) donde dedica inteligentes momentos a la cuestión de la enseñanza.
  • 8
    Lamentablemente, poco se enseña de esto en la universidad, al menos en la Argentina. Hasta donde he podido verificar, incluso las asignaturas de carácter más teórico, como Teoría literaria, no dejan de ser la enseñanza de diversas corrientes (formalismo, estructuralismo, deconstrucción, feminismo) que se presentan como herramientas de análisis, antes que como teorías del texto, del sujeto o de la lectura.
  • 9
    No entro aquí en las tensiones al interior de esta serie de pedagogías orientadas a la escritura como proceso subjetivante, porque supondría extenderme demasiado. No obstante, quisiera al menos señalar que encontramos aquí diferencias sustanciales. Por ejemplo, la concepción de Norman Holland (2008), basada en un psicoanálisis del yo, es contradictoria con la idea de enseñanza que propone Pierre Bayard (2007), pues si bien plantea el deseo de que la enseñanza avance hacia una escritura del sujeto, tal sujeto es concebido a su vez como un vacío, un objeto ausente que es incapaz de leerse a sí mismo.
  • 10
    En este sentido, sugiero especialmente el ensayo de Alberto Giordano (2014) «La supersticiosa ética del lector. Notas para comenzar una polémica».
  • 11
    En esta dirección, resulta interesante la propuesta de una pedagogía de la teoría de los textos posibles, que han desarrollado recientemente autores como Marc Escola y Sophie Rabau (2008).

Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Sep-Dec 2023

Histórico

  • Recibido
    28 Abr 2023
  • Acepto
    01 Set 2023
location_on
None Universidad de Costa Rica, San José, San José, CR, 2060, 2511-5107, 2511 8395 - E-mail: kanina@ucr.ac.cr
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