Open-access En torno a los orígenes del cuerpo de bomberos de Costa Rica, 1865-1908

On the origins of Costa Rica´s fire department, 1865-1908

Resumen

El siguiente artículo analiza las condiciones históricas bajo las cuales surgió la necesidad de contar con un cuerpo de bomberos en Costa Rica, vinculando el surgimiento de instituciones de primera respuesta con la dinámica de modernización capitalista que afectó a la formación histórico-social costarricense durante el siglo XIX y principios del XX. Igualmente se refiere a las condiciones que imposibilitaron la consolidación de la institución durante el siglo XIX principalmente. Por último, inquiere acerca de la dinámica en cuanto a fundación de estaciones y plantea algunas respuestas sobre sus cierres.

Palabras clave: historia; urbanización; instituciones; estaciones; modernización

Abstract

The following article discusses the historical conditions under which it became necessary to have a Fire Department in Costa Rica, linking the emergence of institutions of first response to the dynamics of capitalist modernization that affected the social-historic formation Costa Rica during the century nineteenth and early twentieth centuries. Also it refers to conditions that prevented the consolidation of the institution during the nineteenth century mainly. Finally, it inquires about the dynamics of the founding of fire stations and raises some answers as to their closures.

Keywords: history; urbanization; institutions; stations; modernization

Dentro de la historiografía tradicional costarricense se planteó la noción de que el Cuerpo de Bomberos en Costa Rica apareció en 1865 y a partir de allí creció y se consolidó. Sin embargo, quedaron de lado algunos elementos problemáticos tales como, ¿por qué surge la institución, cuál es la lógica social que la impulsa? ¿Realmente funcionó el Cuerpo de Bomberos desde 1865? De ser así ¿por qué se crea nuevamente el Cuerpo de Bomberos en la primera mitad del siglo XX? ¿Cuál era la dinámica de fundación de estaciones de bomberos en el siglo XIX? ¿Antes de los bomberos sobre quién o quiénes recaía la responsabilidad de luchar contra siniestros? Estas son algunas de las preguntas que intentaremos a continuación dilucidar; para ello, abordaremos primeramente cuáles fueron las condiciones históricas que hicieron este tipo de instituciones necesarias, para luego enfocarnos en cómo funcionaron durante el siglo XIX, planteando preliminarmente algunas hipótesis en cuanto a por qué el Cuerpo de Bomberos no logró consolidarse en el período que cubre este artículo.

Capitalización, urbanización y riesgos: incendiarismo, liquidez y desarrollo de cuerpos de primera respuesta en Costa Rica, 1850-1904

Lo primero que debe señalarse en cuanto a la historia del Cuerpo de Bomberos de Costa Rica es que este no se fundó en 1865. En efecto, como veremos más adelante, la Primera Compañía de Bomberos, fundada en 1865, no tiene ninguna continuidad institucional con el moderno Benemérito Cuerpo de Bomberos de Costa Rica. Sin embargo, existen antecedentes importantes que nos permiten situar la actividad de extinción de incendios mucho antes de esa fecha. Asimismo, estos antecedentes nos permiten explicar por qué surgió esta primera compañía y cuáles fueron las limitaciones institucionales que enfrentó. Explicaremos a continuación estos antecedentes.

A modo preliminar, debemos explicar que el surgimiento de cuerpos de bomberos en el hemisferio occidental durante el siglo XIX e inicios del XX no se da por generación espontánea. Los bomberos, como institución, no aparecen simplemente, sino que su aparición está determinada por una serie de situaciones históricas particulares que la convierten en una institución necesaria. A continuación, estableceremos la relación entre el desarrollo económico moderno (capitalista), la subsiguiente urbanización (vinculada a la capitalización de la economía) y el aumento del riesgo de incendio para el caso costarricense, y cómo esto creó la necesidad de un cuerpo de primera respuesta contra siniestros.

Hacia la segunda mitad del siglo XIX, Costa Rica se encontraba ya exitosamente vinculada al mercado mundial capitalista (aunque de manera desigual y dependiente), bajo condiciones particulares de inserción que se explican, por un lado, por el desarrollo del cultivo del café, altamente cotizado como estimulante que acompañó la modernización capitalista de los distintos Estados europeos, entonces principales baluartes del desarrollo del nuevo modo de producción; por otro lado, el carácter de esta inserción se vio modelado por el legado colonial y el período temprano republicano, momento en que esta capitalización se gestó, particularmente en el espacio histórico-social conocido como Valle Central, como lo refiere Acuña Ortega (1991).

Dentro de esta dinámica de desarrollo económico, el país comenzó a transformarse tanto social como culturalmente, frente, por ejemplo, al pasado colonial, marcado también por el intercambio desigual. Sin embargo, a partir de lo anterior surgió algo nuevo que permite hablar propiamente de capitalización, según Acuña Ortega (1991). Lo anterior se dio con la especialización de los campesinos, especialmente josefinos, alrededor del cultivo del café. En efecto, lo alto de los precios impulsó a los campesinos a endeudarse y especializarse con el nuevo cultivo comercial. Cuando el ciclo de los negocios, sin embargo, empeoraba, se exponían a la pérdida de sus predios, y en casos extremos a convertirse en jornaleros. Esta figura, la del jornalero, rara durante la colonia, se volvió normal a partir de las décadas de 1840 y 1850. La explotación de este último como mano de obra “libre” dentro del mundo cafetalero es lo que nos permite hablar de capitalización agrícola. Los campesinos que resultaron menos exitosos en términos comerciales comenzaron a formar una incipiente clase obrera rural, a criterio de Acuña Ortega (1991).

¿Cuál es la importancia de este proceso para comprender el surgimiento del Cuerpo de Bomberos? En primer lugar, el surgimiento de este nuevo tipo de economía basada en la explotación de la mano de obra o la dependencia del campesino generó una temprana, aunque limitada, división social del trabajo, como lo expresa Salazar Palavicini (1986, pp.73-75). En efecto, las ciudades principales, especialmente San José, comenzaron a trascender el carácter de meros centros administrativos o comerciales, que mantenían en la época colonial. Es ampliamente aceptado que San José lideró una dinámica de urbanización vinculada con el despliegue de la economía agroexportadora, que generó europeización de los patrones de consumo, diversificación de las diversiones públicas y crecimiento de infraestructura urbana (Fumero-Vargas, 2000).

A medida que la élite cafetalera se modernizaba a partir de la dinámica de beneficiadores/exportadores/prestamistas, comenzó a consumir y adquirir bienes suntuosos, muchos de los cuales podían ser producidos propiamente en los centros urbanos. Los costos de transporte de la época hacían competitiva la producción de ciertos bienes, lo que fomentaba el crecimiento de las ciudades. En segundo lugar, las primeras tierras dedicadas al cultivo del café en Costa Rica, y cuyo precio muy probablemente se disparó precisamente gracias a los cafetos, rodeaban la ciudad capital. Es así que:

El casco central quedó en manos de las principales familias del sector agroexportador, beneficiarias, comerciantes y ligadas al Estado, quienes se asentaron alrededor de la plaza central y con tendencia hacia el noreste de la misma, consolidándose la jerarquización y especialización del espacio urbano por parte de la elite cafetalera en San José, con el mismo patrón de asentamiento colonial. Mientras que los sectores más pobres se localizaron al sur y noroeste de la ciudad. (Quesada-Avendaño, 2007, p. 33).

Debido a esto se fomentó la urbanización del casco capitalino, aunque aún presentaba un aspecto inconfundiblemente aldeano, y como manifiesta la cita anterior, desigual. Esto se presentó no solo por las pocas edificaciones importantes, sino también por la espacialidad presente dentro de la ciudad, donde las casas no estaban siempre situadas de manera continua y existían espacios vacíos. La capitalización de los alrededores de la ciudad seguramente obligó a sus pobladores a aprovechar de una mejor manera el espacio, en un proceso lento mediante el cual adquirió las características que definen a un núcleo urbano: continuidad y contigüidad de las estructuras.

Debe señalarse que los rasgos de continuidad y contigüidad de la ciudad no han sido propiamente tratados por ningún historiador, por lo que estas deducciones son conclusiones lógicas extraídas a partir de las dinámicas de desarrollo ya estudiadas. Sin embargo, Salazar Palavicini (1986) da indicios de que este proceso de continuidad y contigüidad se dio, señalando, por ejemplo, cómo los solares o lotes vacíos que llama de uso potencial representaban en el período 1921-1940 apenas un 2,89% de las propiedades, mientras que las dedicadas a obtener una renta -por lo que se encontraban construidas- representaban un 95,83% de las propiedades; si esto se compara con el período de 1860-1880 en que el 52,15% de las propiedades eran de uso potencial, vemos cómo la ciudad se va llenando de edificaciones y cómo tendencialmente desaparecen sus espacios vacíos. Esta lógica implica ya una racionalidad capitalista, que busca darle un uso rentable al espacio urbano, a criterio de Salazar Palavicini (1986, pp. 149-150).

El mismo autor ha anotado además cómo se dio la especialización del territorio urbano de San José hacia actividades comerciales en el período de 1870 a 1930, concentrándose esta actividad en la avenida central y segunda, calle central y salida hacia Heredia, o Paso de la Vaca… “usando y reafirmando básicamente la ciudad como asiento de la esfera de la circulación” (Salazar-Palavicini, 1986, p. 87). Además, Salazar Palavicini (1986) señala la dinámica de valorización de los predios urbanos en el período, siendo que en general los precios por diferentes usos de suelo aumentan y este crecimiento será más marcado en el sector comercial y vivienda. De modo que:

Las funciones de la ciudad de San José se especializan al atender a las demandas del capital, concentrando más actividades al servicio de la circulación y el consumo en general, que por ejemplo a actividades de producción de mercancías, las cuales como resaltábamos anteriormente si se trataba de materias primas de exportación como el caso del café, fueron desplazadas hacia afuera de los límites de la ciudad. (Salazar-Palavicini, 1986, p. 121).

Lo anterior apuntala la tesis sostenida de que al capitalizarse la economía el proceso de urbanización se generaba a partir de la valorización de los predios de la ciudad. Siendo que con la especialización comercial de la ciudad estas áreas adquirían un valor mayor al conocido en épocas precedentes, lo que generaba la necesidad de que estos espacios fueran protegidos contra riesgos. De allí surgía la necesidad histórica de contar con una institución que se encargara de limitar, por la vía de la extinción y la prevención, el riesgo contra incendio.

Como dijimos, la necesidad de protección contra siniestros se hacía mayor en la capital debido a la especialización comercial, a lo que además habría que agregar la concentración de las instituciones financieras, con el Banco Anglo Costarricense (1863), Banco Nacional (1867), el Banco de la Unión (1877) y el Banco de Emisión (1867), además de la centralización de las actividades administrativas y militares en la ciudad capital y de los medios de consumo colectivo, los cuales son inversiones en capital fijo, tales como electricidad, comunicaciones, ferrocarriles, instrucción, espacios recreativos y culturales, entre otros (Salazar-Palavicini, 1986, pp. 88-115). Por lo que habría en el período un desarrollo significativo del circuito secundario de circulación del capital.

La conclusión inmediata que se puede extraer de lo anterior es que la capitalización de la economía incidió de manera directa en la urbanización del país en general y de la capital en particular, y que dicha urbanización hizo que aumentaran los riesgos, especialmente por fuego. En efecto, aunque no existen estudios que reconstruyan la dinámica de incendios durante el período colonial o republicano, es dable suponer que la ausencia de continuidad y contigüidad limitaba los riesgos, ya que si una estructura era abrasada por el fuego, la posibilidad de limitar y contener el incendio por medio de la remoción del material combustible era mayor; mientras que si se daba el proceso inverso, las probabilidades de propagación del fuego aumentaban. Asimismo, como argumentamos anteriormente, el riesgo crecía en la medida en que los valores de los predios aumentaban, dada la especialización comercial que adquiría la ciudad. El método de remoción era probablemente el más común, ya que la primera cañería de San José data de 1868 y presentó serios problemas desde su inicio.

Existen antecedentes históricos anteriores al siglo XIX sobre cuerpos de bomberos. Por ejemplo, en la antigua Roma encontramos a los vici, figura política encargada de apagar los fuegos, y al servicio de vigiles o bomberos (“Augusto Julio”, 1991, pp. 36-37). Sin embargo, la limitación de la extensión de lógicas mercantiles en las sociedades antiguas, limitaba la generalización de este tipo de cuerpos. O sea, no es sino hasta que surge una necesidad histórica por conservar propiedades y haciendas, ya que estas adquieren valor, proceso que se da con una urbanización de tipo moderno y capitalista, explicada anteriormente, que se van a generalizar este tipo de instituciones. No es casualidad que en Costa Rica fuera hasta mediados del siglo XIX, entonces, que comenzaran estas preocupaciones.

Sin embargo, debido al carácter eminentemente rural, en un inicio, y no urbano del proceso de capitalización de la economía, se dieron las primeras disposiciones referentes a la quema de sementeras. Por lo que se crearon reglas para la prevención de incendios primero en el campo, antes que en la ciudad. En efecto, Juan Rafael Mora en 1854 creó las reglas para darles fuego a las sementeras, como se expone en un documento de 1854 (“Reglas sobre”, f. 27).

A pesar de que la cañería fue, junto con lo que se conoció como el saneamiento de San José, el proyecto urbano de mayor importancia realizado en el período según Quesada Avendaño (2007, p. 15), las condiciones materiales en las que se produjo y los adelantos que generó fueron lentos y poco satisfactorios. La principal historiadora de la modernización urbana josefina, a quien ya hemos citado, reconstruye el proceso de construcción de la primera cañería señalando lo siguiente:

El proyecto para construir la primera cañería de hierro en San José fue aprobado en 1858, durante el gobierno de Juan Rafael Mora, cuyo financiamiento se obtendría de la venta de una parte del potrero de Pavas, legado por el padre Chapuí. Para llevar a cabo la obra se contrató a Francisco Kurtze y Guillermo Nanne, quienes adquirieron parte del material para la cañería, pero el proyecto no prosperó por diversos problemas. Fue hasta 1865 que el proyecto se retomó y se firmó un nuevo contrato con el ingeniero y arquitecto mexicano Ángel Miguel Velásquez (pero basado en el proyecto de 1858 elaborado por Kurtze) obra que se inauguró oficialmente en 1868, pero que no se concluyó hasta 1869. Los tanques de abastecimiento y purificación, se terminaron en 1867 al este de la ciudad, (todavía localizados aledaños al actual Hospital Calderón Guardia). La primera cañería pública de hierro, se instaló para las élites urbanas que pudieran costear la mejora. Para la mayoría de la población el agua era conducida hasta la Plaza Central y de ahí se distribuía a diversas fuentes en la ciudad para que los josefinos se pudieran abastecer de agua para uso doméstico. (Quesada-Avendaño, 2007, pp. 62-63).

Sin embargo, se han señalado algunas de las limitaciones que esta primera cañería enfrentó. Por ejemplo, el agua representó un retroceso higiénico, ya que era conducida desde la acequia del río Tiribí hasta los tanques centrales por un sistema abierto de canales, donde el agua se mezclaba con impurezas, lo que generaba que en el trayecto se contaminara, como es argumentado por Bustamante (1996). Quesada Avendaño (2007) dice al respecto:

Los canales atravesaban diversos poblados donde era utilizada por los vecinos para sus necesidades básicas, como el lavado de ropa y recogía toda clase de basura -como las mieles del café, aserraderos-. Además, por el amplio caudal que formaba el canal, se hacían zanjas (verdaderos precipicios) en los canales de conducción, que eran una amenaza para la seguridad de las personas y animales, que morían ahogados en el canal y se descomponían paulatinamente en el agua. (p. 63).

En este sentido, la autora también se refiere al informe que el Dr. Maximiliano Bansen envió al protomedicato el 6 de setiembre de 1882. Fue, en general, un detallado informe sobre el estado del agua en San José. Sin embargo, llama la atención como Bansen señaló que las condiciones del agua eran tan malas, que incluso se encontró en la acequia en una ocasión el cadáver de un hombre que estaba en tal estado de “putrefacción, que se juzgaba casi haber estado dos semanas infestando horriblemente el agua que bebíamos” (Quesada-Avendaño, 2007, p. 179).

Los ejemplos anteriores denotan la poca evolución de las condiciones propiamente urbanas de San José durante el siglo XIX, muy a pesar de los esfuerzos de las autoridades municipales. Quesada Avendaño señala cómo estos esfuerzos se enfrentaron a las limitaciones presupuestarias no solo del ayuntamiento, sino también del mismo Estado costarricense. Asimismo, se revela la inexistencia de lo que podríamos llamar la infraestructura básica para el desarrollo de una labor propiamente de bomberos; al menos desde el punto de vista de la sofocación de un incendio, la precariedad de las fuentes de agua limitaba gravemente las labores de extinción en caso de siniestro.

Sin embargo, como principales conclusiones de este proceso, Quesada Avendaño (2007) señala: primero, cómo la producción del café se extendió en los límites urbanos de San José; segundo, la centralización del Estado y la creación de los primeros signos de infraestructura urbana propiciados en la década de 1850 bajo la administración de Juan Rafael Mora, antesala de los posteriores cambios en la ciudad a partir de la década de 1870; y por último, la necesidad de esperar hasta el período de las reformas liberales, 1870-1889, para que el verdadero cambio urbano se diera en San José.

De lo anterior, se pueden extraer algunas conclusiones particulares: fue el proceso de capitalización de la economía el que hizo necesario el surgimiento de una institución encargada de combatir incendios, en la medida en que los riesgos aumentaban doblemente; por un lado, por el proceso de urbanización que se explicó arriba; por otro lado, porque al valorizarse la tierra, las propiedades urbanas que se erigían adquirían cada vez mayor valor; por lo tanto, existía un interés colectivo, pero especialmente de las élites, por que sus bienes fueran protegidos.

En segundo lugar, podemos concluir que la protección contra incendios podía lograrse de dos maneras. La primera mediante el aseguramiento privado de individuos interesados en proteger sus bienes, lo cual, como se verá, reñía con el interés público, ya que era ampliamente aceptado en la Costa Rica del siglo XIX que los seguros contra incendio favorecían los siniestros en lugar de prevenirlos o combatirlos. La segunda era mediante la creación de un cuerpo de primera respuesta que velara por combatir los siniestros en caso de alarma. Este segundo camino se tomó a medias.

Para Carlos Monge Alfaro (1974), la historia de los seguros en Costa Rica puede dividirse en tres períodos. El primero, regido por disposiciones legales de tipo general, insertas en el Código de Comercio de 1853 y en disposiciones tendientes a regular seguros contra incendios en determinadas zonas del país, como en la Ley de Sociedades Mercantiles de 1853, para regular a las compañías extranjeras que empezaron a actuar en Costa Rica desde fines del siglo XIX. Para Monge Alfaro, esta etapa se extiende de 1841 a 1922, la cual culmina, después de muchos años de debates en la prensa y en el Congreso, con la Ley de 1922. Un segundo período sería de 1922 a 1924, fechas entre las cuales se creó la Superintendencia de Seguros, y finaliza con la creación del Banco Nacional de Seguros. Por lo que un tercer período iniciaría con la Ley del Monopolio de Seguros en manos del Estado, del 30 de octubre de 1924, según lo menciona Monge Alfaro (1974, pp. 15-16). A lo que podría agregarse un cuarto período, que iría de la apertura del monopolio de seguros en 2007 hasta hoy. Sin embargo, para los propósitos del apartado, interesa destacar la conclusión que extrae Monge Alfaro (1974) del primer período, o sea del que va de 1841 a 1922, donde a raíz del Decreto XII del 4 de setiembre de 1879, dice:

El decreto advierte a los propietarios indebidamente asegurados que debían pagar los daños hechos a las propiedades vecinas [en caso de incendio]. Este artículo, reiterado en otros textos jurídicos sobre la misma materia, fue objeto de largas discusiones, sobre todo durante las primeras décadas del Siglo XX. En los proyectos de ley de seguro contra incendio y, en forma explícita, en los de 1915, 1917 y 1922, se mantuvo dicha disposición… Amén de las inferencias que del Artículo 3° hicimos, conviene agregar otras, de no menor importancia. Veamos: en el texto transcrito es dable percatarse de que al hablar de incendios los califican de intencionales o fortuitos; o sea, que a lo largo de los años algunos propietarios aseguraron negocios u otra clase de establecimientos y les pegaron fuego para resolver agudos problemas económicos o, simplemente, hacer pingües negocios. Como hipótesis puede sacarse la conclusión de que el incendiarismo tiene raíces muy atrás en el Siglo XIX. (p. 22).

De lo anterior se deriva la conclusión señalada acerca de la insuficiencia de los seguros como instrumento para combatir incendios, ya que, como bien señaló Monge Alfaro, las leyes promulgadas entre 1841 y 1922, acerca de seguros contra incendio, prevenían todas ellas que el seguro era utilizado por muchos de los propietarios para obtener liquidez en períodos en que la situación económica de los asegurados se deterioraba o, simplemente, para hacer negocio. ¿Quiénes eran los propietarios? Según Monge Alfaro (1974), miembros de las principales familias costarricenses dedicados a la actividad comercial. Sobre esto comenta:

Algunos fenómenos que apenas despuntaban a mediados del siglo XIX van a adquirir dimensiones que trajeron muchos males al país, entre otros, el súbito desarrollo del incendiarismo, que abarcó las primeras décadas del Siglo XX. Comerciantes inescrupulosos quemaban sus tiendas o establecimientos para hacer buenos negocios. Esa criminal práctica trajo consternación a gobernantes, legisladores y ciudadanos. Los periódicos de la época son fiel testimonio de lo que denominó “la plaga del incendiarismo”. Se clamaba porque se pusiera coto a tales desmanes que ponían en peligro la vida y las propiedades, mediante una legislación específica, bien articulada, amplia. Era inaplazable, se creía, erradicar la apuntada corruptela, al par que regular, en forma clara y precisa, las actividades mercantiles de las compañías y sus relaciones con los asegurados. (p. 25).

Se concluye entonces con la necesidad de crear un cuerpo encargado de la extinción de incendios en caso de emergencia, que funcionara especialmente ahí donde el riesgo, debido a los valores en juego, es mayor, o sea, la ciudad capital, y ese cuerpo fue el Cuerpo de Serenos de Costa Rica.

En 1849, Juan Rafael Mora aprobó un nuevo reglamento de policía. El primero había sido emitido por Braulio Carrillo con la Ley de Bases y Garantías de 1841 (Quesada-Avendaño, 2007), el cual mediante reforma de 1850 creaba el Cuerpo de Serenos de Costa Rica. Para Quesada Avendaño, el reglamento de Mora fue un antecedente de gran importancia para la organización urbana del período, debido a que intervino en el campo municipal, creando la figura del jefe de policía, que luego se reforzó con las reformas liberales y las campañas de higiene en 1880. El reglamento sentó las bases de la reorganización urbana en San José, ya que estableció un modelo de desarrollo de las ciudades relacionado con la administración, ornato, seguridad, mantenimiento, uso y reglamentación del espacio público, diversiones públicas y privadas, servicios, e incluso la moral pública, entre otros. Por lo que:

El Reglamento de Policía tuvo repercusiones inmediatas en la capital, porque en la década de 1850, se inició el primer período de construcción y de un incipiente cambio urbano en San José. En otras palabras el Reglamento sentó las reglas del juego, antes de iniciar una nueva coyuntura edilicia y de crecimiento en la ciudad. (Quesada-Avendaño, 2007, p. 61).

De modo que la creación de instituciones de vigilancia y primera respuesta, como el Cuerpo de Serenos de Costa Rica, puede vincularse con el crecimiento y desarrollo de la urbanización y capitalización de la economía, como se ha venido sosteniendo. Lo novedoso para el propósito del artículo, y que se aprobó en las modificaciones hechas al Reglamento de Policía en 1850, es lo siguiente:

En primer lugar, la municipalidad le cedía a un empresario el encargo del alumbrado; básicamente se hacía responsable del mantenimiento de los faroles y de dotar del material necesario para que se pudieran encender de 6.30 de la noche a 5 de la mañana, bajo pena de multas de 2 a 8 reales por farol apagado y de 25 pesos hasta 75, o recesión de contrato, si no alumbraba del todo en las noches. El Cuerpo de Serenos era el encargado de velar por que se cumplieran estas disposiciones (“Reglamento de Policía”, 1850, ff. 21-23, 26). Además, el Cuerpo Policial realizaba rondas nocturnas por la ciudad, vigilando que no hubiera movimientos extraños o reuniones prohibidas, por lo que tenía incidencia en actividades políticas.

En el capítulo 3° del Reglamento de Serenos se habla del jefe de serenos, sus deberes y dotación. Se establecía que devengaría un sueldo de 25 pesos mensuales. Asimismo, su deber era pasar revista a las armas de los serenos todas las noches, leer en voz alta a su compañía el Reglamento de Serenos al menos una vez por semana, hacer rondas para verificar que sus subalternos cumplieran con sus obligaciones, recibir las órdenes que le fueran transmitidas relativas al ramo, dar parte de las novedades a sus superiores, llevar un libro rubricado con las faltas de los serenos cometidas contra el Reglamento de Policía o de aquellos que hayan sobresalido en sus servicios. Estaba asimismo obligado a utilizar un caballo para poder desempeñar sus obligaciones y a nombrar un remplazo las noches que no pudiera hacerlo (“Reglamento de Policía”, 1850, ff. 23v-24). En el capítulo 3º, artículo 8º del reglamento, en el punto 6º se destaca el carácter del cuerpo como de primera respuesta; en este punto se afirma:

6° Dar parte igualmente al Gobernador en caso de haberse rehusado, sin justa causa, algún médico, cirujano o partera á auxiliar á un enfermo de gravedad, ó algún boticario á despachar las medicinas que se le pidan, para que aquel funcionario les imponga el castigo que las leyes designen. (“Reglamento de Policía”, 1850, f. 24).

De lo anterior se deduce que los serenos estaban a cargo de llevar a los enfermos donde el médico del pueblo o en su defecto donde un boticario para que les brindaran atención, por lo que también realizaban labores de transporte de enfermos. Este punto se confirma en el capítulo 4º, artículo 8º, en el punto 9º (“Reglamento de Policía”, 1850). En el capítulo 4º del reglamento se habla de los serenos y sus obligaciones y se destaca que la compañía estaría compuesta, por ahora (en el momento de su disolución había 40), de 16 serenos con el sueldo de 10 pesos mensuales cada uno. Cada sereno estaba armado de una carabina y de un sable, armas que se costeaban con los fondos municipales (“Reglamento de Policía”, 1850, f. 23v).

Dentro de las obligaciones de los serenos destacan: conservar limpias las armas, y en caso de perderlas por su culpa, reponerlas de su propio peculio, así como reunirse a las 6 de la tarde en el edificio municipal, para que después de la revista de armas fueran distribuidos por su jefe con arreglo al plano de la ciudad. Debían recorrer continuamente cada uno una línea que les era asignada para vigilancia y dar en voz alta cada 30 minutos la hora, indicando si la noche está clara, oscura o lluviosa. También se comunicaban por medio de un pito y tenían señas y contraseñas designadas por el jefe para cuando fuere necesario darse auxilio, como para aprehender a un delincuente, evitar algún delito, acudir a algún mandato, etc. Asimismo, recorrían los puestos para examinar si las puertas de las casas o tiendas estaban bien cerradas, y en caso contrario le daban aviso al dueño, permaneciendo en guarda el sereno del punto inmediato mientras vinieren a cerrar (“Reglamento de Policía”, 1850, f. 23v).

Los serenos debían aprehender a toda persona que se encontrara de noche con algún fardo, baúl, paquete o cualquier otro objeto sospechoso y conducirla presa a la prevención; cuando un vecino tuviera necesidad de trasladar alguno de los objetos mencionados, debía solicitar previamente el permiso del sereno respectivo, quien basado en su juicio sobre la honradez del solicitante, debía pasar el aviso a las líneas por donde este debía transitar. Asimismo, los serenos tenían que acudir a auxiliar a los vecinos que lo reclamaren, ya sea contra ladrones, o contra cualesquiera otros perturbadores de la seguridad y del orden, para aprehenderlos y conducirlos a la prevención de arresto. Debían también mediar en las riñas domésticas utilizando prudencia y moderación, a menos que hubieran ocurrido amenazas graves y temieren un funesto resultado; cuidar de la conservación de los faroles, aprehendiendo al que intentare romperlos o apagar las luces; no hacer uso de las armas, sino cuando fuere absolutamente indispensable y en caso de ser atacados. Debían reconocer a toda persona sospechosa o que estuviera embriagada o llevando armas prohibidas; dar cuenta de cualquier desorden público y avisar a su jefe con anticipación cuando por alguna causa justa no pudieran prestar el servicio a que están obligados (“Reglamento de Policía”, 1850, f. 23). Como se mencionó, el traslado de enfermos se destacaba entre sus funciones:

9° Auxiliar también a los vecinos, acompañándolos, si lo exigieren, cuando tengan que salir á necesidades urgentes, como llamar médico, confesor, etc., ó yendo solos i así fueren solicitados, en cuyas ocasiones, se irán relevando inmediatamente cada uno al suyo respectivo. (“Reglamento de Policía”, 1850, f. 23).

Para el propósito de esta investigación, el punto 10º del artículo 8º es el más importante, ya que allí se establecía lo que un sereno debía hacer en caso de incendio:

10º: En caso de incendio el sereno que primero lo advierta, hará inmediatamente con el pito la señal convenida para convocar al jefe i á todos los demás serenos; advertirá á los dueños o habitantes de la casa, del peligro que corren: mandará hacer en la Iglesia más inmediata la señal de fuego con las campanas, para que ocurra el vecindario: hará abrir las puertas de la casa incendiada; i procederá en unión de sus compañeros i demás personas presentes, á contener el incendio; advirtiendo que tanto el jefe como los serenos deben proceder en estos casos con la mayor actividad, i cuidar especialmente de impedir que, á merced del tumulto, se cometan robos ú otros excesos. (“Reglamento de Policía”, 1850, f. 25).

De lo anterior se deduce el papel de los serenos en la atención de siniestros. Di Luca (1965) ha destacado este trabajo confirmando que se procedía de esta manera en la década de 1860, incluso por parte de la primera compañía de bomberos, de la cual se hará referencia más adelante. En caso de incendio, los serenos o los bomberos recurrían al toque de campanas para alertar a la población y para que los vecinos acudieran con baldes o cualquier cosa que transportara agua para ayudar en la sofocación, como lo refiere Di Luca (1965). Llama la atención la última parte del artículo citado donde se señala que los serenos debían cuidar también que la multitud que acudía al llamado para luchar contra el fuego no robara propiedades o cometiera delitos escudados por la emergencia. Asimismo destacamos la poca determinación que existía en términos reglamentarios sobre cómo actuar en caso de incendio. Dicho de otra manera, el reglamento no establecía qué hacer para contener el fuego, solo indicaba que los serenos debían hacerlo.

La creación de este grupo de serenos coincidió, además, con la inauguración del primer alumbrado público de la ciudad de San José, el cual era con canfín, que se dio el 1 de junio de 1851, también en la administración Mora Porras. Estaba compuesto por grandes lámparas de canfín situadas en postes de hierro a una distancia de 50 varas cada uno, a lo largo de la plaza principal y en las calles más pudientes de la ciudad. Este sistema de iluminación funcionó hasta que se inauguró el alumbrado eléctrico en 1884 (Bustamante, 1996).

Los serenos utilizaban como uniforme un sombrero negro hulado, con un distintivo pequeño de hojalata al lado izquierdo, pintado con los colores del pabellón nacional, espada ceñida y pistolas, con una plancha de lata en la parte anterior con la leyenda “Compañía de Serenos de San José” junto con el respectivo número de sereno. El jefe utilizaba, además, una casaca corta o levita de paño gris, todo lo cual debía ser pagado de su propio peculio (“Reglamento de Policía”, 1850).

Además de los serenos permanentes, había diez meritorios o temporales, que servían de manera voluntaria para ocupar el puesto de algún sereno cuando hubiera alguna plaza desocupada o se aumentara el número de plazas (“Reglamento de Policía”, 1850). Los meritorios estaban bajo las órdenes de un cabo, armados con carabinas y tenían como obligación dar auxilio tanto a los serenos como al encargado del alumbrado (“Reglamento de Policía”, 1850); eran una especie de voluntarios dentro del Cuerpo de Serenos.

Estaban sujetos, tanto el encargado de alumbrado como el jefe y los serenos, a una serie de penas y multas que iban desde parte de su sueldo, hasta el despido (“Reglamento de Policía”, 1850). Posteriormente, las carabinas fueron sustituidas por revólveres el 15 de noviembre de 1870 (“Actas Municipales”, 1870, f. 31). A partir de 1882, para pertenecer a algún cuerpo de policía, se puso como requisito, además, el no haber sido condenado por crímenes (“Acuerdo N° XIX”, 1882, f. 12).

Quesada Avendaño (2007) ha señalado, a partir de los comentarios de viajeros, que para el alemán:

Wilhem Marr, los serenos no inspiraban mucha confianza ya que eran: “unos sujetos descalzos y atezados con sus pantalones grises o azules de paisano, sus “chamarras” a cuadros y con flecos y armados de una carabina corta y herrumbrada, presentaban el aspecto de pintorescos bandidos.” Los serenos daban también la hora por las calles josefinas. Según el alemán: “no dan las horas gritando sino que rugen o vociferan con voces de barítono, bajo o tenor… El patriotismo, la cronología y la meteorología se desatan en rugidos de cerca y de lejos… ¡Viva Costa Rica! ¡Las nueve han dado! ¡La noche es clara!” El último anuncio terminaba en una oración a las cinco de la mañana. (p. 64).

Señala asimismo, que a pesar de las mejoras que introdujo el servicio de serenazgo, el alumbrado era limitado y el servicio se restringía a unas pocas calles de la ciudad, donde vivían los más pudientes (Abarca-Vásquez, 2001, p. 73). Para Marín Hernández (1993), importante estudioso de los cuerpos de policía en Costa Rica, el Cuerpo de Serenos fue el principal cuerpo de control social entre 1849 y 1860. En ese sentido, plantea que el panorama policial del período lo constituían camineros y serenos: los primeros vigilantes de los caminos y los segundos de los centros urbanos (Marín-Hernández, 1993, p. 30). Este panorama, como se verá, incidía en las políticas de control de incendios del período.

En efecto, antes de formarse la primera Compañía de Bomberos, además del Cuerpo de Serenos, en 1862 se creó la Policía Volanta del camino real de San José a Puntarenas, la cual se componía de dos cabos y cuatro guardas, dividida en dos secciones bajo el mando de la Dirección de Obras Públicas. Estos policías llevaban una medalla con las armas de la República y, según el artículo 3º de su reglamento, debían impedir y contribuir a apagar los incendios de las propiedades que encontraran siniestradas en el camino y, según el 4º, arrestar a aquellos que “causen alguna quemazón ó perjuicio por malicia o negligencia, entregándolos luego á las autoridades más cercanas del lugar en que se hallen” (“Reglamento de Policía Volanta”, 1862, f. 11).

Estas secciones debían patrullar el camino día y noche entre San José y Puntarenas, previniendo que no se cometiese delito alguno; asimismo, dado que sus labores se realizaban en verano, era su obligación auxiliar a los carreteros que trasladaban café del Valle Central al puerto en cualquier caso de emergencia (“Reglamento de Policía Volanta”, 1862, f. 11). Estas funciones, entonces, fueron propiciadas por la construcción de la carretera de San José a Puntarenas y los decretos de 1853 y 1858 que creaban la Policía de la Carretera Nacional, según Abarca Vásquez (2001, p. 74), y que se especificaban en el reglamento antedicho. Huelga señalar la correlación entre exportación de café y vigilancia de la carretera, ya que esta se construyó expresamente para el transporte del grano, lo que incidió en la creación de estos organismos de vigilancia.

La administración del Cuerpo de Serenos corrió a cargo de la municipalidad de San José a partir de 1860, mientras que la de la Policía Volanta, del Estado, como hasta entonces fue el Cuerpo de Serenos. Sin embargo, la disposición del Decreto XLII del 5 de setiembre de 1872 les asignó a los gobernadores la función de jefes de Policía, aunque los agentes siguieran dependiendo de fondos municipales. Lo anterior generó contradicciones entre la administración y el financiamiento del Cuerpo de Serenos que venían desde que el cuerpo fue puesto bajo el control municipal. En efecto, el 29 de octubre de 1870, los regidores de San José se quejaban de que el gobernador había autorizado un aumento de sueldo al jefe de serenos que no había sido autorizado por la municipalidad, que:

Además de ser odioso [el aumento] por las á que da lugar respecto á más carga real sobre la cual no puede haber contemplación de ninguna especie, como tal vez sería tolerable en las personales, no solamente reduce en gran manera el producto indispensable para llenar el objeto deseado, sino que hace al Señor Gobernador arbitro que dispensa favores indebidos. (“Actas Municipales”, 1870, ff. 36-36v).

Este conflicto por quién asume el costo del Cuerpo de Serenos será constante entre el Poder municipal y el Estado, hasta el punto de que la municipalidad planteará la disolución del Cuerpo de Serenos el 10 de febrero de 1879, debido a los desacuerdos por su financiamiento y a problemas de disciplina al interior de la institución (“Actas Municipales”, 1879a, ff. 83-84). Se sabe que el Cuerpo de Serenos no fue disuelto sino hasta 1885, aunque pasó a ser administrado por el Estado, ya que en la memoria de las carteras de Guerra, Marina y Policía de 1883, se constata la existencia del Cuerpo de Serenos, compuesto por 40 individuos, un comandante jefe del cuerpo y dos segundos jefes, bajo la inspección del primer agente de Policía y del gobernador de la provincia de San José, todos sujetos al nuevo Reglamento de Serenos aprobado en 1877 (Archivo Nacional de Costa Rica, 1883, p. 9). En efecto, el acuerdo municipal que trata sobre el tema expresa que:

Mientras la inteligencia, moralidad y civismo de los individuos, que se empleen en este servicio, no corresponda á los altos fines, que el Legislador tuvo en mira al tiempo de la creación de este cuerpo, en lugar de obtener los legítimos bienes que el país debe esperar de esta importante institución se repetirán las escenas de escándalo desorden, ultrajes y otros tal vez más graves, que han tenido lugar en el largo tiempo de su duración. (“Actas Municipales”, 1879a, f. 83).

A pesar de la disolución dictada por la municipalidad, se mantuvo el puesto de jefe de serenos, y luego se creó el de segundo jefe; asimismo, en los documentos municipales, todavía en 1883 se refieren a la policía como cuerpo de serenos (“Actas Municipales”, 1882/1883, ff. 280-281).

Si bien con la disolución de las 36 plazas del Cuerpo de Serenos, número que había alcanzado la institución, la municipalidad tenía la intención de crear una guardia municipal con igual número de plazas, al final se dio pie a la creación de la Policía de Orden y Seguridad, de carácter estatal y que articuló las labores de los agentes de Policía bajo la Secretaría de Gobernación (Abarca-Vásquez, 2001, p. 77), manteniéndose el Cuerpo de Serenos hasta la creación en 1885 de la Policía de Seguridad, Salubridad y Ornato de la ciudad de San José. Por lo que las labores de extinción se trasladaron del Cuerpo de Serenos al Cuerpo de Policía, ahora bajo la égida del Estado.

Estas funciones, entonces, fueron trasladadas y mantenidas por el Decreto XLIX que creó el Reglamento de Policía de Seguridad, Salubridad y Ornato de la ciudad de San José, el 23 de junio de 1885 (f. 12E), lo cual se mantendría vigente hasta 1908. Dentro de este proceso se incorporó el Reglamento de Policía para el Alumbrado y Policía de la ciudad de San José (1885), emitido por el gobernador de provincia en 1877, aspecto que se continuó utilizando como referencia para los distintos cuerpos policiales hasta 1908.

En este último reglamento se mantenían la mayoría de las disposiciones del de 1850, aunque algunas se ampliaban. La policía nocturna se seguía considerando básicamente farolera y atendía los mismos puntos establecidos para el antiguo reglamento de serenos; incluso se mantenía el puesto de jefe de los serenos para la coordinación de la policía tanto diurna como nocturna, y se mantenían las disposiciones relativas al traslado de enfermos. En cuanto a las obligaciones de los policías diurnos y nocturnos se establecía que debían:

9ª Dar con el pito la señal que se les hubiere ordenado en caso de notar algún incendio, para convocar al Jefe y a todos los demás Policías, avisar inmediatamente al dueño o habitante de la casa sobre el peligro que corre, mandar hacer en la Iglesia más inmediata la señal de fuego en las campanas, hacer abrir las puertas de la casa incendiada y proceder en unión de sus compañeros y demás personas presentes a contener el incendio; advirtiendo que tanto el Jefe como los demás Policías deben proceder en estos casos con la mayor actividad y cuidar especialmente de impedir que se cometan robos y otros excesos. (“Reglamento de Policía para el Alumbrado”, 1885).

Se aprecia cómo existe una continuidad entre el Cuerpo de Serenos y las prácticas que fueron tomadas por los cuerpos de policía en el último cuarto del siglo XIX. Asimismo, este reglamento que citamos reviste otra importancia. En efecto, se puede establecer que al igual que la urbanización del casco josefino sirvió como modelo para el desarrollo de otras urbes en el país, la organización del cuerpo de policía también se reprodujo. Por ejemplo, en la ciudad de Puntarenas, el Reglamento para el Alumbrado y Policía (1881) reproduce exactamente, en el artículo 9º del capítulo sobre las obligaciones de los policías o faroleros, el artículo citado para la ciudad de San José. Por lo tanto, es dable suponer, los principales municipios del país copiaron esta regulación para la extinción de incendios a partir de la experiencia josefina.

Respecto del antiguo Cuerpo de Serenos, algunos de los presupuestos municipales del período dan cuenta de los gastos de sostenimiento, que ascendían a 421 pesos en 1871. Así por ejemplo, en el presupuesto municipal de ese año, se detallan los siguientes gastos:

Para 21 serenos 15 pesos cada uno por id 315 pesos_ Para un Jefe de serenos encargado de los animales de la Policía por id 42 pesos_ Para un Rondín para los serenos por id 25 pesos_ Para papel, plumas, fósforos, candelas, tinta i mecates para el cuartel de serenos por mes 4 pesos_ Para jabón, limpiones i candelas con que encender las lámparas del Alumbrado por id 3 pesos_ Para mantención del macho que maneja el carretón de la Policía por id 7 pesos_… Para pago de alquiler del Cuartel de serenos por id 25 pesos. (“Actas Municipales”, 1871, ff. 10-11).

Cabe destacar que en los distintos presupuestos municipales revisados entre 1865 y 1877, no se encontró ninguno referente al Cuerpo de Bomberos fundado en 1865, salvo algunos gastos en útiles y limpieza de la bomba, los cuales dejan de aparecer a partir de 1870. Sin embargo, los gastos detallados eran para la bomba, de propiedad municipal, como se verá más adelante, no para el Cuerpo de Bomberos. Debe agregarse que los cuerpos de policía fueron herederos de los útiles, equipos y herramientas importados en el siglo XIX en los períodos en que se tuvo intención de crear compañías de bomberos, por lo que contaron con equipos para la extinción de incendios.

Un último ejemplo de la relación capitalización-aparición de instituciones de primera respuesta puede encontrarse en el intento por parte del Banco de la Unión, el 25 de marzo de 1890, de colocar la bomba contra incendios de la municipalidad de San José en la azotea del edificio bancario. En esa ocasión, la municipalidad consideró que debía estar a disposición del público a nivel de la calle por lo que se negó a colocarla en la azotea, pero se dispuso diagonal a la calle de en frente del citado banco (“Actas Municipales”, 1890, ff. 71-721).

Para finalizar este apartado, deben señalarse entonces algunas conclusiones relevantes. En primer lugar, se destaca la correlación existente entre capitalización de la economía, desarrollo urbano y aumento de riesgo de incendio, lo que hizo necesaria la aparición de un cuerpo que diera respuesta a este problema. En segundo lugar, como el cuerpo que se creó con ese fin fue el Cuerpo de Serenos de la capital, el cual fue financiado de manera itinerante ya fuera por la municipalidad o por el Estado, se generó una contradicción en cuanto a su administración y financiamiento, ya que este quedaba supeditado al poder del gobernador de San José -siendo que el Cuerpo de Serenos funcionó en la ciudad capital, mientras que era en ocasiones financiado por la municipalidad-. Finalmente, esta contradicción se resolvió creando en 1885 la Policía de Seguridad, Salubridad y Ornato de la ciudad de San José, la cual, bajo presupuesto del Estado, asumió las labores de las distintas policías del siglo XIX, entre ellas la extinción de incendios.

En el apartado siguiente, se examinan los intentos por crear un cuerpo especializado en el combate contra incendios, al estudiar las compañías de bomberos formadas entre 1865 y 1908, desde las limitaciones para su consolidación, hasta la disolución de la última compañía en el año de 1908.

Dinámica de la fundación de compañías de bomberos en Costa Rica, 1865-1908

Sobresaltada se despertó la ciudad de San José, en la madrugada del 26 de enero de 1864, al toque de las campanas de las iglesias y al son de las trompetas del cuartel, y en pocos minutos, los vecinos se volcaron en las calles para correr todos hacia un mismo lugar. (Di Luca, 1965, p. 3).

Di Luca (1965) narra el violento incendio que quemó la casa de Francisco María Iglesias, ubicada en la actual avenida segunda y calle sexta de San José. Señala la autora que esta casa, parte de la cual estaba en construcción, se pensaba llegaría a ser una de las más elegantes y mejores de la capital, e incluso servía de casa de habitación para la familia del entonces presidente de la República, Jesús Jiménez. Es tradicionalmente aceptado que este incendio desató un debate en la opinión pública que llevó a la formación de la primera Compañía de Bomberos.

Sin embargo, a partir de la lectura de las fuentes del apartado anterior, se sabe que la preocupación por la extinción de incendios data de 1850, bajo la administración de Juan Rafael Mora, y que la forma en que trabajaron en la extinción o combate de este incendio, narrado por Di Luca (1965), sigue las líneas de lo que el Reglamento de Serenos de 1850 establecía. ¿Cuál es entonces la importancia del incendio del 26 de enero de 1864?

A raíz de ese incendio se lograron cambios cualitativos importantes que impactarán la futura historia del Cuerpo de Bomberos. El más significativo quizá, por su incidencia, fue la compra de la primera bomba contra incendios del país. En efecto, en sesión del 15 de febrero de 1864 se propuso dicha compra y se formó una comisión integrada por Jesús Salazar, Mateo Mora y Manuel Joaquín Gutiérrez para que levantaran entre el comercio y el vecindario una contribución voluntaria con el fin de realizar la adquisición antedicha (“Actas Municipales”, 1863/1864, ff. 64v-65).

Más adelante, el 9 de mayo del mismo año, la municipalidad de San José acordó destinar la suma de 1 000 pesos para la compra de una bomba, así como solicitarle al Gobierno una suma de auxilio con este fin, y se volvió a autorizar a la comisión para que levantara la suscripción voluntaria mencionada; por último, se acordó que el valor total de la bomba no podía ser mayor a los 2 500 pesos (“Actas Municipales”, 1863/1864, ff. 74-74v). La suscripción voluntaria ascendió a la suma de 569 pesos; Di Luca (1965) menciona los contribuyentes:

Tinoco y Cía. 51 pesos, Banco Anglo Costarricense 51 pesos, Joy y Von Schroter 51 pesos, Montealegre y Salazar 51 pesos, Carazo y Hermano 51 pesos, Enrique Breuker 51 pesos, Federico Lahmann 51 pesos, Dujardin y Roumieu 25 pesos 4 reales, W. Thompson 25 pesos 4 reales, Allan Wallis y Cía. 25 pesos 4 reales, Le Quelet y Cía. 25 pesos 4 reales, Juan Knohr 25 pesos 4 reales, Francisco Pinto 25 pesos 4 reales, Manuel Carazo 17 pesos, Concepción Pinto 17 pesos. (pp. 6-7).

El 17 de mayo se le asignó a Guillermo Nanne, corredor y comisionista de la capital (Archivo Nacional de Costa Rica, 1861, f. 15) -se debe decir que Nanne fue un comerciante importante de la época-, la comisión, por parte de la municipalidad de San José, para la compra de la bomba. Asimismo, Nanne estaba vinculado al primer proyecto de cañería de San José y más adelante en 1873 fue representante del Gobierno para la construcción del ferrocarril al Atlántico (“Informe del Secretario”, 1865; “Actas Municipales”, 1872, f. 26); Nanne, por tanto, estaba vinculado a las obras de ingeniería y tecnología de punta para la época. Como parte del contrato, además, debía traer 400 yardas de tubo para trasladar agua a los puntos de la ciudad donde no hubiese una fuente cercana (“Correspondencia del Secretario”, 1864). La preocupación por el agua fue constante durante el siglo XIX, y es uno de los legados negativos que acarrea la cañería de San José para los cuerpos de atención de incendio hasta la actualidad. Esta inquietud ocupaba los debates del municipio mientras se traía la bomba, como puede corroborarse por la documentación de la época (“Actas Municipales”, 1863/1864, f. 74) y a partir de las limitaciones de la cañería decimonónica anotadas en el apartado anterior.

El 20 de junio de 1864 se recibieron por parte del Gobierno 2 000 pesos, total de la inversión que haría este cuerpo municipal para la cancelación de la compra (“Actas Municipales”, 1863/1864, ff. 82v). Y el 1 de julio se menciona que sobraron 45 pesos, por lo que no se gastaron los 2 500 que se tenían como tope, según Di Luca (1965). El 5 de enero de 1865 la municipalidad acordó solicitarle al Gobierno que eximiera la bomba del cobro de derechos de aduana (“Actas Municipales”, 1865b, ff. 1-2), como en efecto sucedió, y el 25 de febrero de 1865 Guillermo Nanne informaba:

Honorable Cuerpo de la Municipalidad de San José Habiendo llegado desde un mes la bomba de incendios, que ese honorable cuerpo contrato con el infrascrito, suplico sea servido mandar alistar los fondos necesarios para los fletes de mar y tierra, apartando al mismo tiempo mis servicios, para el despacho de dicha bomba. (“Actas Municipales”, 1865a).

Lo anterior atrasó la llegada de la bomba a San José desde Puntarenas, hasta mediados de año. Sin embargo, el 20 de junio de 1865 la municipalidad dispuso que:

Habiendo llegado la bomba para incendios y siendo necesario formar el Reglamento correspondiente y organizar el Cuerpo de Bomberos se dispone: comisionar para ambos objetos á los Señores Regidores Mora y Estreber asociándoles a los Señores Nanne y Alfredo García, de quienes ahora prestaran este servicio. (“Actas Municipales”, 1865c, ff. 45-46).

Se daba a entender que Mateo Mora, Guillermo Nanne, Fernando Estreber y Alfredo García, fueron los gestores de la primera Compañía de Bomberos de Costa Rica. Para Di Luca (1965), el primer local para guardar la bomba fue una propiedad de Máximo Jerez, a quien se le pagó por limpiar sus partes y armar la bomba, lo que también se confirma por acuerdo municipal (“Actas Municipales”, 1865c, f. 49). Luego, Di Luca (1965) señala que en sesión del 25 de julio de 1865 se presentó el plan para organizar el Cuerpo de Bomberos y el proyecto de reglamento, todo lo cual se discutió y aprobó. Esto se confirma por el acuerdo municipal que tiene por fecha el 17 de julio de 1865, no el 25, donde se informa:

Habiendo dado cuenta la respectiva comisión con el reglamento y organización de la Compañía de bomberos que se le encomendó, leído fue dicho reglamento y discutido se dispone: que éste es de la aprobación de la Municipalidad, encargando al Señor Gobernador la pase al Supremo Gobierno con el fin de que si lo tiene á bien se sirva resellarlo con la suya, facultando al mismo Señor Gobernador para que en tal caso mande imprimir el mismo de ejemplares que se necesitan del expresado reglamento. (“Actas Municipales”, 1865c, ff. 54).

Sin embargo, Di Luca (1965) señala que el Poder Ejecutivo, el 27 de julio de 1865, mostró conformidad con los planes presentados y aprobó el Reglamento del Cuerpo de Bomberos. Para Di Luca (1965), esta fecha marca el inicio del cuerpo; no obstante, a pesar de una revisión exhaustiva de la Gaceta Oficial, y de la Colección de Leyes y Decretos, no se puede confirmar ese dato.

Asimismo, se puede argumentar que esta primera compañía de bomberos, creada por acuerdo municipal del 17 de julio de 1865, marca el inicio de la actividad bomberil en Costa Rica, mas no tiene continuidad institucional con las posteriores, principalmente con el actual Benemérito Cuerpo de Bomberos de Costa Rica, debido a que aquella compañía dejó de ser mencionada en actas municipales antes de que finalizara la década, y no es retomada en ningún documento oficial. Más aún, luego de un incendio en 1904, que se verá más adelante, se formó la Compañía de Bomberos de San José, por lo que para inicios del siglo XX es claro que ya no existía ningún cuerpo de bomberos en la capital.

Los uniformes para la primera compañía fueron encargados al extranjero (Estados Unidos o Europa), según acuerdo, aunque no es posible precisar de dónde vinieron exactamente ni cómo eran (“Actas Municipales”, 1865c, ff. 61-62). Las primeras herramientas adquiridas para esta compañía fueron tres escaleras y tres garabatos (especie de ganchos usados seguramente para escombreo), que le costaron 20 pesos con 4 reales a la municipalidad de San José, comprados el 2 de noviembre de 1865 (“Actas Municipales”, 1865c, f. 79).

En los días siguientes, se formó la Directiva del nuevo Cuerpo, de la cual fue Capitán don Alfredo García, Secretario Don Fernando Estreber, y Primer Teniente Don Guillermo Nanne; los otros Oficiales, cuyos nombres no han llegado hasta nosotros, completaban esa Directiva, la cual tenía reuniones periódicas. Dentro del conjunto del Cuerpo general, se organizó un grupo especial, con el nombre de Primera Compañía, y cuyo Comandante fue el señor Nanne, integrado por personas que trabajaban exclusivamente en el manejo de la bomba.

A ésta se la bautizó con un nombre significativo, Bomba “El Progreso”, y se la sacaba a la calle subida sobre un carretón que tiraba una mula. Las gentes salían a ver aquel aparato raro que producía un ruido característico y echaba humo, porque trabajaba a base de vapor, e iba acompañado de una campana grande de bronce con que se anunciaba la alarma. (Di Luca, 1965, p. 9).

A raíz de lo que los munícipes consideraron cobros excesivos por el mantenimiento de la bomba, se creó una comisión que buscaba regular los gastos que producía; el hecho de que la comisión se arreglara con el señor Guillermo Nanne en cuanto a los gastos manifiesta la importancia que esta persona tenía dentro de la compañía (“Actas Municipales”, 1866, f. 34). Luego de esta referencia no se vuelve a mencionar la bomba ni el Cuerpo de Bomberos, sino hasta el 19 de octubre de 1870 que la municipalidad la retoma; sin embargo, en ese momento, preocupada por el estado de la bomba, es al jefe de Policía al que se le comisiona la labor de darle mantenimiento (“Actas Municipales”, 1870, f. 10), lo que manifiesta que la primera compañía de bomberos de 1865 posiblemente se disolvió antes de que terminara la década.

Las ordenanzas municipales de 1867 establecieron que serían las municipalidades las encargadas de atender las emergencias de incendio, y como los reglamentos de Policía eran generales y durante el siglo XIX el Estado se había encargado de crear una red de agentes o cuerpos que cubrieran los principales poblados, fueron estos los que velaron por la atención de siniestros, lo que probablemente reforzó la disolución de la primera compañía de bomberos. Otra posible causa de la disolución se asocia con la inestabilidad política de la década de 1860.

En efecto, luego de la caída de Mora en 1859, la Constitución de ese mismo año evidenció un fuerte temor ante la concentración de poder en el Ejecutivo, por lo que se limitaron los períodos presidenciales a tres años, lo que acercó en demasía los ciclos de lucha electoral, generando un clima de efervescencia que se conjugaba con el papel activo de los generales Máximo Blanco y Lorenzo Salazar en los golpes de Estado de la década, especialmente el de 1868. En ese período se sucedieron las administraciones de José María Montealegre (1859-1863), Jesús Jiménez (1863-1866) -en la que se creó la primera compañía-, José María Castro Madriz (1866-1868), la cual se vio interrumpida por un golpe de Estado en favor de Jiménez (1868-1870), siendo esta última interrumpida por un nuevo golpe de Estado, esta vez en favor de un grupo de oficiales al mando de Tomás Guardia.

En general, se consideran las administraciones de Jiménez sumamente represivas y autoritarias, y de tendencia conservadora (Díaz-Arias, 2008, pp. 42-44). Si se considera la fecha en que se deja de mencionar el Cuerpo de Bomberos, es durante la última administración de Jiménez, y se pierde todo registro luego de la llegada de Guardia al poder. Es posible que los miembros de la primera compañía estuvieran vinculados a la primera administración de Jiménez, como lo estaba Fernando Estreber en calidad de edecán presidencial (Archivo Nacional de Costa Rica, 1865, f. 81). Además, se debe hacer referencia a que Estreber fue director de la Oficina de Estadística y que luego de los cambios de administración se perdió interés por la institución naciente.

La municipalidad entonces no perdió el interés por atender este tipo de alarmas, aunque recargó estas funciones en cuerpos de policía, como se expuso en el primer apartado. Sin embargo, hacia 1871 había interés por adquirir nuevos aparatos que combatieran incendios, es así como:

Habiendo manifestado el Regidor Señor Tinoco: que Don Joaquín Fernández ha hecho venir de Europa un aparato de nueva invención destinado a apagar incendios sin emplear el agua i que sería conveniente ensayar la máquina para ver si el resultado que produce puede ser de beneficio considerable para los casos de incendio, se acordó: autorizar al Gobernador para formar una hoguera suficiente a costa del fondo respectivo en el lugar más conveniente con el fin de que el expresado aparato se ensaye á presencia de las personas que tenga a bien invitar i dé cuenta del resultado a esta Corporación. (“Actas Municipales”, 1871, ff. 83-84).

Lo que se describe es probablemente el primer extinguidor o uno de los primeros, importados a San José a inicios de la década de 1870. Sin embargo, fue en las provincias, particularmente en los puertos, donde la inquietud por establecer cuerpos de bomberos se volvió a generar. Es así como el 26 de enero de 1875 se mandó a establecer en la naciente ciudad de Limón un cuerpo de gendarmes que debía ser a la vez cuerpo de bomberos.

En el Decreto II, del 26 de enero de 1875, se menciona la necesidad de conservar el orden en Limón y se habla de que hubo un atentado de incendio en esa población. Se menciona en el mismo decreto que el municipio aún no está organizado, por lo que es el Estado el que asume el costo de sostener un cuerpo de seguridad, así se considera que:

Es indispensable ocurrir a los nacionales para el sostenimiento de ese cuerpo de seguridad: finalmente, que estando organizada por los principales vecinos, bajo la autoridad del Gobernador, una brigada de bomberos para ocurrir á cualquier caso de incendio, es muy justo apoyar esos esfuerzos espontáneos, añadiendo a ellos el auxilio de la autoridad, se dispone: 1° Sustituir a la guarnición militar de Limón, quedando únicamente el Comandante de ella en su calidad de Capitán de Puerto, con un cuerpo de gendarmes, compuesto de catorce individuos, con un cabo que será su jefe inmediato. 2° El Gobernador de la Comarca organizará este cuerpo, distribuyendo el servicio de la Policía, tanto en el día como en la noche, en la forma que más convenga para proveer a la seguridad de la población. El sueldo de cada uno de estos individuos será de veinte pesos mensuales y treinta al del cabo. Estos sueldos se pagarán del presupuesto de la Guerra destinado al sostenimiento de la guarnición en aquel Puerto, debiendo el Gobernador, en consecuencia, pasar mensualmente a la Secretaría de Guerra el presupuesto que corresponde y expedir los giros en favor de las personas que devenguen los sueldos. 3° El Gobernador podrá agregar a la compañía de bomberos ya establecida, el número de gendarmes que tenga por conveniente para la vigilancia que debe existir durante las horas de la noche. 4° Para ser gendarme no se necesita la calidad de ciudadano costarricense, pero sí la de ser vecino de Limón en el caso de no tener aquella calidad. 5° El Gobernador dará cuenta al Gobierno para obtener su aprobación, con el Reglamento que dicte organizando el cuerpo de gendarmes. (“Decreto II”, 1875, ff. 83-84).

Se sabe que sí fue organizado un cuerpo de bomberos en esa localidad, debido a que en el Reglamento de la Policía de Limón de 1875 se establecía claramente que los policías, en caso de incendio, eran una fuerza auxiliar, que se debía poner a las órdenes del jefe del Cuerpo de Bomberos. De allí que el jefe de la policía debía:

En caso de que desgraciadamente suceda algún incendio en este puerto, el cabo después de tomar las precauciones prescritas por las ordenanzas militares, para cuidar de las armas y municiones en el cuartel, se alistará a la cabeza de los Gendarmes sobrantes, dejando cerrada la muralla y con ellos se pondrá a disposición del Jefe Ingeniero de la Brigada de Bomberos, para ocurrir en orden y actividad a prestar los auxilios que el Jefe demande. (“Reglamento de Policía de Limón”, 1875).

Esta compañía también se disolvería durante el siglo XIX, ya que, luego de un incendio importante en 1910, se contaba con equipo, incluso con una bomba contra incendios, guardada en el cuartel de armas, pero no con un cuerpo de bomberos (“Actas Municipales”, 1908/1911, f. 209). Sin embargo, la fecha de disolución de esta compañía tampoco es posible precisarla.

Por su parte, el 12 de marzo de 1879, el entonces presidente Tomás Guardia presenció, a las dos y media de la mañana, un incendio que consumió buena parte de la ciudad de Puntarenas. Ante esto, apresuró una circular de socorro haciendo un llamado para levantar un fondo para auxiliar a los damnificados (“Circular N° II”, 1879, f. 23). Asimismo, dictó, diez días más tarde, un decreto mediante el cual se creaba un cuerpo de bomberos en Puntarenas y se mandaba a traer una bomba contra incendio:

Tomando en consideración el acuerdo dictado por la Municipalidad de Puntarenas en la sesión que celebró el día 12 de este mes, con motivo del incendio que en la madrugada de ese día destruyó en aquella ciudad considerables propiedades; siendo conveniente y debido dictar las providencias que conduzcan a evitar en lo sucesivo iguales daños y a combatirlos con eficacia si desgraciadamente surgieren, se acuerda: 1º.- Pedir por cuenta del Gobierno las bombas á que alude el precitado acuerdo municipal: 2º. Autorizar a la Municipalidad de Puntarenas para la formación de un cuerpo de bomberos, haciendo el reglamento correspondiente, que oportunamente someterá a la aprobación del Gobierno; 3º.Prohibir expresamente que en el radio de la ciudad de Puntarenas haya paradores, comúnmente llamados sesteos, lo mismo que fogatas, cualquiera que sea el motivo que tenga para hacerlas. Comuníquese. (“Circular N° II”, 1879, f. 24).

Asimismo, se aprobaron una serie de disposiciones para prevenir incendios en esa ciudad, entre ellas que:

Art. 1º.-Ningún edificio que por cualquiera de sus puntos o de sus dependencias anexas, se hallare á menor distancia de ciento veinticinco varas castellanas, de cualquier otro punto de la Aduana de Puntarenas, podrá ser objeto de contrato de seguro contra incendio, ya sea que el contrato se celebre dentro o fuera de la República.

Art. 2º.-Las casas ubicadas en Puntarenas, fuera del radio que expresa el artículo anterior, podrán ser aseguradas, bajo la condición precisa de que las paredes sean de piedra, ladrillo, otro material incombustible o madera de cedro; y los techos de teja de barro, o de metal.

Art. 3º.-En caso de sobrevenir incendio, los dueños de casas debidamente aseguradas, pagarán a prorrata cuantos daños y perjuicios origine el siniestro, ya sea este intencional o fortuito; y además incurrirán en responsabilidad criminal, como se hubieren sido los autores intencionados del daño.

Art. 4º.-Los dueños de casas que puedan estar aseguradas, en contratos anteriores a esta ley, y que no reúnan las condiciones establecidas en el artículo 1º. y 2º., si no manifestaren a la Secretaria de Hacienda y Comercio, su desistimiento del seguro, manifestación que se publicará en el Diario Oficial; y además, dentro de noventa días, no exhibieren constancia de haberlo notificado a los asegurados, quedarán sujetos a las disposiciones del artículo 3º. Contenidas.

Art. 5º.-La Gobernación de la Comarca de Puntarenas, llevará un libro para registrar toda póliza de seguro, las cuales deben ser presentadas al efecto por los asegurados. Esta presentación se hará, de las pólizas existentes, en todo el presente mes, y de las que conforme el artículo 2º. Puedan hacerse en lo sucesivo, dentro de cincuenta días, a contar desde su fecha.

Art. 6º.-El asegurado que no cumpliere con lo prevenido en el artículo que antecede, incurrirá en una multa de cien pesos para el Hospital de Puntarenas; a beneficio del cual, se establece también el derecho de veinticinco pesos por cada registro de póliza de seguro en la Gobernación de la Comarca. (“Circular N° II”, 1879, f. 25).

El caso de los puertos ilustra la importancia de proteger los valores que se generaban en el país. No es casualidad que además de la ciudad capital fuesen los principales centros de salida del café y los productos de exportación, y además centros de almacenaje de las mercaderías importadas, los que contaran con protección contra incendio en el siglo XIX. A lo anterior, al menos en el caso porteño, se debe sumar la impresión que el incendio debió causar al entonces general y presidente, quien presenció el siniestro. Finalmente, para prevenir cualquier incendio en la aduana de Puntarenas, para entonces la principal del país, se estableció una prohibición, por Acuerdo LXI del 6 de setiembre de 1879, para que los materiales explosivos que entraran a la aduana fueran trasladados a la isla San Lucas, mientras que los inflamables debían ser llevados a otras bodegas, al igual que el carbón, el tabaco, entre otros elementos de importancia (“Acuerdo N° LXI”, 1879, f. 25).

Sin embargo, en el presupuesto nacional de 1882 se hace la mención de los gendarmes de Limón, a los que se asociaron los bomberos en el decreto de creación, aunque no hay ninguna referencia al Cuerpo de Bomberos de Puntarenas. Según Salazar (2011), quien ha trabajado la historia de los bomberos en Puntarenas, el incendio de 1879 motivó a que en 1880 el municipio adquiriera dos unidades o bombas contra incendio, por la suma de $1 397,35. Pero que, al no ocurrir más incendios, las bombas se deterioraron hasta que en el incendio del 3 de diciembre de 1900 no se reportó su uso (Salazar, 2011, p. 35). Sin embargo, de haberse creado un cuerpo de bomberos de Puntarenas, su carácter debió de haber sido voluntario, o habría aparecido en el presupuesto de 1882; asimismo y de manera más contundente, en el Reglamento para el Alumbrado y para la Policía de la ciudad de Puntarenas (1881), la labor de extinción de incendios se le asigna al cuerpo policial, reproduciendo de manera idéntica el artículo citado arriba para la policía de San José de 1877. Lo anterior dice que si se fundó un cuerpo de bomberos en Puntarenas en 1879, este no tuvo una duración que alcanzara los dos años.

En 1883 se creó el Reglamento de Gobierno y Policía de los Puertos, cuyo capítulo IV establecía las primeras disposiciones relativas a incendios en barcos. Entre ellas figuraban especialmente técnicas de remoción del material combustible, con lo que se buscaba evitar la propagación hacia otros barcos o al puerto, por lo que en caso de ser incendiado algún buque, se le debía remolcar hacia alguna orilla distante del fondeadero, inhabitada, o que no presentase peligro de propagación del incendio; para lo anterior, acudían lanchas auxiliares que había en el puerto o en los mismos buques, que estaban provistas de bombas contra incendio; por último, en caso de que el buque incendiado tuviera pólvora, se debía hundir y no aislar, antes de que estallara (“Reglamento de Gobierno”, 1884, f. 8). Estas son las últimas disposiciones contra incendio en puertos para el siglo XIX.

Cabe destacar que a pesar de la corta vida de las compañías que hemos citado, la preocupación por los siniestros, si bien no fue atendida por un cuerpo especializado en el combate al fuego, tampoco desapareció. Es así como en un inventario municipal tomado en 1879, encontramos que la municipalidad de San José, además de la primera bomba traída en 1865, disponía de siete bombas contra incendio adicionales en buen estado y dos en mal estado (“Actas Municipales”, 1879b); lamentablemente, no hay ningún dato que informe cómo eran estas bombas, si bien la primera fue de vapor, estas últimas probablemente fuesen bombas de mano o vapor, aunque no se puede establecer con precisión. Sin embargo, estos detalles denotan el interés por que los cuerpos policiales que atendían incendios estuviesen equipados.

En el incendio del 30 de diciembre de 1880 en casa de Bruno Carranza, expresidente de la República, originado por la caída de una lámpara de canfín sobre el portal de navidad y atendido por la guarnición del cuartel principal y de los músicos de las bandas militares de las provincias, entonces alojados en el cuartel por las fiestas de fin de año, la principal labor era que el fuego no se propagara a casas vecinas (Di Luca, 1965, p. 13). A raíz de esto, la municipalidad tomó una serie de disposiciones de carácter preventivo. Sin embargo, ni el incendio ni el debate público motivaron la creación de una nueva compañía de bomberos. La medida más relevante fue la compra masiva de mangueras que hizo la municipalidad y la colocación de dos mangueras cada cien varas en las calles principales de la ciudad, guardadas en casas particulares, que los vecinos debían utilizar en caso de siniestro (“Actas Municipales”, 1881/1882a, ff. 4-5). También se intentó prohibir la tenencia de materiales explosivos dentro de las casas de la ciudad (“Actas Municipales”, 1881/1882a, ff. 10-11), aunque no se puede establecer el impacto real de esta medida.

Llama la atención, sin embargo, que el terremoto de 1888 en San José, que destruyó buena parte de la capital, no levantara ninguna medida para la creación de nuevas instituciones que previnieran siniestros o de primera respuesta, lo que queda claro en la documentación de la época (“Actas Municipales”, 1881/1882b). La iniciativa, más bien, en esos años, pasó a los particulares. En efecto, el 21 de agosto de 1884 la empresa Estrada y Compañía, fabricante de losa, le solicitaba a la municipalidad de San José pudiera disponer de medidas particulares de protección contra el fuego, aunque fuera de su propio peculio:

Discutida una representación en que los Señores Estrada y Compañía, propietarios de una empresa establecida en esta ciudad para la fabricación de loza atendida la circunstancia [entrelíneas: de hallarse] dicha fábrica instalada en la calle de la Paz y provista como es natural de los hornos necesarios y de una máquina de vapor que funciona constantemente, y de que por consiguiente el fuego de los hornos y la máquina expresados, constituye un peligro permanente, no sólo para el edificio en que aquella fábrica es colocada, sino también para los de todo el vecindario, solicitan se les permita hacer uso del agua necesaria de la cañería para el caso de un siniestro, comprometiéndose á hacer de su cuenta los gastos que tales preparativos exijan, siempre que se les exima de la obligación de pagar canon por el uso del agua referida, puesto que sólo en el caso de incendio harán uso de ella. (“Actas Municipales”, 1884, ff. 175-176).

La Compañía del Ferrocarril de Costa Rica logró igual concesión el 15 de abril de 1903 por parte de la municipalidad, por lo que pudo instalar un tubo de 3½ pulgadas para proteger la estación en San José (“Actas Municipales”, 1903, ff. 78-78v). Estos esfuerzos, por su carácter aislado, por supuesto no podían llenar el vacío ante la ausencia de un cuerpo especializado en el combate de incendios, vacío solo parcialmente cubierto por los cuerpos policiales de la época.

Otro incendio importante para la época fue el del 23 de junio de 1892 que destruyó en San José el almacén de Isidro Levkowicz. Según Di Luca (1965), en la atención de este incendio actuaron la policía y el vecindario, señalando como hecho curioso la participación de una mujer que subida en un techo animó a la multitud a transportar el agua para la extinción en baldes, debido a que las bombas utilizadas fallaron. Señala además la autora que en este incendio se cometió el fallo, frecuente para ella, de dejar los escombros con brasas ardiendo por lo que se desató otro siniestro tres días después. Menciona también el incendio del 4 de junio de 1894, en el que se culpó a una mujer francesa como causante. Refiere la autora que el periódico La República inició una campaña para mejorar los servicios contra incendios, por lo que solicitaba y daba recompensas a personas entendidas o que trajeran reglamentos del exterior a precios convenientes (Di Luca, 1965, pp.15-16).

Sin embargo, estos siniestros tampoco motivaron acciones oficiales tendientes a formar o consolidar un cuerpo especializado en la atención de incendios. Llaman la atención las campañas de prensa, que no pasaban de ser esfuerzos particulares que, aun así, alertaban el sentir de parte de la población acerca de la necesidad de disponer de este tipo de instituciones. Cabe destacar el carácter deficitario de los presupuestos municipales de la época y su imposibilidad para satisfacer esta demanda, que les correspondía a los municipios a partir de las Ordenanzas de 1867.

Dentro de las principales medidas de prevención adoptadas para la época, sobresalen dos. Primero, la municipalidad de San José prohibió el uso del agua de la cañería para la producción eléctrica, argumentando que se podría gastar la reserva de los tanques durante las noches, que era cuando se consumía energía eléctrica para el alumbrado josefino, agua necesaria para combatir incendios en caso de que se presentara algún siniestro en la madrugada o la mañana (“Actas Municipales”, 1886/1887, ff. 70-71). En segundo lugar, el Estado, no ya la municipalidad, determinó que las granadas o tubos contra incendios (posiblemente algún tipo de extintor, ya que se señala que son químicos) no debían pagar impuestos (“Decreto N° VIII”, 1887, f. 50).

Entre otras disposiciones menores, se logró introducir en el primer Reglamento de Servicio Telefónico, de 1893, que entre 6 de la noche y 6 de la mañana, horas en que la operadora de la compañía no estaba obligada a tramitar llamadas, debían responderse llamadas en caso de incendio (“Acuerdo N° CCCLXXIV”, 1893). El conato de incendio del 4 de abril de 1902 en el mercado central de San José tampoco animó medidas preventivas para la defensa contra el fuego, ni en la capital, ni en el país.

No fue sino hasta el 31 de octubre de 1904, cuando se destruyó el taller y la maquinaria del ebanista, llamado obrero progresista por el ministro de Gobernación y Policía (“Memoria de Gobernación”, 1905), Jorge Morales Bejarano, que las autoridades tanto estatales como municipales emprendieron nuevas medidas para crear un cuerpo de bomberos. En efecto, a raíz de este incendio, del clamor popular y de la prensa de la época, la municipalidad de San José acordó:

Con vista de las dificultades materiales que se presentaron para destruir el fuego en el incendio que tuvo lugar el domingo último; y siendo un deber de los Municipios el de poner los medios para evitar que, en casos análogos se repitan esos inconvenientes, Se acuerda: I.- Que por cuenta de este Municipio se pidan a Inglaterra cuatro bombas contra incendio, dos de vapor y dos de mano así como sus demás agregados, del modelo número 1 de la página 13 del catálogo de los señores Merryweather & Sons de Londres. II.-Que el señor Gobernador se dirija al comercio y a los agentes de las casas de seguros contra incendio, excitándoles a que contribuyan a los gastos que demanda el pedido de dichos útiles. (“Actas Municipales”, 1904, f. 325).

De estas dos bombas de vapor marca Merryweather & Sons de Londres se conserva una hoy en día en la dirección general del Benemérito Cuerpo de Bomberos de Costa Rica. En esta ocasión también se abrió una suscripción voluntaria entre los vecinos para que ayudaran a sufragar los gastos de estas cuatro nuevas bombas (como se señaló, dos de vapor y dos de mano). La prensa de la época muestra cómo se trabajó en este incendio, lo que según los formadores de opinión de la época no fue de la mejor manera. Es así que señalaban que:

Muchos de los jóvenes de la capital trabajaron con ahínco y se expusieron noblemente a los peligros inherentes a esos desgraciados sucesos. El fuego se habría cortado enseguida no más si esa numerosa compañía hubiese tenido bombas y dirección. En el cuerpo de policía es inútil pensar, si nuestro juicio á de basarse en lo que fué posible observar en el incendio de hoy. Un cuerpo de bomberos debidamente organizado se hace indispensable ya. (“La Compañía de Bomberos”, 1904, p. 1).

De allí que fuera a la incapacidad técnica que se atribuían los principales problemas en el ataque al fuego, el cual no se cortó, según señalan, por falta de dirección. La prensa de la época destacó que participaron en la extinción del incendio jóvenes de todas las clases sociales, tema muy presente en la época debido a que comenzaba a surgir una prensa obrera que distinguía a la clase trabajadora de sus patronos:

La culta sociedad que ha dado ejemplo tan hermoso valor, abnegación y de democracia práctica, improvisando un ejército de ciudadanos de todas las clases, en que el obrero y el burgués, el costarricense y el extranjero rivalizaron en el cumplimiento de su deber, hasta dominar el voraz elemento, no desatenderá su llamada. Para iniciar esta proposición, sintiendo que mis recursos no sean mayores, le acompaño Cl. 1. Un suscritor. (“Suscripción”, 1904, p. 1).

Este ciudadano le mandó al director de La Prensa Libre, Roberto Brenes Mesén, el primer colón de una campaña para recoger fondos para ayudar a los damnificados del incendio. Asimismo, un preocupado José María Zeledón, entonces anarquista, escribía a partir del trabajo de extinción en el que participó, su idea de que, tal como todos eran iguales apagando las llamas, era posible una sociedad solidaria e igualitaria:

El arrojo de todos ante el peligro, el desprecio de la muerte en aras del auxilio al semejante, pusieron ayer de manifiesto un sentimiento de solidaridad que vive entre nosotros aletargado y que toma fuerza ante el poderoso estímulo de un peligro inminente, hombres, mujeres y niños, obreros mal vestidos y jóvenes elegantes, trajeados de fiesta, se fundían allí en el mismo esfuerzo desesperado y generoso. En aquel momento palpitaba entre las llamas del incendio, esa suprema igualdad que parece una utopía y que sin embargo se realiza en momentos dados sobre el mundo, como para demostrar que ella es factible y que sólo ha menester para establecer definitivamente su existencia entre los pueblos, que una labor activa de los hombres convencidos que la adoran, mantenga siempre vivos en las masas esos ardientes impulsos que confunden las clases, las edades y los sexos en torno a esas hogueras en que arde un inmenso infortunio o quizás una acción mil veces nefanda y criminal. (“Sugestiones. El incendio de ayer”, 1904, p. 2).

Se sabe por notas posteriores de prensa que la forma en que se atacó este incendio fue destruyendo las casas adyacentes. El incendio, además, motivó otro debate: la municipalidad auxilió a las víctimas por ornato; sin embargo, tanto la municipalidad como la prensa señalaron que para el futuro este tipo de auxilios no se debían dar (“Sugestiones. Beneficencia del Estado”, 1904, p. 1), por lo que comenzaba a abrirse camino a la idea de que el Estado no debía auxiliar a las víctimas de incendio, sino que estas debían prepararse para prevenir pérdidas a través de los seguros. Asimismo, el inspector de Hacienda municipal fue instruido a revisar los libros de las compañías de seguros que operaban en San José para ver qué tipo de contribución podían brindar en su intención de crear un cuerpo de bomberos (“Actas Municipales”, 1905/1906, f. 170).

La intención de los que propiciaban la formación de un cuerpo de bomberos en 1904 era la de crear un cuerpo netamente voluntario, que no le costara a la municipalidad, ya que los gastos podían utilizarse como argumento en contra de abrirlo. Más aún, la prensa señalaba que el cuerpo debía ser ajeno tanto a la administración estatal como a la municipal, las cuales contribuirían solo para el sostenimiento de ciertos gastos, pero no incidirían en sus decisiones; se opinaba asimismo que el personal pagado que debía atender la bomba no era considerado bombero, sino mozos o guardas de las máquinas, mientras que los únicos verdaderos bomberos serían voluntarios, ya que, argumentaban, no se podía cobrar por salvar vidas y propiedades:

La asociación que tratamos de organizar tiene por objeto proteger vidas y propiedades contra los peligros de los incendios. Es un cuerpo de voluntarios reclutado entre los jóvenes de corazón y de relativa holgura económica para poder rechazar toda tentativa de pago que no sea la estima social. Desde el momento en que uno de los jefes ó miembros del Cuerpo de Bomberos se halla remunerado, pierde su prestigio moral y se empaña la nobleza de alma que impulsa á un conjunto de caballeros á exponer su salud y su vida por salvar la ajena. Por otra parte ninguna autoridad tiene derecho á elegir los jefes del cuerpo de bomberos; es el cuerpo mismo quien se los da y siempre los escoge entre los más valerosos, los más inteligentes y los más diestros. Está desligado del poder del Estado y del Municipio, es una institución social y no obedece más órdenes que las de sus jefes y de sus propios sentimientos de valor y de abnegación. El Estado y el Municipio pueden contribuir con su dinero, si así lo quieren, pero como lo hace una Compañía de Seguros ó un almacén de comercio, nada más. Y ese dinero no sirve para pagar más empleados que los mozos que cuidan los caballos en el local donde se guarda cada una de las bombas. No hay jefes nombrados y pagados por el Municipio, ni habría un cuerpo de bomberos tan poco celoso de su dignidad y su altivez que lo aceptará, salvo un cuerpo de mercenarios. Los servicios de un bombero no se pagan con oro y quien lo acepte no tiene alma para bombero. Por lo demás, lo repetimos, el cuerpo de bomberos es institución social independiente de los Municipios. (“Cuerpo de Bomberos”, 1904).

En esa misma publicación se instaba a que los jóvenes pertenecientes a asociaciones deportivas (de sport o sportivas, como se decía en la época) fueran los que asumieran estos servicios como bomberos. Asimismo, se insistía en los problemas de dirección como los causantes de tanta destrucción, de allí que la prensa se preguntara:

¿Quién destruyó las casas que se van a reformar o reconstruir? Los particulares quienes en el deseo de servir, sin dirección ni plan alguno, destruyeron atolondradamente lo que ha debido ser protegido por la autoridad. La falta de acción del Gobierno sobre los particulares que temieron se propagará, fué la causa de que casas como las de Maximiliano Kenlpfer y de don Alberto Villaseñor fueron despedazadas sin alguna necesidad. Las mismas casas inmediatamente vecinas, de Morales Bejarano y de doña María Bermúdez v. de Ramírez, no reclamaban su destrucción casi completa para cortar el fuego, pero faltó una buena dirección y la autoridad resultó verdaderamente culpable. (“Sugestiones. Beneficencia del Estado”, 1904, p. 1).

Pronto la prensa comenzó a fomentar no solo la idea de que el cuerpo que debía formarse debía ser enteramente voluntario, sino que además, el pedido de bombas que se estaba haciendo no era el adecuado, ya que se traía tecnología vieja:

Si la Municipalidad se haya resuelta á hacer venir las bombas, es una lástima que invierta su dinero en traerlas de los tipos completamente abandonados. Si quizás no sería muy práctico pedir los automóviles, por las dificultades que á nadie se ocultan, las bombas á vapor se hacen indispensables. Preferible es tener una sóla de buenas condiciones que dos ó más de mala.

Si la Municipalidad no puede, por sus compromisos, hacer esa inversión, la sociedad, en veladas y funciones de gracia, podrá contribuir. Verdadera desgracia sería que se empeñará en traer lo que ya se ha abandonado por inútil. (“Bombas”, 1904, p. 1).

Desafortunadamente, como se verá más adelante, esto último ocurrió. Las bombas pronto se volvieron obsoletas y aunque prestaron servicio durante la década siguiente, ellas motivaron, posteriormente, nuevas discusiones acerca de la tecnología que era apropiada para la extinción de incendios en el país. Las bombas no llegaron sino hasta el 29 de noviembre de 1905 cuando el municipio de San José las recibió de manos de Alfredo Ramírez, quien se había encargado de limpiarlas y acondicionarlas para su uso (“Actas Municipales”, 1905/1906, f. 279). De acuerdo al criterio municipal, la idea de crear un cuerpo de bomberos no se seguía de la traída de las bombas, ya que logró compartir el gasto de estas con el Gobierno con tal de que en el futuro pudieran destinarlas al servicio de la Policía (“Actas Municipales”, 1905/1906, f. 325).

En las memorias de Gobernación y Policía queda claro que el servicio de las bombas contra incendio pasaría de manos de la municipalidad al Gobierno central ese año, cosa que no ocurrió (“Carta de la Gobernación”, 1906/1907, p. 192). Aunque durante 1906, la municipalidad y el Gobierno central compartieron los gastos que demandaba el personal que cuidaba de las bombas, y representaba la suma de 164 pesos para la municipalidad y el mismo monto para el Gobierno (“Actas Municipales”, 1905/1906, ff. 344, 356).

Durante esta época, sin embargo, sí funcionó un pequeño cuerpo de bomberos, vinculado al cuido de la bomba y la atención de emergencias, aunque la municipalidad insistía en que fuera trasladado el servicio a la Policía de Orden y Seguridad, tal como se proponía en las memorias de 1906 (“Actas Municipales”, 1905/1906,

f. 421). Ese cuerpo de bomberos recibió dos aparatos telefónicos para su uso, pagados el 26 de noviembre de 1906, siendo estas las primeras comunicaciones que podrían llamarse modernas para ese servicio en el país (“Actas Municipales”, 1905/1906,

f. 424). Esta compañía finalmente fue disuelta cuando se creó el Reglamento de Policía de 1908, en el que se volvía a señalar que la labor de extinguir incendios era de la policía. Sin embargo, este reglamento fue más amplio que los anteriores a la hora de señalar los deberes de los oficiales en la atención de siniestros.

En el artículo 1º del reglamento se estipulaba que el Cuerpo de Policía de San José dispondría de tantas secciones según lo designara el comandante en jefe del Ejército, de quien dependería la Policía directamente, aunque el Cuerpo de Policía tenía autonomía en tanto era independiente (Archivo Nacional de Costa Rica, 1905/1906, ff. 1-2). El artículo 5 en el folio 3 establece esto con toda claridad. Asimismo en el folio 2, en los artículos 3º y 4º, se prohibía el ingreso de licores a los cuarteles y la realización de negocios dentro de él, y en el 6º, folio 3, a dichos policías se les eximía de participar en cargos municipales de elección. Se supeditaba, sin embargo, la Policía a la disciplina militar, característica que heredará posteriormente el Cuerpo de Bomberos de Costa Rica. Los requisitos de ingreso al cuerpo eran ser ciudadano costarricense en ejercicio, tener entre 25 y 40 años de edad, saber leer y escribir, ser robusto y sano, agrega, no adolecer de defecto físico que lo haga inadecuado para el servicio, no haber sido condenado por delito contra la propiedad o la fe pública, observar buena conducta que implicaba no haber sido procesado en los últimos dos años por ebriedad o cualquier delito que revele faltas a la moralidad y finalmente, tener 167 centímetros de estatura (“Reglamento de Policía”, 1908, f. 3).

Los policías estaban armados con un revólver y un bastón de 30 centímetros de largo por 4 de diámetro, además de un reloj y un silbato reglamentario. También debían llevar un par de pinzas y una libreta. Debían portar siempre uniforme de policía salvo que se les diera la orden de salir como civiles, en cuyo caso debían llevar la placa y el revólver (“Reglamento de Policía”, 1908, f. 8). Con el silbato llevaban un sistema de señas y contraseñas que debían aprender para comunicarse como un requerimiento más (“Reglamento de Policía”, 1908, f. 9). Los valores que debían transmitir eran los del deber, el honor y la abnegación (“Reglamento de Policía”, 1908, f. 15). Los grados eran director, secretario, sargentos (había de escuadra y de guardia), inspectores y policías; estos últimos, se dividían en primera y segunda clase, por antigüedad y distinción (“Reglamento de Policía”, 1908, ff. 14-28). Los policías, al igual que los antiguos serenos, debían vigilar líneas de la ciudad en un sistema de rondas, anotando y previniendo las perturbaciones al orden público; asimismo, se establecía una sección de investigación para esclarecer delitos bajo el cargo de los inspectores (“Reglamento de Policía”, 1908, ff. 28-31).

En caso de faltas a la disciplina se establecía un Consejo de Disciplina donde participaban el comandante de plaza de San José, los comandantes de sección y el comandante del cuartel principal. En él se decidían ascensos y se juzgaban las faltas (“Reglamento de Policía”, 1908, f. 31). El régimen de cuartel era duro, pero en caso de necesitar vacaciones, los policías podían solicitar permisos de tres a ocho días sin goce de salario y con certificado de cirujano podían obtener licencia por enfermedad hasta de dos meses (“Reglamento de Policía”, 1908, f. 32). Se les pagaba de forma semanal y se les deducía del salario el daño que sufrieran los equipos que tenían asignados (“Reglamento de Policía”, 1908, ff. 34-35). Las faltas eran sancionadas con arrestos de hasta ocho días, privación de vacaciones hasta por tres días, calabozo hasta por tres días, o días con pérdida del sueldo, descenso de clase o destitución. Eran faltas abandonar el puesto en la línea, insubordinación o irrespeto a los jefes, no prestar auxilio cuando se reclame, recibir remuneraciones, ingerir licor, enamorar a las mujeres durante el servicio, hacer uso de las armas en casos no autorizados por la ley, asistir a reuniones o actos políticos, dejar de intervenir en caso de riñas o desórdenes, no dar cuenta de delitos, y cualquier acto que mostrara carencia de actividad o valor, dichas actitudes constituían faltas a sus deberes morales (“Reglamento de Policía”, 1908, ff. 39-41).

Para comunicaciones, el reglamento menciona que se establecerían teléfonos en las afueras de la ciudad de donde se informaría al cuartel principal de desórdenes, robos o incendios que serían atendidos por la policía. Estos teléfonos eran de uso exclusivo de la policía (“Reglamento de Policía”, 1908, ff. 41-42). En caso de muerte de algún policía, era obligación de su escuadra asistir y si fuese en servicio el Estado se encargaría de los costos fúnebres como medio retributivo mínimo (“Reglamento de Policía”, 1908, ff. 44).

Además de las labores normales de policía, el artículo 124 del reglamento establecía cómo proceder en caso de incendio:

Procederá con toda actividad, dará aviso a los dueños de la casa ó establecimiento, y á los vecinos contiguos, si estos no se hubieran apercibido del fuego. Llamará á los policías cercanos, y todos se ocuparán de preferencia de salvar personas y propiedades.

Inmediatamente que note el fuego, hará llamar á toda prisa el auxilio de las bombas, y desde luego impedirá que el público, se ocupe, sin criterio fundado, en destruir ó desentejar casas vecinas. Verá por lo tanto, que se organice un servicio de bomberos, aunque sea improvisado, é impediré que á pretexto de ayudar a extinguir el fuego, se ocasionen daños innecesarios ó se cometan robos.

Una buena organización inmediata, aunque de pocos, es más eficaz é importante, en estos casos, que el concurso de muchos individuos, prestado en desorden y sin plan. (“Reglamento de Policía”, 1908, f. 52).

Por último, el reglamento le daba a la policía la atención de otros desastres como inundación, terremoto, huracán u otro, así como la obligación de trasladar enfermos, heridos o víctimas de accidentes.

Como se puede apreciar, el Reglamento de Policía de 1908 le transfería a la policía la labor de extinguir incendios, razón por la cual dejó de funcionar el cuerpo municipal de bomberos de San José, creado por el incendio de 1904. Intentaba el reglamento además, atender los problemas señalados por la prensa en aquel incendio, acerca de la falta de dirección en la atención del siniestro. Sin embargo, como se verá más adelante, la falta de especialización técnica será un impedimento para que los incendios sean atendidos de manera eficiente hasta que estas discusiones se retomen en San José en 1913. Asimismo, cabe destacar la verticalidad y la jerarquía disciplinaria como rasgos que serán trasladados a las compañías de bomberos posteriores, hasta la fundación del Cuerpo de Bomberos de Costa Rica, herederos de la disciplina militar que este reglamento establecía con toda claridad.

Se dispone de algunos inventarios de los cuarteles de la policía de la capital, anexados a las memorias de la Secretaría de Estado de Guerra, Marina y Policía. Es así como se sabe que existía una sección de bombas en los cuarteles, donde se guardaban los implementos de bomberos que habían sido recibidos por la Policía de San José, aspecto que refiere Di Luca (1965).

Del inventario de enseres del Cuerpo de Bomberos de 1910 (“Inventario”, ff. 157-157), se puede concluir que la tecnología de las bombas no siempre era utilizada en casos de siniestro, y que se debía recurrir a formas más tradicionales de trabajo, como el simple acarreo de agua en líneas. Por último, confirma el traspaso que se efectuó de los útiles que eran propiedad de la pequeña sección municipal de bomberos hacia la Policía, bajo la administración del Estado, transferencia efectuada en 1908.

Conclusiones del artículo

En primer lugar, la dinámica de fundación de compañías de bomberos en Costa Rica, entre 1865 y 1908, estuvo vinculada a la impresión inmediata causada por un incendio. Sin embargo, no existe ningún esfuerzo sistemático por consolidar una de estas compañías, debido al carácter deficitario de los presupuestos municipales imperante durante el período, y al hecho de que el Estado estableció a través de las Ordenanzas Municipales de 1867 que eran estos cuerpos municipales los encargados de apagar incendios. En segundo lugar, esto hacía que las compañías de bomberos fueran efímeras, seguramente vinculadas a la cercanía de los principales impulsores de dichas compañías o a alguna coyuntura política favorable, lo que sin embargo, no se puede precisar. Por último, el principal legado de estas compañías fueron los equipos de extinción que pasaron a formar parte del arsenal de los cuerpos de policía, encargados durante el siglo XIX de la extinción de incendios. Sobre esto debemos señalar que la noción anterior de que durante el siglo XIX se trajeron solamente dos bombas de Inglaterra, antes de que se trajera la primera bomba automotriz, idea sostenida por Di Luca (1965), es errada, ya que fue demostrado que las cuatro compañías formadas en el período contaron cada una con bombas y equipo de extinción de incendio, aunque no se puede precisar de qué tipo, y que solo en 1904 se mandaron a traer dos bombas de vapor y dos de mano importadas de Inglaterra.

Asimismo, se retomó cómo entre 1850 y 1890 se consolidó una economía basada en la exportación de café. Según Molina Jiménez (2008), este producto llegó a representar el 90% del valor total de las exportaciones nacionales. Este motor económico transformó profundamente las dinámicas generales de reproducción de los distintos niveles de lo social en el país. Ese apartado se centró en la urbanización, suscitada a partir del proceso de capitalización general de la economía.

Si bien el carácter dependiente y semicolonial retrasó el proceso de desarrollo urbano en un sentido clásico -un pequeño casco metropolitano enquistado entre cafetales-, el período fue testigo de un proceso de urbanización signado por la capitalización del casco urbano, resultado directo de la capitalización general de la economía, como lo comenta Salazar Palavicini (1986).

Se señaló cómo los lotes dedicados a obtener una renta representaron un 95,83% del total; si esto se compara con el período de 1860-1880 en que el 52,15% de las propiedades eran de uso potencial (espacios vacíos sin fines de acumulación), se ve cómo la ciudad se fue poblando de edificaciones y cómo tendencialmente desaparecen sus claros. Esta lógica implicaba ya una racionalidad capitalista, donde se busca darle un uso rentable al espacio urbano. Salazar Palavicini (1986) ha anotado además cómo se dio la especialización del territorio urbano de San José hacia actividades comerciales en el período de 1870 a 1930. Además, este autor señala la dinámica de valorización de los predios urbanos en el período, donde si bien los precios por diferentes usos de suelo aumentan, este crecimiento fue más marcado en el sector comercial y de vivienda. De modo que la ciudad de San José se convirtió en un baluarte no solo para la capitalización a partir de inversiones urbanas, sino que, como precedente y a la vez resultado de este proceso, se especializó en la esfera de la circulación de mercancías, proceso que alimentaba, y a la vez era resultado, de la capitalización general de la economía.

Este proceso de capitalización de la economía produjo un proceso dual. En primera instancia, la ciudad se convirtió en un espacio de reproducción ampliada de capital, en tanto los lotes y edificaciones adquirieron una dinámica de autovalorización. Por lo anterior, estos nuevos valores, que son a su vez generadores de valor, suponían un riesgo creciente en caso de que fueran consumidos por el fuego, por lo que debían ser protegidos de este riesgo. En ese sentido, se señalaron los dos caminos que podrían trazarse para lograr esta protección: el primero, la vía del aseguramiento, lo cual hubiese sido sensato a no ser por el hecho de que durante el siglo XIX e inicios del XX los seguros contra incendio eran una herramienta utilizada para prenderle fuego intencionalmente a las edificaciones en caso de premura económica, por lo que esta solución para un capitalista particular podía perjudicar a la clase capitalista en general, al poner en riesgo la totalidad de los valores; la segunda vía era crear una institución que se encargara de la extinción de incendios.

El Estado, en este sentido, debe pensarse como el mediador necesario, en última instancia, para asegurar el proceso de reproducción ampliada del capital, tal como señala Harvey (1990), al plantear la existencia de los circuitos secundario y terciario del capital, circuitos que garantizan las condiciones generales para que sea posible la apropiación de plusvalía en la producción directa de capital en el primer circuito. En el caso de riesgos contra incendio, la participación del Estado fue limitada, ya que intentó, bajo las ordenanzas municipales de 1867, que fueran los Gobiernos locales quienes asumieran esa responsabilidad. Sin embargo, ante la incapacidad fiscal de los municipios por sostener una nueva institución, estas funciones recayeron sobre los cuerpos de policía del período, quienes tenían el recargo de las funciones de un cuerpo de bomberos.

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Fechas de Publicación

  • Publicación en esta colección
    Jan-Jun 2017

Histórico

  • Recibido
    13 Mayo 2016
  • Acepto
    11 Ago 2016
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None Diálogos Revista Electrónica de Historia, Universidad de Costa Rica , Escuela de Historia, San Pedro de Montes de Oca, San Pedro, San José, CR, 11501-2060, 2511- 6446 , 2511- 6452 - E-mail: jmarincr@gmail.com
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