Resumen
Desde la neurociencia teórica (Bickle, Mandik & Landreth, 2012) y crítica (Choudhury, Nagel & Slaby, 2009), se plantean a continuación determinados aspectos de la insuficiencia antropológica, ética, lógica y empírica del constructo conceptual de la “esquizofrenia”, atendiendo en este caso a su reducción exclusivamente biologicista sobre el supuesto unidireccional fisicalista (Sass, 2014). En las categorías diagnósticas occidentales subyacen asunciones culturales respecto de lo que sean la ‘conciencia’ y los ‘estados patológicos de la conciencia’ (Lewis-Williams, 2015) que, a su vez, enuncian juicios culturales respecto de la “normalidad” o “anormalidad” (Geertz, 2006; Fourasté, 1992; Harris, 2014a) de los ‘estados de conciencia’ y de las conductas de determinados individuos que nuestra tradición denomina, en la actualidad, “esquizofrénicos” (APA, 2013/2014). La confusión mereológica de las neurociencias (Bennett & Hacker, 2006; 2007) tiene su equivalente empírico en la investigación cerebro-reductiva y en su praxis biomédica asociada (Bentall, 2004; Sass, 2014). Sobre estas bases, la normativa internacional es ineficiente pare evitar situaciones como la ejemplificada por la prestigiosa psiquiatra Nancy C. Andreasen respecto de la pérdida de tejido cerebral por acción de los antipsicóticos (Dreyfus & Andreasen, 2008; Andreasen, 2013; Valverde, 2010; Sánchez Vallejo, 2013). La investigación empírica reductivista del cerebro “esquizofrénico” acumula proposiciones particulares subcontrarias, inducciones falaces e hipótesis ad hoc, incumpliendo en sí misma sus criterios cientificistas y sin haber respondido adecuadamente a la neuroepigenética (Ming, 2015). En este sentido se entiende un progreso lógico de las neurociencias hacia las ciencias humanas, en el contexto de la ruptura paradigmática del postcognitivismo y de una exigente transdisciplinariedad (Decety & Christen, 2014; Clark & Chalmers, 1998; Noë, 2010; Northoff, 2014; Kirmayer & Ryder, 2016).
Palabras clave: Conciencia, confusión mereológica de la neurociencia; continuum; cultura; esquizofrenia; inducción falaz; neuroepigenética; proposiciones subcontrarias; postcognitivismo
Abstract
On the following pages, standing from theoretical (Bickle, Mandik & Landreth, 2012) and critical (Choudhury, Nagel & Slaby, 2009) neuroscience, certain aspects concerning the anthropological, ethical, logical and empirical insufficiency of the conceptual construct of "schizophrenia" are raised, placing special attention to its exclusively biologicist reduction on the physicalist unidirectional course (Sass, 2014). In the Western diagnostic categories, there are underlying cultural assumptions about what 'consciousness' and the 'pathological states of consciousness' (Lewis-Williams, 2015) are, which in turn, set forth cultural judgments about "normality" or "abnormality" (Geertz, 2006; Fourasté, 1992; Harris, 2014a) of the 'states of consciousness' and the behavior of certain individuals that our present tradition call "schizophrenic" (APA, 2013/2014). The mereological confusion of the neuroscience (Bennett & Hacker, 2006; 2007) has its praxic equivalent in brain-reductionist research and in its associated biomedical praxis (Bentall, 2004; Sass, 2014). On these bases, international standards are inefficient to prevent situations such as the one exemplified by the prestigious psychiatrist Nancy C. Andreasen regarding the loss of brain tissue due to antipsychotic drugs (Dreyfus & Andreasen, 2008; Andreasen, 2013; Valverde, 2010; Sánchez Vallejo, 2013). Reductionist empirical research of the "schizophrenic" brain accumulates subcontrary individual propositions, fallacious inductions and ad hoc hypothesis, failing in itself its scientific criteria, and without having responded adequately to neuroepigenetics (Ming, 2015). In this sense, a logical progression of the neurosciences toward the human sciences is understood, in the context of a paradigmatic rupture of postcognitivism and of a demanding transdisciplinarity (Decety & Christen, 2014; Clark & Chalmers, 1998; Noë, 2010; Northoff, 2014; Kirmayer & Ryder, 2016).
Keywords: Consciousness; mereological confusion of the neuroscience; continuum; culture; schizophrenia; fallacious induction; neuroepigenetics; subcontrary propositions; postcognitivism
Introducción
¿Dónde termina la mente y comienza el resto del mundo?
-Andy Clark y David Chalmers
La mente extendida (1998)
La antropología y la etnopsiquiatría proporcionan información relevante para la evaluación conceptual y empírica del constructo cultural de la “esquizofrenia”, así como sobre lo que la teorización occidental ha considerado estados “anómalos” o estados “alterados” de la conciencia. Sin embargo, la noción de lo que sean ‘estados patológicos’ o ‘alterados’ de la conciencia involucra a su vez una determinada noción de conciencia que contiene una importante carga ideológica y etnocéntrica. Lewis-Williams (2015) define la conciencia como un evento biológico que en el ser humano se expresa de forma neurológica y social: un hecho social que comprende un “cambiante sustrato neurológico”; pero se trata de un sustrato que responde dinámicamente “a” y que realiza categorizaciones “de”.1 Leal (2011) se refiere al cerebro humano como “el mundo de la sensibilidad”, fuera del cual todo se halla en tinieblas; pero indica que la posibilidad de maravillarse y asombrarse, la de “ser testigo” de la existencia del mundo, pertenece a la conciencia humana (p. 81). Roth (2013) señala que esta posibilidad comprende en los seres humanos fenómenos muy diferentes entre sí, que sólo tiene en común la consciencia de los mismos, y que incluyen, entre otros: la vigilancia, la consciencia de la percepción, la atención, las actividades mentales conscientes, como pensar, rememorar, imaginar y planificar, la conciencia de identidad, la conciencia autobiográfica y la autoconciencia, en cuanto capacidades de autoreconocimiento y autoreflexión. Además, los humanos podemos conocer lo que otros conocen por medio del auto-reconocimiento espejo, la metacognición o la teoría de la mente (2013, p. 209).
Todas las respuestas sobre la relación entre el cerebro y la mente (dualismo, reduccionismo o emergentismo) presentan dificultades teóricas y empíricas, (Roth, 2013, pp. 283-287), pero quizás no todas posibilitan los mismos problemas bioéticos en la práctica psiquiátrica (Bentall, 2004). Nos interesa en esta ocasión la praxis asociada con la confusión cerebro-reductiva en neurociencias y psiquiatría de la “psicosis”, desde una perspectiva poscognitivista y desde la neurociencia teórica y crítica. Respecto de la primera, indica Silenzi que se diferencia histórica y epistémicamente del cognitivismo clásico y del conexionismo por adoptar una perspectiva situada y corporeizada de la mente, en la que los procesos mentales se constituyen en un sistema endo-exocraneal que comprende, en forma irreductible a ninguno de sus elementos, el cerebro, el cuerpo y el mundo:
Los criterios para postular esta clasificación tendrán como base, por un lado, una concepción particular de la mente y, por otro, el aspecto histórico de las distintas teorías que dentro de las ciencias cognitivas se han desarrollado. Con respecto al primer criterio, existen dos grandes concepciones de la arquitectura cognitiva humana: la concepción computacional de la mente, y la concepción situada-corporizada de la mente. Desde la primera concepción, y de manera muy general, la mente es vista como un sistema computacional de procesamiento de la información. Desde la segunda, en cambio, la mente no es vista de manera aislada, sino con relación a un cuerpo y a un entorno. Con respecto al segundo criterio, se pueden observar, en orden cronológico, tres grandes marcos de investigación: el cognitivismo clásico (también llamado paradigma simbólico, computacionalismo ortodoxo o enfoque de representaciones y reglas), el conexionismo (también llamado paradigma subsimbólico o neurocomputacionalismo) y un conjunto de teorías alternativas a las propuestas anteriores. Se usará aquí el término “enfoques postcognitivistas” para denominar a este último conjunto de teorías alternativas haciéndole corresponder la concepción situada-corporizada de la mente. El “enfoque cognitivista” se refiere a la concepción computacional de la mente e incluye, desde el aspecto histórico, tanto al cognitivismo clásico como al conexionismo (2015, p. 278) [cursiva nuestra].
La neurociencia crítica, entendida en la forma definida por Choudhury, Nagel, & Slaby (2009), tiene entre sus problemas: i) los relacionados con las nuevas posibilidades neurofarmacológicas de intervención, ii) la importancia de la cultura en la investigación del sistema nervioso, iii) los problemas del reduccionismo en psiquiatría, iv) el uso de los datos de la neuroimagen como evidencias acerca de la “naturaleza humana” (p. 61). El ejercicio crítico de las neurociencias incluye: i) el análisis socio-económico de los programas de investigación, ii) el análisis etnográfico en las prácticas de laboratorio, iii) el escrutinio conceptual y de la metodología (incluyendo los paradigmas, los datos, el análisis y los marcos interpretativos) y iv) la aplicación de enfoques alternativos, entre otros aspectos, todo ello con el objetivo de desarrollar entre los profesionales de las neurociencias una más completa auto-comprensión de su actividad epistémica y la conciencia de las implicaciones sociales de la investigación y de sus usos, señalan Choudhury et al. (p. 62). La neurociencia crítica se hace posible en el marco de una revisión epistemológica sistemática sobre los conceptos utilizados y sus relaciones lógicas, la construcción de los razonamientos y la metodología de la investigación (Bennett & Hacker, 2006; 2007; Bickle, Mandik & Landreth, 2012; Northoff, 2014).
Consideraremos la insuficiencia teórica y empírica del cerebro-reductivismo en psicopatología a partir del meta-análisis de diversos aspectos relacionados: 1) el etnocentrismo subyacente en una noción de conciencia que implica una ruptura categorial entre las diferentes posibilidades neurológicas del ser humano; 2) la ignorancia de la influencia de la cultura en el consenso social sobre la designación de lo “normal” y lo “patológico” respecto de los estados de conciencia y la conducta; 3) la eliminación práxica del sujeto y de los actos de habla del sujeto en la investigación cientificista, en relación con la confusión conceptual mereológica y con la neurofilosofía; 4) la falta de receptividad paradigmática del reductivismo hacia la llamada de atención de la neuroepigenética; 5) la inconsistencia empírica de los resultados de la investigación biologicista sobre la “esquizofrenia” y su tratamiento; 6) la posibilidad de una coherente evolución crítica de las neurociencias hacia las ciencias del hombre, independientemente de la diversa metodología utilizada, en una progresiva asunción paradigmática del contexto, el lenguaje y la cultura en cualesquiera procesos explicativos no idealizados de la actividad neuronal.
1. Conciencia, cultura, psicopatología 2
Durante la Edad Media, los sueños y las visiones fueron considerados en Occidente conocimientos proporcionados por Dios, y el contacto con la deidad era pensado como un rasgo distintivo de la humanidad; sin embargo, el énfasis occidental contemporáneo en la razón como valor supremo ha convertido algunas formas de la conciencia en “irracionales, marginales, aberrantes o incluso patológicas”, por lo que se ha intentado en lo posible eliminarlas como objeto de investigación de los estudios sobre el pasado remoto” (Lewis-Williams, 2015, pp. 122-123). Siguiendo a Colin Martindale (1981),3 el autor de La mente en la caverna subraya la necesidad de estudiar los estados alterados de conciencia, los estados no racionales de conciencia y la forma en que las emociones y motivaciones afectan a la cognición, para lo que sugiere no consideremos la conciencia como un “estado”, sino como un “continuo” o un “espectro”. Distingue dos trayectorias posibles en los estados de este continuum: 1) la conciencia normal, que comprende los estados de alerta, las ensoñaciones diurnas, los estados hipnagógicos, los sueños y el inconsciente, y 2) el espectro de la trayectoria intensificada, que parte de la situación de alerta y las ensoñaciones diurnas, y prosigue hacia fenómenos entópticos,4 fenómenos interpretativos y alucinaciones (pp. 123-124).
La continuidad de los estados de conciencia puede ser experimentada por cualquier persona en las vivencias autistas de la conciencia normal, cuando la eliminación de los estímulos sensoriales externos “libera” las imágenes internas: “Sujetos normales, aislados en condiciones de oscuridad e insonorización, relatan haber experimentado alucinaciones tras unas pocas horas” (Lewis-Willians, 2014, p. 126). Las técnicas de meditación orientales persiguen un estado de conciencia similar por medio de una privación sensorial que se ejercita en la abstracción del entorno hasta donde sea posible. Otros estados alterados de conciencia son ocasionados por medio de tamborileos repetitivos y prolongados, estímulos visuales parpadeantes, ayuno, fatiga, dolor o sustancias psicotrópicas (p. 127). Por otra parte, existen estados “patológicos” de la conciencia, como la esquizofrenia, en los que también se desarrolla la trayectoria intensificada de las alucinaciones.5 En este modelo, los estados que se encuentran hacia el extremo final de la trayectoria intensificada (visiones y alucinaciones de cualquiera de los cinco sentidos) se denominan “estados alterados de conciencia” (EAC). En sentido débil, los EAC incluyen los sueños y los estados “interiores” de la trayectoria normal, aunque otros autores prefieren restringir su uso a las alucinaciones extremas y a los estados de trance (Lewis-Williams, 2015, p. 127).
La expresión “estados alterados de conciencia” (EAC) sólo tiene sentido en relación con el concepto occidental de la “conciencia de racionalidad”. Esto significa que hay algo así como una “conciencia normal” que se considera socialmente “auténtica” y “buena”, y que existen estados indeseables o “alterados” de esa conciencia buena, racional y normal. Sin embargo, todos los estados del espectro son estados posibles de la conciencia:”Todas las fases del espectro son igualmente auténticas”, por lo que hemos de inferir que la noción de estados alterados de conciencia lleva en sí misma una carga cultural (p. 127). Todos los estados del continuum son generados por el sistema nervioso, indica Lewis-Williams, pero las imágenes mentales que experimentamos en los EAC derivan esencialmente de la memoria, y su contenido es especificado por la cultura:
Las visiones y alucinaciones de una persona inuit que vive en los campos de nieve canadiense serán distintas de las vívidas indicaciones que Hildegarda de Bingen creía que Dios le enviaba. El inuit “verá” osos polares y focas que puede que le hablen; Hildegarda veía ángeles y extrañas criaturas evocadas por la Biblia y por las pinturas murales y las iluminaciones medievales con la que estaba familiarizada. El espectro de la conciencia está “instalado”, pero su contenido es en su mayor parte cultural (2015, pp. 127-128) [cursiva nuestra].
Durante el curso de la trayectoria intensificada, tras una fase entóptica y otra fase de interpretación icónica de las imágenes, los narradores de diferentes culturas describen al inicio de la Fase 3 un vórtice, un agujero a través de la Tierra u otro hecho similar. Los occidentales hablan de conos, embudos o pasillos; los coola de la costa noroeste norteamericana creen que es un agujero situado “entre el portal y la chimenea”; los algonquinos de Canadá viajan a través de estratos de tierra (un agujero que conduce a las entrañas de la tierra [es] el sendero de los espíritus); los conibos del Alto Amazonas hablan de descender por la tierra siguiendo las raíces de un árbol. Las experiencias, señala Lewis-Williams, pueden multiplicarse, pero al irrumpir el tercer estado: “el vórtice y las formas en que se perciben sus imágenes son experiencias humanas claramente universales” (p. 131). En la Fase 3 progresa el alejamiento de los estímulos externos, de tal forma que las imágenes icónicas que ocurren en tal estadío no derivan del exterior, sino de la memoria, y se asocian con intensas experiencias emocionales del sujeto. Aumentan posteriormente la viveza y la definición de las formas, de manera que las cosas “son realmente lo que parecen ser”, borrándose las diferencias entre lo literal y lo analógico, y ocurriendo todo ello, en ocasiones, sobre el trasfondo de las imágenes entópticas, o bien entremezclándose con ellas, dando lugar a figuras y seres extraños. Los sujetos se perciben a sí mismos en ese mundo, y a veces creen estar sufriendo transformaciones espantosas (pp.131-132).
En las sociedades tradicionales, los chamanes suelen ser las personas que presentan una mayor predisposición para las experiencias alucinatorias visuales o auditivas, afirma Marvin Harris (2014a). Es preciso aceptar, sin duda, que existen bases genéticas y neuroquímicas de los trastornos mentales, pero una vez dicho esto, que puede hacerse extensivo a cualesquiera fenómenos, estados y procesos de la mente, aún no hemos dicho nada, señala este autor. Los antropólogos mantienen importantes desacuerdos respecto del papel que desempeña la cultura en la incidencia y naturaleza de tales alteraciones, pero aceptan generalmente que dicha influencia es evidente en las llamadas psicosis específicas de una cultura, por ejemplo, en la histeria ártica, o pibloktoq, y en la psicosis Windigo.6 La primera es una “psicosis” individual, en tanto la segunda es colectiva, si bien señala a un individuo. En la histeria ártica, la crisis se manifiesta en un sujeto en forma de comportamientos compulsivos y descontrol de la conducta. En el Windigo es el grupo el que señala la psicosis en un individuo vulnerable, sobre la base de pruebas inciertas y justificaciones diversas: puede tratarse de un sujeto enfermizo, delirante o febril, o bien de un extranjero, o de una persona senil o incapaz de caminar. En “La gran locura de las brujas”,7 Harris describe una dinámica similar en un fenómeno europeo de los siglos XIII al XVII, relacionando la protesta social mesiánica con un desarrollo desviado de la deíxis en situaciones de injusticia social promovido por los grupos de poder. En el largo devenir del delirio colectivo de la caza de brujas, no era tan importante lo que “objetivamente” sucedía como lo que la gente creía que sucedía, y lo que las personas creían tenía un carácter de mayor certeza que lo que realmente sucedía (Harris, 2014b, pp. 242-276).8 El consenso cultural proporciona el significado social de la conducta y establece dificultades apriorísticas para una categorización diagnóstica que pretenda la patologización universal de los estados “psicóticos” del continuum: “La locura no constituye una categoría universal: siempre está definida en términos culturales. Aquello que se califica de locura o enfermedad en algunas sociedades puede ser considerado en otras como una manifestación divina. Lo que es disfuncional para un tipo de economía puede ser ventajoso para otra. Esto se comprueba en los distintos tipos de éxtasis a los que se entregan los chamanes” (Clottes & Lewis-Williams, 2010, p. 23).
La distinción entre estados alterados o patológicos de conciencia podría tener en sociedades no occidentales la misma falta de pertinencia que la distinción entre la causalidad natural o sobrenatural de los fenómenos en contextos ajenos a nuestra tradición científica: “La cultura puede carecer de las categorías emic ‘natural’ y ‘sobrenatural’. Asimismo, cuando un chamán sopla humo sobre un paciente y extrae triunfalmente un pedazo de hueso supuestamente introducido en él por un enemigo, la pregunta de si la actuación es natural o sobrenatural puede carecer de significado emic” (Harris, 2014a, p. 378). El contenido específico de los procesos neuronales y cognitivos no se halla establecido en forma neuroquímica, sino por el entorno cultural (Clottes & Lewis-Williams, 2010, p. 45). A esta especificación simbólica se refieren también Lewis-Williams & Pearce cuando manifiestan que, a pesar de que utilizan un “enfoque neurológico”, éste no es en modo alguno determinista, ya que: “La cultura actúa como mediadora en todas las fases y experiencias de la consciencia que distinguimos” (2005, p. 45). La antropología relativiza la validez semiótica de una psicopatología universal:
Toda semiología es movediza y polimorfa. Aquello que se cree pertenecer a una entidad debe ser cuestionado de acuerdo a las etnias, sus costumbres y los cambios de modos de vida. Por supuesto, son reconocibles signos comunes a las diversas sociedades. Pero, ¿acaso no son también engañadores? Hoy se insiste cada vez más sobre esa movilidad de los síntomas, signos variables según los hombres, sus costumbres, la evolución de sus civilizaciones… En África debemos alejarnos, sin por ello omitirlas, de las descripciones occidentales. El cuadro “europeizado” no es más que un elemento de referencia, una guía para avanzar más lejos en el seno de un procedimiento de comprensión (Fourasté, 1992, pp. 29-30).
Un comportamiento útil o prestigioso en algunas sociedades puede ser en la nuestra objeto de represión, marginación y tratamientos deshumanizadores (Sánchez Vallejo, 2013; García-Albea 1999).9 Como se mencionó anteriormente, en algunos grupos humanos la función social del chamán puede estar restringida a las personas propensas a tener alucinaciones auditivas y visuales” (Harris, 2014a, p. 388). Occidente, sin embargo, ha enfatizado la fase de alerta del continuum de la conciencia, así como la reflexión dirigida a la resolución de problemas (Lewis-Williams & Pearce, 2005, p. 62), pero la asignación de valores a los distintos tipos de conciencia del espectro constituye un fenómeno social que se relaciona con el hecho de que el mayor valor otorgado a unos estados sobre otros determina su apropiación y defensa por ciertas clases sociales. En el cristianismo medieval, las formas más profundas de meditación y oración eran del dominio del clero. Los monjes provocaban en sí mismos los estados alterados de conciencia por medio de la meditación solitaria, el ayuno, la autoflagelación, los rituales o los cantos repetitivos, en algunos casos hasta la autoinducción de visiones. A través de tales estados, ellos podían, frente a los legos, alcanzar formas de conciencia más próximas a Dios (p. 63). Por otra parte, todos podemos comprender lo que son las visiones, ya que las experimentamos en los sueños y sabemos de su fuerte carga emocional. Las visiones de los sueños pueden asustarnos, por lo que nos es posible también reconocer la fuerza de los que se enfrentan a ellas (Lewis-Williams & Pearce, 2005, p. 64; p. 270). Los seres humanos no se encuentran tan sólo conscientes o inconscientes, sino que, incluso a lo largo del día, la consciencia normal ha de considerarse como un espectro de estados (p.61). Podríamos decir con Einstein que: “El universo es en este sentido también un continuo” (2012, p. 61).
Desde la antropología simbólica, Geertz (2006) ha señalado los elementos no lineales del sistema: “Lo mismo que un animal asustado, un hombre asustado puede echar a correr, ocultarse, bravear, disimular, conciliar o, desesperado por el pánico, puede atacar; pero en su caso la precisa estructuración de esos actos está guiada predominantemente por patrones culturales antes que por patrones genéticos” (p. 76). La diversidad de posibilidades de la acción biológica se halla determinada y especificada por la diversidad cultural. No existe algo como un cerebro humano fuera de la sociedad y la cultura. Las circunstancias y demandas sociales y ambientales han generado evolutivamente su anatomía y fisiología, y determinan su neurodesarrollo y procesos. Es el contexto de la vida el que determina fundamentalmente la actividad y naturaleza del substrato neurobiológico:
Desde este punto de vista se manifiesta completamente errónea la aceptada opinión de que el funcionamiento mental es esencialmente un proceso intracerebral, que sólo de manera secundaria puede ser asistido o amplificado por los varios expedientes artificiales que ese proceso permitió inventar al hombre. Por el contrario, como es imposible definir de manera suficientemente específica los procesos neurales predominantes desde el punto de vista de parámetros intrínsecos, el cerebro humano depende por entero de recursos culturales para operar; y esos recursos son, en consecuencia, no agregados a la actividad mental, sino elementos constitutivos de ésta (Geertz, 2006, p. 77).
El autor de La interpretación de las culturas considera la extensión constitutiva de la mente de naturaleza simbólica (“no sabemos lo que pensamos hasta que vemos lo que decimos”). Sin embargo, aunque aceptáramos, dice Geertz, que el pensamiento fuera anterior al lenguaje, no por ello se modificaría la afirmación de la naturaleza simbólica, mediada y distribuida de la cognición: “La cultura humana es un elemento constitutivo y no complementario del pensamiento humano”. Respecto de diversos argumentos contrarios a esta posición, Geertz responde a algunos de ellos: 1) El hecho de que animales subhumanos puedan razonar con efectividad sin aprender a hablar no prueba que los hombres también puedan hacerlo, de la misma forma que una rata pueda copular sin mediación del aprendizaje no prueba que un chimpancé pueda hacerlo. 2) Los afásicos son personas que aprendieron a hablar e interiorizaron un discurso, y que luego perdieron, generalmente en parte, su anterior capacidad; no son personas que nunca aprendieron a hablar. 3) El habla, en el sentido de habla vocalizada, no es el único instrumento público de que disponen los sujetos proyectados a un medio cultural preexistente. Por ejemplo, Helen Keller aprendió a pensar mediante la manipulación de objetos culturales, junto con las sensaciones táctiles provocadas en su mano por Miss Sullivan. Un niño puede también, prosigue Geertz, desarrollar el concepto de número ordinal mediante la disposición de dos líneas paralelas de bloques: “Lo esencial es un sistema público de símbolos de alguna clase. En el caso del hombre especialmente, concebir el pensar como un proceso esencialmente privado es pasar por alto casi por completo lo que las personas hacen realmente cuando se entregan a la actividad de razonar” (pp. 77-78).
Supuestos, confusiones conceptuales, falsos dilemas: esas ineludibles sutilezas de los filósofos
En el fondo, ¿no hemos pasado delalma-cuerpo cartesiano alcerebro-pacientepostmoderno? ¿Dónde se encuentra el dolor? ¿En el cerebro? ¿Es entonces el dolor una sustancia? Si es así, ¿es el dolor realmente una percepción cerebral…o lo es del sujeto? Y si lejos de ser una convención del lenguaje estuviésemos incurriendo en un monumental error conceptual, ¿es ético utilizar este uso del lenguaje falaz en el tratamiento de nuestros pacientes con dolor?
-Eduardo Fondevila
La falacia mereológica de la neurociencia (2014)
Louis Sass analizó en Locura y modernismo (1992/2014) dos supuestos fundamentales de las posiciones cerebro-reductivas sobre la “esquizofrenia”: 1) el supuesto “de unidireccionalidad fisicalista”, y 2) el supuesto “de disminución del nivel mental”. Solemos considerar que, en personas sanas y “normales”, los procesos mentales se hallan en gran medida bajo el control intencional, y que tales procesos funcionan conforme a principios racionales que se orientan hacia el mundo objetivo. Aunque se piensa en tales casos que los sucesos mentales están correlacionados con eventos físicos que tienen lugar en el cerebro, no se definen generalmente como “subproductos” de éste, debido precisamente a una significación y direccionalidad que los adscribe a la psique: “a la esfera del significado, más que a la del evento físico” (Sass, 2014, p. 438). En el caso de la enfermedad mental, se considera por el contrario una especie de “caída en el determinismo” en la que procesos físicos disfuncionales perturban el curso de “lo mental o de lo psíquico”, alterando su significación y racionalidad.
El primer supuesto afirma que el plano físico tiene la primacía causal; es decir, que, al menos en el campo de las psicosis, indica Sass, son fundamentalmente los acontecimientos del cerebro los que causan los acontecimientos mentales y no al contrario.10 El segundo supuesto refiere a que: “cuando el cerebro invade la mente, el resultado es inevitablemente una disminución del nivel mental”. Ambas afirmaciones, la del “fisicalismo” y la del “nivel mental disminuido”, son las que sostienen el “modelo reduccionista de la locura”. Si bien las investigaciones actuales en neurobiología de la esquizofrenia han dado lugar a desarrollos “valiosos” y “fascinantes”, también han ocasionado -“desafortunadamente”, a juicio del autor- una “reactivación” de las consideraciones reduccionistas de la psicosis (p. 439). La reformulación kraepeliana de una demencia en la esquizofrenia, la propuesta de Jackson a finales del XIX sobre deficiencias en las funciones mentales superiores de estas personas (volición, razonamiento, control o conciencia), o la consideración de los delirios y alucinaciones como fenómenos regresivos (automatismos provenientes de niveles inferiores del sistema nervioso una vez inhibidos los sistemas de control normal), ocasionan un desinterés esencial por el sujeto, o la desestimación de la voz del sujeto, en lo que constituye la forma histórica actual cientificista de la deshumanización de la locura y un coherente desarrollo empírico de la confusión mereológica.11
Es inevitable, a partir de la asunción del segundo supuesto, cierto desprecio cognitivo por el paciente; i.e., que ocurra un desinterés práxico del investigador por la búsqueda seria del significado o de la intencionalidad en la experiencia psicopatológica, pues se supone que la característica central de todos los síntomas mentales es simplemente el defecto o la deficiencia, señala Sass (2014). Al considerar estos modelos que los síntomas, “positivos” o “negativos” son una consecuencia del “déficit”, por el mismo motivo carecen tales síntomas de razón alguna, ni tiene en absoluto relevancia su expresión por un paciente cuya palabra carece a priori de sentido por la definición del síndrome, por lo que se reduce a un absurdo pragmático cualquier intento de comprensión de los mismos que no tenga un carácter explicativo reductivamente biologicista. Consecuentemente, el alienista sólo ha de “observar y clasificar”, pues la explicación de la locura no surgirá de los laberintos de la mente, sino de “las manchas y puntos en el cerebro”. Una reconocida representante del neobiologicismo reductivo de la “esquizofrenia” es Nancy C. Andreasen, de cuya posición en El cerebro roto: la revolución biológica en psiquiatría (1985), transcribe el autor: “No tenemos que buscar constructos teóricos de la ‘mente’, ni influencias del medio exterior para saber cómo la gente se siente” (sic); las enfermedades mentales son hechos exclusivamente cerebrales que se entienden en términos de interacciones neuronales” (cit. Sass, 2014, p. 444).
Bennett & Hacker (2003; 2007) puntualizaron en el contexto de una interesante polémica,12 que corresponden al ámbito de la filosofía: i) las cuestiones conceptuales (las que conciernen por ejemplo al concepto de mente o memoria, pensamiento o imaginación), ii) la descripción de la relación lógica entre los conceptos (como la que existe entre los conceptos de percepción y sensación, los conceptos de consciencia y autoconsciencia), y iii) el examen de la relación estructural entre conceptos de diferentes tipos (como entre los psicológicos y neuronales, o entre lo mental y conductual): Todo ello constituye el espacio propia de la filosofía. Las cuestiones conceptuales anteceden a las de verdad y falsedad, porque son cuestiones que conciernen a las formas de representación, y no cuestiones que conciernan a la verdad o falsedad de las proposiciones. Estas formas de representación son presupuestas por los enunciados científicos verdaderos y falsos, y por teorías científicas correctas e incorrectas. Tales formas de representación determinan, no lo que es empíricamente verdadero o falso, sino lo que tiene o no tiene sentido (Bennett, Dennett, Hacker & Searle, 2007, p. 4).
Bennet & Hacker definieron una confusión mereológica en la tercera generación de los modernos neurocientíficos, tras rechazar éstos el dualismo cartesiano mente-cerebro de los maestros (primera y segunda generación). En el curso de la investigación sobre la posesión de atributos psicológicos por los seres humanos, la confusión mereológica adscribe estos atributos no al sujeto, sino a su cerebro o a partes de su cerebro (2007, p. 15). Sin embargo, se preguntan los autores, ¿acaso no habíamos descubierto hasta ahora que el cerebro participa en estas actividades? No parece que pueda deberse el uso actual a una razón teórica. ¿Se trata entonces una innovación lingüística de los neurocientíficos, psicólogos y científicos cognitivos?, or, more ominously, is it a conceptual confusión? (pp. 18-19).
La confusión mereológica de la expresión académica se asocia con una determinada praxis e investigación psiquiátricas. La exclusión del sujeto en la investigación del constructo histórico de la “esquizofrenia” constituye una acción consecuente con el hecho proposicional. El error conceptual se refleja coherentemente en la exclusión del “paciente” de la investigación del cerebro. Se ignora epistémicamente (por su “desinterés” etiológico y explicativo) el ecosistema biográfico en que se halla inmerso el ser, en una especie de “empirismo abstracto” en el que el cerebro es idealizado e hipostasiado como si los procesos ocurrieran en forma atemporal y aculturada, sin vivencias específicas. La perspectiva neuronal necesaria se pretende luego suficiente para dar razón del trastorno. Siendo coherentes, el eliminativismo puede proseguir para aplicarse también al biologicismo sin subjetividad, derivando hacia la física su simplificación y su verdad más profunda,13 si ello tuviera algún interés:
La pretensión de reducir el comportamiento humano a sus correlatos biológicos en el cerebro, medidos con tomografías axiales computarizadas (TAC) o con tomografías por emisión de positrones (PET) o imágenes por resonancia magnética (IRM) o cerebrografías de flujo sanguíneo cerebral regional (RCBT) o tomografías simples por emisión de fotones (SPECT), o hipotetizados como mezclas, excesos o déficit de serotonina, dopamina, noradrenalina… olvidando los objetivos de los sujetos, sus circunstancias biográficas y contextuales o su propia historia de aprendizaje, es un error tan grande como lo sería explicar la guillotina citando las leyes de la gravitación universal de Newton, sin prejuicio de que las leyes de Newton se prueben con una guillotina en funcionamiento; sin embargo, su función no es demostrar esas leyes (Zumalabe-Maquirrain, 2016, p. 274).
La confusión mereológica se hace posible sobre posiciones cerebro-reductivas en las que las explicaciones del nivel neuronal, en tanto explicaciones intracerebrales, son consideradas necesarias y suficientes para la explicación de los niveles no neuronales, como los que conciernen a fenómenos que se hallan fuera del cerebro (Northoff, 2014, pp. 314-315). En este tipo de explicaciones, lo “mental” no existe, sino sólo procesos cerebrales que denominamos ‘pensar’, ‘creer’, ‘sentir’ o ‘percibir’. Sin embargo, tal descontextualización del ser vivo es rechazada por otras explicaciones que consideran el nivel neuronal necesario, pero no suficiente, para la explicación de los niveles no neuronales. En este segundo tipo de explicaciones, la condición necesaria viene dada por las disciplinas que reflejan el contexto; la condición suficiente puede ser adquirida por la consideración de niveles explicativos fuera del cerebro y por la explicación de los niveles neuronales dentro del propio cerebro (p. 315). Northoff distingue así entre explicaciones “cerebro-reductivas” y explicaciones “cerebro-basadas”. El tipo de explicación es importante porque proporciona el marco de referencia para definir la relación entre el cerebro y la filosofía. Si se asume la explicación cerebro-reductiva, se admite en última instancia que es posible la reducción de la filosofía al cerebro y la neurociencia. La filosofía como disciplina es considerada entonces como parte de la neurociencia en forma de ‘meta-ciencia’, o filosofía de la neurociencia. Esto implica un reductivo, es decir, cerebro-reductivo, concepto de neurofilosofía. Ocurre algo diferente si se presupone una explicación con base en el cerebro. En una teoría cerebro-basada (no reductiva), la relación entre la filosofía y el cerebro es bilateral, y la filosofía proporciona parte del contexto para el cerebro y la neurociencia. En este caso, la filosofía tiene un camino propio, diferente de su tradición histórica, que no es completamente independiente del dominio empírico en general ni de la neurociencia en particular; pero ello requiere una no reductiva -“cerebro-basada”, y no “cerebro-reductiva”-, forma de neurofilosofía. Es decir, la distinción entre explicaciones cerebro-reductivas y cerebro-basadas no sólo tiene importantes implicaciones para la neurociencia, sino también para sus relaciones con la filosofía. Entonces, lo que es originalmente discutido en filosofía de las neurociencias -como las diferentes formas de explicación-, tiene implicaciones para el concepto de neurofilosofía, en lo que constituye, según Northoff, una transición de la filosofía de las neurociencias a la filosofía de la neurofilosofía. Ésta trata sobre cuestiones metodológicas, teóricas y problemas fundamentales de la neurofilosofía: La cuestión de los diferentes conceptos de ‘neurofilosofía’ -como ‘reductiva’ o ‘no reductiva’, y su respectiva caracterización-, puede ser considerada uno de sus temas fundamentales (Northoff, 2014, p. 316).
3. La causa perdida de la psiquiatría biológica 14
Comúnmente se supone que el descubrimiento de correlatos biológicos de la psicopatología, o por lo menos de las enfermedades psicóticas, tiende a reducir la importancia de la dimensión de la experiencia (y también de los factores culturales) y, en particular, socava cualquier concepción que -como la mía, podría atribuir un grado importante de significación, de intencionalidad o de racionalidad a la experiencia del paciente. De hecho, un análisis detenido de la investigación neurobiológica reciente sobre la esquizofrenia no confirma esta suposición; tampoco creo que dicha perspectiva sea defendida por la mayoría de los psiquiatras, neuropsicólogos y neurocientíficos más sutiles desde el punto de vista filosófico. -Louis A. Sass Locura y modernismo (2014)
El supuesto teórico de unidireccionalidad fisicalista cerebro-mente afirma el deterioro orgánico en la etiología de la “esquizofrenia”, pero la prolongada inversión de esfuerzos empíricos dirigidos a comprobarlo arroja una extensa serie nosográfica de resultados inconsistentes o inespecíficos y de generalizaciones apresuradas, de tal forma que se hace necesario valorar enfoques alternativos con el fin de proponer nuevas hipótesis; por ejemplo, postula Sass: “El deterioro fisiológico irreversible puede ser menos importante que una especie de síndrome de la apatía” (2014, p. 452). Es cierto, señala este autor recordando a Jaspers (1913), que el trastorno mental “parece” tener una base orgánica, pero también lo es que no se asemeja a ninguno de los trastornos orgánicos paradigmáticos. Si bien en los trastornos delirantes psicóticos se pueden constatar deficiencias focales en determinadas funciones cognitivas en particular (por ejemplo en la memoria o en el habla), e incluso un deterioro general de capacidades mentales superiores como la abstracción, el razonamiento o la volición (Sass, 2014, p. 453), una inducción apresurada a partir de proposiciones subcontrarias15 y hechos inespecíficos, junto con la ausencia de un marcador biológico del trastorno, conducen el proceso diagnóstico a la clínica, por lo que, en realidad, es preciso atender al lenguaje y al sujeto para afirmar la existencia de contenidos delirantes y sucesos alucinatorios biológicistamente inaccesibles en la actualidad, e incluso para suponer la existencia de un pensamiento desorganizado (APA, 2014)16.
La hipótesis biologicista17 cerebro-reductiva no ha establecido sus condiciones de falsación en el caso de la “esquizofrenia”, ni ha proporcionado un marcador biológico que permita comprobar sin asistencia del sujeto el constructo categorial. El referente orgánico no se manifiesta con claridad anatómica ni funcional, y la base biológica propuesta para la etiogenia del trastorno puede ser inexistente, epifenoménica o inéspecífica (Read, Mosher & Bentall, 2006). Read (2006) analiza tres de las más frecuentes “evidencias” favorables al biologicismo que se reiteran en artículos, manuales y “folletos” en los que se intenta probar la necesariedad y suficiencia de la explicación cerebro-reductiva de la locura mediante el establecimiento de sus posibles bases biológicas: 1) la “esquizofrenia” aparece con la misma frecuencia en todas las sociedades humanas; 2) el cerebro de los “esquizofrénicos” no es normal; 3) existe una predisposición genética a sufrir “esquizofrenia” (pp. 67-78). Tras realizar un meta-análisis crítico de la cuestionable generalización epidemiológica, Read revisa los logros del biologicismo en relación con: 1) la hipótesis de la “esquizofrenia” como enfermedad cerebral, 2) la hipótesis bioquímica, 3) la hipótesis anatómica.
Respecto del primer punto, lo que habría que comprobar es que los cerebros “esquizofrénicos” son diferentes de los cerebros “normales”. Sin embargo, desde el inicio hemos de poner en duda la fiabilidad de las investigaciones, ya que muchos de los estudios sobre el cerebro de los “esquizofrénicos” ni tan siquiera mencionan qué definición del trastorno se está aplicando o cómo se obtuvieron los diagnósticos18 (Read, 2006, p. 70). En este sentido, encontrar diferencias en el cerebro “esquizofrénico” respecto de los cerebros “normales” no significa que hayamos encontrado la causa de los “síntomas;19 es decir: “Cuando nos sentimos afligidos por la pérdida de un ser querido, nuestro cerebro está actuando de un modo distinto al habitual. ¿La causa de nuestra tristeza es que nuestro cerebro funciona más lento o es la pérdida que hemos sufrido? Además, los traumas infantiles también pueden causar alteraciones permanentes en la estructura y el funcionamiento del cerebro humano” (p. 70). Por otra parte, y en relación con las implicaciones bioéticas de la praxis asociada con la confusión mereológica, se suele ignorar en gran medida que la acción de los fármacos destinados a la modificación del cerebro ‘esquizofrénico’ constituye un factor fundamental a tener en cuenta entre los elementos que pueden afectarlo. Desde Kraepelin y Bleuler (“los inventores de la esquizofrenia”), que admitieron no haber podido encontrar una causa biológica del trastorno, pero un siglo más tarde: “¿Hemos descubierto ya la causa? La respuesta clínica sería: Sí, se ha descubierto aproximadamente cada 4 ó 5 años desde entonces” (Read, 2006, p. 71).
La hipótesis dopaminérgica afirma que, en el cerebro “esquizofrénico”, los grupos de células nerviosas que se comunican por medio de la dopamina son hiperactivas. El razonamiento empleado en este caso para tal construcción epistémica se basa en los efectos de dos tipos de fármacos, neurolépticos, o tranquilizantes mayores, y anfetamina o levodopa (pp. 71-72). Los neurolépticos, utilizados desde el siglo pasado en el tratamiento de la esquizofrenia, actúan bloqueando el sistema dopaminérgico. El razonamiento utilizado al respecto es resumido así por Read: “Entonces, la psiquiatría biológica concluyó que, si este grupo de medicamentos “curaban” la “esquizofrenia” y también bloqueaban el sistema dopaminérgico, la causa de la “esquizofrenia” tenía que ser la hiperactividad del sistema dopaminérgico. Esta reflexión resulta tan lógica como decir que la causa del dolor de cabeza es la falta de aspirina en el cuerpo […] Es decir, que la causa de la hiperactividad en el sistema dopaminérgico son los fármacos que supuestamente se utilizan para tratar la enfermedad, cuya causa se supone que es la hiperactividad del sistema dopaminérgico” (p. 72). No obstante, ni los análisis realizados en autopsias de “esquizofrénicos” que no hubieran tomado neurolépticos antes de morir, ni los estudios de medición en el fluido espinal de sujetos vivos diagnosticados con “esquizofrenia” del metabolito de la dopamina (ácido homovainílico) permitieron encontrar diferencia alguna con la concentración de dopamina en el cerebro o en el líquido cefalorraquídeo de los sujetos “normales” (pp. 72-73).20
Otra afirmación frecuente en los estudios reductivistas sobre el cerebro “esquizofrénico” refiere a posibles alteraciones anatómicas. Se acepta generalmente que en los sujetos afectados existe un aumento de los ventrículos asociado con una disminución del tejido cerebral. Sin embargo, numerosas investigaciones realizadas durante varias décadas -que incluyen la utilización de la tomografía computarizada-, continúan arrojando resultados inespecíficos. No sólo se puede argumentar que existe, a la luz de tales resultados, una elevada superposición de imágenes con la población control, sino que la hipertrofia ventricular también ocurre en situaciones de alcoholismo y depresión, por lo que sabemos que “no constituye una causa específica de la esquizofrenia”, indica Read. Por otra parte, si resultara, efectivamente, que existe un aumento del tamaño ventricular en estas personas (lo que varía en los estudios entre un 6% y un 60%), lo que podríamos concluir de forma coherente es que “han sufrido uno o más de los factores que producen el incremento de tamaño de los ventrículos”, puntualiza el autor. Hay que recordar nuevamente que uno de los muchos factores que pueden producir daños en el cerebro, incluyendo el incremento en el tamaño de los ventrículos, son los psicofármacos (Read, 2006, p. 75).21
González Pardo & Pérez Álvarez (2014) señalan diversas inconsistencias en los resultados biológicos de la “esquizofrenia” que impiden la realización de inducciones apresuradas. Respecto de su origen genético, los autores indican que si pudiésemos establecer una relación lineal de causalidad, la concordancia en gemelos monocigotos sería del 100%, pero en realidad es de un 50% en monocigotos frente a un 17% en dicigotos (que comparten el 50% de los genes). La situación epistémica de la hipótesis es compleja. Actualmente se involucran al menos ocho regiones que contienen cientos de genes cuyas funciones se desconocen en gran medida y que se hallan distribuidos en los cromosomas 5,6,8,10,13,15 y 22, pero la lista de loci cromosómicos se hace cada vez mayor. En el Sexto Congreso Mundial de Genética Psiquiátrica (1999) se incluían también loci de los cromosomas 1,2,4,7,9,18 y X.22 La mayor parte de los resultados no ha logrado ser replicada por grupos diferentes de investigadores. Entre las causas del fracaso para hallar marcadores genéticos de la esquizofrenia se encuentran: i) dificultades en el diagnóstico preciso de las variaciones del espectro de la “esquizofrenia” (“subtipos”); ii) excesiva atención a los neurotransmisores sobre los que actúan los antipsicóticos, “que probablemente no desempeñen un papel relevante en el origen de este trastorno” (v.s.); iii) diferencias en los métodos biológicos y estadísticos empleados; iv) “el desconocimiento de cómo influye el ambiente en la expresión de los trastornos complejos poligénicos mal definidos, como la psicosis” (González Pardo & Pérez Álvarez, 2014, p. 192). 23
Las técnicas de neuroimagen anatómica, como la tomografía computarizada (TC) o la resonancia magnética (RM), no parecen ser muy útiles en la evaluación de las psicopatologías. En general, no se han obtenido resultados consistentes y replicables en las personas con depresión, esquizofrenia, trastornos de ansiedad, etc. (González Pardo & Pérez Álvarez, 2014, p. 198). Respecto de la función cerebral, la tomografía por emisión de positrones (PET) y la tomografía por emisión de fotón único (SPECT) se realizan mediante la introducción de sustancias radiactivas con el fin de cuantificar la radiación emitida cuando tales sustancias llegan al cerebro. Los autores señalan que el análisis de flujo sanguíneo cerebral (CBF, por sus siglas en inglés) supone que el nivel de flujo en ciertas zonas del cerebro se halla directamente relacionado con la actividad neuronal. Se suele utilizar oxígeno radiactivo o alguna sustancia sintética que contiene un radioisótopo; sin embargo, el flujo sanguíneo cerebral también se relaciona con las células de la glia, “que son más numerosas que las neuronas”. Además, los cambios en el CBF se producen en segundos, en tanto que la actividad eléctrica neuronal se mide en milisegundos. Por otra parte, el flujo sanguíneo se mide indirectamente por PET y SPECT, y es influido por múltiples factores, entre ellos: i) la absorción del radioisótopo por el tejido, ii) su liberación de nuevo a la sangre, o iii) el tiempo que tarda el isótopo en dejar de ser radiactivo. Es decir, que “las imágenes obtenidas son realmente interpretaciones del flujo sanguíneo en todos sus parámetros” (p. 199). González-Pardo y Pérez Álvarez añaden a los problemas señalados: i) las dificultades para interpretar la relación entre las señales del escáner y la fisiología del cerebro; ii) las dificultades para valorar desequilibrios químicos en el cerebro con las técnicas de neuroimagen; iii) la falacia del grupo control; iv) las limitaciones de los métodos estadísticos aplicados a los estudios de neuroimagen; v) los inconvenientes derivados de la clasificación actual de los trastornos mentales; vi) la influencia de las hipótesis previas en la interpretación de las imágenes; vii) la modificación de los datos de acuerdo con estándares preestablecidos. En suma, la principal dificultad que plantea la neuroimagen es la distinción entre la causa y el efecto, es decir, cómo distinguir con certeza qué fenómenos representan estados psicopatológicos y cuáles son epifenoménicos: qué hallazgos pueden representar cambios adaptativos o compensatorios del sistema nervioso (plasticidad neuronal). Además, la neuroimagen no proporciona información sobre el supuesto origen biológico del constructo psicopatológico que se halla en investigación (pp. 201-210).
La insuficiencia empírica del tratamiento químico de la “esquizofrenia” proviene en gran parte de los resultados proporcionados por la investigación clínica. Según aumenta la calidad de los estudios con neurolépticos, disminuye la diferencia ente el efecto de éstos y el placebo: ”Y esto ha ocurrido a pesar del aumento del número de sujetos, la disminución de pérdidas, el mantenimiento de la gravedad basal del trastorno, y la mejora de la calidad de los estudios. En este contexto, la realización de ensayos controlados con placebo se impone éticamente, contra la propuesta de emplear sólo control activo en los ensayos de neurolépticos para la esquizofrenia” (Yanguas, 2015, p. 123). El abandono del tratamiento con neurolépticos es de un 33% a un 42% durante los ensayos clínicos. En la clínica de rutina, un 40% deja el tratamiento durante el primer año y un 75% antes del segundo año:
Algunos estudiosos describen el efecto de los neurolépticos como “una petrificación en las emociones, bloqueando la iniciativa de la persona”, “su curiosidad e iniciativa intelectual se transforman en actitudes flemáticas y robotizadas”, “neutralidad emocional sin trastornos de la conciencia”, “camisas de fuerza psíquicas”… Los efectos subjetivos predominantemente descritos fueron sedación, discapacidad cognitiva, y aplanamiento o indiferencia afectiva (p. 124).
Una negación importante del supuesto de unidireccionalidad cerebro-reductiva de los “trastornos mentales” proviene de la epigenética.24 En relación con las neurociencias, Guo-li-Ming ha resumido un preciso estado de la cuestión en “Neuroepigenetics: Introduction to the special issue on epigenetics in neurodevelopment and neurological diseases” (2015). El perfil de la expresión genética representa el estado molecular de una célula en un momento dado, y es dinámicamente regulado y precisamente controlado en respuesta a estímulos externos. El papel funcional del epigenoma dinámico y la subsecuente regulación de la expresión genética en el sistema nervioso, sólo recientemente ha sido apreciada:
“Newly developed technologies, such as next generation sequencing, enable us to detect and document the epigenetic changes in the nervous system in response to environmental and pathological stimuli.” Elementos epigenéticos del genoma, que incluyen modificaciones de las histonas, metilación de los nucleótidos de citosina del ADN genómico, interacción tridimensional de las regiones genómicas o la expresión de varias formas de RNAs no codificante, regulan la accesibilidad y procesabilidad de los loci genómicos, estableciendo niveles de regulación de la expresión genética más allá de las secuencias heredables del ADN. Durante décadas, algunas propiedades que ahora sabemos epigenéticas, como la metilación del ADN, habían sido consideradas marcadores estables hereditarios (Ming, 2015, pp. 1-2).
4. Discusión
El reduccionismo científico o cientificismo realiza una extrapolación dogmática por medio de la que se pretenden extender las conclusiones propias de un sector del conocimiento a la interpretación del conjunto de la realidad: “La expresión del cientificismo contemporáneo en el campo de la medicina es la corriente reduccionista biomédica, hoy hegemónica. Al desdeñar la reflexión crítica aportada por la valoración ética de los actos médicos, la mentalidad cientificista tiende a sostener la idea de que lo técnicamente posible es, por ello mismo, moralmente admisible (Stagnaro, 2014, p. 23). El cientificista “parte de su especialidad, pero invade enseguida otros campos y zanja cualquier cuestión filosófica, moral, política, religiosa”, deviniendo en una práctica ideológica (Alonso, 2015). Sin embargo, los estudios etnográficos y clínicos han mostrado la relatividad cultural y limitaciones explicativas del reduccionismo utópico: “Es elocuente en ese sentido que, en la encuesta realizada por la Asociación Mundial de Psiquiatría (WPA) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2011, entre 4887 psiquiatras de 44 países, en torno a su empleo de los sistemas de clasificación diagnóstica en el ejercicio clínico y las características idóneas de una clasificación de los trastornos mentales, con vistas a la revisión de la Clasificación Internacional de Enfermedades (cuya próxima versión será la CIE 11), un número significativo de los encuestados (particularmente de los países de Asia y América Latina) reportaron problemas con la aplicabilidad intercultural de las clasificaciones existentes” (Stagnaro, 2013, p. 26).
El Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH) americano ha rechazado los criterios de la Asociación de Psiquiatras Americanos expresados en la versión del 2013 del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-V) por considerarlos poco biologicistas, y ha intentado sustituirlos por los suyos desde una perspectiva reductivista. En la respuesta de los autores del DSM-V se reconoce que “los marcadores biológicos que se llevan prometiendo desde los años 70 aún no han aparecido (“pero siguen buscándolos)”, señalan Valdecasas & Vispe (2013). Por su parte, la Asociación Psicológica Británica ha solicitado un cambio de paradigma en Salud Mental, “sin negar la importancia de la biología, pero centrando el enfoque en los aspectos psicológicos y sociales”, indican los mismos autores. Es preciso introducir en la investigación la complejidad del estudio de la especificidad cultural de los comportamientos: “El desafío axiológico es también un desafío de competencia intercultural” (Lolas, 2015). En contraposición con el análisis de una neurociencia crítica, el paradigma cerebro-reductivo de la psicosis acumula “éxitos” académicos y fracasos epistemológicos, proposiciones particulares indefinidamente modificadas y una gran asignación de recursos:
A nivel científico-teórico, no se ha encontrado la causa de ningún trastorno mental en el ámbito biológico. Seguimos esperando los marcadores biológicos que definan los trastornos en base a su etiología, patogenia y fisiopatología desde el punto de vista del paradigma biologicista. Salvo que uno se deje atrapar en la trampa habitual de hablar del Alzheimer, el Parkinson o la neurosífilis, no hay datos concluyentes a nivel genético, bioquímico, funcional o estructural que sean específicos de ningún trastorno psiquiátrico. Sí abundantes correlaciones con hallazgos somáticos, muchas de las cuales (como parece demostrado para la atrofia cerebral en la esquizofrenia) se plantea cada vez más si no son debidas a los tratamientos que usamos más que a los trastornos que queremos curar. Los modelos simplistas basados en la neurotransmisión no responden a gran parte de las cuestiones (¿por qué fármacos con perfil receptorial diferente logran las mismas cifras de eficacia?, ¿por qué el mismo fármaco acaba estando indicado en trastornos diferentes?). Existe además un problema básico a nivel teórico en lo referente al paradigma biologicista: no parece posible desarrollar una fisiopatología de la enfermedad mental sin contar con una fisiología del funcionamiento mental digna de ese nombre. Es decir, ¿cómo podemos encontrar el mecanismo en términos neuronales o de conectividad de un afecto o un pensamiento definido como patológico si no tenemos la menor idea de cómo funciona a nivel neuronal o de conectividad el afecto o el pensamiento normal? (Valdecasas & Vispe, 2013, p. 3).
La praxis de la confusión mereológica se hace posible en el contexto del paradigma psiquiátrico kraepeliano, cuando observamos la locura como si se tratase meramente del producto de un cerebro dañado. Sin la hipótesis de que el daño cerebral está genéticamente determinado, probablemente el asesinato no habría sido visto como un tratamiento racional por los médicos de la Alemania nazi (Bentall, 2004). Por otra parte, indica el autor de Madness Explained, sin considerar la psicosis como incomprensible en la tradición de Jaspers ([1913] 2006) no habría sido posible denegar la palabra a los pacientes psiquiátricos, que habrían podido levantar su voz contra tales horrores (p. 498). Los tratamientos crueles han existido antes y después de Emil Kraepelin (1856-1926), pero lo que señala Bentall es que las creencias factuales pueden ser utilizadas para justificar las intuiciones morales, y que, en este sentido, el legado del paradigma kraepeliano ha sido mucho más costoso en términos humanos que por su “asfixiante” efecto en la investigación.
El rechazo o el abandono de la acción química sobre el cerebro no parece caprichosa, sino que se da fundamentada sobre situaciones iatrogénicas epistémicamente expresadas por la comunidad psiquiátrica (Andreasen, 2013; Yanguas, 2015)25. Indicar que la actitud hostil del sujeto hacia la intervención con psicofármacos es parte del cuadro sintomático no elimina la responsabilidad bioética sobre los efectos provocados en el paciente por el uso de los neurolépticos. Gran parte de los sujetos que aceptan la química cerebral han sido presionados por la sociedad para hacerlo, pero aun así es difícil precisar el cumplimiento real respecto de aquel en que se apoyan las conclusiones clínicas. Los pacientes pueden mentir sobre el grado de cumplimiento de la prescripción (Yanguas, 2015), y las quejas subjetivas de discapacidad son importantes. La situación de hipofrontalidad provocada, según Andreasen (2008), por el bloqueo de los ganglios basales y la atrofia prefrontal subsiguiente, aunque tal bloqueo elimine síntomas socialmente perturbadores como los delirios y las alucinaciones, puede ser correctamente descrita como una “camisa de fuerza química” del presente; quizás, el rostro humano del control social y de su ejercicio psiquiátrico en la actualidad. Después de largos estudios longitudinales, Andreasen comprobó y cuantificó el impacto farmacológico sobre el tejido nervioso:
Los autores analizaron datos longitudinales a fin de examinar esta interrogante y la duración de las recidivas y relacionarlas con las mediciones por RMN estructural. Debido a que los niveles más elevados de la intensidad del tratamiento se han asociado a volúmenes inferiores de tejido cerebral, los autores también examinaron este efecto negativo en términos de años-dosis… La duración de las recidivas estuvo relacionada con decrementos significativos tanto en las medidas cerebrales generales (v.gr., volumen cerebral total) como regionales (v.gr., frontal). El número de recidivas no se asoció con las medidas cerebrales. También se observaron efectos significativos vinculados con la intensidad del tratamiento… Hemos reportado hallazgos de que la intensidad del tratamiento está por sí misma asociada a la pérdida de tejido cerebral, con respaldo tanto de estudios en humanos como de investigación preclínica en monos y ratas (Andreasen et al., 2013, pp. 28-30).
Es posible diferenciar teóricamente los errores conceptuales, éticos y empíricos. Los errores conceptuales son fallos en la comprensión de conceptos abstractos o de las relaciones entre ellos (Bordes, 2011, p. 132). No ha sido refutada en este sentido la evidencia discursiva aportada por Bennett & Hacker (2006; 2007) sobre la confusión mereológica en el lenguaje neurocientífico. Los autores valoran la posibilidad de una innovación lingüística de la tercera generación de neurocientíficos, pero el papel del cerebro en los procesos mentales ya era conocido con anterioridad, y los textos analizados son consistentes con la afirmación de existencia de un error conceptual que iguala en el discurso el cerebro a la persona, de tal manera que se realizan atribuciones a una parte del sujeto de lo que sólo puede ser atribuido a un sujeto, generando una confusión conceptual más allá de un extensivo uso linguïstico antropomórfico. La confusión mereológica se relaciona en la praxis neopositivista fisicalista con erróres éticos y empíricos.
Los errores éticos, aunque se hallen en relación con errores conceptuales, refieren específicamente a evaluaciones, decisiones y conductas morales, indica la autora se Las trampas de Circe (Bordes, 2011). Existe un falso dilema ético 26 en la exposición de Andreasen (2008)27 sobre informar o no informar al paciente de la pérdida de tejido cerebral ocasionado por el tratamiento con neurolépticos. La psiquiatra plantea que, ante la siguiente disyuntiva: i) continuar el tratamiento con neurolépticos a pesar de la pérdida de tejido cerebral en los pacientes, o ii) informar al paciente (o su familia) con el riesgo de que se abandonara el “necesario” tratamiento con neurolépticos, optó por no informar salvo a colegas próximos (Valverde, 2010; Dreyfus & Andreasen, 2008). La comprobación de la pérdida de tejido cerebral asociada con el uso de neurolépticos aparece, tras un largo estudio longitudinal, en posteriores publicaciones (Andreasen, 2013). Estos errores éticos en la investigación y la praxis psiquiátrica son consecuentes en este caso con los errores lógicos del cientificismo. El texto de Bentall (2004) analiza qué fundamentos hicieron posible determinados casos históricos deshumanizadores: La supresión de la voz de la persona “enferma” debido al desinterés neurocientífico por la misma se fundamenta en la devaluación del sujeto por su déficit, lo que es posible con base en la calificación de ‘sinsentido’ de su palabra, siguiendo la valoración del delirio psicótico de la tradición jasperiana.
Los errores empíricos, errores fácticos o errores de hecho refieren a fallos en el cálculo de datos, en la indagación de los hechos o al recabar información (Bordes, 2011, pp. 131-132). La imposibilidad de realizar ninguna generalización determina el reconocimiento epistémico de la insuficiencia de resultados y de la ausencia hasta la fecha del marcador biológico de la “enfermedad”, que “se sigue buscando”. La debilidad teórica y empírica del reductivismo de la “psicosis” se halla a veces auspiciada por una gran asignación de recursos institucionales y por exitosas y rápidas publicaciones que acumulan ingentes cantidades de procesos y datos, en algunos casos superfluos y no sometidos a los propios criterios cientificistas de evaluación, es decir, a la valoración paradigmáticamente receptiva de una sistemática revisión epistemológica (metadiscursiva), y a una sistemática replicación de los resultados (Valdecasas & Vispe, 2013; González Pardo & Pérez Álvarez, 2014; Read, 2006; Zumalabe, 2016; APA, 2014; Choudhury, Nagel, & Slaby, 2009; Northoff, 2014 ). 28
La “psicosis” se manifiesta como resultado de una serie compleja de factores de vulnerabilidad (entre los que se hallan los factores biológicos) que interactúan con factores sociales para producir los síntomas. Un importante esfuerzo de investigación intenta en la actualidad identificar cómo las experiencias sociales pueden “atravesar la piel” y alterar la expresión genética, la neuroquímica y los circuitos neuronales (Mckenzie & Shah, 2015, p. 317).29 No está enteramente claro cuáles con los mecanismos por los que el entorno social interactúa con la biología, sin embargo, existe sorprendentemente entre los especialistas una mayor predisposición para aceptar la intervención del contexto en unas alteraciones psiquiátricas que en otras (pp. 317-318). Este hecho ya había sido analizado por Szasz en El mito de la enfermedad mental (2008), al mencionar la diferente consideración del entorno en trastornos como la depresión, que se aceptan fácilmente como ambientalmente determinados o influidos, y la esquizofrenia, que se supone puede ser explicada de manera biologicista. No obstante, autores como Stagnaro (2013) han defendido frente a lo anterior la posibilidad de una praxis fundada en la persona:
La única posibilidad de encarar una medicina atravesada por una ética respetuosa del sufrimiento humano debe partir de una crítica radical del modelo reduccionista biomédico. Y la única posibilidad de hacerlo se puede encontrar en la actualización de lo que ha dado en llamarse el modelo médico antropológico o sea una medicina de la persona, considerada ésta en su integridad e individualidad. El complemento de ese paciente es el médico antropológico, también denominado médico integral. Solamente desde esa formación y con esa concepción de la relación médico-paciente se hará prácticamente posible una toma en consideración de las problemáticas éticas de la persona en su “integridad e individualidad (Stagnaro, 2013, p. 23).
Las observaciones de la antropología y de la sociología muestran empíricamente las limitaciones de los criterios categoriales de la psiquiatría occidental. Se hace necesario introducir la consideración de los elementos culturales y sociales en el estudio neurocientífico de los denominados trastornos mentales (Lewis-Williams, 2015; Lewis-Williams & Pearce, 2009; Clottes & Lewis-Williams, 2010; Geertz, 2006; Harris, 2014a; 2014b). Estudios epidemiológicos y clínicos transnacionales han documentado variaciones substanciales en los modos de expresión, explicación y respuesta personal y social a la angustia y la disfunción (Kirmayer & Ryder,, 2016, p. 143). Numerosos estudios sobre poblaciones migrantes y comunidades étnicas diversas confirman la importancia de las influencias culturales entre los determinantes sociales de la salud mental y la enfermedad (Kyrmayer & Ryder, 2016; Manhica et al., 2016). Respecto de los trastornos psicóticos, a pesar de que cada vez más intentan ser subsumidos por ciertos sectores neurocientíficos entre los trastornos genéticos y bioquímicos, el meta-análisis de los estudios epidemiológicos permite constatar una probable intervención del ambiente en su ontogenia. Se ha podido comprobar un aumento de las psicosis entre los migrantes, principalmente en la segunda generación. La situación no parece relacionarse con una migración selectiva, sino con experiencias traumáticas ocurridas durante la infancia, dependientes del nivel de discriminación y de la persistencia de los hechos. Si las experiencias perturbadoras son esporádicas no suelen existirr repercusiones tardías, pero si se trata de hechos prolongados en el tiempo se convierten en un factor de riesgo para desarrollos psicóticos posteriores en adolescentes y adultos (p. 145).30 La neurociencia cultural avanza en la comprensión de las variaciones culturales de la psicopatología, y lo hace en términos de “desarrollo y efectos del contexto en substratos neurobiológicos de funciones específicas”, teniendo en cuenta que el objeto de estudio no sólo es orgánicamente contextualizado, sino que el contexto es simbólico y no es atemporal:
Sin embargo, la psicopatología no reside sólo a nivel de los circuitos neuronales, sino que también envuelve procesos psicológicos, sociales y culturales. Sin embargo, la cultura ejerce su influencia sobre la psicopatología no sólo a nivel del sistema nervioso, sino también mediante la estructura social, instituciones y prácticas. Por otra parte, la comprensión de los orígenes y determinantes de muchas formas de psicopatología requerirá modelos de la neurociencia social y del desarrollo que habrán de incluir las interacciones con los otros en el tiempo, en contextos culturales particulares (Kirmayer & Ryder, 2016, p. 146).
Las neurociencias sobre el cerebro y la conducta humana progresan naturalmente hacia las ciencias del hombre como neurociencias sociales y críticas (Bickle, Mandik, & Landreth, 2012; Northoff, 2014; Choudhury, Nagel, & Slaby, 2009; Decety & Christen, 2014; Todorov et al., 2011; Kyrmayer & Ryder, 2016; Manhica et al., 2016). Los datos provenientes de la etnografía, el análisis ético y conceptual y los resultados empíricos del cientificismo muestran las limitaciones explicativas de un estudio del cerebro independiente del estudio del hombre, su cultura y sus circunstancias. El postcognitivismo proporciona una perspectiva compleja y sistémica de los procesos (Noé, 2010), pero buena parte de sus argumentos son respaldados por el desarrollo de la epigenética. Esta disciplina, que puede ser definida como “el estudio de los cambios en la función de los genes que son heredables por mitosis y/o meiosis, que no entrañan una modificación en la secuencia del DNA y que pueden ser reversibles” (Bedregal et al., 2010, p. 367), contiene en su definición la difícil consideración de una irrupción activa, en los procesos intracelulares, del mundo de la vida del individuo (Thayer & Non, 2015), 31 y razones paradigmáticas para posiciones psiquiátricas y neurocientíficas situadas en un contexto ineludibe:
La epigenética estudia los procesos de expresión génica que no requieren de la modificación de la secuencia de ADN, es decir, se ocupa de las diferentes trayectorias que un genotipo puede tomar a lo largo del desarrollo del organismo. Estos mecanismos están implicados en procesos biológicos básicos como la diferenciación celular o la selección sexual, en el desarrollo de enfermedades complejas como el síndrome de Rett y en trastornos psiquiátricos como la esquizofrenia y la depresión, entre otros. Los estudios epigenéticos están proporcionando evidencias de que los eventos ambientales y los factores psicosociales pueden modificar el epigenoma (Conde & Santos, 2015, p. 42).
El error conceptual mereológico de las neurociencias, asociado con la praxis biomédica reductivista, se revela frente al desarrollo de la neuroepigenética como en extremo simplificador. Los procesos epigenéticos son fundamentales en la explicación de los procesos neuronales (Telese, 2015). El ecosistema histórico y biográfico del sujeto interviene en el desarrollo de los acontecimientos genéticos en forma que aún se halla en un nivel inicial de investigación y aceptación paradigmática: “Desde una mirada transdisciplinar, la neurociencia busca aunar cuestiones inherentes a su relación con las ciencias sociales y humanas como la comunicación, la filosofía, la antropología, la criminología, la sociología, así como las dimensiones relativas a la sociedad, la educación, la cultura, la política, la ética, la estética, la ecología, entre otros” (Álvarez Duque, 2013, p. 153). El entorno puede determinar la actividad epigenómica hacia el desarrollo de determinadas alteraciones: cáncer, obesidad, trastornos cardiopulmonares, depresión, adicciones, esquizofrenia o Alzheimer. Entre los elementos ambientales que influyen en la expresión epigenómica, se pueden mencionar: exposición a químicos, toxinas, infecciones, drogas de abuso, mediadores del estrés32 y nutrición (Satterlee, 2015). Practicamente, todas las disciplinas que se ocupan del ecosistema sociocultural y simbólico del ser humano se hallan involucradas en el diálogo.
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Fechas de Publicación
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Publicación en esta colección
Jan-Jun 2016
Histórico
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Recibido
15 Feb 2016 -
Acepto
20 Mayo 2016