Resumen
El artículo conceptualiza la categoría de “contrato sexual”, elemento de suma importancia que está presente en los contractualistas clásicos. En orden a realizarlo, se parte del texto base de Carole Pateman, El Contrato Sexual (The Sexual Contract); clave tanto en el acuñamiento de la categoría en sí, como por el impacto que tuvo en las investigaciones sobre el contractualismo y la filosofía en general. Posteriormente, se ahonda en dos grandes tipos de mecanismos que, de acuerdo a esta categoría, se utilizan para someter mujeres al dominio de hombres, así como para excluirlas del orden público. Luego se abordan los dos presupuestos teóricos que contribuyen a fomentar lo anterior, a saber, el esencialismo y la dicotomía público-privado. En lo concerniente a lo metódico, el artículo se encauza en un abordaje propio de la filosofía analítica, en el que se escrudiña con atención el texto de Pateman, junto con aportes de otras autoras, en aras de la sistematización, claridad y precisión de los elementos conceptuales que entraña la presente categoría. Se concluye con una última reflexión que hace hincapié en la importancia de esta categoría para aproximarse, no solo a textos contractualistas, sino a la filosofía –por lo menos– occidental en general.
Palabras clave: Pateman; contrato sexual; esencialismo; público; privado; sujeción; dominación; feminismo
Abstract
The article conceptualizes the category of “sexual contract”, an element of great importance that is present in the classical contractualists. In order to do it, we start from the base text of Carole Pateman, The Sexual Contract; key in the coining of the category itself, as well as for the impact it had on research on contractualism and philosophy in general. Subsequently, it delves into two large types of mechanisms that, according to this category, are used to subject women to the domination of men, as well as to exclude them from public order. Then, the two theoretical assumptions that help to promote the above are addressed, namely, essentialism and the public-private dichotomy. Regarding the methodical, the article is channeled into an approach typical of analytical philosophy, in which Pateman’s text is carefully scrutinized, along with other contributions from other authors, for the sake of systematization, clarity and precision of the conceptual elements that this category entails. It concludes with a final reflection that emphasizes the importance of this category to approach, not only contractualists texts, but also Western philosophy –at least– in general.
Key words: Pateman; language learning; essentialism; public; private; subjection; domination; feminism
Introducción
Este artículo tiene por finalidad conceptualizar la categoría de “contrato sexual” presente en los contractualistas clásicos. Para ello, se tomará por texto base el trabajo pionero de Carole Pateman, El Contrato Sexual (The Sexual Contract), publicado originalmente en 1988, en el cual acuña la categoría de “contrato sexual”, a la vez que emprende una crítica demoledora tanto contra los contractualistas clásicos como contra las historias de la filosofía en general, por haber omitido la subyugación de las mujeres y su exclusión sistemática a la hora de pactar.
Asimismo, sirven de apoyo los aportes de las feministas españolas que, después de Pateman, han profundizado en esta temática, tales como Molina-Petit (1994)[1], Amorós (1997)[2], Cavana y Cobo-Bedia (en Amorós 2000)[3][4], Puleo (1992)[5], entre otras. Cabe señalar que este artículo no se limita a estas feministas que iniciaron y continuaron la crítica del contrato sexual en el contractualismo, sino que se enriquece esta categoría mediante la incorporación de otras autoras, que, si bien no trabajaron dicha temática, sus textos se convierten en aportes valiosos, como es el caso de la costarricense Calvo (2012 y 2013)[6][7] y la mexicana Lagarde y de los Ríos (2005)[8], entre otras. En suma, se presenta la categoría acuñada y desarrollada de Pateman, junto con un reforzamiento realizado por feministas afines al tema, como por otras autoras, cuyos textos ofrecen insumos para una mejor comprensión.
El orden del artículo es el siguiente. Se inicia con una exposición de la concepción de la categoría del “contrato sexual”. Luego, se explican los dos tipos de mecanismos que se utilizan para someter a las mujeres al dominio del hombre, y a la vez excluirlas del orden público. Posteriormente, se abordan los dos presupuestos teóricos que sustentan el contrato sexual.
Concepción de Contrato Sexual
La categoría de “contrato sexual” expone una relación que, ubicada dentro del contractualismo clásico, establece una diferenciación supuestamente natural basada en la división sexual, cuyo carácter es subordinativo. Su objetivo primordial es explicar y justificar teóricamente el sometimiento de las mujeres al dominio de los hombres (Pateman, 1995)[9]. Esta relación plantea que las mujeres no tienen libertad dentro de la sociedad, puesto que ellas fueron excluidas de los míticos pactos originales que los contractualistas idearon como nuevo discurso para fundamentar el orden social. Cabe señalar que tampoco tuvieron libertad en el estado de la naturaleza o estado natural, debido a que su supuesta naturaleza no las dotó como seres capaces de libertad (Pateman 1995)[9].
Lo anterior permite apreciar que hasta cierto punto el término “contrato” en la categoría “contrato sexual” resulta ser de carácter oximorónico, dado que las mujeres no pueden pactar sobre su condición de subordinación y subyugación, puesto que “naturalmente” son inferiores y, por consiguiente, incapaces de pactar. Como afirma Pateman, “[e]l contrato social es una historia de libertad, el contrato sexual es una historia de sujeción. […] La libertad civil es un atributo masculino y depende del derecho patriarcal” (1995, pp. 10-11)[9]. A ellas les es dado un “sitio” que, como se verá más adelante, corresponde supuestamente con “su” naturaleza. En determinadas circunstancias, lo único que se les permite supuestamente “pactar” es sobre asuntos sexuales, empero, el presupuesto de fondo es que lo sexual no es político y lo político es asexual; por consiguiente, no estarían entablando en el sentido estricto un contrato, ya que para hacerlo se requiere ser contractuante.
Ello no significa que en los asuntos sexuales (a pesar de no ser políticos) se le confiriera a la mujer un espacio real, aunque reducido, para pactar. En los asuntos sexuales, las mujeres tendían a ser desposeídas, en términos reales, de la potestad para pactar, aunque formalmente se esperaba que firmasen lo que se pactara. Tómese de ejemplo el matrimonio. Muchas mujeres europeas de los siglos XVII y XVIII, particularmente las de clase noble o de un alto status económico, eran casadas sin tener mucha opción sobre quién sería su futuro cónyuge de por vida. Como comenta Calvo (2013), “[e]l amor o la inclinación personal no contaba para nada en el establecimiento del matrimonio: se trataba de un contrato en el cual la opinión de los interesados no entraba en juego” (p. 11).[7] Esta decisión que marcaría el futuro de sus vidas era tomada usualmente por el padre de familia, es decir, por alguien que efectivamente era considerado contractuante, que pactaba sobre la vida de un ser que no podía contractuar por ser “naturalmente” incapaz (en el caso de la mujer), o bien sobre la vida de un ser que, si bien poseía las facultades necesarias para hacer un contrato, dependía de la autoridad ajena (el caso de un hombre, como un hijo) (Pateman 1995)[9]. Un ejemplo de esto se puede encontrar en la esposa del Marqués de Sade: el matrimonio entre él y Renèe-Pélagie Cordier de Launay de Montreuil fue concertado por los padres de las familias respectivas (Sade, 2003; Phillips, 2005)[10][11].
Siendo así, en principio la mujer no podría pactar, aunque a veces había ciertos contratos matrimoniales que podían depender de una mujer por dos vías, siempre y cuando fuese considerada bajo el rol de la madre1 La primera vía es la influencia que la madre pudiese tener sobre el padre, y la disposición de éste a seguir los consejos de su esposa. La segunda vía era directa, cuando el padre había fallecido, y no había ninguna figura masculina que pudiese hacerse cargo. Con estas dos vías brevemente esbozadas, puede apreciarse que es una mujer la que pacta el matrimonio, pero no es la mujer que va a ser afectada directamente. Por ejemplo, como retrata la película The Duchess (Dibb, 2008)[12] –inspirada en una historia real–, en el caso de Lady Georgina Spencer su matrimonio fue arreglado entre el Quinto Duque de Devonshire, William Cavendish, (con quién se desposa) y la madre de Georgina, Margaret Georgina Poyntz, condesa Spencer. Los ejemplos de este tipo abundan, mostrando una realidad de la época, a saber, que las mujeres a veces eran la mercancía, más no las contratantes: eran otras mujeres las que decidían sobre su breve mercantilización. Empero, por más que se basase en principios contractuales, el matrimonio quedaba fuera de ser un asunto político, por ende público. Ciertamente podía influir en la esfera pública, como en el caso de los matrimonios de la nobleza, pero en última instancia era un asunto que competía a la esfera privada2.[13][14][15]
A este respecto Amorós (1997)[2], con base en Pateman, realiza un interesante comentario; las mujeres efectivamente no podían pactar asuntos políticos y públicos, ni mucho menos los sexuales; aunque se daban casos en que una mujer podía pactar el matrimonio de otra. Se esperaba que la mujer-no contractuante firmase el contrato de matrimonio, a pesar de que fue otra persona quien entabló la negociación familiar. La pregunta que se formula Amorós es la siguiente: “Por un lado, en virtud del contrato sexual, las mujeres nacen bajo sujeción natural: son seres subordinados «por naturaleza» ¿Por qué entonces, nos preguntamos con Pateman, es preciso que firmen el contrato de matrimonio?” (1997, p. 273). Es decir, si la mujer se supone subordinada, no le correspondería más que acatar las reglas de la persona contractuante, por lo que carecería de sentido la farsa de hacerla firmar un contrato matrimonial, en la que se cree la ilusión de que accede por voluntad, y no porque no tenía otra opción.
Según Amorós, junto con Pateman, esto se debe a que la teoría del contrato se supone, a nivel formal, ser universal, ya que ningún individuo podía carecer de derechos a pactar por cuestiones estamentales. Recuérdese que el contractualismo cuestiona y critica los derechos –que más bien eran privilegios nobiliarios– basados y otorgados por vínculos estamentales, ya que implicaba que una persona que no naciera dentro determinada clase, no tuviera derechos (Fernández-García 1983, p. 62).[16] Por lo que, a un nivel formal, desde una perspectiva iusnaturalista que fomenta “la conciencia de que los individuos tienen unos derechos naturales que les son innatos” (Fernández García 1983, p. 76)[16], se tenía que postular que todos poseían tales derechos naturales independientemente de cuáles fuesen–, para contrarrestar los derechos/privilegios cimentados en los regímenes monárquicos. De ahí que resulta imperioso que la mujer no-contractuante aparente ser contractuante en el matrimonio al poner su firma, a pesar de que sean otros que se encarguen de los arreglos, ya que todos deben ser contractuantes, aunque en distintos niveles y asuntos.
En otras palabras, lo que realmente importaba era que la mujer pusiese la firma en el documento matrimonial, y no cómo se dio el proceso por el cual llegaba a firmar. Puede notarse que esta es una cuestión eminentemente formal, por cuanto la mujer está excluida de los asuntos políticos y públicos, como también de los sexuales. Esta formalidad, a su vez, explica aquellos casos, como el de Lady Georgina Spencer, en la que la madre (una mujer) es la que realiza la negociación con el Duque de Devonshire; por lo que una mujer contractuante no tendría que ser presentada como una anomalía a la teoría del contracto, ya que a nivel formal se concibe la posibilidad para que pueda hacerlo, aunque en términos prácticos no posea potestad real para pactar.
Esta formalidad, también permite otras situaciones en las que mujeres podían pactar, y que no tenían que ver con asuntos sexuales, tales como encargarse de los asuntos propiamente domésticos. Sin embargo, requería contar con la autorización del marido, ya sea que él estuviese o no. De ahí que no se contrariase la formalidad, aunque en su verdadera efectividad requiriese permiso, es decir, en términos reales no poseía tampoco potestad para pactar por su propia voluntad. Pero a veces sucedía cuando el padre de familia moría, y no quedaba ningún otro varón que se encargase, por lo que la responsabilidad y bienestar de la familia recaía sobre la mujer viuda, que, en este caso, la formalidad antes mencionada permite y justifica que suceda. Obsérvese lo que acaecía en estas otras situaciones: 1) no eran anormales, pero tampoco eran típicamente cotidianas; 2) al tratarse de asuntos propiamente domésticos, no eran considerados políticos, por lo que no ocurría un pacto real; y 3) a pesar de la formalidad del contrato, realmente no poseían la potestad para pactar.
Aun cuando el mismo contrato sexual, siguiendo la lógica de la universalidad del contrato, considere a las mujeres formalmente contractuantes, en términos reales el que pacta es el individuo efectivamente es libre de hacerlo ya que, según el contractualismo, los únicos que poseen libertad son los individuos. Empero, las mujeres carecen de las características que hacen a un individuo, pues “no tienen entre ellas que distribuire, puesto que nada hay que tribuere” (Amorós, 1997, p. 213)[2]. Tales características consisten básicamente en poseer una razón (lo que faculta a los individuos a emprender proyectos, ya sean para que solo remitan a sí mismos, obien, –utilizando un lenguaje hegeliano– para que puedan universalizarse) y ser autónomos. Los únicos seres que pueden calificar para ser portadores del título de individualidad son los hombres, dado que las mujeres son como una especie de masa amorfa llena de pasiones: amorfa en cuanto a que todas han de cumplir con su misma naturaleza y son seres dependientes, por lo que teóricamente ninguna mujer podría distinguirse de otra; en cuanto a pasionales, porque no están guiadas primordialmente por la razón, debido a que son más “intuitivas”, “sensibles”, y más allegadas a la naturaleza. De ahí que solo se les otorgase en un plano meramente formal la potestad de pactar, porque serían incapaces de hacerlo, o siquiera de hacerlo adecuadamente, ya que en sentido estricto no son individuos dada su supuesta naturaleza. Como afirma Pateman (1995):
[L]as mujeres no han nacido libres, las mujeres no tienen libertad natural. El cuadro clásico del estado de naturaleza incluye también un orden de sujeción entre hombres y mujeres. Con la excepción de Hobbes, los teóricos clásicos sostienen que la mujer carece naturalmente de los atributos y de las capacidades de los «individuos» (p. 15)[9].
Por tanto, el contrato sexual explica por qué las mujeres son sistemáticamente excluidas de casi todas las decisiones contractuales, especialmente aquellas que determinan sus vidas. A partir de la diferenciación natural sexual se comprende por qué distintas series de políticas benefician y privilegian, por lo general, a los hombres (tomados como un conjunto siempre y cuando se les compare con las mujeres tomadas como conjunto; puesto que la diferenciación no significa que todos los hombres reciban los mismos beneficios y privilegios3 ).
Mecanismos de exclusión y sumisión de las mujeres
Partiendo de lo que se ha denominado y explicado sobre el contrato sexual, se requiere una serie de mecanismos para llevar a cabo con la mayor eficiencia posible la exclusión y sumisión de las mujeres. Estos mecanismos pueden catalogarse en dos tipos: aquellos que ejercen un control social general, y otros un control más individualizado.
Los mecanismos de control social general, “determinan la conducta de los individuos, los someten a cierto tipo de fines o de dominación, y consisten en una objetivación del sujeto” (Foucault, 1990, p. 48)[17]. Es decir, se “moldea” las conductas que se consideran deseables y necesarias para mantener a las mujeres bajo el dominio masculino, que conlleven a que las personas sobre las cuales se ejerce, sean objetivadas; dado que dicha objetivación permite conceptualizar a las mujeres como “entes” o “cosas”, distintas de quienes ejercen el control. Cabe aclarar que los mecanismos de este tipo, si bien buscan hacer de cada mujer una “cosa maleable”, lo efectúan de manera general, estableciendo comportamientos que sean lo más incluyentes posibles, entiéndase, que la totalidad de mujeres –o en su defecto, el mayor número posible– encaje en el patrón que haga posible su dominación.
Nótese que los mecanismos de control social general, tienen en cuenta la existencia de estamentos u órdenes sociales, por lo que es imposible detallar meticulosamente como toda mujer tiene que comportarse. Por ello, se generan patrones generales con los que cada mujer pueda ser dominada, sin importar el estamento u orden social del que provenga. Como se observa en las vidas de Lady Georgina Spencer, en el filme The Duches (Dibb, 2008)[12], y de Renèe-Pélagie de Montreuil (esposa del Marqués de Sade), no hay duda de que estas y otras nobles como ellas, tuvieron privilegios que otras mujeres que no pertenecían a la nobleza. Sin embargo, un patrón general que abarcaba a mujeres con o sin nobleza era su pretendida pertenencia al hogar, por ende, su exclusión del orden público.
En los contractualistas puede observarse claramente cómo se espera que la conducta de las mujeres sea servil y pasiva, puesto que su fin es servir a la casa, y concretamente al “pater familia”. Rousseau (1985)[18] en el quinto libro del Emilio es uno de los filósofos que mejor representa lo que se está afirmando. Su personaje femenino, llamada Sofía, ha de tener cierto grado de educación, pero dicha educación no tiene como fin el desarrollo de ella misma, sino solo en cuanto sirva al hombre, a Emilio, para que éste pueda desarrollarse plenamente como el individuo que es. En otras palabras, Rousseau expone que toda mujer debe tener algo de educación, la cual sea conducente a ser dominada. Puede verse como la educación es propuesta como un mecanismo para generar conductas sumisas.
Además de las conductas generalizadas, otro mecanismo de control social es el jurídico, mediante la figura de las leyes. Las leyes dotan y acotan las acciones de los que son considerados individuos, como también de los otros que no lo son. Mientras los que gozan de individualidad tienen alguna posibilidad –por lo menos teórica– de interferir en lo que regula sus vidas, a los demás seres humanos, a quienes se les niega dicha individualidad, no les queda más que acatar lo que se dicte, o bien arriesgarse a sanciones y/o ser etiquetados –que dependiendo de la etiquetación, puede ser aún más perjudicial, pues corren el riesgo de ser subvalorados más de lo que ya están–. Lo interesante e irónico de la aplicación de las leyes consiste que hacen a todos los seres humanos potenciales sujetos de castigos y etiquetaciones, a pesar de que unos se vean protegidos y amparados por las leyes en cuanto a individuos que son, y otros queden fuera por no serlo. Por ello, la situación de sumisión y exclusión de las mujeres resulta también irónica, debido a que son objeto de leyes que fueron concebidas, escritas y avaladas por hombres, por consiguiente, pensadas para regular el trato entre los mismos hombres en la esfera pública, pero que aun así hacen ejercer su peso, a pesar de “pertenecer” a otro espacio de actuación.
Aunado a las leyes, se tiene otro mecanismo que buscan surtir el mismo efecto de dominación. Su particularidad radica en que está exclusivamente dirigido a las mujeres. Es lo que Molina-Petit (1994)[1] ha llamado “ley de amor”, y que en la tradición de la filosofía alemana Hegel (1982)[19] denominó “ley divina”. Tal ley de amor o ley divina supone a las mujeres fuera de las leyes (o como diría Hegel: “ley humana”). Si bien ellas tienen una naturaleza que las hace pasivas y sumisas, cabe preguntarse lo siguiente: ¿cuál es el criterio de actuación? Recuérdese que se parte de que las mujeres al no seguir a la razón –por lo menos no principalmente, y con mucha menor atención que los hombres–, no pueden seguir las leyes, debido a que las mismas son un producto de la razón. Para solventar este vacío de regulación que las leyes no cubren, se re-inventó al amor como mecanismo de control. Este les dicta a las mujeres la entrega hacia los demás, convirtiéndose de esta manera en una obligación y en una norma. En cuanto obligación, la mujer se ve compelida de forma natural a obedecer, a lo que literalmente se denomina “seguir su corazón”, evitando o negando cualquier situación que contravenga dicho sentimiento. En lo que concierne a ser una norma, también tiene sanciones tanto penales, debido a que puede atentar contra la “ley humana”, como de culpa espiritual, en caso de que se produzca algún tipo de falta, por lo que la mujer se ve exigida a acatar lo que dicte su norma interior. De este modo, por medio del amor, la mujer es objeto de dominación, cuyo gestor no sería externo, sino de su propia naturaleza. El amor, una vez que es utilizado como mecanismo de control, tanto individual como social, según apunta Alfaro-Molina: “establece un orden simbólico que implica también una legitimación del abuso en muchos casos” (2002, p. 1214 )[20].
Por su parte, los mecanismos de control individualizado son igualmente clave porque ayudan al proceso de internalización de los mecanismos anteriores. En orden a que los mecanismos de control social general surtan mayor eficacia, ha de hacerse lo posible para que lo que aparezca como externo, sea considerado como natural y normal. En otras palabras, estos mecanismos de control individualizado se encargan de moldear los aspectos concretos necesarios de cada persona dominada, según sus propias particularidades. Por ejemplo, la pertenencia a distintos estamentos u órdenes sociales imprimen singularidades, que deben ser trabajadas en función de la sumisión y exclusión. Igualmente, debe tomarse en consideración las habilidades y actitudes que posean las mujeres, para guiarlas en aras de su dominación, o bien en reprimir ciertos aspectos que puedan dificultar el cometido.
Por lo general, ambos tipos de mecanismos casi nunca funcionan por separado, dado que sus objetivos consisten en producir sumisión y exclusión de las mujeres, aunque cada uno se asocie a maneras particulares de ejercer dominio sobre personas (Foucault, 1990)[17]. Los del primer tipo se encargan de crear los “moldes” generales, mientras que los del segundo, en proporcionar los “detalles”.
Presupuestos teóricos del contrato sexual
La categoría de “contrato sexual”, según la desarrolló Pateman, contiene dos grandes presupuestos teóricos que legitiman la sumisión y la exclusión de las mujeres, por tanto, también avalan los mecanismos que se utilizan para cumplir dicho objetivo. El primero de estos presupuestos es el denominado “esencialismo”, y el segundo la “dicotomía público-privado”.
Esencialismo
El primer presupuesto del cual parte el contrato sexual se ha vislumbrado en la misma definición: la existencia de diferencias sexuales connaturales a los hombres y a las mujeres, que son tornadas en elementos característicos y definitorios de las personas, que en modo alguno pueden ser mutados o siquiera ligeramente modificados. Estas diferencias sexuales designan “esencias”, entendiendo por esto, modos determinados en los cuales se debe entender a los hombres y las mujeres, independientemente de las facetas vivenciales o funciones temporales o status sociales que cada uno ocupe.
En el caso de los contractualistas, a pesar de que cada uno añade otras diferencias (con base en la diferenciación sexual), coinciden en englobarlas en dos categorías: la razón y la naturaleza. Iniciemos con la primera. De la especie humana, el único ser que es poseedor de la razón es el hombre. Esto se debe a que la razón solo puede adjudicarse a aquellos que son considerados “individuos”, los cuales son seres que cuentan con libertad, ya que esta implica autonomía y ser dueño de sus actos morales. Es decir, la libertad hace que los individuos se diferencien y cobren consciencia de sí mismos. También, permite que puedan emprender proyectos, ya sean personales o para universalizarse, o sea, que puedan llegar a realizar pactos en provecho personal o no. Asimismo, el ser que es libre debe ser racional, para que pueda dirigir –valga la redundancia– racionalmente sus actos libres, y no se desenfrene. Esto implica que el individuo debe ser capaz de controlar sus emociones, y no estar supeditado a ellas, y de concentrarse en asuntos de gran envergadura.
En cambio, la mujer es un ser perteneciente a la naturaleza. Lo interesante es que, si bien ya existía preconcepciones medievales socio-culturales –por demás negativas– hacia la mujer debido a la ideología sexista (Amorós, 1991)5 [21], el contrato sexual no solamente las retomó, sino que incluso llegó a re-fundamentarse y re-validarse en el discurso médico de la época6 –que igualmente se cimentaba en la ideología sexista– en la que a las mujeres:
se les identificaba por su sexualidad y su cuerpo, mientras que la identidad de los hombres dependía de su mente y energía. El útero definía a la mujer y determinaba su comportamiento emocional y moral. Se creía que el sistema reproductivo femenino era particularmente sensible, y a la mayor debilidad de la materia cerebral sólo aumentaba esta sensibilidad” (Hunt citado por Ariès y Duby, 2005, p. 49)[22].
Como puede apreciarse, de acuerdo con el aporte de Hunt, la mujer estaba ligada a una naturaleza concebida como débil, material y envuelta en emociones fluctuantes por los cambios uterinos; a lo que antes se refirió como masa amorfa llena de pasiones. Lo anterior implica que la esencia de la mujer consista básicamente en ser “sierva”, es decir, sumisa del hombre, porque carece de razón para valerse por sí misma. Aunado a esto, se añade a esta esencia, lo que Calvo (2013)[7] denomina la “mitificación de la maternidad”, a saber, una supuesta vocación y deseo innatos en toda mujer de ser madre, lo cual contribuye a sumirla aún más, debido a que tendrá que estar enfocada en el cuido de otro ser. Por consiguiente, no puede tener libertad, porque su naturaleza la llama a ser cuidadora. Este cuido, además, supone una mayor vinculación emocional, puesto que solamente las mujeres son aptas para ello. Esto quiere decir que el cuido del niño no se realizaría desde la razón, sino desde el sentimiento, para lo cual requiere de un despliegue de emociones que el hombre no está capacitado por naturaleza.
De este modo, la esencia del hombre consiste en ser el poseedor de la razón, mientras que a la mujer se le atribuyó “las fuerzas de la irracionalidad” (Calvo, 2013, p. 46)[7], que están ligadas con la naturaleza que es débil, servil, y que hacen de la mujer maternal. Al respecto Molina-Petit (1994) refuerza lo anterior apuntando que:
[h]ay un empeño de «la razón patriarcal», como dice C. Amorós, «en expedir unas marcas diferenciales» a una parte de la especie humana que tienen por objeto establecer presuntas descripciones de modalidades de ser. […] A la mujer se le aplicará la categoría de Naturaleza como «mecanismo conceptual descriminatorio (sic.)» (Cèlia Amorós). (pp. 116-117)[1].
Esto permite visualizar la cuestión capciosa de las diferencias que los contractualistas realizaron desde una perspectiva patriarcal y androcéntrica; a saber, colocar las supuestas diferencias en una jerarquía, la cual claramente es encabezada por las que son consideradas masculinas. El hombre es tomado “como lo humano por excelencia y, partiendo de esta premisa, la diferencia de género es definida necesariamente como algo negativo e inferior” (Cavana, en Amorós, 2000, p. 88).[3] A partir de esta diferencia, cualquier faceta, función o status social será catalogado como honorífico o bien visto, o su contrario, según a quien se le asigne por su sexo-género. Por ejemplo, al referirse al tema del trabajo, Calvo señala que “[n]o importa cuáles trabajos se consideran masculinos o femeninos; esto varía de un grupo social a otro; lo que no cambia es la definición del trabajo masculino como más honorífico” (2013, p. 82).[7]
Puede apreciarse que el contrato sexual designa “esencias” inviolables a cada sexo-género, que entrañan determinadas funciones y estratos; por lo que prácticamente ninguna persona podría –ni debería– transgredirlas, por motivo de que estaría atentando con su propia esencia: con su existencia misma. Consiguientemente, siendo el contrato sexual la justificación y la explicación de la fundamentación filosófica de dominación patriarcal, por razones de sexo-género, se puede decir con Amorós (1991) que “todo sistema de dominación es un eficaz fabricante de esencias. […] Se trata de construir esencias bien por arriba, bien por abajo, o ambas cosas a la vez. Esencias para oprimir o esencias sobre las que oprimir” (p. 188).[21] De ahí la importancia que tiene este primer presupuesto.
Dicotomía Público-Privado
Además del esencialismo, existe otro gran presupuesto sobre el que se funda el contrato sexual que hace posible su objetivo, es lo que algunas feministas han dado a conocer como la dicotomía entre público y privado7 [23]. Los contractualistas clásicos, sin explicitarlo, parten de la existencia de dos esferas supuestamente independientes que se supone son los campos “adecuados” del accionar, tanto de hombres como de mujeres8. La esfera pública es el espacio donde los hombres pueden hacer uso pleno de su razón y valerse como seres autónomos que supuestamente son, ya que “aquí” no hay necesidades particulares naturales que los restrinjan. Por ello, pueden dedicarse a aquellos asuntos que tienen trascendencia política. Por su parte, dado que la esfera pública es la que se define como lo que realmente posee importancia, la esfera privada es definida en relación negativa a ella. La esfera privada es la que está ligada a la naturalidad, entendiendo por ello “dependencia” y “sumisión”, por lo que los únicos seres que supuestamente se adecuan a tal esfera son las mujeres. Al respecto, apunta Molina-Petit (1994):
Y es que la adscripción de la mujer a la esfera privada se plantea en términos de una supuesta adecuación de la naturaleza de la mujer a las funciones que desempeñan en esta esfera y su inadecuación para lo público. […] [Por tanto,] la mujer tiene asignado un modo de percibir y de hacer, de decir y de comportarse cuyos límites son los de la esfera privada, y ello, supuestamente, en virtud de su ser mujer, de su biología (pp. 115-116)[1].
Un proceso interesante que sucede con la adscripción es que, si bien las mujeres ya poseían unas características, estas a su vez se convierten en virtudes9 ; concretamente virtudes domésticas, causando –lo que la autora señala– la asignación de modos de percibir y hacer y de comportarse. La nueva cuestión capciosa que se presenta aquí es el cambio de semántica cuando se trata de virtudes “femeninas”, debido a que no son el mismo tipo de virtudes que se hallan en la esfera pública. Por el contrario, estas tienen que ver con que la mujer acepte su naturaleza y “su” sitio. Con Calvo, puede citarse como domésticas las siguientes: “pudor, virginidad, fecundidad, fidelidad, obediencia, ignorancia, modestia y timidez” (2013, p. 27).[7] Si se presta cuidado, puede percatarse como cada una de estas “virtudes” no tienen más finalidad que circunscribir el espacio accional de la mujer al hogar, y de supeditarla al hombre:
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1. Al ser pudorosa, no puede tener, por ejemplo, una libertad sexual, sino que siempre tendrá que mantener un recato, lo que no le permitirá disfrutar de su sexualidad.
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2. Al ser virgen, su vida sexual es fuertemente limitada, por lo anterior señalado, y solo podrá salir de este estado mediante el matrimonio que, como se mencionó, no dependía de la mujer desposada, sino de los intereses de la familia.
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3. Con la fecundidad, su sexualidad consistirá en procrear, pero no desenfrenadamente con cualquier hombre, sino con su esposo, y dado los cuidados que requiere durante el embarazo como después del parto, su lugar por definición es el hogar; además de que el hogar (particularmente la alcoba matrimonial) es el lugar por excelencia para ser fecundada.
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4. El ser fiel, no solo se limita al plano sexual y emocional, sino que se extiende a todo asunto que no afecte al esposo, o a su familia en caso de que no esté casada.
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5. Al ser obediente, es espera sumisión absoluta, tanto al esposo como a su familia.
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6. Al ser ignorante, se mantendrá en una dependencia total con su esposo o su familia, dado que carece de la información necesaria para desenvolverse en la esfera pública.
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7. Al ser modesta, no puede tener las agallas y valor necesario para valerse por sí misma.
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8. Al ser tímida, se cohíbe a sí misma de tomar acciones, puesto que el mundo de la esfera pública le será algo abrumador.
Todas estas virtudes, y otras más que no se mencionan aquí, no solamente colocan a la mujer en “su” lugar, sino que la imposibilitan salir del mismo, ya que no tiene cabida en una esfera que le es supuestamente ajena su ser.10
Dada la lógica que rige la esfera privada, a saber, que todo lo que sucede en ella acaece según el orden natural, se entiende que sea el único espacio en que no hay libertad, por ende, ninguna posibilidad real de pactar, salvo las excepciones antes mencionadas, que aún así están justificadas por el contrato sexual. A pesar de que los hombres descansan “ahí”, por ser individuos no pertenecen a esta esfera, sino a la otra; y cuando son niños varones, solo “pertenecen” temporalmente hasta que se conviertan en individuos. “Aquí” se rige por la jerarquía supuestamente natural; lo que resulta interesante en el caso de alguien como Locke , que se opuso a la existencia de un supuesto derecho natural de gobernar, pero que en modo alguno refuta aquí. De igual modo sucede con Rousseau (1992)[24]; la libertad para él es un derecho inalienable, pero no halló problema alguno en someter a las mujeres. Caso distinto es Hobbes (2001)[25], quien consideró que si un hombre gobierna sobre una mujer, no se debe a que la naturaleza lo mande, sino a que ha sido un acaecimiento histórico que con el tiempo se institucionalizó.
Ahora bien, se decía que las esferas son “supuestamente independientes”, debido a que, si bien los contractualistas muestran implícitamente en sus escritos que lo público es superior a lo privado, parece que no tomaron consciencia –o simplemente no les importó– de la dinámica que se halla detrás de la presunta independencia de la esfera pública. En orden a que los hombres puedan dedicarse a los asuntos públicos sin sentirse atados a las necesidades básicas (o como se diría en la época, a la naturaleza) y secundarias, tienen mujeres que se encargan de cubrirlas. Puesto que las mujeres se encuentran en la esfera privada, puede afirmarse que la independencia de la esfera pública es relativa a la esfera privada. Si ésta última no existiese, la otra simplemente no podría desarrollarse, por lo que puede observarse que en la existencia de la dicotomía público/privado, además del esencialismo sobre el que se monta y reproduce, también parte de un principio de utilidad.
No obstante, tal principio de utilidad no funciona si se mira la relación desde lo privado. La esfera privada no existe porque le sea útil depender de lo que se dicte en la esfera pública, ya sea que se trate de temas político-económico, morales o relativos a alguna otra área. Existe, sin más, porque es esencial a la estructuración de las sociedades patriarcales y androcéntricas. Parte de los mecanismos de control social general y control individualizado consiste, a este respecto, presentar como efectivamente útil tal dicotomía para las mujeres, ya que sin duda alguna lo logró con los hombres.
De este modo, buen número de hombres se conducen en sus vidas con una concepción de que tal orden de sexo-género en el espacio público no solo les es natural, sino también útil; mientras se pretendía que lo fuese igualmente para todas las mujeres. Si bien el resultado de la aplicación de los mecanismos de sumisión y exclusión, basados en estos presupuestos, fue ampliamente influyente en la época, y colaboró en la fortificación de la ideología sexista, claramente no todos los pensadores, filósofos, literatos, entre otros, lo compartieron, tanto mujeres como hombres. Por ejemplo, dentro de las mujeres estaban Olympe de Gouges, Théroigne de Méricourt, Claire Lacombe, Marie de Gournay, Gabrielle Suchon, Anna Maria Van Schurman, y Mary Wollstonecraft; dentro de los hombres, sin lugar a dudas el Divino Marqués (Sade), el marqués de Condorcet, D’Alembert y, por un momento de su vida antes de que se retractara, Pierre Poulain la Barre.
Última consideración
Para finalizar, puede remarcarse la importancia que tuvo y continúa teniendo la categoría del “contrato sexual”, por cuanto que obliga a repensar en la manera en que ha sido presentada la teoría del contractualismo clásico, ya sea a través de obras generales como las Historias de la Filosofía o de obras particulares sobre los contractualistas, ya que el sesgo sexista no es objeto de estudio. Ha sido lamentablemente característico el hecho de que la subordinación de las mujeres, a partir de una filosofía contractual que buscó derribar los privilegios del Antiguo Régimen, ofreciendo una nueva fundamentación del orden social y propuesta de un nuevo individuo libre, autónomo y racional, continúe siendo tratada como un tema marginal que corresponde estudiar en un seminario sobre feminismos. Dicho de otra manera, como asunto aparte, sin comprender que es medular para entender las implicaciones que tuvo el modelo contractual que le dio nacimiento a la modernidad.
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Lagarde y de los Ríos (2005, p. 386) comenta que parte de la definición patriarcal de la mujer, ha consistido en considerarla madre, es decir, la mujer es la que es madre, ya que por medio de la maternidad ocupa funcionalmente un lugar en el orden social –desde el contrato sexual, este lugar se halla en la esfera privada, como se verá más adelante–; debido a que la mujer (pensada como categoría) es “una institución histórica, clave en la reproducción de la sociedad, de la cultura y de la hegemonía” (2005, p. 376). En el caso que nos ocupa, se anotó que la mujer en general no podía pactar, ya que por su mero ser no posee la potestad; aunque existía ocasiones, como las que se explicarán en el texto, en que podía hacerlo, para lo cual era necesario que –utilizando terminología aristotélica– que pasase de ser mujer en potencia a mujer en acto, ya que de esta manera se le otorga algún tipo de visibilización social (aunque siempre subordinada).
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En el mundo cinematográfico existe variedad de películas que se enmarcan en lo que acá se comenta, y para beneficio del presente trabajo, son películas “epocales”, es decir, que se ambientan en el mundo histórico de lo que se está tratando, claro está, con las respectivas salvedades o “licencias” de creatividad fílmica. En todo caso, se apunta una selección para que la persona lectora pueda ubicarse tanto temática como visualmente en el tema que nos concierne: Marie Antoinette (Coppola, 2006), Becoming Jane (Jarrold, 2007), y Barry Lyndon (Kubrik, 1975). Todas tienen en común el tema del matrimonio como mercantilización, y los grados de influencia o exclusión de la esfera pública.
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A este respecto, Amorós realiza un apuntamiento interesante que da cuenta de que “el patriarcado, en cierto sentido es interclasista” (1991, p. 25), debido que realiza una hipostasis “de los atributos-prerrogativas del género masculino como si todos los varones los poseyeran por igual” (1991, p. 26), independientemente de su clase social. Como señala la autora, ciertamente no se puede afirmar que todos los hombres sean iguales, debido a que entre ellos el sistema social también tiene sus mecanismos y justificaciones de discriminación social, pero parte del discurso patriarcal, y de su ideología sexista, consiste en presentar a todos los hombres como privilegiados sobre las mujeres, lo cual a su vez expone una percepción distorsionada del hombre (1991, p. 27).
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A pesar de que el amor puede ser utilizado, así como reconceptualizado socialmente, como mecanismo de dominación, en el sentido que apunta Alfaro-Molina (2002), desde mi perspectiva filosófica de la sexualidad, no puede negarse, u olvidarse, el sustrato mínimo biológico que le subyace.Garza (2010) explica, desde la neurobiología, cómo diversas estructuras cerebrales, junto con distintos neurotransmisores, son los que posibilitan el sentimiento del amor; a su vez, cómo el amor está asociado a sistemas de recompensa “permiten al individuo desarrollar conductas que respondan a hechos placenteros” (Garza, 2010, p. 6)[26]. De las estructuras importantes en el amor, menciona el Área Tegmental Ventral (AVT, por sus siglas en inglés), que consiste en “un grupo de neuronas dopaminérgicas en el tallo cerebral que envía y recibe proyecciones de una gran variedad de núcleos” (Garza, 2010, p. 7)[26]. Asimismo, está el sistema límbico, el cual hace que las respuestas emocionales se hagan conscientes (manifiestas físicamente).Dado que el amor no es un sentimiento homogéneo, Garza (2010) lo cataloga en tres etapas, acorde al nivel de presencia de ciertos neurotransmisores y hormonas. De manera resumida, la primera etapa es la del deseo, con la que inicia el enamoramiento. Esta etapa se caracteriza por una concentración de andrógenos y estrógenos. La segunda etapa es la romántica, que está mediada por una concentración elevada de dopamina y serotonina. Tiene una duración de tres años. La tercera etapa es la de apego, caracterizada por concentraciones de vasopresina sérica y de oxitocina, que “contribuyen a la sensación de fusión y cercanía, de apego, que se siente posterior a una relación sexual satisfactoria” (Garza, 2010, p. 8)[26]. Flores-Rosales (2008) aborda el mismo tema, presentado el amor dividido en tres etapas, aunque con distinta nomenclatura. Básicamente, la diferencia esencial con Garza, radica en que Flores-Rosales separa el enamoramiento del deseo, considerando que el enamoramiento es lo que da pie para que se genere una mayor atracción; por lo que el enamoramiento sería una especie de preludio o “fase cero”. En todo caso, lo que interesa apuntar a partir de esta otra autora, es que el amor (después del deseo) “puede durar hasta cuatro años más” (Flores-Rosales, 2008, p. 6)[27], dado que la vasopresina, si bien conduce a que la pareja permanezca junta, sus niveles no son lo suficientemente elevado, ni constantes, “lo cual deja abierta la puerta para buscar otra u otras parejas” (Flores-Rosales, 2008, p. 5)[27]. En este sentido, el amor “para toda la vida”, en aquellas sociedades que priorizan las relaciones monogámicas, se debe más a reflexiones intelectuales, justificadas/reproducidas por esquemas axiológicos culturales, sociales, religiosos, entre otros, que a razones neuroquímicas:Una vez cumplidos estos ciclos químico-biológicos, que suman alrededor de siete años, la relación se vuelve fundamentalmente racional, sin quitar que pueda seguir existiendo la atracción química, pero con otra velocidad o impulsada con otra fuerza, la cual es conocida como costumbre. Lo anterior quiere decir que de la pasión involuntaria de amar se pasa a la voluntad de amar (Flores-Rosales, 2008, p. 6)[27].
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Celia Amorós, en el primer capítulo “Rasgos patriarcales del discurso filosófico: notas acerca del sexismo en filosofía” de su texto Hacía una Crítica de la Razón Patriarcal (1991), analiza lo que ella ha denominado “ideología sexista”, a saber, la percepción distorsionada que se produce de la mujer debido a un fuerte y marcado sexismo, producto del patriarcado; y que al ser un producto patriarcal, está al servicio de una organización social discriminatoria que contribuye, por tanto, a su continua sumisión (Amorós, 1991).Dado que “el discurso filosófico no surge del vacío, sino que se nutre de las ideologías socialmente vigentes, las reorganiza en función de sus propias orientaciones y exigencias, las incorpora selectivamente y la reacuña conceptualmente al traducirlas al lenguaje en el que expresa sus propias preocupaciones” (Amorós, 1991, p. 23), se comprende que el propio discurso filosófico epocal esté imbuido por un sexismo, por cuanto que su “materia prima” de trabajo proviene y se desarrolla en un contexto socio-cultural-político sexualmente discriminatorio.
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Este discurso médico fue propuesto primeramente por Pierre Roussel en Francia, con su texto Du systèm moral et physique de la femme (publicado en 1775 y luego en 1783) (Hunt citado por Ariès y Duby 2005, p. 49). Continuó siendo reproducido por otros médicos: Pierre Cabanis, colega de Roussel, con Relaciones de los físico y lo moral en el hombre (publicado en 1802); Jacques Moreau de la Sarthe, discípulo de Cabanis, con Historia natural de la mujer (publicado en 1803); y G. Jouard con Nuevo Ensayo sobre la mujer considerada comparativamente al hombre, principalmente en sus aspectos moral, físico, filosófico, etc. (publicado en 1804); entre otros más.
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No se puede dudar de que Hobbes concibe la existencia de dos esferas. Pero lo que lo diferencia de Locke y Rousseau es que no las utiliza para argumentar a favor de la sumisión y exclusión femenina (Solano-Fallas, 2017)[28].
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Con la compleja excepción de Rousseau. En el Emilio presenta a la mujer como un ser desenfrenado por la pasión, motivo por el que hay que refrenarlas para que no afecten al hombre. El medio para hacerlo es una pedagogía durante toda su vida: se les debe enseñar virtudes domésticas, y estarlas vigilando constantemente. La clave del asunto se halla en que el Rousseau del Emilio, asocia “naturaleza” con “pasión alocada”, cuando se refiere a la mujer; mientras que el Rousseau de los Discursos (2001 y 1999)[29][30], por un lado asocia “naturaleza” con una especie de “benevolencia” cuando se refiere al hombre, y por otro lado, no menciona relación entre naturaleza y mujer. De ahí el quiebre que presenta entre características naturales y virtudes domésticas en las mujeres, puesto que las características y las virtudes de los hombres son iguales, con la posible diferencia que se hallen más refinadas por la educación.Cabe indicar que este quiebre entre sus obras se profundiza, incluso, en el mismo Emilio. Como se acaba de señalar, no vincula virtudes domésticas con naturaleza, porque la naturaleza de la mujer es desenfrenada. No obstante, Rousseau crea una contradicción e inconsistencia en el Emilio, dado que utiliza el concepto de “naturaleza” para justificar por qué la mujer es inferior, emocional y prácticamente un hombre deficiente (en el sentido fisiológico), por lo que exhorta que se respete la naturaleza de la mujer, ya que las diferencias racionales, de libertad e igualdad no las puso el hombre, sino la propia naturaleza; pretender lo contrario sería ir contra natura.Por consiguiente, la contradicción consiste en establecer que no hay vínculo entre naturaleza y virtudes domésticas, ya que estas últimas tendrían el propósito de corregir lo primero; pero a la vez apela a la naturaleza para caracterizarla negativamente señalando que no hay posibilidad de cambio. La inconsistencia radica en que utiliza el concepto de naturaleza a como le convenga según sus propósitos, por lo que no hay definición clara y concisa, sino deliberadamente antojadiza.
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Con Lagarde y de los Ríos (2005), brevemente se podría decir que estas virtudes se reducen a lo que ella denomina como “madresposas”, a saber, una categoría que explica que “[t]odas las mujeres por el sólo hecho de serlo son madres y esposas. Desde el nacimiento y aun antes, las mujeres forman parte de una historia que las conforma como madres y esposas. La maternidad y la conyugalidad son las esferas vitales que organizan y conforman los modos de vida femeninos, independientemente de la edad, de la clase social, de la definición nacional, religiosa o política de las mujeres” (Lagarde y de los Ríos, 2005, p. 363). Visto esto desde el contrato sexual, una madresposa debe organizar y conformar todo su modo de vida a no salirse o quebrantar lo que se espera de ella: sumisión, ya que como madre siempre estará en un permanente vínculo hacía otro ser, al cual se abnegará en aras de su bienestar, y como esposa también tendrá otro vínculo con otro ser, pero con la característica de que este la coloca en una “servidumbre” legalmente reconocida por la esfera pública. De este modo, la mujer es sinonimizada como madresposa, por lo que deberá ser pudorosa, fecunda, fiel, obediente, ignorante, modesta y tímida, tanto cuando ejerza la “madresposidad” (es decir, después de casarse y ser madre), como también antes, ya que su modo de vida debe estar encaminado a ser madresposa –por lo que deberá mantenerse virgen para no macular tal estado–, porque solo así será realmente mujer.
Fechas de Publicación
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Fecha del número
Jul-Dec 2022
Histórico
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Recibido
22 Feb 2022 -
Acepto
01 Abr 2022