Open-access Retórica y emoción en «la venganza de un bárbaro» de Miguel Luis Amunátegui

Rhetoric and emotion in “The Vengeance of a Barbarian” by Miguel Luis Amunátegui

Resumen

El presente estudio aborda la figuración de «salvaje araucano» como cifra de la alteridad para el proyecto modernizador chileno de fines del siglo XIX a partir de la lectura de «La venganza de un bárbaro» (1876), relato tradicionista del escritor e historiador Miguel Luis Amunátegui, por medio del análisis de su articulación con el romance intercultural a través de una retórica afectiva. Se propone que la representación del mapuche en el romance impedido entre amantes de culturas distintas apuntó, en el caso de Amunátegui, a trasladar la batalla discursiva iniciada en la esfera legislativa por los promotores de la ocupación militar de la Araucanía hacia el corazón de los emergentes públicos lectores populares, al apelar a un juego de simpatías y rechazos que permitiera justificar sentimentalmente la dominación chilena sobre el territorio y sus habitantes.

Palabras clave: narrativa chilena; siglo XIX; Miguel Luis Amunátegui; retórica; romance; emoción

Abstract

This study deals with the figuration of «savage Araucanian» as a figure of otherness for the Chilean modernizing project of the late nineteenth century, analyzing the articulation of "The revenge of a barbarian" (1876), a traditional story by the writer and historian Miguel Luis Amunátegui, with intercultural romance through affective rhetoric. It is proposed that the representation of the mapuche and its articulation with the impeded romance between lovers of different cultures aimed, in the case of Amunátegui, to transfer the legislative battle that supported military occupation of the Araucaria towards the heart of the emerging popular readers, appealing to a game of sympathy and rejection that would sentimentally justify Chilean domination over the Araucanía and its inhabitants.

Keywords: Chilean narrative; XIX century; Miguel Luis Amunátegui; rhetoric; romance; emotion

Introducción

Este artículo busca exponer algunos resultados obtenidos en el marco de una investigación mayor1, cuyo objetivo es analizar las representaciones del pasado colonial promovidas por un corpus de escrituras pertenecientes al campo letrado chileno decimonónico, las cuales, a pesar de evidenciar características distintivas entre sí, han sido interpretadas por la crítica como parte de la recepción continental del tradicionismo impulsado por el peruano Ricardo Palma. De manera particular, nos interesa realizar una lectura de las estrategias narrativas empleadas por Miguel Luis Amunátegui, uno de los principales literatos chilenos asociados a este grupo, con el fin de explicar el contacto intercultural como conflicto narrativo de sus relatos. En este sentido, nos enfocaremos en analizar de qué modo y con qué propósito su narrativa seleccionó y conectó con su propio presente distintas historias contenidas en las crónicas coloniales, sin dejar de lado a los emergentes públicos lectores que se configuraron a partir del último tercio del siglo XIX chileno. Se asume, de esta forma, la tesis general de que tal proceso intertextual respondió de forma activa a las tensiones propias de este periodo, caracterizado por una serie de transformaciones políticas, económicas, culturales, sociales y territoriales.

Partimos de la idea propuesta por Martínez (2003) en relación con el concepto de espectacularización del pasado colonial, entendida, para el caso de Ricardo Palma, como «la representación de un momento que aspira a la visibilidad» (p. 17) con base en algún aspecto de la vida política, social o cultural de ese pasado que proyecta su sentido sobre el presente y hacia lo porvenir. En el presente artículo se entiende, de esta forma, que la recuperación y publicación de las historias contenidas en distintas fuentes coloniales por los letrados decimonónicos implicó no solo su valorización desde una dimensión historiográfica o patrimonial, sino también su divulgación con fines persuasivos y políticamente intencionados; este proceso de recuperación y publicación se concentró en aquellos aspectos de los relatos escogidos que, por su pathos exacerbado, podían fácilmente provocar asombro, dolor o deleite entre sus lectores y lectoras. Se propone, por lo tanto, que esta dimensión retórica de la narración sobre el pasado se evidenciaría en la textura emotiva que organiza la escritura de Amunátegui, la cual contrasta con propuestas narrativas alternativas, como sucedería con el tradicionismo de raíz católico-conservadora asociada a Enrique del Solar, entre otros.2

En este sentido, seguimos a Lyytikäinen (2017) en sus planteamientos sobre el estudio de los efectos emotivos desencadenados por la narrativa de ficción. El autor parte del supuesto de que los escritores «no solo nos presentan las realidades fácticas o emocionales del mundo ficcional, sino que también pretenden conmovernos: nos hacen sentir a favor o en contra de los personajes y, en definitiva, reaccionar emocionalmente al mundo creado por el texto» (p. 247). Si bien estos efectos se verifican, en último término, en el campo de los receptores concretos, Lyytikäinen (2017) argumenta que es también pertinente examinar la dimensión emotiva de un texto a nivel de su lenguaje y enfocarse, por lo tanto, en la «audiencia autoral» que construye (p. 254), es decir, en el perfil de lector potencial o hipotético que proyecta retóricamente el texto y que puede ser aceptado o rechazado por sus receptores reales. De allí que centre su análisis en lo que denomina «paisajes textuales emocionales», considerados como una articulación de caracteres literarios, ambientes, sensaciones, tramas narrativas, metáforas y discursos sobre la emoción configurada «no solo para dar a la audiencia alimento para el pensamiento o información sobre los pensamientos de los sujetos de ficción, sino que también para aportar elementos en la construcción de la estructura afectiva del texto» (p. 254). Cabe destacar que el despliegue de este paisaje textual cumpliría una evidente finalidad retórica, en la medida en que, como señala a su vez Plantin (2014), «la gestión estratégica de las emociones es esencial en la orientación general del discurso hacia la persuasión y la acción» (p. 31).

De este modo, la hipótesis de lectura del presente análisis plantea que el paisaje emocional y sobre todo la caracterización afectiva de los personajes involucrados en el conflicto narrativo de «La venganza de un bárbaro» intentó ampliar el alcance de la discusión pública sobre la validez de la campaña militar chilena en la Araucanía, pues la desplazó desde el ámbito de la deliberación legislativa hacia el campo de la lectura novelesca y aportando, de este modo, una justificación sentimental a la ocupación territorial, para lo cual empleó la trama narrativa del romance impedido entre miembros de culturas distintas. Para comprobar esta tesis, en los siguientes apartados se exponen algunas coordenadas teóricas elementales para situar el tema del contacto cultural y su representación en el contexto americano decimonónico; seguidamente, se desarrolla la propuesta de lectura crítica de «La venganza de un bárbaro», relato breve incluido en la colección Narraciones históricas (1876) de Miguel Luis Amunátegui; finalmente, se propone una interpretación que relaciona el despliegue de esta retórica con su contexto de producción y recepción, a fin de demostrar cómo este relato del historiador liberal fue funcional a un discurso social que apuntó a justificar la expansión chilena hacia los territorios del sur.

El «ab-origen» como representación

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la voluntad de forjar comunidades nacionales comprometió al letrado latinoamericano en la tarea general de construir una historia que registrara los hechos del pasado y los fijara narrativamente en un relato coherente (Colmenares, 2006). Este proceso se enfrentó al desafío de forjar una identidad nacional unitaria y homogénea a partir de una población muy diversa, compuesta por europeos, criollos, indígenas, africanos y mestizos, lo cual se llevó a cabo al proponer una serie de rasgos significantes que representaran a los miembros legítimos del colectivo y sobre todo que los deslindaran de los «otros», en una operación relacional en la que la identidad se construyó por contraste. La alteridad, de este modo, se articuló por medio de diferentes formas de significar lo igual y lo distinto, pues apeló a cruces semánticos con las marcas de «nacionalidad», «raza» o «etnicidad», entre otras (Szurmuk y Mckee, 2009), a través del despliegue de distintas heterotropías.3

En este contexto, la significación social que se atribuyó a esta alteridad varió de acuerdo con los distintos proyectos nacionales que propiciaron su presencia. Considérese, a modo de ejemplo, la centralidad que tuvo la figura del indio en el imaginario fundacional del México posindependencia y en el cual se postuló al mestizo como asiento de la nacionalidad, versus la nula presencia de esta figura en las letras peruanas del siglo XIX, tal como evidencia el caso del mismo Palma. Sin embargo, en todos estos casos podemos verificar el lugar de relativa subordinación que estas figuras adoptaron en el concierto del relato nacional, sobre todo si consideramos la relevancia que alcanzó la identificación del aborigen con un tropo en especial: el del «salvaje», que, como señala Jáuregui (2008), se incorporó discursivamente en

la historiografía ilustrada, los discursos de la emancipación y las literaturas nacionales (…) como un artefacto de enunciación retórico-cultural, ya para establecer las continuidades simbólicas de la nación con el pasado indígena, ya para marcar metafóricamente las alteridades étnicas y políticas respecto a las cuales se definieron hegemónicamente las identidades nacionales. (p. 223)

Es necesario recordar que durante el siglo XIX circularon dos grandes versiones de este tropo, ambas de raíz romántica: la del «buen salvaje» y la del «salvaje-bárbaro». Se sabe, por una parte, que Jean Jacques Rousseau elaboró su mito del bon sauvage partiendo de la tesis de que ningún ser humano nace esencialmente malvado, sino que, por el contrario, es la sociedad civilizada la encargada de corromperlo. La idea del «buen salvaje» penetra en la cultura americana a través de Chateaubriand, quien, como católico tradicionalista, se interesaba menos en resaltar la dignidad del otro no blanco que en probar el valor universal y civilizador de la religión católica, por cuya intermediación se descubría el valor del hombre absoluto, incluso del «salvaje americano»; en esta línea, el bárbaro americano sería, por extensión, un efecto de los traumas que conllevan la invasión territorial y la esclavitud propia del colonialismo.

Sin embargo, en Chile es la imagen de Calibán -el salvaje como bárbaro inmune al proyecto civilizatorio que se delinea ya en las observaciones del naturalista Charles Darwin (Bengoa, 2017)- la que se proyecta con fuerza hegemónica. Esta es la alteridad que concentra la suma de los temores y los odios, «la antifigura, (…) la identidad rechazada, perseguida, las señas personales que hay que borrar, las huellas que hay que hacer desaparecer» (Rojas, 1991, p. 88), en un proceso que perdura hasta nuestros días. Sobre este punto, y desde una perspectiva contemporánea, del Valle (2020) ha estudiado extensamente la producción y reproducción simbólica del mapuche4 como «enemigo interno» de la nación chilena, en tanto que amenaza al despliegue de su proyecto modernizador o civilizatorio. Este tropo identitario ha cobrado distintas formas en la prensa chilena y la literatura desde el XIX a la fecha, unificadas por un conjunto de significados recurrentes en la configuración de esta representación hegemónica, entre los que destacan su presencia mediática --limitada a la noción de «conflicto»- y la connotación negativa que adquieren cuando son representados como sujetos de la acción, bajo la figura preferente del «terrorista» (del Valle, 2020; Koziner, 2020).

Durante la segunda mitad del siglo XIX este proceso de significación transcurrió en el contexto de la ocupación militar chilena de la Araucanía, espacio geográfico cuya autonomía reivindican actualmente distintas comunidades mapuche al sur del rio Biobío. En esta coyuntura conflictiva, cuyo desarrollo bélico se extendió con grados variables de intensidad entre las décadas de 1860 y 1880, la elite chilena se abocó mayormente a construir un relato que justificara política y judicialmente la expansión territorial, con lo que legitimaron la idea de un proyecto nacional que hundía sus raíces en la profundidad de la Colonia, como explica Botinelli (2010) en el análisis del «Delenda Arauco!» propuesto por Vicuña Mackenna en su discurso ante la cámara en 1868. Para tales efectos, la solución retórica consistía en desactivar los significantes épicos forjados por Ercilla y Valdivia que rodeaban aún la figura del salvaje (Triviño, 1996) y, al mismo tiempo, amplificar «ese conjunto de abominaciones que constituye la vida del salvaje» (Vicuña Mackenna, citado en Botinelli, 2010, p. 116), frente al cual las luces de la civilización se mostraban impotentes.

Desde nuestra perspectiva, junto a este discurso sostenido desde orden deliberativo, resulta productivo examinar la figuración del salvaje en el ámbito del romance narrativo. Recordemos que este género organiza el conflicto por medio una trama que escenifica la tensiones entre los distintos componentes de la sociedad decimonónica y, especialmente, en el caso los conflictos interétnicos desarrollados en un territorio de frontera definido por su situación de contacto (Tawil, 2006). Al respecto, Sommer (1989) explicó la función eminentemente política del romance en la producción de las denominadas ficciones fundacionales durante el siglo XIX latinoamericano, pues señaló que estas novelas funcionaron como soluciones alegóricas a los distintos desafíos que planteó la formación de los estados nacionales tras la independencia. Para Sommer, el romance, en tanto trama heroica y erótica, narraba la historia de unos protagonistas que se enfrentaban a una serie de obstáculos para consumar su amor, unión que simbolizaba en un plano alegórico la posibilidad de integrar intereses étnicos, sociales, territoriales o económicos en tensión, incluso en aquellos casos en que la unión no se lograba, como en el caso de María. Sobre este último punto, Sommer (1989) explica:

Mientras suscitan nuestra simpatía por los amores entre héroes y heroínas idealizados, estas obras también localizan un abuso social que frustra a los amantes. Por lo tanto, apuntan, en ambas acepciones del término, hacia un estado ideal que ha de producirse cuando se supere el obstáculo. Implícita, y a veces abiertamente, esas novelas exigen una solución posible al romance fallido (léase también progreso nacional y productividad). ¿Qué mejor modo de argumentar la polémica a favor del desarrollo que convirtiendo el deseo en el móvil incesante de un proyecto literario-político? El seguir leyendo, sufrir y vibrar con el impulso de los amantes hacia el matrimonio, la familia y la prosperidad, y luego, al final, sentirse aplastado o transportado fuera de sí, ya es convertirse en partidario del progreso. (p. 441)

Por su parte, Barraza (2013) ha estudiado prolijamente el desarrollo de este tipo de narrativas en Chile denle el género del folletín y, más específicamente, a partir de la novela indianista del siglo XIX y los modos de representación melodramático que intervienen en su configuración. Su tesis de lectura demuestra que estas narrativas se estructuraron sobre un esquema de antagonismo y no contradicción, donde lo blanco es esencialmente distinto del otro no-blanco (fundamentalmente, el indígena, pero también, en ocasiones, el negro) y donde esa identificación no está sujeta a cambios o transacciones de ningún tipo, es decir, que lo blanco no puede dejar de ser «blanco» al igual que el indio o el negro no pueden dejar de ser la otredad no blanca. Esta lógica narrativa cancelaba, como sabemos, toda posibilidad de síntesis o resolución positiva de los conflictos, como ejemplifica el amplio corpus analizado por Barraza. Así como la naturaleza panóptica de la novela de costumbres nacionales sanciona y expulsa a los personajes que ponen en riesgo la estabilidad social a partir de la diferenciación de clase, el romance interétnico tiende a desestimar toda posibilidad de alianza matrimonial entre blancos e indígenas «salvajes», incluso en aquellos casos donde opera el blanqueamiento del otro a través de la conversión cristiana.

De esta forma, si bien la estructura del romance tiende a ofrecer una resolución -imaginaria- a las tensiones y contradicciones de las nacientes sociedades poscoloniales, el romance interétnico presenta por definición un conflicto narrativo infértil, cuyos protagonistas se esfuerzan por lograr una alianza destinada a la no realización. «La venganza de un bárbaro» comparte esta resolución negativa del conflicto que caracteriza al género, pero en este análisis se propone que ofrece además un argumento novedoso, esencialmente afectivo, para persuadir a los lectores de la imposibilidad de tal alianza. Para dar cuenta de esta tesis, en la siguiente sección nos concentraremos en analizar las estrategias retóricas desplegadas en este relato de Amunátegui, a fin de explicar cómo la construcción literaria de su paisaje emotivo es funcional al proyecto expansionista delineado por la elite chilena desde el campo de lo político.

«La venganza de un bárbaro»: un análisis retórico y emotivo

Como se mencionó al inicio de este estudio, «La venganza de un bárbaro» es parte de un corpus de escrituras mayor, que contempla más de cuarenta artículos dominicales publicados por Miguel Luis Amunátegui en el diario El Ferrocarril, entre 1974 y 1976. Trece de estos artículos fueron luego seleccionados para componer Narraciones históricas (1876), compilación cuyo tiraje de 1000 ejemplares puede considerarse de importancia para el campo letrado de la época.5 La publicación periódica de estos relatos en uno de los diarios de mayor circulación de la capital chilena a fines del siglo XIX -recordemos que El Ferrocarril alcanzó, en su momento de mayor circulación, un tiraje de 14 000 ejemplares (Subercaseaux, 2010, p. 342)- nos da una idea del carácter masivo al que aspiraba esta escritura, alejada de la producción historiográfica más reconocida de Amunátegui.

En esta línea, los textos señalados forman el núcleo de su trabajo de popularización del pasado, pero, pese a la masividad de su circulación, corresponden a una producción más bien marginada dentro del catálogo del autor.6 Al respecto, el historiador Barros Arana (1914) recordaba -en una nota biográfica póstuma, redactada en honor a Amunátegui- cómo ciertas voces críticas de la época cuestionaron que «estos cuentos eran indignos de un escritor de la altura de Amunátegui, no porque carecieran de mérito literario, sino porque no era propio de un hombre serio el escribir relaciones seminovelescas» (p. 380). Sugerentemente, no solo parecía censurable esta incursión hacia el terreno de lo narrativo-ficcional, pues la crítica también apuntó a su estilo, «siempre correcto, llano i casi humilde» y el cual cayó «en los hostigosos vericuetos de lo vulgar», como hizo notar Rodríguez (1873b, p. 142).

Es precisamente en el cruce de estos temas y este estilo donde descansa, a nuestro juicio, el programa político-narrativo de Amunátegui: una melodramática puesta en escena del pasado, adecuada para un gusto incipientemente masivo y popular, donde los actores históricos fuesen «conmemorados» en la forma de «ídolos para venerar y enemigos para aborrecer» (Todorov, 2002, p. 160). El mismo Rodríguez (1873a) daba cuenta ya de esta percepción, al insinuar que «Amunátegui lee i escribe la historia mui propenso siempre a descubrir i exhumar en ella ánjeles i demonios» (p. 442), cuestión que condicionaba, a su juicio, la validez epistemológica de su mirada sobre el pasado:

Un historiador que se complace en los detalles hasta perder entre ellos el rumbo, que adopta sin exámen todas las opiniones vulgares, i que no sabe o no quiere tomar en cuenta la diferencia de los tiempos al redactar los considerandos de su fallo, podrá escribir crónicas mas o ménos divertidas i granjearse alguna popularidad entre la turbamulta de los que acostumbran aceptar sin exámen opiniones que tengan en su favor la doble consagración del tiempo i de las mayorías; pero no acertará jamás a elevarse a aquellas eminencias desde donde puede abarcase de una sola mirada todo el horizonte, rectificarse los caminos del error, por trillados que sean, i descubrir el principio por el cual todos los fenómenos se espliquen i en el cual se armonicen todas las discordancias. (Rodríguez, 1873a, p. 445)

«La venganza de un bárbaro», texto con que Amunátegui cierra sus Narraciones históricas, cuenta la historia de Rayún, hija de una cautiva española y esposa adúltera del cacique Lientur, quien se fuga del territorio araucano junto a su amante español, el alférez Pablo Sandoval, para finalmente sufrir un cruento castigo de parte del cacique agraviado. Como la mayoría de los relatos que componen esta serie, el texto «espectaculariza» el pasado colonial al articular un sistema de inclusiones y exclusiones identitarias a partir de un ejercicio de transtextualidad con el archivo colonial; en este caso, opera por amplificación sobre una anécdota contenida en la relación cuarta, capítulo 1 de Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile, del militar español Alonso González de Nájera (1866). Publicada en 1614, el Desengaño es una obra que participa del género memorial y del arbitrio e incluye una serie de observaciones dirigidas al monarca a fin de cambiar el rumbo de la guerra de Arauco por medio de una estrategia de exterminio total.7 Este texto ha recibido una amplia recepción en el ámbito de la crítica chilena, la cual lo ha caracterizado como una escritura que invierte y niega tanto la valoración épica del araucano construido por Ercilla, como la humanización del salvaje propuesta por Núñez de Pineda (1863) en El cautiverio feliz (Triviños, 1996; Donoso, 2014). El hipotexto que sirve de sustrato al relato de Amunátegui funciona en la obra de González de Nájera como una unidad narrativa completa, que posee una situación inicial, desarrollo dramático y desenlace, y tienen el propósito de presentarse al lector como exemplum que demuestra las «crueldades de los indios de Chile» (González de Nájera, 1866, p. 106).

A esta relación de amplificación hipertextual, «La venganza de un bárbaro» suma un segundo intertexto que solo funciona a través de la alusión y que surge de la asignación, por parte de Amunátegui, de un nombre para el protagonista anónimo en el relato consignado por González de Nájera -Lientur- , con lo cual se conectade manera indirecta la narración del chileno con el famoso cacique registrado en El cautiverio feliz, de Núñez de Pineda y Bascuñán.8 El apunte a esta otra fuente no deja de ser importante, ya que Amunátegui presenta en su relato una visión del cacique completamente degradada respecto de la versión original, pues la contrasta con los atributos con los que dota a la protagonista.

En efecto, el narrador comienza por destacar que la cautiva había enseñado el idioma a su hija Rayún y que además le había legado «una intelijencia bastante despejada» (Amunátegui, 1876, p. 385), por lo que «tenía la desgracia de ser superior en todo i por todo a los seres que la rodeaban». Sobre esta diferencia cultural se sustenta el conflicto que estructurará el relato: Rayún -que como el narrador aclara significa flor en mapudungun- «había nacido i crecido con riego de lágrimas en una tierra pedregosa e ingrata, i era combatida por un cierzo seco i abrasador que a cada momento amenazaba agostarla» (p. 385). Así, se presenta desde un comienzo una metáfora de la identidad mestiza, chilena, amenazada desde su nacimiento por el sustrato en que hundía sus raíces nativas.

Previsiblemente, Lientur es caracterizado a partir de una serie de cualidades negativas, propias del tópico del caníbal: «Este feroz salvaje era de aquellos que se comían a bocados el corazón todavía palpitante arrancado a los prisioneros; i que, en seguida, asaban la carne de las víctimas para regalarse con ella en festines de caníbales» (Amunátegui, 1876, p. 384). Tal como se mencionó, Amunátegui invierte la imagen del cacique noble referido en El cautiverio al proyectar un personaje que se satisface en el sufrimiento y el canibalismo propio de un salvaje alejado del cristianismo y de lo «civilizado», además de resaltar su valor como guerrero y de despojarlo de su piadoso altruismo:

Intrépido en el campo de batalla, era implacable después de la victoria. Sólo perdonaba la vida a los vencidos, cuando ejercían alguna profesión o industria de que podía sacar provecho. La utilidad sofocaba entonces el instinto de la barbarie i de la matanza. (Amunátegui, 1876, p. 388)

Es precisamente esta relación utilitaria que establece el salvaje con el civilizado la que vincula a Lientur con Rayún, «(l)a predilecta de su cuerpo (porque no me atrevo a decir de su alma)» (Amunátegui, 1876, p. 385). Es significativa la reiteración que el narrador hace de este motivo: notemos las resonancias animales con que Lientur ama a Rayún «con una pasión indomable» (p. 386); el mismo narrador se detiene un par de veces más para caracterizar la «(v)iolencia de este afecto, o si parece más exacto, de este apetito» (p. 386). Lujurioso, impetuoso, violento, el cacique es, sin embargo, un sujeto mayormente definido por su silenciosa impasibilidad, rasgo importante que examinaremos luego.

Unida por el destino a un ser inferior y atada a una pasión que la degrada, Rayún buscará escapar al dominio del salvaje junto a un amante español, el alférez Pablo Sandoval, destacado en un fuerte cercano. En este punto comienza la historia de amor, marcada desde su origen por el adulterio, motivo sin duda relevante en el contexto de la novelística decimonónica, que introduce una incómoda ambivalencia en el modo de significar la conducta de los implicados en este triángulo. La infidelidad suma un elemento perturbador al relato, el cual profundiza en la amenaza de una potencial alianza entre «razas», ya de por sí transgresora, confirmando con esto la tesis general de Barraza. Sin embargo, antes de su corrección disciplinaria, la narración involucrará íntimamente a sus lectores con la suerte de Rayún por medio del despliegue de un paisaje emotivo que resulta funcional a la justificación del proyecto «pacificador» chileno. Para efectos de esta lectura, el análisis se concentrará en dos escenas clave que despliegan una serie de emociones sensorialmente descritas.

La primera corresponde al momento en que Rayún huye del dominio de Lientur tras volver de una reunión con su amante. Inspeccionando los alrededores antes de entrar en el reducto indígena, la joven encuentra al salvaje sentado a la entrada de su choza, afilando su cuchillo. Frente a esta escena, el narrador señala:

La mestiza creyó que el bárbaro estaba preparando aquella arma para asesinarla i se puso a tiritar en todos sus miembros, i a chocar diente con diente. Sentía que la hoja del acero penetraba aguda, fría, cortante, en sus carnes. Involuntariamente, cerró los ojos, i casi perdió el sentido. El araucano continuaba impasible afilando su cuchillo en la piedra con tanta calma como un barbero pasa i repasa en el asentador una navaja de afeitar. (Amunátegui, 1876, p. 395)

La expresión del pavor que siente Rayún, explicitado a través de la descripción de las sensaciones que recorren su cuerpo, contrasta con la calma impasible del salvaje que se prepara para el homicidio, en un contrapunto que se organiza para capturar la sensibilidad lectora en torno a la somatización del miedo y la imaginación del dolor. Se trata, en este caso, de concentrar la atención de lectoras y lectores en la víctima del homicidio y de apelar, al mismo tiempo, a una explicita identificación con ella, ya que la misma Rayún demanda luego protección al capitán del fuerte español con base en su condición de chilena, es decir, de «no-salvaje»: «Me debéis amparo i protección. Mi madre era chilena. Soi, por consiguiente, compatriota vuestra. Vos no podeis abandonarme en este trance» (Amunátegui, 1876, p. 396).

Si bien esta primera escena parece conducir la narración hacia una alegoría del blanqueamiento de la identidad mestiza por medio de la negación de su origen nativo y el reconocimiento de su raíz hispana, lo cierto es que en el contexto de un orden político y cultural que se imagina a sí mismo como formado a partir de un corte radical con su pasado prerrepublicano, tal resolución se niega en el relato. Si el amor entre la mestiza Rayún y el alférez español abría el relato a una posible superación del conflicto que planteaba el maridaje entre civilización y barbarie, la intriga luego revela que la alianza con Sandoval es ilusoria. El español abandona a Rayún una vez que es aceptada como refugiada en el fuerte y quebranta su promesa de protegerla con la fuerza de sus armas, con lo que frustra el romance y la deja a merced de su marido salvaje, que la aguarda para cobrar venganza.

En este punto del relato, y al igual que en la crónica hispánica que le sirve de fuente, Rayún muere destripada a manos de su esposo, en una segunda escena clave, que golpea nuevamente el sensorium lector: «La joven se puso a gritar con esa fuerza de la desesperación, que suele comunicar a la garganta de un niño la sonoridad de una campana de alarma» (Amunátegui, 1876, p. 401). El contrapunto de este grito proyectado hacia la imaginación de lectoras y lectores lo vuelve a dar la insondable emocionalidad del bárbaro, cuyo quieto sadismo cierra la narración:

Lientur se detuvo un rato a contemplar el cadáver de Rayún, cuyo rostro permanecía seductor a pesar de la muerte, como la flor recién cortada de su tallo conserva durante algunas horas su belleza. Se puso, en seguida, a mirar la horrible i repugnante madeja de tripas que se desprendía del ensangrentado vientre, i que se estendía por la tierra. Después de haberse complacido en su obra, el araucano prosiguió impasible su camino. (Amunátegui, 1876, p. 402)

Sugerentemente, el contraste que el relato establece entre el doloroso cuerpo de Rayún y el indiferente ánimo del salvaje presenta otro contrapunto, a partir de las relaciones de cooperación que sostiene Lientur con el comandante del fuerte, Jerónimo Hernández, a quien empieza a servir «ya como espía, ya como correo, ya como proveedor de víveres» (Amunátegui, 1876, p. 398). En este sentido, es significativo que el narrador destaque la «cara alegre i satisfecha» del cacique al momento de parlamentar con los españoles la devolución de su esposa, la cual había permanecido varios meses enclaustrada en el fuerte. La alegría del salvaje coincide con el ánimo festivo de los soldados españoles, «contentos como una pascua. Acá bailaban, allá cantaban, acullá jugaban» (p. 398). El contacto entre culturas se hace íntimo en este momento, al grado de que Lientur aprende una tonada popular que los soldados le comparten durante su descanso. Tiempo después, una vez que Lientur recupera a Rayún y justo antes de ejecutar a su preferida, el narrador recordará este hecho y pondrá la atención en los efectos de dicho contacto:

Acabo de oír en el corral de tus amigos una canción que me ha interesado mucho. Se habla en ella de una mujer que puede atar a un hombre con un cabello. No lo niego. Lo que sí juzgo imposible es que un hombre pueda retener a una mujer, aun cuando sea amarrándola con una cadena de hierro; porque si la mujer no puede cortar esa cadena, descubrirá sin duda el modo de limarla. (Por eso) he resuelto amarrarte con una correa que no puedas cortar sino con la vida. (Amunátegui, 1876, p. 401).

Como es evidente, el relato gira en torno a una serie de conflictos en los que todos los contactos y cruces interétnicos -sea por la vía de la exaltación romántica del amor o la reconciliación feliz de la comedia- son clausurados por el signo de la muerte, situación que refuerza la imposibilidad de un maridaje fructífero entre civilización y barbarie. La imagen de Rayún, la «flor» cortada cuyo cuerpo yace inerte tras «el espantoso parto de todas sus entrañas e intestinos» (Amunátegui, 1876, p. 402), sintetiza esta visión trágica de un destino abortado de antemano. De este modo, el relato dirige con cuidado e intención el despliegue de su paisaje emocional: sin duda, mueve a compasión al situar a Rayún como una víctima de un castigo sangriento y de cierta forma inmerecido, aunque esta compasión solo se instalará en los potenciales lectores de Amunátegui si pueden reconocerse, a su vez, como posibles destinatarios del mismo mal; pero también mueve, antes que al enojo o a la ira, al espanto, cuando se constata que el impasible Lientur no es capaz de sentir de igual modo que nosotros, ya que incluso aquello que comúnmente provoca alegría sirve, en su caso, para realzar su sadismo. Así, quedan desplegados dos mundos irreconciliables, separados tanto por los saberes que portan como por los sentimientos que son capaces de albergar.

A manera de cierre: a la conquista de las sensibilidades populares

Como se ha sostenido durante este estudio, la conformación de la identidad nacional chilena estuvo condicionada durante todo el siglo XIX a una serie de tensiones motivadas por la constatación de una heterogénea realidad política, social, cultural y territorial, que resultaba irreductible a los modos de integración propuestos por las élites dirigentes. Más aún, en el mismo campo relativamente homogéneo que conformaron las élites letradas chilenas y sus relaciones de filiación e influencia surgieron posiciones irreconciliables que condujeron, a partir del último tercio del siglo XIX, a un verdadero enfrentamiento por el ordenamiento social y político de una comunidad nacional que devenía, a cada paso, menos un proyecto que un problema.

En este escenario, el proceso de ocupación militar de la Araucanía instaló en el ámbito público un debate que enfrentó a las elites en torno a la forma de solucionar los intereses en conflicto, discusión que se proyectó una vez terminada las primeras etapas de la campaña militar, a fines de la década de 1860. Asumiendo este contexto, en este estudio se propone que la espectacularización del archivo colonial llevada a cabo por Amunátegui por medio de una retórica sentimental y sensacionalista buscó profundizar el abismo imaginario entre civilizados y bárbaros, con lo que desplazó la batalla identitaria desde el discurso deliberativo del ágora legislativa hacia el sentir nacional de un emergente público lector, popular y masivo. En este sentido, si en el plano del discurso legislativo la usurpación de las tierras exigió silenciar toda posibilidad de redención épica del araucano, presentado como un sujeto impenetrable por los influjos de la civilización, el romance frustrado profundizó en este abismo al declarar la distancia afectiva que distinguiría a las culturas en conflicto.

Lo anterior implicó desplegar una estrategia retórica basada en las posibilidades de los afectos, la cual no solo permitió tramar el conflicto social en los términos del romance frustrado, sino que al mismo tiempo planteó un argumento público acerca del proyecto nacional chileno y los límites de su realización intercultural al apelar a la compasión y el miedo a través del uso persuasivo de sensaciones y sentimientos. Tal desplazamiento se realizó con la declaración del abismo emocional que separaría a los chilenos de «los otros»: el salvaje no solo carece de razonamiento o tiene costumbres distintas, sino que además siente distinto. Exaltar la imposibilidad de un encuentro imaginario entre esos corazones sería, en ese caso, el cauterizante emocional que impediría una peligrosa simpatía identitaria entre el emergente «pueblo» de Chile y sus culturas originarias.

Visto así, el relato de Amunátegui no ofrece la exaltación de un proyecto nacional integrador, pues más bien señala el sombrío espectáculo de los monstruos que habitarían, desde su perspectiva, los puntos ciegos del mestizaje: en lo profundo de aquello que a fines del siglo XIX empezaban a llamar cultura chilena latían aun los restos de una raíz arcaica, expresada en manifestaciones populares como la risa, que confunde las emociones de bárbaros y civilizados en Amunátegui. Herencias de un pasado prerrepublicano que el proyecto liberal negó y solo pudo asimilar imaginariamente a través de su muerte.

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  • 1
    Este artículo es parte del seminario conducente al grado de Licenciado en Educación con mención en Lenguaje y Comunicación titulado “Representaciones del pasado colonial chileno en el siglo XIX: cronotopos de enfrentamiento y contacto en las tradiciones de Miguel Luis Amunátegui”, desarrollado como parte del proyecto ANID FONDECYT 11170327.
  • 2
    Para una descripción de la propuesta literaria elaborada por los escritores católicos en este ámbito, véase Aguayo (2020).
  • 3
    Por heterotropía entendemos todos aquellos recursos retóricos que organizan los signos de una cultura y le permiten hablar «de nosotros, de los Otros y principalmente del espacio vertiginoso e inestable en el que se dan prácticas de significación cultural» (Dabove y Jáuregui, 2003, p. 8).
  • 4
    Empleamos de forma distintiva los nombres de araucano y mapuche a fin de evitar anacronismos conceptuales con base en los autores tratados.
  • 5
    Sobre este tema, Subercaseaux (2010) apunta en su Historia del Libro en Chile que el mercado del libro en Chile a fines de la década de 1870 dependía prácticamente en su totalidad de la importación, limitándose la industria editorial local a publicar «ediciones que rara vez sobrepasaban los 500 ejemplares» (p. 88).
  • 6
    Para una descripción detallada del programa narrativo que sostiene este corpus de relatos, véase Aguayo (2021).
  • 7
    Es muy probable que la versión del texto a la cual tuvo acceso Amunátegui correspondiera a la edición príncipe de 1866, incluida en el tomo 48 de la Colección de documentos inéditos para la historia de España.
  • 8
    En este caso, la versión del texto a la cual tuvo acceso el historiador probablemente corresponde a la edición príncipe, de 1863, incluida en el tomo III de la Colección de historiadores de Chile y de documentos relativos a la historia nacional, aunque es posible que haya tenido acceso al códice disponible en la Biblioteca Nacional, dado que Amunátegui participó en la edición de otros volúmenes de esta colección.

Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Sep-Dec 2022

Histórico

  • Recibido
    13 Oct 2021
  • Acepto
    28 Jun 2022
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None Universidad de Costa Rica, San José, San José, CR, 2060, 2511-5107, 2511 8395 - E-mail: kanina@ucr.ac.cr
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