Resúmenes
Las Leyes de Burgos constituyen el primer código laboral escrito conocido de América. En ellas se desarrolla una concepción general sobre las relaciones entre conquistadores y conquistados en el Nuevo Mundo; por tanto son el primer código colonial de la Europa moderna. Además, consagran la encomienda y prescriben un amplio programa de aculturación forzada de los nativos americanos. En este artículo, con una combinación de enfoque antropológico y crítica inmanente, se analizan estos dos aspectos y se intenta hacer una valoración global de su impacto en la sociedad colonial de principios del siglo XVI.
Derecho indiano; encomienda; aculturación; colonialismo español
The Laws of Burgos are the first known written labor Code of America. They develop a general conception on relations between conquerors and conquered in the New World and therefore are the first colonial code of modern Europe. They also enshrined the Encomienda and prescribe an extensive program of forced acculturation of Native Americans. In this paper, with a combination of anthropological approach and immanent critique, we analyze and discuss these two aspects and try to make an overall assessment of their impact on colonial society in the early sixteenth century.
Indian law; encomienda; acculturation; spanish colonialism
Laws of Burfos: 500 years
Antonio Pizarro Zelaya1*
*Dirección para correspondencia:
Resumen
Las Leyes de Burgos constituyen el primer código laboral escrito conocido de América. En ellas se desarrolla una concepción general sobre las relaciones entre conquistadores y conquistados en el Nuevo Mundo; por tanto son el primer código colonial de la Europa moderna. Además, consagran la encomienda y prescriben un amplio programa de aculturación forzada de los nativos americanos. En este artículo, con una combinación de enfoque antropológico y crítica inmanente, se analizan estos dos aspectos y se intenta hacer una valoración global de su impacto en la sociedad colonial de principios del siglo XVI.
Palabras claves: Derecho indiano, encomienda, aculturación, colonialismo español.
Abstract
The Laws of Burgos are the first known written labor Code of America. They develop a general conception on relations between conquerors and conquered in the New World and therefore are the first colonial code of modern Europe. They also enshrined the Encomienda and prescribe an extensive program of forced acculturation of Native Americans. In this paper, with a combination of anthropological approach and immanent critique, we analyze and discuss these two aspects and try to make an overall assessment of their impact on colonial society in the early sixteenth century.
Keywords: Indian law, encomienda, acculturation, spanish colonialism.
“que los dichos caciques e yndios de su natural son ynclinados a ociosidad y malos vicios”.
Preámbulo de las Leyes de Burgos. 1512.
Introducción
El 27 de diciembre de 1512, hace ahora medio milenio, Juana la Loca y su padre el regente Fernando de Aragón rubricaron unas Ordenanzas reales para el buen regimiento y tratamiento de los indios. Siete meses más tarde, el 28 de julio de 1513, expidieron en Valladolid una “declaración e moderación de las dichas hordenanças” (en adelante Adenda). Ambos documentos, conocidos bajo el nombre de Leyes de Burgos, constituyen un hito en la historia del Derecho en América Latina.
Sobre esta valoración existe un consenso bastante amplio. Juan Cruz Monje Santillana de la Universidad de Burgos (España), donde nacieron las famosas leyes, con mucho acierto las llama “primer texto normativo de carácter general sobre el tratamiento de los indios en la América recién descubierta; primer cuerpo legislativo que se dio para las Indias”1. Según Clarence H. Haring son “el primer Código General para el gobierno e instrucción de los aborígenes americanos”2. Lewis Hanke las considera “la declaración más completa que poseemos de la concepción de la corona sobre la relación ideal entre los indios y sus señores españoles”3. Para R. Konetzke “constituyen el primer intento de una legislación indiana general y fijan el sistema colonial español”4. Coincidiendo con esta última apreciación A. Kofman opina que fueron la base de toda la legislación colonial5. Y Hexter y Riesenberg las han catalogado como “the first European colonial code”6.
Pero más allá de esta constatación – en la que coincidimos – de que las Leyes de Burgos representan la primera regulación sistemática y coherente de las relaciones sociales en la naciente sociedad colonial y muy particularmente el primer código laboral escrito y conocido del Nuevo Mundo7, este corpus legal ha sido objeto de exaltadas alabanzas8. Por ejemplo, A. Kofman ve en ellas, así como en todo el Derecho indiano, una muestra de “auténtico humanismo”9. El profesor Monje Santillana las califica de “precedente del derecho internacional y del reconocimiento de los derechos humanos”10. Hace poco se ha reafirmado en su concepto de que “lo que establecieron esas leyes está plenamente vigente [y] ha influido directamente en el Derecho de los países hispanoamericanos”11. De hecho, a su juicio, han sido “uno de los textos legales más influyentes en la Historia del Derecho”12.
Llama la atención que en esta valoración encomiástica coincidan autores tan disímiles como Miloslav Stingl y Enrique Dussel. Para el antropólogo checo las Leyes de Burgos venían a plasmar el triunfo doctrinal de Montesinos que había conseguido el reconocimiento del derecho a la libertad individual y a un trato humano para los indios13. Por su parte Dussel ve en las Ordenanzas el “primer triunfo en el plano de las leyes del grupo indigenista”14. En cualquier caso no duda, como la mayoría de quienes han estudiado aquella reforma legal, que las Leyes de Burgos se promulgaron en favor de los indios15.
En el presente artículo se toma distancia de estas últimas apreciaciones y se ensaya un enfoque diferente. El estudio de las Leyes de Burgos se realiza aquí al amparo del marco teórico de la Antropología cultural, por lo que se adopta una posición epistemológica que denomino equidistancia cultural. Las implicaciones directas de este postulado para la reconstrucción historiográfica son principalmente dos: a) superar la asimetría que tradicionalmente ha caracterizado el tratamiento que los historiadores han dado a las experiencias históricas de los diferentes actores sociales involucrados en los acontecimientos y procesos objeto de análisis: españoles e indios, cristianos y ‘bárbaros’ en el caso que nos ocupa y b) la consideración de la evidencia histórica se rige por la simetría epistemológica; es decir, es tratada en un plano de igualdad gnoseológica, provenga de donde provenga: vencedores o vencidos.
En síntesis, no se trata de contar la visión de los vencidos como hace León-Portilla o, en otro plano, Amín Maalouf, sino de arribar a una nueva forma de reconstrucción historiográfica en la que la perspectiva tradicionalmente marginada dialogue, ponga a prueba, matice, impugne y/o descarte la evidencia históricadocumental procedente del ámbito cultural hegemónico. La equidistancia cultural posibilita la emergencia de un discurso historiográfico cuya urdimbre se alimenta de la dialéctica horizontal (en el plano disciplinar) del conjunto de evidencias y discursos disponibles de todos los sujetos históricos.
Antecedentes
“…porque toda la riqueza de esas Indias son sus indios…”
Para encontrar los orígenes de las Leyes de Burgos debemos remontarnos a los sermones de fray Antonio de Montesinos durante el Adviento de 1511. Este acontecimiento que ha dado pasto a entusiastas interpretaciones filo-eclesiásticas, admite sin embargo, lecturas más sobrias, más profanas. La clave está en situar dicho episodio en el contexto concreto de la coyuntura económica y social que estaba viviendo la colonia y los desafíos que planteaba la permanencia de los cristianos en el Nuevo Mundo. La explicación de esa coyuntura permite comprender por qué los acontecimientos desembocaron en la adopción de las Leyes de Burgos.
Dos asuntos sobresalen en la problemática que aqueja la colonia en ese momento: la producción de oro y la mano de obra indígena. Pero, si estos dos problemas constituían el núcleo de la sociedad colonial, las preocupaciones de la Corona, sus funcionarios y los colonos giraban alrededor del segundo de ellos porque el sistema todo descansaba sobre el trabajo indígena. Así que el problema de fondo sobre el que aparece la figura de Montesinos es la que – lo veremos a continuación – debe ser calificada como tragedia de los indios16.
La escasez de mano de obra era ya un problema en 150617. Las soluciones que se ensayaron fueron fundamentalmente tres: a) rotación o prórroga de los repartimientos, b) introducción de esclavos africanos (mucho antes, por cierto, que Las Casas sugiriera esa solución)18 y c) las correrías a las islas adyacentes y costas continentales declaradas ‘inútiles’ con el objeto de cazar y traer a trabajar a La Española los indios en masa así raptados. Para solicitar la aprobación regia de esta práctica viajaron expresamente a la Corte dos Procuradores de la isla. Tan buena traza se dieron Antón Serrano y Diego de Nicuesa para presentar su infame proyecto que “Fernando el Católico aceptó en el acto”. “Me ha parecido muy bien” –sentenció el rey el 30 de abril de 150819.
Así que, so color de que en las ‘yslas ynutiles’ había exceso de indios que, además de ociosos, se perdían los beneficios de la cristianización, de modo que de ellos “ningund provecho se espera”, el muy católico Fernando dio luz verde al asolamiento de la cuenca caribe del continente. Y aunque el rey ordenó que aquello se hiciese con el “menos escándalo (que) se pudiese hacer”, lo cierto es que se desataron auténticas cacerías humanas instigadas por el propio rey20. La caza y distribución en masa de piezas humanas ‘inútiles’ para convertirlas en útiles en las minas y empresas de La Española se volvió en un negocio tan lucrativo que en él participaban funcionarios del más alto rango como Vásquez de Ayllón21. Figura 1
La ley capitalista de la oferta y la demanda actuaba ya en el caso de la mercancía humana. La competencia entre proveedores con la consiguiente sobreoferta redujo el precio de los indios a 4 pesos la unidad. En estas condiciones el recurso humano podía parecer inagotable a los más desaprensivos. Los encomenderos en particular se cuidaban muy poco del trato dispensado y menos aún de la evangelización de aquellos que, entre otras lindezas, llamaban perros23.
El impacto sobre la producción aurífera fue inmediato. Sólo en remesas al rey por la parte que le tocaba, hechos todos los desfalcos, la Casa de Contratación de Sevilla registró 27.500 pesos de oro en el segundo semestre de 1509, 44.400 en 1510 y 53.000 en 151124. La relación causal entre ambos fenómenos resulta evidente25.
Ahora bien; en un contexto de muerte en masa de los indios, esos resultados de la producción aurífera necesariamente descansaban sobre la explotación infernal de la mano de obra indígena. Las cifras no pueden ser más elocuentes. “De los 400.000 que aproximadamente existían cuando Colón pisó la isla por primera vez, en 1508 solamente quedaban unos 60.000 indios”26. En el Repartimiento que Colón realizó en 1510 distribuyó 33.528 indígenas27. Y en el de Alburquerque en 1514 fueron repartidos apenas 22.344 indios de servicio28. Esto quiere decir, simple y sencillamente, que la importación masiva de esclavos o naborías indígenas de las islas inútiles no consiguió ralentizar, modificar y menos aún revertir la tendencia a la desaparición de la población aborigen29.
No es posible exculpar o eximir de responsabilidad al católico y regio viudo por el cuadro dantesco de instrumentalización absoluta de la humanidad de los indios30. La evidencia disponible no lo permite. Dos ejemplos sirven para probarlo: el 14 de noviembre de 1509 el rey admitía que la cacería de indios resultaba mortal para las víctimas; no obstante su reacción fue eximir a los ‘perjudicados’ colonos del pago del impuesto por la adquisición de una mercancía tan incierta31. Y en la R.C. del 21 de junio de 1511 reconocía que la utilización de los indios como animales de carga “es cosa muy ynumana” por lo que mandó a prohibir esa práctica32.
Sin embargo, en pleno auge de la fiebre del oro, el rey que mereció los elogios de Maquiavelo escribió: “Y pues que Dios Nuestro Señor da [el oro] razón es que se ponga mucha diligencia para sacar el más oro que se pudiese sacar… que Él dará mucho más”33. Con este objetivo, S.M. Católica ordenó reformar, las ‘demoras’acortándolas (R.C. del 14-11-150934 y 06-06-1511), prorrogar automáticamente los repartimientos (RR.CC. de 12-11-150935 y 12-11-1511) y otras medidas a fin de “no perder mucho tiempo para el coger del oro”36.
Todavía el 23 de febrero de 1512, cuando la llama de la guerra entre los dominicos y las ‘fuerzas vivas’ de la isla estaba a punto de propagarse a la Península, el rey pidió a Diego Colón que transmitiera un mensaje a los colonos: “Y decidles que la principal causa que me ha movido a hacerles todas las mercedes [pasadas] es ver que trabajan mejor por las fundiciones y que cuanto más trabajaren en sacar oro, más me crecerá la voluntad de les hacer merced”37.
En relación con esta prioridad crematística, exhibiendo una dosis de doblez difícil de cuantificar el rey agregaba: “Y acerca desto, decidles todo lo que os paresciere que conviene que se les diga para animarlos a sacar oro”38. Basta que recordemos quién efectivamente sacaba el oro para comprender cuáles fueron las consecuencias de tan alegres exhortaciones. Y se entiende entonces perfectamente que, con toda la razón del mundo, tanto los colonos como el rey reaccionaran como lo hicieron ante las subversivas filípicas de Antonio de Montesinos.
El sermón de Montesinos
“Viendo todo eso, yo me moví, no porque fuese mejor cristiano que otro, sino por una compasión natural.”
Las Casas, 12-XII-1519.
Si hemos de creer la versión de Las Casas39, razonable por demás, la intervención de Montesinos en aquel domingo de Adviento del año 1511 fue la culminación de un proceso de reflexión y toma de conciencia por parte de la pequeña comunidad dominica, sobre las realidades imperantes en La Española. Lo que llama la atención es que, por lo visto, “hasta 1511 nadie reparará en estas cuestiones”40; que nadie en la sociedad dominante conformada por los invasores hubiese caído en cuenta del infierno en el que estaban viviendo los indios. O más bien sí se daban cuenta, pero se mostraron incapaces de hacer una lectura como la que harían los dominicos41.
La clave de esa toma de conciencia fue algo que estaba a mano de todos: larealidad. Es muy importante subrayar este detalle porque ilustra un asunto básico.A menudo, por ejemplo en la historiografía de historiadores creyentes o filo-eclesiásticos, la reacción de los dominicos se presenta como resultado de la inspiración divina o de una particular y más‘auténtica’ interpretación dominica del cristianismo.
No obstante, según Las Casas, aquello fue resultado de “juntar el derecho con el hecho”; o sea, de percatarse del abismo que había entre las leyes y la realidad. Ese ejercicio asequible a una mediana inteligencia no es en modo alguno algo exclusivo de aquel momento histórico; basta con asomarse a las reflexiones éticas de cualquier época. Y aunque en la capacidad culturalde ver la concepción religiosa del mundo juega un papel muy importante, no parece pertinente imputar exclusivamente al cristianismo de los dominicos su sensibilidad hacia la tragedia de los indios.
En efecto, no cabe duda que los colonos, el rey y sus asesores y muy especialmente los otros religiosos eran tan cristianos como los dominicos. Los franciscanos, sin ir más lejos, pertenecían a una tradición de opción por la pobreza. La sensibilidad de los dominicos, pues, procede no de su condición de cristianos específicamente, sino de una menschlichen, allzu menschlichen que diría Nietzsche reacción ante la realidad; reacción no desconectada de la ausencia de intereses materiales de los dominicos con la economía de la isla42.
Si bien no disponemos del texto original, ni el que inserta Las Casas es completo43; dando por bueno que citó en toda su extensión la parte conducente al fin que perseguía la homilía, está claro que el sermón de Montesinos estaba dirigido a criticar sin tapujos la opresión a que eran sometidos los indios por los encomenderos. Sin embargo, los interpelados entendieron que se atacaba no sólo su proceder, sino las bases mismas de su poder sobre los indios.
Dicho brevemente: para los oyentes de Montesinos el sermón cuestionaba los fundamentos jurídicos y éticos (ambas cosas estaban unidas aún por aquel entonces, particularmente en España) del dominio de los Reyes Católicos sobre el Nuevo Mundo. Más aún; haya sido esa o no la intención de los dominicos, lo cierto es que el rey Fernando y sus asesores también interpretaron aquella homilía en el sentido de que tocaba la cuestión de los ‘justos títulos’. De este modo, la intervención del fraile adquirió una significación inesperada y vino a convertirse en el disparo de salida para la ventilación pública de tan espinoso tema.
Reacción ante la denuncia
La reacción no se hizo esperar. Sin ahondar en las razones que pudiesen tener o asistir a los dominicos para haber intervenido como lo hicieron, el rey mandó con carácter perentorio, hacer callar al mensajero44. Y lo hace, en consecuencia, con un ataque ad hominem. Respecto al sermón que hizo el fraile dominico Anthonio Montesino – escribe el rey al Almirante Colón – “él siempre obo de predicar escandalosamente”. Las órdenes son tajantes: tratándose de ideas ‘escandalosas’ se debe extirpar de raíz la subversión. En dos párrafos el rey despliega un discurso que es preciso ‘deconstruir’ para despejar cualquier duda acerca del supuesto indigenismo del Católico Fernando45.
Los críticos de la encomienda no tienen ningún fundamento teológico o canónico para afirmar lo que dicen. Esa es la opinión de todos los expertos – puntualiza el rey – “e Yo así lo creo”. Cuando dimos una Carta para que los yndios sirviesen a los cristianos como agora les sirven, fue con Parecer de todos los de Nuestro Consexo e muchos otros letrados e theologos e canonistas que, a la vista de la donación de Nuestro Muy Santo Padre, en presencia y con parecer del arzobispo de Sevilla, acordaron que se debían dar e que era conforme a derecho humano e divino. Así que “por la razón que los legos puedan alcanzar [es evidente] cuán necesaria es que esa servidumbre de los indios esté ordenada como está”46.
Más le ha admirado – agrega el rey – el expediente al que recurrieron los dominicos: negar a los colonos la absolución si antes no ponían en libertad a los indios. Porque si algún cargo de conciencia (el rey plantea el problema en términos éticos y de este modo sustrae la situación denunciada de la consideración práctica) hay por la servidumbre que padecen los indios, no es para los que los tienen encomendados, sino para Él y quienes le aconsejaron que se ordenase lo que está ordenado.
La conclusión es obvia: cuestionar la licitud de las encomiendas “un yerro fue muy grande” por lo que Fernando V llega al extremo de autorizar ‘algún rigor’ con los díscolos frailes. Además, “para sosegar al pueblo” (los colonos españoles) y evitar que a los indios se les ocurra pensar que las ideas subversivas que los frailes propalan son correctas, los consejeros han discurrido un remedio eficaz. A tal efecto se ordena a D. Diego Colón que luego – inmediatamente – los meta a todos en un barco y los envíe a España, adonde su superior (al que, de paso, se instruye) para que den razón de por qué han hecho tan gran novedad tan sin fundamento y aquel, como es razón (ya se ha decidido que son culpables) los castigue muy severamente.
Con todo, el rey prevé una solución de compromiso que a los frailes debió haber parecido más gravosa que la expulsión. En la misma carta se instruye al Almirante para que, en compañía de Pasamonte entregue al Vicario de los dominicos las reconvenciones que se les envían. Con este motivo, se les ordena “por la mejor manera” hablar con los frailes para que depongan su actitud y cesen de hablar del tema y cosas semejantes en público y/o en privado. Y si deciden hablar, que sea para desdecirse, excusándose con que no estaban informados “del derecho que tenemos en esa isla”47.
Después de esta declaración, toda la polémica por los justos títulos sale sobrando. Porque los frailes, dice convencido el rey, desconocen las justificaciones que ha habido para que los indios no solamente sirvan a los colonos como lo hacen, sino incluso “para thenerlos en más servidumbre aún”. Esa razón es teóricamente una: permanecer en las Indias para ‘ayudar’ y ‘favorecer’ a los naturales dellas, de modo que hagan todo el fruto posible en las cosas de nuestra fe.
Y si, por ventura; esto es, en el remoto caso que los dominicos no se avinieran al “asiento” propuesto y no quisieran venirse a España y se presumiera que dejándolos allá continuaran con su mal propósito, se ordena a Diego Colón ejecutar “por la mejor y más honesta manera”, pero sin remisión y con mucha prisa la expulsión. Porque cada hora que permanecen en la isla “facen mucho dapño para todas las cosas della”.
Al final resultó imposible callar al mensajero, por lo que el asunto pasó a la Corte. Allí, después de escuchar a las partes“Fernando, un hombre prudente y sabio en asuntos de la fe y la ley”que gustaba fiarse de la opinión de los expertos48, trasladó a una Junta reunida en Burgos la responsabilidad de deliberar y legislar, a fin de zanjar la polémica.
Prolegómenos
La Junta de Burgos llegó a una serie de conclusiones que permiten fijar los principios que guiaron a los consejeros en la elaboración de las Leyes. Esos principios son los siguientes 49:
1. Los indios son libres y como tales deben ser tratados (Conclusión 1ª).
2. Los indios deben ser instruidos en la fe católica y en ello debe ponerse toda la diligencia necesaria (Conclusión 2ª).
3. A los indios se les debe dotar de casa y hacienda propia a criterio de las autoridades locales. Lógicamente se les debe dar tiempo para que labren y conserven esa hacienda “a su manera” (Conclusión 5ª).
4. La convivencia – ‘comunicación’ – entre cristianos e indígenas es medio idóneo para la evangelización de los últimos. (La tesis del ‘buen ejemplo’). (Conclusión 6ª)
5. Los indios pueden ser obligados a trabajar para los cristianos ‘por razón de señorío y servicio’ que deben al rey de España a cambio de ‘mantenerlos en justicia (sic) y evangelizarlos’ (Conclusión 3ª).
6. El trabajo debe ser tal que no impida la evangelización; asimismo que sea en provecho suyo y de la república (Conclusión 3ª).
7. Las obligaciones laborales que se impongan a los indios deben ser tolerables (‘que las puedan sufrir’) y deben combinarse con descanso conveniente, diario y anual (Conclusión 4ª).
8. A cambio de su trabajo los indios deben recibir un salario apropiado en dinero y especie (Conclusión 7ª)50.
Como vemos, la Junta de Burgos no cuestiona el sistema de encomiendas imperante. Esto quiere decir que se desentiende del meollo de la denuncia que había obligado a su convocatoria. Y no sólo no lo cuestiona sino que, por el contrario, confirma su vigencia. Sin ir al fondo de la cuestión, da a entender que el de los indios era un problema de formas. Más aún, con la traducción de los anteriores postulados a un código de derecho positivo el sistema sale fortalecido.
A partir de ahora las encomiendas cuentan con un marco jurídico general que, a la vez que sustituye la legislación emitida anteriormente con criterio eminentemente casuístico, debe entenderse como continuidad y culminación de ese proceso51. Estos tres conceptos – confirmación de la encomienda, continuidad doctrinal y culminación del proceso jurídico anterior – emanados de la Junta de Burgos deben guiar el análisis no sólo del contenido, sino también de la articulación lógica y jerárquica de las Ordenanzas de 1512-13.
Exégesis
“Cada uno llama barbarie a aquello que no es su propia costumbre”.
Montaigne.
De las posibles clasificaciones del articulado de las Leyes de Burgos se ha optado, desde una perspectiva etic52, por una que combina la jerarquía de factores materiales/culturales con la importancia que el legislador quiso dar a determinados aspectos por él regulados53.
Aunque, en general, venían a ordenar la‘convivencia’entre vencedores y vencidos, en síntesis, las Leyes de Burgos giran alrededor de dos aspectos básicos; a saber: a) las relaciones socio-laborales (y en este sentido es que pueden ser consideradas el primer código laboral escrito conocido de América) y b) el programa de aculturación54 – la mission civilisatrice– que el Estado imperial se impuso como una obligación moral y política respecto a los vencidos. La importancia estratégica de este segundo aspecto es difícil de sobrevalorar. Porque, en teoría, la conquête spirituelle de los amerindios era la materialización del cometido misional que entrañaba la donatio Alexandrina y en este sentido proporcionaba justo título a la conquista y dominio colonial del Nuevo Mundo. En torno a estos dos ejes temáticos se va a desarrollar a continuación el análisis y escrutinio crítico del polémico Código.
Reasentamientos forzosos o destrucción del modelo prehispánico
El primer aspecto al que prestan atención las Leyes de Burgos es la creación de las condiciones de posibilidad de su proyecto social, laboral y cultural. El patrón de asentamiento y las estructuras sociales previas son incompatibles con la inquebrantable decisión cristiana de colonizar. Por eso, desde la lógica del conquistador, se impone una radical reestructuración de esas condiciones. Los dos pilares de esa reforma serán un nuevo modelo de asentamiento que dará paso a un nuevo tipo de relaciones sociales, tanto de los indios entre sí, como con la nueva élite invasora.
El tema de los reasentamientos forzosos es tratado exclusivamente en el artículo 1 y no caben interpretaciones: el Estado ha determinado la reubicación forzosa de los indios; una aspiración que se remonta a 1503 cuando se instituyó la encomienda55. El programa prevé una serie de pasos: la construcción previa de los nuevos asentamientos y organización de huertos en las inmediaciones; todo junto a los centros poblados por los cristianos. Dichos huertos estaban destinados a proporcionar el sustento a los pobladores indígenas. Por lo visto esta parte del programa corría a cargo de los encomenderos. Otra parte de los trabajos agrícolas corresponderían a los propios indígenas56.
En el momento de realizar el traslado los nuevos bohíos o barracones se entregarían en propiedad a los indios junto con los huertos57 y aves de corral. Esta hacienda’ no se podía enajenar58. Los viejos asentamientos pasarían temporalmente a disposición del encomendero para compensar los gastos en que hubiese incurrido y, supuestamente, para sustentar a los indios. Probablemente se refiera a los cultivos de los antiguos asentamientos que no debían ser destruidos hasta que las nuevas huertas estuviesen produciendo. Tras un período de transición los antiguos asentamientos indígenas deberían ser arrasados con fuego para impedir que los indios, ni siquiera en sueños, abrigaran la esperanza de volver a su antiguo modo de vida.
Es cierto que se recomienda suavidad y prudencia en la ejecución de esta orden, pero no se ve cómo pudiera ejecutarse con suavidad algo que entrañaba tanta violencia. Y en términos estrictamente prácticos, la medida resulta más complicada que lo que parece a primera vista. A esa altura del desarrollo de la colonia la composición étnica y clánica de la población indígena era muy heterogénea. La instalación de los indios en los bohíos atendiendo a un criterio cuantitativo – 50 indios por asentamiento – seguramente chocaba con las fidelidades clánicas de los indios, organización cuya fuerza social los invasores no entendían muy bien y que, incluso, puede resultar incomprensible para nosotros.
Pero al mismo tiempo las Leyes de Burgos decretaban la imposición a los indios del modelo de familia monogámica (art. 14). Resulta bastante difícil imaginar cómo podría observarse esa norma social en un modelo de vivienda propio de familias extensas que, no siempre lo serían en el sentido estricto del término. El resultado era condiciones de hacinamiento y exposición a la promiscuidad. Esto sin entrar a considerar los problemas de convivencia que un modelo tal entraña59. En consecuencia, la nota dominante de esta medida es la violencia pura y dura. Así lo entendería muy pronto un hombre tan sensible a lo que estaba sucediendo con los indios como Las Casas60.
Sobre la base de esta temprana ‘reducción a poblado’ de los indígenas, las Leyes de Burgos estipulaban una serie de medidas que conforman un auténtico régimen socio-laboral con su respectivo proyecto cultural para la población sometida. Analicemos estos dos componentes del diseño cortesano de la nueva sociedad indiana.
Régimen laboral
a. La ‘demora’
El artículo 11 (13)61 regula las obligaciones laborales de los indios encomendados destinados a las minas. Cinco meses de trabajo seguidos de cuarenta días de ‘descanso’ con un control estricto y por escrito de las entradas y salidas. Durante el período de descanso los mineros sólo podrían utilizar esclavos y dedicarse, bajo la supervisión de los oficiales reales, a la fundición del metal. Este artículo debe verse en relación con la R.C. del 06-06-1511 por la que se habían reducido los plazos de la demora para aumentar la productividad del trabajo (vid supra). Aun así, no sabemos cuál regulación de la demora se aplicó finalmente. Las Casas, testigo presencial de estos sucesos pues todavía era un encomendero más, certifica que “cada demora duraba ocho o diez meses”62. Este elemento de la aplicación discrecional de las normas impide un análisis relevante de la demora centrado en la hermenéutica del Derecho. Figura 2
No está claro si todos sus indios eran utilizados en la minería. Parece que no era así y que algunos encomenderos los ocupaban en otras actividades lucrativas. El artículo 23 dispone con la ambigüedad acostumbrada: “mandamos que cada vno que touiere yndios en encomienda sean obligados a traher la tercia parte dellos en las minas cojiendo oro o más de la tercia parte sy quisiere”. Así resulta que se dejaba a discreción de los encomenderos si “echaban a las minas” todos sus indios. La ley lo que ordena es que no sea en ningún caso menos de la tercera parte.
La razón de esta disposición tiene que ver con la estructura económica de la colonia. Pese al predominio absoluto de la minería, su ‘normal’ funcionamiento dependía del suministro de otros bienes y servicios que sólo podían proporcionar otros españoles, encomenderos o no. Asimismo razones de distancia o ausencia de minas determinaban la utilización de la mano de obra encomendada. Lógicamente debían emplearla en actividades distintas o complementarias de la minería (art. 23). El modelo de hinterlandes congénito a la estructura económica de la colonia.
Una alternativa que se permite a esos encomenderos es concertar acuerdos y hacer ‘compañía’ con otros mineros comarcanos de los centros mineros para que se encarguen del catering de los indios mineros del encomendero remoto. El ‘dueño’de los indios debe poner un capataz. Pero estos arreglos, en ningún caso deben entenderse como cesión o arrendamiento de los indios, sino estrictamente como ‘compañías’ (art. 24).
El régimen laboral de los indios ocupados en labores agrícolas y otras no recibió la atención de los legisladores. Esto se debe, por lo visto a dos razones: a) las denuncias y protestas se concentraban en el trabajo minero y b) la minería, como hemos dicho, era con mucho la actividad económica más importante de la colonia. En general, las obligaciones laborales de los indios utilizados en las actividades agropecuarias y artesanales aparecen más difusas.
b. Organización administrativa del descanso.
El mismo artículo 11 dispone que al final de cada demora “todos los indios de cada parte se vayan en vn missmo día a holgar a sus cassas los dichos quarenta dyas”. Esta orden no debe entenderse en el sentido literal. Durante ese tiempo los indios tendrían que dedicarse a “levantar los montones que tovyeren en este tiempo”. Aunque el pasaje resulta oscuro, Zavala interpretó que durante el‘descanso’los indios habían de recoger la cosecha de su pueblo63. L. Hanke pasó por alto este detalle. Según él, al cumplir su ‘demora’ de 5 meses los indios debían irse a sus casas ‘a descansar’64.
A primera vista la interpretación de Zavala parece razonable. Sin embargo, basta considerar la medida en términos prácticos para que las cosas adquieran otro sentido. Puesto que la demora minera estaba organizada en función de los intereses de la élite española, no queda claro que los períodos de ‘descanso’ coincidieran con las fases del ciclo agrícola indígena. Y aunque coincidieran, el retorno a las minas tras esos 40 días de ‘descanso’ impedía que dieran todos los cuidados necesarios a los cultivos. Éstos, aunque no son excesivos (limpiar de malas hierbas, cuidar del ataque de pájaros y otros animales, etc.), suponían una inversión significativa de tiempo. Eso sin contar que era casi imposible, por la duración de la demora, que regresaran a tiempo para la cosecha. Lo anterior significa que de esas labores tendrían que ocuparse necesariamente las mujeres y los niños; con lo cual la obligación del servicio personal, de forma indirecta, afectaría a todos los indios, no sólo a los que se consideraban tributarios. Y no olvidemos que las mujeres tenían además otras obligaciones como tejer hamacas para los que ‘andaban’ en las minas.
Por este motivo, la formulación ambigua del artículo – ‘que ¿convinieren? en este tiempo’ – resulta acertada y rentable para los encomenderos y colonos. Su traducción práctica permite aclarar un asunto que suele quedar en la sombra: la alimentación de los indios en general y la de los afectos a la obligación laboral en particular. Si bien ya se ha hecho referencia a este asunto en los comentarios al artículo 1, volveremos a ello en el apartado de contraprestaciones.
Finalmente cabe destacar que el‘descanso’de ningún modo era ideológico. Durante esos días debían someterse a un intenso proceso de evangelización, “más que en los otros días, pues tendrán lugar y aparejo para ello”. Este somero análisis nos permite captar que el supuesto descanso quedaba en la práctica anulado.
c. La mujer, trabajo femenino e infantil
El trabajo femenino e infantil está regulado por el artículo 16 [18] de las Leyes originales y los artículos 1, 2 y 3 de la Adenda de 1513. Se establece una escala etaria y vital para regular las obligaciones laborales de los niños/as y jóvenes. Con ese lenguaje ambiguo propio del derecho indiano se ordena que “los niños e niñas yndios menores de quatorce años no sean obligados a seruir en cossas de trabajo”. No obstante, al mismo tiempo se permite “qe sean conpelidos a hazer y seruir en cossas que los niños pueden comportar bien”.
Queda a la imaginación del lector averiguar qué resultaría para la vida de los indios niños y adolescentes tan equívoca formulación. Parece que desde los 14 y hasta que contrajeran matrimonio las obligaciones laborales de los indígenas jóvenes solteros eran las mismas que las de los adultos. Los huérfanos podrían optar por un oficio.
Las indias solteras que, lógicamente, debían permanecer bajo la autoridad de sus padres, estaban obligadas a trabajar con ellos o con terceros, mediando contrato de trabajo con los padres. Las que, por las razones que fueran, no tuviesen padres, debían ser “constreñidas” a residir juntas, recibir un intenso adoctrinamiento y obligadas a trabajar en sus haciendas o en las de otros a cambio de un jornal (art. 3º de 1513). Las indias casadas con indios encomendados debían servir con sus maridos. De lo contrario se dispone “que las tales mugeres sean conpelidas a trabajar en sus propias haziendas y de sus maridos o en las de los españoles” a cambio de un salario convenido (art. 1º de 1513).
En caso de embarazo, las mujeres se hacían acreedoras de un permiso o baja por maternidad a partir del cuarto mes de gestación (art. 16). Este beneficio debía prolongarse hasta que el niño cumpliera 3 años; plazo que en las Ordenanzas de Zaragoza de 1518 (art. 11) fue bruscamente reducido a 2 meses65. Este artículo merece una consideración detallada por las interpretaciones de que ha sido objeto y por sus consecuencias.
En primer lugar deja entrever la situación de las mujeres indígenas en los orígenes de la colonización española de América. Se constata que las mujeres realizaban trabajos pesados como la minería; una labor que no parece hayan desempeñado en la América precolombina66. En este sentido y considerando lo dicho anteriormente en relación con el trabajo agrícola y artesanal, el dominio cristiano habría acarreado un serio empeoramiento de la situación de las mujeres67.
En segundo lugar y en contra de las interpretaciones habituales, la baja no significaba liberación del trabajo, sino solamente cambio de obligaciones. En esta ocasión es Lewis Hanke quien hace una interpretación excesivamente favorable al colonialismo. Él asegura rotundamente que “las mujeres embarazadas no se dedicarían a ninguna clase de trabajo”68. Esta afirmación es incorrecta y contraria al texto del artículo en cuestión que dispone que durante el ‘permiso por maternidad’ las mujeres embarazadas y/o lactantes estaban obligadas a prestar sus servicios en casa de sus encomenderos, a los que faculta expresamente para que “se syrvan dellas en/ las cossas de por casa que son de poco trabajo (sic), asy como/ faser pan e guisar de comer e desherbar”; es decir, se destinaban al servicio doméstico de sus amos (art. 16).
Por tanto, no cabe compartir el entusiasmo del profesor Monje Santillana con la actitud sorprendentemente actual del Estado imperial con respecto a la maternidad. No es exactamente que Juana la Loca, avant la lettre fuese feminista, sino que la protección de las mujeres era una pieza clave de la política colonial. Sin indios sencillamente no había Indias. La mujer-reproductora debía garantizar un suministro adecuado de mano de obra a las minas y demás actividades económicas de la colonia; era una de las fuentes. Y Fernando el católico, el “gran rey” de “acciones nobilísimas y alguna extraordinaria” según Maquiavelo69, era perfectamente consciente de esa situación. La drástica reducción de la baja por maternidad en las Ordenanzas que se giraron a Rodrigo de Figueroa (1518) apenas necesita comentarios. Curiosamente los panegiristas de la actualidad y bondad regias pasan de largo frente a estas evidencias.
Una serie de artículos completaban este ordenamiento de las prestaciones laborales indígenas. Algunas medidas entrañaban ciertas limitaciones a la utilización laboral de los indios. Por ejemplo, se prohíbe utilizar a los indios mineros como animales de carga (art. 9), si bien en los desplazamientos debían cargar con sus cosas. Igualmente se prohíbe el maltrato físico y psicológico (art. 22).
d. Contraprestaciones
Mucho se ha insistido en las contraprestaciones de que se hacían acreedores los indios a cambio del régimen de servidumbre al que se veían sometidos. Incluso se ha querido ver que la intención del legislador era instaurar un régimen cuasi moderno de trabajo asalariado. Pero no sólo el contexto social y legal de la reforma arruina esta interpretación; el sistema de retribuciones es ajeno a la concepción moderna de salario. La orden de dotar a cada indio de una hamaca (art. 17) es en realidad una medida social en la línea de crear las condiciones del nuevo modelo. Se trataba de acabar con la costumbre de que los trabajadores indios, cual si fuesen animales, durmieran “en el suelo como fasta aquí se ha hecho” – reconoce el Código.
Un lugar especial ocupa la alimentación que los encomenderos debían dar a sus encomendados durante el tiempo que los tuvieran a su servicio, porque en ella “está la/ mayor parte del buen tratamiento e avmentacion” de los indios. Esa alimentación era diferente según se trabajara en las minas o en otras actividades. Los que trabajaban en las estancias deben ser alimentados con “pan e ajes e aji avasto” los días ordinarios. Los domingos y días festivos se prevé que les den “ollas de carne guisadas mejor que los otros dyas, como está mandado en el capítulo que fabla” de la alimentación que deben recibir los indios los domingos después de asistir a misa con sus encomenderos. Y los días de ‘olla de carne’ se permite a los indios de las estancias “venir a los bohíos a comer”.
En lo relativo a ‘olla de carne’ la disposición se extendía también a los indios mineros. La dieta de éstos se componía de pan y ají y un ambiguo “todo lo que ovieren menester”. Debía suministrárseles además, una libra de carne diaria u otras cosas como pescado o sardina los días de precepto. ¿Qué significaba en términos prácticos esta dieta? Las Casas que, con mucho tino, nos exhorta a examinar estas y otras leyes “no por reglas de cristiandad” sino de sentido común desvela el verdadero contenido de esta disposición: la dieta diaria equivalía a ordenar «Denles paja y heno abasto». La “libreta de carne no era sino la cuarta parte de un arrelde” y respecto al pescado y sardina “nunca de los ojos lo vieron los indios”70. Que esto era así “bien sabían los susodichos españoles que se hallaron presentes al hacimiento destas leyes”71.
Esta ‘obligación’ de los encomenderos de alimentar a sus indios se ha prestado a interpretaciones benévolas. En realidad se limitaba al período de prestaciones laborales y se refería exclusivamente a los indios trabajadores. Así lo prueban las propias Leyes (vid supra art. 11). La alimentación de las familias de los trabajadores indígenas como la de ellos mismos cuando estuvieran ‘fuera de servicio’ o en período de ‘holganza’corría por su propia cuenta. Además, como consecuencia de la organización de la ‘demora’, en la práctica, la alimentación de las comunidades recaía sobre la parte más vulnerable de la población: niños, jóvenes, mujeres y ancianos. En fin, la obligación de alimentar a los trabajadores indios durante la demora no era ningún gesto de magnanimidad cristiana, sino simplemente una condición de sentido común. Después de todo, los indios que cumplían con sus obligaciones laborales constituían una población cautiva72.
En cuanto al salario los historiadores han discrepado respecto del texto original de las Leyes. Normalmente se ha aceptado que el sueldo ascendía a un peso de oro anual “para vestimenta”. Zavala afirma expresamente que ese sueldo era “para que tuviesen con qué comprar vestidos”. Esta interpretación constituye una seria deformación del sentido literal del artículo 18. En primer lugar, no se trataba de un sueldo a los trabajadores: el encomendero debía entregar el mencionado peso de oro “a cada uno de los yndios que touiere en repartymiento”. En segundo lugar, el encomendero no daba dinero en efectivo, sino su equivalente en “en cossas de vestyr”. En tercer lugar de ese supuesto peso de oro se debía descontar un real para “comprar de vestyr para el cacique e su mujer”. En definitiva, no estamos frente a la figura del salario, sino ante una asignación teórica cuyo cumplimiento, por cierto, entrañaba un serio atentado contra los usos en el vestir que imperaban entre los indios: un dispositivo más del programa de hispanización forzosa.
Programa de aculturación
El asunto al que más atención prestan las Leyes de Burgos es el que se ha dado en llamar conquista espiritual – aculturación forzosa73 – de los indios. Sobre este tema versan de forma directa o parcial los artículos 2; 3; 4; 5; 6; 7; 8; 10; 11; 14; 15 y 20. De forma indirecta otros artículos tienen relación con este asunto. Esta parte de las Ordenanzas puede ser dividida en tres grupos: a) las medidas ‘positivas’ que al legislador debieron parecer incuestionables por cuanto permitían poner en la práctica el cometido misional de la Conquista española; b) las medidas represivas de algún aspecto concreto de la cultura indígena y c) los artículos que aprueban o refuerzan ciertos elementos del universo cultural de los taínos.
a. Medidas positivas para la evangelización-aculturación
El primer grupo de medidas permite visualizar la concepción que el legislador cortesano tiene de lo que debería ser una mínima implantación del cristianismo entre los ‘bárbaros’. Abarca desde la propia estructura material de la evangelización – los templos – hasta elementos que hoy podríamos llamar de manipulación ideológica. En teoría a los encomenderos se encargaba una función complementaria a la de la Iglesia. En realidad, dado el carácter embrionario de la institución eclesiástica y considerando que entre encomenderos e indios se daba un trato directo, los cristianos laicos estaban llamados a jugar un papel estratégico de primer orden en la conversión de los amerindios.
Los encomenderos (¡!) debían encargarse de tener cerca de sus haciendas unas casas que sirvieran de templos, centros del proceso de evangelización propiamente dicho (art. 2). Allí debían asistir, en compañía de sus indios, a los oficios religiosos los días de precepto. Es cierto que los clérigos debían aprovechar las ocasiones de misa para amonestar a los neófitos y enseñarles los mandamientos, artículos de fe y otras cosas de la doctrina; pero la enseñanza de los rudimentos corría a cargo de los encomenderos. Figura 3
Para la masa indígena la evangelización no pasaba de una catequesis superficial: además de la misa, reunirse diariamente con el encomendero en las casas-templo para las oraciones vespertinas74. Esta rudimentaria catequesis se reducía a memorizar y recitar “el ave maria, el paternóster, credo y salue Regina”. Excepcionalmente, en caso de que algún indio mostrara capacidad y habilidad para aprender (nótese que se daba por sentado que en condiciones normales carecían de ellas), se les debía enseñar además “los dies mandamientos, syete pecados mortales e los artyculos de la fe” (art. 2 (4)). A estos últimos se les podía inducir a practicar el sacramento de la confesión y del matrimonio. El bautismo de los recién nacidos era obligatorio (art. 10).
No siendo desconocedora la Corona del poco entusiasmo de los cristianos encomenderos por la conversión de los indios y la negativa/resistencia de éstos a dejarse convertir, las Leyes contienen medidas que van, como si dijéramos, al encuentro de unos y otros para facilitar la evangelización de los nuevos súbditos. Por ejemplo se suaviza para los encomenderos la obligación de tener iglesia en cada estancia y permite la organización de estancias circunvecinas en el radio de una legua para construir una sola iglesia (art. 3 (5)). O al contrario. En caso de que el desplazamiento al templo más cercano exceda la legua y resulte incómodo para los indios, se debe construir un nuevo templo, aunque ahora resulte que hay dos templos vecinos (art. 4 (6)). La verdad es que resulta difícil creer que unos cristianos tan poco inclinados al proselitismo accedieran a construir templos cada legua. Aunque si esos templos eran, en realidad, ‘casas de paja’ como dice Zavala75, la inversión era mínima y no resulta improbable que in extremis cumplieran la orden.
Medidas expresamente represivas
Otras medidas, por el contrario eran negativas o directamente represivas. Por ejemplo, la oración vespertina debía realizarse – lo que es lógico – en voz alta. El encomendero estaba obligado a aprovechar esta circunstancia para cerciorarse de quién y cómo rezaba. Asimismo se le ordenaba aplicar represalias contra los indios remisos. Es muy difícil para nosotros, humanos del siglo XXI, cuando incluso los creyentes se toman con parsimonia y sin estrés, el cumplimiento de sus deberes religiosos, hacernos cargo del carácter represivo de una medida tan aparentemente banal como controlar que los indios repitieran correctamente sus oraciones vespertinas.
Felizmente en nuestra ayuda viene un hombre que en aquel momento militaba en el partido de los que ‘desollaban’ (así lo dice él mismo) a los indios. Hay que imaginarse por un momento que aquellos hombres “cansados, molidos y muertos de hambre” eran conducidos a un pajar que hacía las veces de templo y obligados a estarse un buen rato de rodillas repitiendo como papagayos unas oraciones que no entendían. Es lógico, dice Las Casas, que los indios percibieran aquello como una tortura, lo hicieran de mala gana y hasta perdieran la paciencia y la compostura. Esta casi inevitable consecuencia de la organización de la catequesis era interpretada por los españoles (los residentes en la colonia y en la Corte) como negativa o rechazo a recibir la verdadera fe lo que, a su vez desencadenaba el aparato represor76.
A este control diario se sumaba uno periódico. Porque el encomendero debía ‘tomar la lección’ a todos y cada uno de sus indios cada 15 días. Es evidente que con estas medidas se busca instaurar un estricto control sobre el proceso de internalización de la nueva religión por parte de los indios.
Derivados de la imposición del cristianismo, otros artículos ordenaban la represión de manifestaciones concretas de la cultura indígena. Entre estos, sobresalen la imposición de la monogamia y de las reglas cristianas del tabú del incesto (art. 14 (16)). En este como en otros puntos se observa que la legislación parte de una concepción negativa, difamatoria como advirtió las Casas, del aborigen americano. En punto al incesto se ordenaba: “especialmente a los caciques les declaren que las mugeres que tomaren no an de sser sus parientes”.
Esta formulación da por sentado que los indios eran incestuosos, lo que para los cristianos resultaba particularmente repugnante. Por suerte, disponemos de un testimonio procedente de un enemigo declarado de los indios que prueba que éstos tenían nociones claras del tabú del incesto. En el Sumario, describiendo las costumbres de los taínos Oviedo consignó: “tienen mujeres propias y ninguno de ellos toma por mujer a su hija propia, ni hermana, ni se echa con su madre; en todos los otros grados usan con ellas siendo o no siendo sus mujeres”77. Aunque obviamente la prohibición cristiana era más amplia, la diferencia cultural en este punto no era abismal.
Medidas que podemos considerar de ‘manipulación ideológica’
El Estado colonial no se plantea la hispanización de los vencidos en términos represivo-violentos exclusivamente. Las Leyes de Burgos incluyen medidas que pueden ser catalogadas de manejo ideológico. Por ejemplo, cuando se ordena que los días de misa se ofrezca a los indios un almuerzo especial consistente en olla de carne, “por manera que aquel día coman mejor que otro ninguno de la semana” (art. 3). No es un anacronismo suponer que se busca que asocien el cumplimiento de los preceptos cristianos con una recompensa. El sentido oportunista de la medida no puede ser más evidente.
En esta línea otros artículos disponen la instrumentalización de los niños y jóvenes indígenas en el entendido de que eran más vulnerables al adoctrinamiento y de que su proselitismo entre sus congéneres despertaría menos susceptibilidades o suspicacias y sería más efectivo. La formación de esos futuros catequistas incluía alfabetización y adoctrinamiento propiamente dicho. Se trataba pues de lo más parecido a una escuela. Los responsables de este proceso educativo eran los encomenderos, los caciques y los franciscanos. En el caso de los encomenderos debían instruir a un muchacho por cada 50 indios de encomienda y a aquellos que utilizaban como pajes suyos (art. 7). Por su parte los caciques debían instruir con idéntico objetivo a los indios de servicio que se le asignaban (art. 20). A su vez, estos caciques debían entregar todos sus hijos “de hedad de treze años avaxo” a los franciscanos que los someterían a un proceso de preparación ideológica (alfabetización + evangelización) durante cuatro años (art. 15).
No es un detalle desprovisto de importancia que se encomendara la ideologización de la generación destinada a sustituir las élites autóctonas que procedían del período prehispánico a los franciscanos. Hemos visto aquí que los franciscanos se pusieron del lado de los encomenderos. ¿Por qué no se encomendaba la evangelización de la juventud ‘noble’ indígena a los dominicos defensores de los indios? Medidas prácticas como esta ilustran mejor que las declaraciones rimbombantes el íntimo sentido de esta pieza del Derecho indiano. Además, permiten atemperar el entusiasmo por el triunfo de los dominicos y relativizar la supuesta receptividad de la Corona al discurso de Las Casas y sus correligionarios.
Concretamente en este caso, como se ve, el fin buscado es provocar una ruptura cultural radical entre los adultos y los jóvenes para facilitar el tránsito hacia el cristianismo y la cultura de la nueva clase dominante. En esa etapa el Estado decide marginar a los dominicos que encarnaban la defensa del indio. Muy difícil lo tienen los defensores del indigenismo monárquico.
Medidas ‘favorables’ a los indios
Figura 4
Una correcta valoración de las Leyes de Burgos no puede obviar la consideración de algunos artículos que avalan o sancionan determinados aspectos de la cultura indígena. Particularmente significativos son los artículos 12 (14) que permite la realización de los areitos y el 20 (22) que confiere ciertas prerrogativas a los caciques. En este último caso, es evidente que se trata de una política estratégica que busca facilitar el control de la masa indígena apelando a la autoridad de que gozaban las élites autóctonas78. Más problemática se presenta la explicación del artículo 1279. Por él se ordena que no se impida a los indios realizar sus areitos los domingos y días de fiesta, como acostumbran. Sorprendentemente, en un arrebato de generosidad, se extiende ese permiso también a los ‘días de labor’.
Según Gómara los areitos eran teatralizaciones de naturaleza similar al Taki Onkoy peruano y estaban impregnados de un sentido escatológico que identificaba el advenimiento de los cristianos con el cataclismo final de la cultura indígena80. (Una certidumbre que, por cierto, compartieron los redactores de los libros de Chilam Balam). Es poco creíble que el rey y sus asesores, en caso de haber conocido en 1512 el sentido profundo de los areitos, los hubiesen aprobado tan alegremente. Pudiera ser que hubiesen pesado en ese momento consideraciones pragmáticas, como parece desprenderse del propio texto del artículo81. Todavía faltaban no pocos años para que se advirtiera detrás de los bailes y fiestas indígenas la supervivencia de sus ‘diabólicas’ creencias y se emprendiera esa campaña de represión cultural que se llamó extirpación de la idolatría.
Visitadores y control del cumplimiento de las Leyes de Burgos.
El aspecto más novedoso de las Leyes de Burgos quizá sea la creación de mecanismos de control para la implementación y cumplimiento de sus disposiciones. Una objeción o crítica que tradicionalmente se ha hecho al Derecho indiano es que era letra muerta. Resulta evidente – y este caso lo ilustra – que las razones de ese divorcio entre Derecho y realidad social eran diversas y complejas; entre ellas que regularmente no existían mecanismos de control y seguimiento para las medidas que se adoptaban82. En este sentido parece que la creación de la figura de los Visitadores, encargados de la puesta en práctica y seguimiento de la aplicación de las Ordenanzas de 1512-13 debía haber garantizado una implementación siquiera mínima del mencionado Código. Dado pues el papel crucial que debían desempeñar estos funcionarios, (nada menos que 6 artículos regulan sus funciones), parece justificado detenerse a considerar las características y circunstancias de tan importante cargo.
Los Visitadores son instituidos por el art. 27 (29) – dos en cada pueblo – y debían supervisar los reasentamientos forzosos, la coacción administrativa para que los indios cultivaran maíz (art. 1), llevar un estricto control demográfico de los indios encomendados (art. 21 (23)), etc. Sin embargo, su obligación más importante consistía en realizar cada seis meses, alternándose, inspecciones rutinarias o Visitas (de allí su nombre) a las encomiendas para verificar el cumplimiento de las Leyes (art. 29). A su vez, los Visitadores serían sometidos a una Residencia bianual para comprobar que desempeñaban adecuadamente sus cargos (art. 32).
Estas Residencias generarían información fidedigna que debía ser puesta a disposición de la Corte, para “que yo sea de todo bien ynformado” –apuntaban Juana y su padre (art. 32). Si esta cadena de controles cruzados funcionaba, nadie “del rey abajo” podría alegar ignorancia –detalle a tener muy en cuenta – y supuestamente, estarían garantizados un óptimo cumplimiento de las Ordenanzas y un idóneo funcionamiento de la encomienda.
Abstracción hecha de las posibles cualidades personales, dos circunstancias frustraron de entrada cualesquiera posibles virtualidades de los Visitadores: su elección y el salario y congrua previstos para ellos. El criterio de elección que podría parecer muy razonable y bienintencionado – “que los tales elegidos sean de los vecinos más antyguos de los pueblos donde an de ser visitado[re]s” – aparece viciado en cuanto se atiende a quiénes eran realmente los elegibles.
Salvo excepciones, los vecinos más viejos no eran necesariamente encomenderos y pertenecían al grupo que no gozaba de las simpatías del Poder. Los reyes se habían propuesto, desde que enviaron a Bobadilla a La Española, depurar la élite de los elementos ‘no honrosos’ que se habían empoderado a raíz de la rebelión de Roldán. La Corona no consiguió colocar definitivamente en la cúspide de la sociedad colonial a los suyos sino con el repartimiento de Alburquerque, pero para 1512 el proceso estaba muy avanzado.
Lo dicho significa que los elegibles para el oficio de Visitadores necesariamente pertenecían a la camarilla que, al amparo del Poder había ido acaparando los recursos y los medios de producción. No resulta creíble que este grupúsculo, perfectamente consciente de las circunstancias de su constitución, estuviese dispuesto a dejar en manos de sus adversarios la fiscalización de su comportamiento.
Por otro lado, el modo de pagar los servicios de los Visitadores no podía ser más contrario a los requisitos de independencia, sentido de justicia y humanismo que supuestamente debían cumplir. En primer lugar debían recibir una encomienda “por el cargo e trabajo que an de tener en el vso e exercicio de los dichos oficios”. Además, a modo de congrua les deben ser “señalados algunos yndios de repartimento”; o sea, una segunda encomienda. Y eso sin contar que ya tuviesen una; lo que seguramente ocurría en al menos gran parte de los casos. Probablemente el Estado intentaba que, colocados en esa posición, se mostraran vitalmente interesados en la buena marcha de todo lo relacionado con la encomienda. El problema es que eso equivalía a crear y/o reforzar la identificación de intereses con aquellos a los que legalmente debían supervisar.
En consecuencia, el desempeño de los Visitadores se presenta problemático. Por ejemplo, si su actuación debía haber generado un importante volumen de información, ¿dónde están los informes de las Visitas, de las Residencias? ¿Protestaron los reyes cuando no se los enviaron tal y como estaba ordenado? Ninguno de los autores consultados hace referencia a este tan importante asunto ni, en general, al cumplimiento de sus funciones por parte de los Visitadores. Este significativo silencio constituye un síntoma nada alentador de su escaso protagonismo83.
Vigencia
Las Leyes de Burgos fueron redactadas y promulgadas teniendo a la vista principalmente lo ocurrido con los taínos en La Española84. Pero como la conquista se estaba extendiendo ya al resto de las Antillas Mayores, una de las 50 copias que se mandaron hacer fue enviada a Puerto Rico, otra a Jamaica donde Juan de Esquivel había introducido los mortíferos repartimientos desde el momento en que empezó el poblamiento de la isla85.
Así que, como apunta Konetzke, las Leyes de Burgos debían entrar en vigor en “todas las islas antillanas pobladas por los españoles en las que se hubiesen realizado repartimientos”86. En realidad, el designio de la Ordenanzas iba más allá, como bien captó Las Casas: “Estas leyes fueron generales para todas estas islas y tierra firme, aunque no había españoles sino en esta Española y San Juan y la de Jamaica. Pero a todas las demás, con tierra firme, parece que por ellas ya condenaban, suponiendo que todos los vecinos naturales dellas habían de ser repartidos y a los españoles encomendados”87.
En conquistas que se emprendieron con posterioridad a 1512 se intentó fijar las Leyes de Burgos como marco legal para las relaciones de los cristianos con los eventuales vencidos88. Por ejemplo, en las Ordenanzas de Zaragoza (1518) que se giraron a Rodrigo de Figueroa se insertó una versión de aquellas leyes. Deberían haberse aplicado en la conquista de la costa venezolana, pero la Capitulación que se firmó con Las Casas en 1520, al proscribir la encomienda volvió innecesarias las medidas previstas por el Código de 1512-1513.
Más tarde, las Ordenanzas de Granada (1526) vinieron a restablecer las de Burgos pues las ponía en vigencia, al menos para aquella ocasión. Nuevamente, el asiento celebrado con los alemanes para la conquista de Venezuela aparcó la aplicación de las Leyes de Burgos. Más allá de la conquista de Tierra Firme, para el continente, oficialmente, todavía estuvieron en vigencia hasta 1523 cuando Hernán Cortés, por la vía de los hechos, impuso la expansión de la encomienda a las sociedades de la América nuclear89.
Sin embargo, constatar que al menos oficialmente las Leyes de Burgos estuvieron vigentes durante la década que va de 1513 a 1523, para nada resuelve la cuestión de si efectivamente fueron puestas en práctica y en ese caso, cuáles fueron sus efectos sobre el destino de la población indígena y el desarrollo futuro de la sociedad colonial.
Aplicación
…tan sabias y justas que simplemente más santas ser no podían…
Pedro Mártir de Anglería.
Respecto a los efectos prácticos de las Leyes de Burgos la Corona tenía su opinión particular. En el Preámbulo de la Adenda a las Leyes de 1512 que se emitió en Valladolid a 28 de julio de 1513 Doña Juana asegura que “el dicho rey mi señor e padre e yo fuymos ynformados que las dichas hordenancas avian sido muy vtiles y prouechosas e necesarias e quales convenían”. En una palabra, la viuda de Felipe el Hermoso afirmaba que las Ordenanzas de Burgos habían sido un rotundo éxito.
En consonancia con este optimismo oficial, el artículo 4 de la Adenda contenía una promesa de redención de la servidumbre de la encomienda para los más aventajados de entre los indios aculturados. Y el entusiasmo oficial por las consecuencias supuestamente positivas de la puesta en práctica de las Ordenanzas de Burgos, pese a los informes en contra, no hizo sino aumentar con los años.
Para 1518 los resultados de la política sancionada en Burgos superaban todas las expectativas. La Real Provisión que a finales de ese año giraron Doña Juana y su hijo el futuro Emperador Carlos V al licenciado Figueroa contenía un anuncio solemne. Deslumbrada Doña Juana declaraba que como consecuencia de la política de convivencia de los indios con los españoles, muchos (sic) caciques e indios habían adquirido tanta capacidad y habilidad para vivir ordenada y políticamente “como biven los otros cristianos spañoles que en aquellas partes residen”. Por esta razón se ordenaba al Juez de residencia que a esos aventajados deculturados, “les deis entera libertad, para que bivan por sí como dicho es, señalándoles el tributo que nos han de pagar… conforme a la Instruçión que para ello llevais”90.
Pero; ¿qué dice la historiografía y, sobre todo, la evidencia documental disponible? Empecemos por la historiografía hispanófila91. Lewis Hanke, más preocupado por el aspecto formal, teórico, del problema de la justicia, subraya que “las Leyes de Burgos fueron extremadamente precisas y humanas”, pero no se detiene a averiguar qué aplicación práctica pudieron haber tenido, convencido como estaba de que “fueron inaplicables”92. Por el contrario, el acucioso investigador de la vida y obra de Las Casas, Giménez Fernández, no sólo da por sentado que se aplicaron sino que afirma que “supusieron mejoras notorias”93.
Una posición intermedia y menos optimista que la de su colega español muestra el erudito mexicano Silvio Zavala. Con su acostumbrada circunspección sostiene que “la etapa de Burgos, en el terreno legal, no fue muy favorable para los indios; las encomiendas continuaron como antes con carácter de servicios forzosos y sólo se obtuvo la limitación de jornada, la vigilancia del pago de los salarios y mantenimientos y otras medidas de protección para el trabajador indígena”94. En realidad parece estarse refiriendo al aspecto técnico, jurídico del problema ya que no aporta evidencia documental de que esas mejoras y medidas protectoras se
hayan aplicado efectivamente.
Luis Arranz no comparte el optimismo ni siquiera de los moderados y considera “que al ser planteada la cuestión bajo instancias extremas, los intereses particulares y de Estado impusieron su criterio en las Leyes de Burgos y en la práctica ni el indio ni los dominicos obtuvieron nada positivo95. Raúl Meléndez sostiene que “su eficacia fue ninguna”96. Y más categórico aún Chez Checo sentencia que fueron “letra muerta”97.
Esta valoración negativa sobre la aplicación y eficacia de las Leyes de Burgos tiene asidero en la evidencia contemporánea a aquellos sucesos. En una inteligente combinación de experiencia personal y crítica inmanente Las Casas fue desmontando todo el edificio de las Leyes de Burgos para mostrar de una manera difícilmente rebatible la inconsistencia de sus supuestos, los vicios de sus disposiciones, la impracticabilidad de sus medidas concretas. Su sentencia es radical: “si no fueron injustas (en sí) fueron vanísimas e superfluas, más para cumplir con el mundo que para remedio alguno de los indios”; vanas como todo aquello que según el Filósofo no alcanza su fin98.
Utilizando una aproximación y metodología diferentes, Frank Moya explora las razones del no cumplimiento de las Ordenanzas. Él asegura que las autoridades de la colonia acataron las Leyes de Burgos, pero no las cumplieron y sustenta su tesis en una serie de argumentos99. Su análisis complementa la crítica lascasiana inmanente y ambas permiten arribar a una evaluación global de las virtualidades, aplicación e importancia relativa de aquel primer código colonial. Importa entonces detenerse en la consideración de esos argumentos.
En primer lugar, el acuerdo tácito entre la Corona y las autoridades locales sobre que las leyes protectoras de los indios eran, como opinaba Las Casa, una concesión a la galería. A las autoridades coloniales tenía que chocarles que el rey, por consideraciones morales, decidiera romper con una política que tan buenos beneficios había dado. Y más peregrino resultaba imaginarse a los encomenderos llevando sus indios a misa, preguntándoles el catecismo cada 15 días o averiguando si las indias estaban preñadas y de cuánto tiempo…
El rey y sus asesores, perfectamente conscientes de que ellos mismos habían organizado y legalizado el sistema, contaban con que sus subalternos entendieran que las Leyes de Burgos no eran otra cosa, sino 35 leyes más en un profuso y contradictorio Derecho indiano y que en cada caso sabrían aplicar el artículo que conviniera a los intereses de todos, Corona y colonos, sin olvidar nunca las protestas formales sobre el interés por el bienestar material y espiritual de los indios. En este entendimiento “los oficiales reales quedaron a la espera de ver lo que pasaba…”100.
Aunque esta explicación de Frank Moya pudiera parecer sesgada, y para algún lector no pase de ser una muestra de insidia lascasiana más propia de la ‘Leyenda negra’ que de una interpretación imparcial, conviene antes de juzgar, escuchar al propio rey refiriéndose a su preocupación por el bienestar de los indios. Antes de que la Junta de Burgos se reuniera, Fernando, adalid de la “filosofía favorecedora de los derechos de los indios” (Monje Santillana dixit), envió al Almirante una R.C. en la que, entre otras cosas le decía que comunicara a todos los vecinos que, en esto del trato a los indios no se les iban a buscar ‘achaques nindgunos’ que sólo se mandó por lo de la conciencia para el que los tratare muy mal; algo que el rey no creía que sucediera: “non Creo yo que los tratasen mal”101. Verdaderamente el católico Fernando era un arquetipo para El Príncipe de Maquiavelo. A esta situación vinieron a sumarse otros problemas que deben haber terminado de anular las posibilidades de aplicación de las Leyes de Burgos. El descubrimiento de los bancos de perlas en la isla Margarita tuvo un impacto negativo directo sobre la importación de mano de obra caribe. La expansión de la conquista a Cuba y Tierra Firme puso en marcha un éxodo imparable de vecinos; sobre todo aquellos que carecían de encomiendas.
Por cierto que esta coyuntura permitió a los católicos Juana y Fernando cumplir la vieja aspiración de poner la isla en manos de una poderosa camarilla conformada por la Corona y sus allegados, los oficiales reales y el grupúsculo de ricos encomenderos102. La composición de este último grupo debió pasar aún por un doble proceso de selección: la confiscación selectiva de encomiendas y el Repartimiento de Alburquerque103.
La primera selección derivaría de la aplicación de las Ordenanzas para la repartición de los Indios de la Isla Española (Burgos, 23 de febrero de 1512). Alegando que el exceso de indios impedía a los encomenderos cumplir con su obligación de doctrina y resultaba en perjuicio de quienes no tenían encomienda, se ordenó a Colón quitar a todos aquellos que tuvieran más de 300 indios el sobrante. Públicamente la medida se ejecutaba “para que se repartan por los vecinos e moradores de las dichas islas”. En realidad, según el rey explicó en una carta secreta al Gobernador, los indios confiscados debían ser entregados a Pasamonte para que los pusiera a trabajar en las minas de la Corona hasta que el rey decidiese “lo que se obiese de facer dellos”104.
La ejecución, ahora sí perentoria, de esta orden tenía por fuerza que crearle problemas al Gobernador. Diego Colón se convirtió en el chivo expiatorio del descontento que generó la medida y el rey aprovechó la ocasión para privarlo de su facultad para conceder encomiendas. Coincidiendo con la destitución del Almirante la vida de la colonia empezaría a discurrir por otros rumbos y las Leyes de Burgos dejarían de ser tema prioritario.
Diversas circunstancias vinieron a reducir aún más las virtualidades de las Leyes de Burgos. La población taína de La Española sujeta a encomienda siguió disminuyendo de forma irreversible. La población indígena importada por los cazadores de indios desde las islas adyacentes para sustituir a los muertos ingresaba a La Española en calidad de naborías o de esclavos. Las leyes cubrían sólo a los primeros (art. 25)105, pero su número es incierto. Para peores, la población de naborías tendió a desaparecer desde que Sus Altezas concedieron a los vecinos de La Española “que todos los yndios que truxeren de otras islas los tengan por esclavos”106.
Aunque la información consultada no permite hacerse ilusiones acerca de la poca o mucha aplicación de las Leyes de Burgos, sería incorrecto no referirse a la evidencia tangencial sobre su cumplimiento. Según Las Casas, crítico radical de aquel Código, los nuevos asentamientos sí fueron edificados. Pero, como la formulación del artículo se prestaba a confusión, quienes terminaron construyéndolos fueron los propios indios107. También parece que, efectivamente, “después que estas leyes se promulgaron” los encomenderos “algunas veces” cumplieron con la orden de la oración vespertina, con las consecuencias que ya hemos visto. Eso sí, para cumplir con esa obligación recurrieron a los muchachos catequistas que supuestamente debían instruir los encomenderos de acuerdo con el artículo 7 de las mismas Leyes108.
De acuerdo con la Relación del Repartimiento de 1514, tras la llegada a La Española de Alburquerque e Ibarra y hasta la realización del Repartimiento, los indios que andaban en las minas fueron bien tratados. Suponiendo que esta información fuese verídica, la mejoría en el trato a los indios mineros se debería, no a la aplicación de las Leyes de Burgos, sino a la presencia de los repartidores del rey, en cuyas manos estaba el destino de los encomenderos.
Tal cambio de actitud no debe llamar a engaño. Porque no se trataba de una reacción de temor ante los poderosos funcionarios y menos aún de propósito de enmienda, sino de un movimiento táctico, interesado, de la élite encomendera. Esto se puede colegir por el siguiente incidente: cuando los repartidores levantaron un doble censo para conocer con certeza cuántos indios se iban a distribuir y se confrontaron ambas listas, se puso en evidencia que los encomenderos habían mentido sistemáticamente a la hora de declarar el número de indios que poseían109.
En definitiva, todo parece indicar que los efectos positivos esperados de las Leyes de Burgos fueron prácticamente nulos. Por si esto fuera poco, en la Orden secreta dada a Alburquerque para realizar el Repartimiento se habla de ‘no guardar las Ordenanzas’. Aunque el pasaje es obscuro y bien podría referirse a las promesas de un repartimiento ‘justo’ que contenían los documentos públicos relativos a esa comisión, lo cierto es que también podría incluir las Leyes de Burgos110.
Dos años más tarde Las Casas que se estrenaba en la Corte como protector de los Indios consiguió que el regente cardenal Cisneros conviniera en que para proteger efectivamente a los indígenas era preciso atenuar la servidumbre de los naturales sancionada por las Leyes de Burgos. Además se reconoció que era preciso modificar algunos de sus artículos y añadir otras salvaguardas que garantizaran un buen trato para los indios111.
Desgraciadamente para la causa de los indios Cisneros era partidario de la encomienda; lo que, de entrada, se convertía en un handicap para la proyectada “reformación de las Indias”. Los jerónimos cedieron a la presión de los encomenderos y el regente terminó aceptando la propuesta de aquellos que consistía en mantener las encomiendas “siempre y cuando se respetaran las Leyes de Burgos” que era la peor de las opciones112. Dicha condición, como queda probado, pertenecía al ámbito del pensamiento desiderativo. Al final quedó de manifiesto que las Leyes de Burgos eran impracticables porque encomienda, trabajo forzado del indio y su protección eran incompatibles; algo así como encontrar la cuadratura del círculo.
Algunas conclusiones
“La legislación colonial española se distingue por su auténtico humanismo”
A. Kofman, 2007; 106.
“De acuerdo con el punto de vista crítico, la tarea de la filosofía, incluida la de filosofía social, en modo alguno puede ser la justificación de ninguna medida, instituto u orden social”
Hans Albert113. Figura 5
¿Eran las Leyes de Burgos “un texto legal para proteger al indio a partir del reconocimiento de su condición de hombre libre, titular de ‘derechos humanos’ fundamentales como la libertad y la propiedad” como piensa Monje Santillana114? ¿O simplemente se trataba, al decir de L. B. Simpson, de una “codificación de las prácticas en uso en La Española”?115 ¿O eran, quizá, un acomodo o adecuación de la encomienda a las condiciones y necesidades de la colonia a esa altura de su desarrollo, según opinaba Alperóvich?116
Comprender lo que las Leyes de Burgos significaron obliga a adentrarse en la opacidad del evento que deriva de su mera textualidad para intentar hacer una lectura densa. Para empezar, la importancia histórica de aquel Código radica no tanto en su aplicación, sino en el hecho mismo de su promulgación. Porque lo decisivo es que a pesar de la experiencia,117 a pesar de las apasionadas denuncias de los dominicos, la Corte sancionó y dio por buenas las encomiendas en su versión de repartimiento forzoso en el marco de la concepción del ‘buen ejemplo’. El balance global, por tanto, es que las encomiendas salían reforzadas de la crisis de 1511-1512 y el proceso de su institucionalización se volvía irreversible.
Frente a esta primera conclusión definitiva, el contenido de las Ordenanzas de Burgos (en síntesis medidas para evitar los abusos y mecanismos para su cumplimiento) resulta secundario. Si nos atenemos a una exégesis estrictamente textual; es decir, damos por bueno el discurso oficial, resulta que, además del programa de conquista ideológica de los vencidos, este Código representaría un intento por mediar en las relaciones socio-laborales de la colonia, en teoría, (al menos eso dicen todos) para proteger a los indios. Sin embargo, el resultado final era que las Leyes de Burgos venían a garantizar, no a los indios medios de vida y condiciones dignas, sino a los encomenderos (y a la Corona) mano de obra servil – léase gratuita – para las actividades económicas de la nueva sociedad.
Las Leyes de Burgos descansan sobre una concepción que no puede ser calificada de indófila. A primera vista esta afirmación choca con la absoluta mayoría de interpretaciones ad usum. Pero los supuestos de los que parte aquel Código son esencialmente anti-indigenistas. “Los dichos caciques e indios de su natural son ynclidados a ociosidad y malos vicios”. Y más adelante, en el mismo Preámbulo vuelve a insistir en “la mala ynclinacion que tienen” y en “su acostumbrada zuciosidad y vicios”. Y el texto de las Leyes está salpicado de valoraciones negativas sobre los aborígenes. Quizá alguien quiera achacar esta temprana‘mala opinión’sobre indio al desconocimiento, pero tal objeción no es válida porque pese a todos los avances posteriores, a los indios siempre se les consideró – ¡y se les ha considerado! – en la antesala de la condición de “hombres de razón”118.
Curiosamente el legislador no ignoraba las intenciones que animaban a los indios: “todo su fin y desseo es tener livertad para hazer de sy lo que les biene a la voluntad”119. Sin embargo, condicionado por su propia perspectiva – sus intereses estratégicos – se muestra incapaz de comprender el comportamiento de los indios. Es más; los redactores de las Leyes no entran siquiera a considerar este aspecto clave del problema. Simplemente, en el Preámbulo de las Ordenanzas, haciéndose eco de informes obviamente interesados, empiezan por dejar sentado que los indios son refractarios a la vida civilizada y cristiana que les ‘ofrecen’ los españoles por perversión moral y antropológica.
La naturalización negativa del rechazo indígena al sometimiento exime de ulteriores indagaciones relativas a otras posibles razones de su comportamiento; razones que en aquella situación concreta era factible inferir120. Por ejemplo, los dominicos tenían – y muy pronto Las Casas también, – otra explicación, no muy favorable a los cristianos, de la reacción de los naturales. Mas en el contexto de una voluntad de comprensión mediada por los propios intereses, de una diagnosis inoportuna e inexacta desde el punto de vista etic, el legislador deriva unas medidas que, sintomáticamente, resultan consistentes con los fines mundanos de los colonos.
Esta radical descalificación moral ad portas que impide, desde una aproximación imparcial, atribuir filia por el indio al legislador, tiene otras consecuencias en el sentido que se acaba de apuntar. En este escenario los cristianos aparecen como magnánimos benefactores. Los realojos violentos, por ejemplo, aparecen justificados por la solícita preocupación por el indio. Cundirá el ‘buen ejemplo’ que los cristianos viejos darán a los nuevos, además de que a éstos les seguirá mucho provecho en lo ‘temporal’: por ejemplo, en caso de enfermedad. “Y así [a] todos se les escusara el travajo de las ydas y benidas (de) sus estancias (a) los pueblos de los españoles (que están lejos) y todos seruiran con menos travajo y a más provecho de los españoles…” (Preámbulo).
Por supuesto, este descarnado reconocimiento aparece adobado con las razones emic que esgrimen – aceptemos que de buena fe – el Estado colonial y la élite dominante antillana121. De modo que, a pesar de que el legislador no ha podido ocultar el verdadero designio de sus disposiciones - “a más provecho de los españoles” – los considerandos están expuestos bajo una luz que los hace aparecer como resultado de la preocupación por el bienestar de aquellos cuyos intereses lesionan. Esa hábil exposición de los considerandos provoca la impresión de que el legislador está animado por lo que Silvio Zavala llama a menudo el ‘espíritu protector’ del Derecho indiano. Obviamente, el alcance de esa intención debe ser calibrado o evaluado – decir que le anima un espíritu protector es un juicio de valor – a partir de un análisis crítico de los supuestos, el texto y la aplicación del famoso Código…
Las anotaciones hechas a los diferentes artículos y el detallado estudio de V. Bauman sobre la evolución de la legislación relativa al estatus socio-jurídico de los indios en los inicios de la conquista dan la razón a L. B. Simpson. A condición – eso sí – de que, además de las prácticas se incluya la normativa que se había venido elaborando desde las Instrucciones a Cristóbal Colón con ocasión del segundo viaje. Las Leyes de Burgos representan un serio intento por hacer prevalecer el principio estatal, con todo lo que ello significaba para el proceso de progresivo ajuste de la organización colonial. Como la encomienda era la institución central de la nueva sociedad la apreciación de Alperóvich es, a nuestro juicio, correcta.
Una conclusión que salta a la vista cuando se evalúa no sólo la reforma laboral, sino el conjunto de disposiciones que acotan la situación del indio es que éste venía a quedar en una condición social de naboría o, si se prefiere, de servidumbre que es un término que se utiliza a menudo en la documentación de la época. En este punto las Leyes de Burgos se empeñan en la conciliación textual de principios irreconciliables en el mundo de la realidad. El principio de que el indio era libre de facto quedaba reducido a una simple declaración.
Ahora bien; si eso fuera así para nosotros la constatación sólo tendría un valor relativo. Sin embargo, la declaración de que los indios eran libres, pero que, al mismo tiempo, era lícito y justo obligarlos a trabajar para los cristianos era un contrasentido, una clamorosa contradicción de acuerdo con L’esprit de l’époque. Joseph de Acosta que, dicho sea de paso, no tenía muy buena opinión de los indios, afirmaba tajantemente que “si se hace fuerza al hombre libre, no es libre y el que arrastra a otro a un trabajo forzado le hace no pequeña injuria porque padecer fuerza es propio de esclavos”122.
Así que la sola introducción de las encomiendas había venido a dejar a los indios en una condición social “propia de esclavos”. Este reconocimiento no implica un juicio de valor, sino la constatación del hecho de que la incompatibilidad entre libertad y coerción era un lugar común para la conciencia de la época; de allí deriva la validez de esta conclusión.
Por otra parte, que los conquistadores y sus ideólogos captaran o, al menos dispusieran de los medios para captar el sentido último de las Leyes de Burgos sólo satisface uno de los requisitos que posibilitan una lectura desde la equidistancia cultural. Hace falta averiguar qué pensaban los indios. Porque desde el punto de vista de sus intereses, el balance no podía ser más negativo. En síntesis, las Leyes de Burgos entrañaban una radical y violenta transformación social y cultural para ellos. Parece razonable suponer que a poco que se enteraran de lo que se les venía encima (y se enteraron), difícilmente verían las ‘bondades’ de las que sus amos estaban convencidos.
Es cierto que esa opinión no consta de forma expresa o por escrito; sin embargo ese ‘silencio’ no puede ser interpretado como ignorancia o indiferencia de los indios respecto a los proyectos del rey, sus consejeros, funcionarios y súbditos. En esta fase del desarrollo de la sociedad colonial la actitud y la reacción indígenas deben inferirse casi exclusivamente de su praxis123. Por su inmediatez sobresalen las huidas en masa y las rebeliones124. Es evidente que el episodio del cacique Hatuey, aún si se acepta que está rodeado de leyenda, constituye una inequívoca manifestación de rechazo al Der Wille zur Macht und Herrschaft (Nietzsche) de los conquistadores cristianos125.
Pero las huidas y la resistencia armada – sobra decirlo – son sólo las más espectaculares formas de lucha; en modo alguno las únicas. El suicidio, los abortos inducidos, la abstinencia sexual premeditada, etc., ampliamente documentados, forman parte de la panoplia de métodos de lucha que refuerzan la idea de que los indios no compartían el entusiasmo de los conquistadores e historiadores afines por el programa de aculturación forzosa126.
En consecuencia, un historiador imparcial debe poner en cuarentena, si no rechazar, las lecturas tradicionales de las Leyes de Burgos; particularmente aquellas que las interpretan como manifestaciones de auténtico humanismo o inspiradas por el espíritu de protección del indio. Este juicio de valor se sustenta en una lectura estrechamente textual del Código o en una lectura de intenciones. Pero no es posible, desde la equidistancia cultural, considerar medidas protectoras del indio todas aquellas que, de un modo u otro menoscababan, lesionaban o reprimían, no sólo la forma de concebir el mundo – las ideas – sino el propio modus vivendi de los indios.
Aun así, cabe considerar esa última objeción relativa a las intenciones del legislador. ¿Y si las medidas protectoras se redactaron de buena fe? En ese caso es posible que un lector inquisitivo objete que el Estado o los conquistadores no pueden ser acusados porque fallasen las medidas protectoras y el proyecto fracasase. Pero aunque se aceptase ese supuesto; incluso si se argumentase que más o menos ese es el destino de toda empresa humana, lo decisivo en este caso es que el designio mismo que informaba las Leyes de Burgos era el avasallamiento total. Por esta razón, cualquier traducción práctica de los postulados de las Leyes era lesiva y cualquier fracaso del proyecto significaba una victoria, momentánea y pírrica ciertamente, para los indios que, de ese modo, podían seguir aferrándose a su cultura. El hecho de que ese destino fuese ineluctable no resta méritos a la resistencia indígena ante la voluntad de domino cristiano; si acaso le añade dramatismo.
En relación con esto es posible una última y demoledora conclusión. Con las Leyes de Burgos nos encontramos ante una situación típicamente aporética: tanto su aplicación como su no aplicación resultaban catastróficas para los pueblos conquistados. En la práctica, sin embargo, lo decisivo era que las Leyes de Burgos confirmaban la legalidad de la encomienda “y aquesto supuesto, ninguna ley, ninguna moderación, ningún remedio bastaba ni se podía poner para que (los indios) no muriesen”127. En una palabra: dada la presencia de los cristianos en las Antillas, los indios estaban condenados a la desaparición cultural y física.
Dicho brevemente: la destrucción de la sociedad vernácula no dependía exclusivamente del programa premeditado de transformación social forzosa que entrañaba aquel Código. El propio funcionamiento de la sociedad colonial, sin que necesariamente se adecuara a los planes y a la concepción de los vencedores ‘dinamitaba’ las estructuras socio-culturales prehispánicas. El complejo de la conquista con su manifestación más trágica, la desaparición en masa de la población vencida, condujo al colapso definitivo de las sociedades antillanas autóctonas. Como acertadamente apunta Konetzke, antes que cualquier eficaz legislación laboral o de protección de los indios hubiese podido ser puesta en práctica “el problema de los aborígenes antillanos encontró una pavorosa solución”128: su extinción.
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*Correspondencia a:
Fechas de Publicación
-
Publicación en esta colección
10 Nov 2015 -
Fecha del número
Ago 2013
Histórico
-
Recibido
10 Oct 2012 -
Acepto
15 Ene 2013