Open-access Renovando los supuestos de la cohesión social ¿cómo se construye?

Renewing the Assumptions of Social Cohesion: How is it Built?

Renovar os pressupostos da coesão social: como se constrói?

Resumen

El artículo examina el discurso teórico de la cohesión social como parte de la producción existente en la literatura sociológica, clásica y contemporánea. Tiene por objetivo argumentar los supuestos que definen a la cohesión como construcción histórico-social propia de sociedades que apuestan por un futuro mejor. Se parte de las emergencias epistemológicas surgidas del Modelo Social Europeo y del sentido otorgado por la retórica latinoamericana para orientar –asumiendo una definición de referencia–, la introspección temática de lo que acontece en dicho contexto. Se enfatiza en la emergente redificación teórica de la cohesión para asentar otros matices que permitan asomar la pertinencia de la añeja pregunta sobre cómo se recompone el lazo social. Por tanto, se valora la posibilidad de desacoplarse de los enfoques teóricos consabidos y renovarlos con aquellos que asumen las formas (otras) de interacción social derivadas de las condiciones, premisas y objetivos concretos, propios de las estrategias nacionales de desarrollo.

Palabras clave Participación; desarrollo social; igualdad de oportunidades; bienestar social; transformación social

Abstract

The article examines the theoretical discourse of social cohesion as part of the existing production in sociological literature, both classical and contemporary. Its objective is to argue the assumptions that define cohesion as a historical-social construction of societies that are committed to a better future. It is on the epistemological emergencies arising from the European Social Model and the meaning given by Latin American rhetoric to guide –assuming a definition of reference– the thematic introspection of what happens in that context. Emphasis is placed on the emerging theoretical (re)construction of cohesion to settle other nuances that allow the relevance of the old question about how the social bond is recomposed. Therefore, the possibility of decoupling from well-known theoretical approaches is valued, to renew them by those that assume the (other) forms of social interaction derived from the conditions, premises and concrete objectives, typical of national development strategies.

Keywords Participation; social development; equal opportunities; social welfare; social transformation

Resumo

O artigo examina o discurso teórico da coesão social como parte da produção existente na literatura sociológica, clássica e contemporânea. Seu objetivo é discutir os pressupostos que definem a coesão como uma construção histórico-social típica de sociedades comprometidas com um futuro melhor. Parte-se das emergências epistemológicas decorrentes do Modelo Social Europeu e do sentido dado pela retórica latino-americana para orientar –assumindo uma definição de referência– a introspecção temática do que a contece naquele contexto. A ênfase é colocada na emergente (re)construção teórica da coesão para resolver outras nuances que permitem a relevância da velha questão sobre como o laço social se recompõe. Portanto, valoriza-se a possibilidade de desvinculação de abordagens teóricas conhecidas, para renová-las por aquelas que assumem as formas (outras) de interação social derivadas das condições, premissas e objetivos concretos, típicos das estratégias nacionais de desenvolvimento.

Palavras-chave Participação; desenvolvimento social; igualdade de oportunidades; bem-estar social; transformação social

Introducción

Vivimos en un mundo escindido por las contradicciones. La supremacía del neoliberalismo como panacea socioeconómica a escala planetaria ha ido trasmutando, desde finales del siglo XX, la manera en que las sociedades asumen para sí un orden que garantice convincentes indicadores de cohesión social, ya sea desde el accionar de los individuos en la construcción y reconstrucción de sus relaciones sociales, o bien, desde el mercado con su multifacética e innovadora sobrevivencia que, al mismo tiempo, se enaltece y devora.

Lo cierto es que la práctica neoliberal, en su contradicción intrínseca, ha hecho posible que en los albores del siglo XXI se esté radicalizando la idea de un “nosotros” emancipado, cooperativo y diferente a la concepción primigenia que le despojaba de toda oportunidad para disentir, al menos, de las “imposiciones ajenas” convertidas en políticas para tipificar las privaciones económicas, sociales, culturales y de oportunidades de desarrollo. Se trata de un cambio en gestación aconteciendo en diversos escenarios regionales, nacionales y locales donde los discursos están apelando a la confrontación pública como parquedad del diálogo que sirva –impresione– para legitimar o no la toma de decisiones, definir conceptos propios de relaciones y defender valores comunes desde el sentido inclusivo y heterogéneo que los identifica, adquiriendo expresión continuada, diferente, en el ideal ciudadano de equidad como forma de lucha en defensa del humanismo, y apostando por el logro de la justicia social como aspiración histórica postergada.

En atención a lo enunciado, se reconoce que la cohesión social persiste no solo como un tema por estudiar, es, en esencia, una necesidad de actualizar el proceso imperecedero de adecuación de las interacciones sociales al complejo constructo social que se edifica bajo cualquier circunstancia económica, política, social y cultural. Supone que quienes encaren dicho proceso adopten un punto de vista dinámico, histórico y cambiante que, al formar parte de las experiencias individuales, grupales, gremiales y comunitarias, siempre erigidas en proyecto de vida común, conlleve a la renovación de los supuestos que definen a la cohesión como construcción social propia de las sociedades que apuestan por un futuro mejor.

Al hacerse cargo de este posicionamiento, el artículo acrecienta su compromiso con el rol crítico-propositivo de las ciencias sociales para, en el marco de las condiciones mundiales y en respeto a las diferentes realidades nacionales, enriquecer la capacidad de lectura e interpretación de lo social desde la producción teórica –y para la práctica– de la cohesión. Para ello, se retoma como cuestión central el laberinto conceptual sobre el que descansa el discurso teórico de la cohesión social, esta vez aterrizando su viabilidad en la actualización de las generalidades teóricas transversales a su construcción práctica desde una definición de referencia. Más que juicios acabados, las ideas por compartir constituyen una estela para futuros encuentros y desencuentros epistemológicos en el escabroso sendero de su construcción.

El debate sociológico sobre cohesión social. Autores clásicos y contemporáneos

De la Sociología clásica, Emile Durkheim es considerado el principal exponente de los análisis sobre cohesión social (Martínez, 2019). Y es que Durkheim asentó cómo en la división social del trabajo se encarna la paradoja de la modernidad. Sus interpretaciones muestran cómo esa división, lejos de ser un factor de crisis, constituye el eje articulador de un nuevo tipo de solidaridad social. En este sentido explica:

Es por ella por lo que el individuo toma conciencia de su dependencia con respecto a la sociedad; de ella vienen las fuerzas que le contienen y sujetan. En una palabra, puesto que la división del trabajo deviene la fuente de la solidaridad social (Durkheim, 2001, p. 470).

La construcción de un esquema conceptual a partir de dos tipos de sociedad –mecánica/tradicional y orgánica/moderna– denota el interés del sociólogo por descubrir qué las mantiene unidas; dado el proceso de individuación y de autonomía personal, por una parte, y de creciente interdependencia por la otra (Peña, 2008).

En su descripción de las sociedades tradicionales figura un sistema compartido de normas, valores, sentimientos, creencias e ideas comunes, lazos de parentesco, armonía emocional y cognitiva y asociación por medio de actividades y responsabilidades semejantes. De esta manera, Durkheim puntualiza en la solidaridad mecánica. En cambio, la solidaridad orgánica se caracteriza por una “[…] progresiva individuación, debilitamiento de los vínculos familiares y comunitarios, construcción de un marco normativo, diversidad de instituciones y, sobre todo, una interdependencia de los individuos y los grupos sociales que actúan de forma cooperativa en satisfacción de sus necesidades” (Martínez, 2019, p. 63).

En la distinción de estas solidaridades, el comportamiento de la conciencia colectiva resulta vital; ya que, como conjunto de creencias y sentimientos comunes al término medio de los miembros de una sociedad (Durkheim, 2001) engloba –para las sociedades simples– a la mayor parte de las conciencias individuales. Al existir como memoria, dicha conciencia es más sólida y tiene vida propia, por los sentimientos que tienen en común los individuos, sus relaciones cara a cara, la cooperación para la satisfacción de las necesidades sociales, la fuerza de los lazos sociales primarios y el logro de un mayor grado de sociabilidad en la escala territorial (Martínez, 2019).

Contrariamente, el fortalecimiento de la conciencia individual es una de las principales consecuencias de la división social del trabajo en las sociedades modernas. Según Isorni (2008), se trata de un fortalecimiento que Durkheim describe simultáneo a la reducción de la fuerza de la conciencia colectiva, el debilitamiento de las reacciones colectivas y una mayor interpretación individual de los preceptos sociales. Significa que, la construcción de esas sociedades solo es posible por medio de los vínculos que establecen los individuos cuando se involucran en las tareas de reproducción social (Martínez, 2019, pp. 63-64).

En visión durkheimiana, el logro de la cohesión social en las sociedades modernas mantiene la necesaria construcción de una visión compartida de sociedad, ahora basada en principios de carácter universal. La cohesión social se presenta, por tanto, “[…] como un atributo de la sociedad, emanada de los vínculos sociales duraderos que establecen los individuos entre sí y con las instituciones sociales vigentes” (Mora, 2015, p. 19), dependiendo de un sistema normativo y valorativo que regule esa vinculación. Según Martínez (2019):

Encontrar nuevas normas morales y sistemas jurídicos de acuerdo con el reordenamiento que supone la división social del trabajo, se convierte entonces en la solución que desde el optimismo social permitirá el incremento de la solidaridad, contrario a cualquier situación anómica o de conflicto (p. 64).

Por este sendero proliferan, además, las ideas de Talcott Parsons (1987). Al sustituir cohesión por integración social, Parsons aborda lo que él mismo denomina el problema del orden. Con una fuerte orientación hacia la estabilidad de los sistemas sociales, el sociólogo norteamericano explica dicho problema centrándose en la integración de la motivación de los actores con los criterios normativos culturales que integran el sistema de acción interpersonalmente. Desde esta perspectiva, la explicación de cómo emergen y se reproducen las estructuras sociales adopta en Parsons más la forma de un proceso de desarrollo que propiamente evolutivo, al entender la evolución social como un proceso de progresiva diferenciación de las estructuras sociales que deben atender cada una de las cuatro funciones analíticamente identificadas por su teoría general de la acción, con el famoso esquema AGIL (García Blanco, 2016).

Con este esquema se atienden cuatro problemas funcionales del sistema social: la adaptación al medio (A), la prosecución de metas (G), la integración (I) y la latencia (L). Cada uno de ellos da lugar a un subsistema, dígase, orgánico, de la personalidad, social y cultural. Al hacerlo, sobresalen internamente otros cuatro subsistemas: económico, político, de la comunidad societaria y cultural. Es precisamente el tercero de ellos el que permite integrar a los restantes, ya que, según indica Parsons (1987), es posible que “[…] la función más general de la comunidad societaria sea la articulación de un sistema de normas con una organización colectiva que presente unidad y cohesión” (pp. 21-22). A su interior, la orientación de la acción fijada como variable-pauta define tipos de estructuras y tipos de orientación de rol que, al combinarse con los problemas funcionales, permiten delimitar formas más o menos exitosas de acción social. Sin embargo, esta comunidad societaria no queda exenta de la alta diferenciación social moderna.

Para Parsons, que distinguió en las estructuras normativas interiorizadas los instrumentos primarios para mantener el orden social, la cuestión radica en la cada vez mayor generalidad de esos patrones normativos, ya que según entendemos está obligado a aceptar que todo conflicto es perturbador. De la universalidad que distingue a la teoría parsoniana y la eliminación casi mágica del conflicto, Stropparo (2006) concluye que el fundamento del orden social para las sociedades está dado en “la internalización de los valores colectivos por parte de todos los integrantes de la sociedad y, por tanto, en el consenso entre los individuos en sus interacciones” (p. 155). Es esta importante conclusión lo que conduce a una de las principales críticas a Parsons y al Estructural-funcionalismo como corriente de pensamiento ahistórica.

Intentar ubicar las consideraciones de Parsons en una sociedad concreta se enfrenta al reconocimiento objetivo de un mundo escin­dido por las contradicciones, donde la “[…] organización de poder y las relaciones sociales son una construcción histórica que varía de sociedad a sociedad, razón por la cual conviene investigar cada sociedad en particular” (Stropparo, 2006, p. 155).

La idea de una integración u orden social espontáneo a partir de lo anterior se reduce. Es por ello que Wright Mills (1996), en respuesta al problema del orden que plantea Parsons, acertadamente se interroga y responde: “¿Qué mantiene unida a la estructura social? No hay una respuesta, porque las estructuras sociales difieren profundamente en el grado y tipo de unidad” (p. 62).

A pesar de la incertidumbre que genera la afirmación de Wright Mills, los esfuerzos por determinar cómo se da esa unidad alcanzan las reflexiones de Max Weber. Por su teoría de la acción social, el autor explica la convergencia de sujetos sociales plurales en una acción social que termina legitimando al orden en cuestión. Según el propio Weber (1981), el punto de partida se encuentra en que no todas las acciones son sociales; de ahí que:

Por “acción” debe entenderse una conducta humana (bien consista en un hacer externo o interno, ya en un omitir o permitir) siempre que el sujeto o los sujetos de la acción enlacen a ella un sentido subjetivo. La “acción social”, por tanto, es una acción en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la conducta de otros, orientándose por ésta en su desarrollo (Weber, 1981, p. 5).

Partiendo de dicha definición, la acción social resulta en forma fundamental de sociabilidad que permite al individuo ser en sociedad, y ser aceptado por la sociedad. Es así que la teoría de Weber (1981) permite explicar cómo la acción y la relación –en especial la social– puede orientarse por el lado de sus partícipes en la representación de la existencia de un orden legítimo. La probabilidad de que ocurra, de hecho, se llama validez del orden en cuestión (p. 25).

En Weber lo legítimo tiene como referente la validez, valga decir, como capacidad de esa representación para lograr adhesión a un determinado orden social. Desde esta perspectiva, a cada tipo de dominación1 elaborado por Weber le corresponde un fundamento de legitimidad. Es por ello que en la Modernidad la legitimidad tiene que ver con la dominación burocrática-legal, dominación “[…] por la cual la acción regular es la acción racional con arreglo a fines, es decir, un tipo de acción en la cual cada uno persigue fines e intereses individuales” (Stropparo, 2006, p. 148).

Que el Hombre persiga intereses individuales encuentra en esta dominación un fundamento de carácter racional, ya que, “[…] la legalidad de ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad (autoridad legal)” (Weber, 1981, p. 172) establece una creencia en la legitimidad de derechos positivos, y sus respectivas responsabilidades. “Por lo tanto, si en la Modernidad cada uno persigue sus fines e intereses, debe hacerlo en el marco que fija la ley” (Stropparo, 2006, p. 149).

Es el orden social moderno basado en esta dominación racional lo que evita entonces una guerra de todos contra todos, ya que permite que cada cual viva de acuerdo con sus aforismos de fe, dado que no le compete al Estado entrometerse en cuestiones morales, siempre que estas no vayan en contra del orden legítimo y los derechos de los otros (Stropparo, 2006). Lo que convierte en interrogante la afirmación de Pamplona (2000, p. 192):

¿qué sucede cuando la legitimidad a la que alude Weber tiene que ver con la probabilidad de que los dominadores justifiquen la validez de su dominio, de tal modo que ésta puede representarse en el dominado no simplemente como conciencia de que el orden existente es bueno o justo, sino de que tiene la fuerza suficiente como para imponérsele?

La respuesta viene por la capacidad de dicho orden para encontrar aquella adhesión a su base consensual, auto justificando su validez en el proceso de cambio que le es intrínseco –como es en este caso la Modernidad–, y no como pura descripción de un estado ideal de cosas. Weber (1981) dijo: “´Validez´ de un orden significa para nosotros algo más que una regularidad en el desarrollo de la acción social simplemente determinada por la costumbre o por una situación de intereses” (p. 25). Por estas líneas queda clara la orientación de la acción social de Weber a legitimar un determinado orden social.

A diferencia de los posicionamientos comentados, el conflictivismo señala que la existencia de cohesión no implica necesariamente la inexistencia de conflicto, sino que este es inherente a toda relación entre individuos y grupos (Solé et al., 2011). Del conflictivismo, Karl Marx (2001) constituye un importante referente, dada la centralidad que le confiere en la estructuración de la sociedad burguesa. En sus reflexiones, lo que mantiene sumida a esta sociedad en el conflicto es la explotación de unos individuos sobre otros, es decir, el conflicto es la forma en que se manifiesta históricamente la contradicción entre las fuerzas materiales de producción y las relaciones que de ellas se derivan. De ahí resulta la emergencia de dos clases antagónicas: burguesía y proletariado.

Delimitadas de manera jerárquica por el dominio que poseen sobre los medios de producción, la clase dominante o burguesía domina a su vez los medios de producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, las ideas de quienes carecen de dichos medios, es decir, el proletariado (Marx y Engels, 1974). En esta posición, los intereses de los dominantes son presentados al conjunto de la sociedad como los intereses de la generalidad, resguardados en el accionar del Estado como “[…] fuerza cohesi­va de la sociedad civilizada […] que, en todos los períodos típicos, es exclusivamente el Estado de la clase domi­nante y, en todos los casos, una máquina esencial­mente destinada a reprimir a la clase oprimida y explotada” (Engels, 1980, p. 184).

Marx (2001) además utiliza el concepto de alienación para explicar la situación de esas clases sociales; una vez sustentado en el enriquecimiento de unos y en la explotación de otros, por medio del trabajo que enajena la esencia del hombre y convierte la vida de la especie en un medio de vida individual.

Desde estas ideas de Marx, Tejerina (1991) explica que la construcción de un nuevo orden social o estado de cohesión, tiene que verse como una especie de “ethos que legitima” a cada época histórica, en lo que respecta a la lucha y conciencia de clases, su conversión en un agente social de carácter político y, sobre todo, en la persistencia de su identidad-diferencialidad con respecto a otras.

La lectura de Duek (2009) revela, por su parte, la idea de una sociedad como asociación de dominación que se mantiene unida por medio de la coacción y que lleva en sí el germen de su superación. En esta misma dirección debemos recordar que para Marx la unidad de lo social solo se lograría con el derrocamiento del sistema capitalista y no tratando de buscar un equilibrio al interior de este. Es en la emancipación de la sociedad –de la propiedad privada y la servidumbre– que se expresa la forma política de la emancipación de los trabajadores, no como si se tratase solo de la emancipación de estos, sino porque su emancipación entraña la emancipación humana en general (Marx, 2001).

Con Marx, el hecho de ver a las clases sociales como los únicos actores sociales capaces de generar transformaciones socio-estructurales obvia de antemano otras aristas del conflicto como parte de una realidad mayor. En exegesis de Noguera (1996), Marx estaría inmerso en lo que Habermas llama “paradigma productivista”, que reduce toda la praxis social a trabajo social, sin advertir que “[…] los seres humanos, […] no sólo se reproducen mediante actividades teleológicas orientadas a un fin, también mediante procesos cooperativos de interacción que les permiten establecer fines comunes y coordinarse para llevarlos a la práctica” (p. 138). Desde este razonamiento, ya no se trata solo de la centralidad descrita por Marx sino de la manifestación de un conflicto que George Simmel (1986, 1955) también concibe como posible forma de socialización.

El interés de Simmel (1955) por la naturaleza del conflicto como mecanismo de socialización se desprende de su función cohesiva. Como se dijo, es un hecho real que el conflicto se encuentra empíricamente en toda estructura socio-histórica, actuando a criterio de Solé et al. (2011) como un elemento dinamizador, integrador y cohesionador. Desde esta posición, el conflicto provoca creatividad e innovación en los individuos. Se genera una condición de cambio para el desarrollo individual y del grupo social, también de la comunidad, que puede alcanzar a la sociedad en general.

En esta condición de cambio, de superación inherente, el conflicto hace referencia a la disociación, la confrontación y la ruptura de la unidad. Al mismo tiempo, es en esta forma de entenderlo donde se devela su fuerza integradora, ya que, como acción recíproca convierte la lucha en un elemento positivo como vía para llegar de algún modo a la unidad. Es decir, que, bajo determinadas condiciones, el carácter unificador de la lucha forma una unidad imposible de romper (Simmel, 1986). Por ende, como fuerza cohesionadora de los grupos sociales, resulta productivo el conflicto.

Simmel además apunta dos consecuencias de ese conflicto. La primera tiene que ver con la forma de estructuración de las partes involucradas en él, y con las consecuencias que para el grupo y su estructura tiene su existencia. En esto, la persistencia de un grupo depende de la delimitación de su ámbito y su funcionamiento interno como mecanismo de inclusión-exclusión social. A partir de la clara definición de sus fronteras es que pueden los miembros producir y reproducir la identidad y diferencia del grupo, respecto a otros; de ahí que Simmel (1955) defina el conflicto –al menos analíticamente– en externo, interno y en la posible combinación de ambos.

Una segunda implicación tiene que ver con el origen del conflicto entre grupos que mantenían una armonía o sobre el propio grupo, ya que, “[…] cuando han existido previamente igualdades esenciales entre las partes, es cuando más generalmente degenera en lucha y odio una diferencia de opiniones” (Simmel, 1986, p. 294). Aquí el análisis tiene que ver con el grado en que los grupos contendientes identifican sus intereses, con los intereses del grupo. En opinión de Tejerina (1991),

[…] la definición de Simmel del conflicto como una forma de socialización y de cohesión social tiene una gran utilidad analítica cuando se aplica a aquellas situaciones en las que se produce un conflicto entre grupos diferentes, pero su productividad resulta más dudosa cuando nos encontramos ante un conflicto sobre el propio grupo (pp. 57-58).

La incidencia del conflicto sobre la estructura interna del grupo vendría a modificar la situación que cada una de las partes establece en ese tipo de relación. La estructura del grupo se modifica por la necesidad de adaptación a esa nueva situación donde confluyen autonomía, orden de prioridades, fuerzas y energías en un modo de organización especial; cuyo propósito radica en que todos los esfuerzos disponibles se concentren sobre el conflicto. Con esta base, el estado de lucha acerca íntimamente a los elementos del grupo y los coloca bajo un impulso de cohesión social, que lo conduce a buscar un enemigo externo a él o a persistir en su postura condescendiente y tolerante (Tejerina, 1991), para que “[…] la unidad de los elementos siga actuando como un interés vital” (Simmel, 1955, p. 17).

Pensar el conflicto como fuente de cohesión social supone, por ende, la necesaria diferenciación de las condiciones sociales, económicas y políticas bajo las cuales este se produce. Y es que la emergencia de sus nuevas formas, es también resultado de unas condiciones contemporáneas responsables en la formación y consolidación de una sociedad excluyente/exclusógena, donde aumentan cada vez más las distancias entre las zonas de integración y las zonas desafiliadas (Enrique, 2006), influyen los nuevos riesgos sociales asociados al desarrollo científico-tecnológico y se ubican cada vez más individuos en situación de flotación en la estructura social (Castel, 2008, 1995).

Los retos impuestos por y para este panorama postmoderno precisan justamente de otras interpretaciones teóricas y experiencias prácticas de cohesión social. Sobre la base de nuevos objetivos, protagonistas y territorios, se trata de construir una opción que, para todos los casos no esté en insertar a los excluidos, ni en buscar un equilibrio dentro del sistema capitalista, sino en la transformación y consolidación radical de las condiciones existentes: como verdadera respuesta de una metamorfosis de la realidad social2.

Modelo Social Europeo

Destacándose por la necesidad de hacer converger las dos grandes tradiciones –social-demócrata y social-cristiana– que dominan el paisaje político europeo, los años 80 del siglo XX reciben por el Acta Única Europea la primera modificación de los tratados fundacionales de la Comunidad Europea. De la mano de Jacques Delors3, lograr una mayor cohesión económica y social se hace objetivo explícito. En su cumplimiento, la proyección de la política económica de los estados debía compensar la incapacidad del mercado de lograr por sí mismo bienestar en el conjunto de la sociedad europea, al tiempo que se apoyaría financieramente a los fondos estructurales para propiciar el reparto de riquezas entre regiones. Como característica de esa política, esta noción de cohesión se orienta en un soporte de apoyo mutuo que permita disminuir las disparidades entre los países europeos.

Con la entrada en vigor del Tratado de Maastricht (1992-1993), la nueva fase constitucional europea deriva en una Unión enfocada en impulsar un progreso económico equitativo y sostenible para la región, sin obviar el fomento de la solidaridad entre los estados miembros y la superación de sus males sociales internos. Conforme a lo anterior, se atienden los planos económico, político y socio-cultural, ámbitos tan diversos como los estados, regiones y el propio escenario internacional, se adoptan medidas para alcanzar un alto nivel de empleo y se incentiva, por el Tratado de Ámsterdam (1999)4, la puesta en marcha de políticas públicas para combatir la exclusión social.

La cohesión que se mantiene como prioridad en la década de 1990 se interpreta ahora en el ámbito de la integración regional (Mora, 2015; Carrizo y Rivera, 2012; Aldecoa, 2008; Villatoro y Rivera, 2007). Grosso modo, esta alude a la metáfora por la cual se describe no la integración plena, sino el logro de una interacción social deseable entre diferentes, una convivencia sin violencia exacerbada que busca reducir aquellas desigualdades al interior de los países y entre países que pudiesen desembocar en amenazas al sistema político y económico edificado por la Unión Europea (Carrizo y Rivera, 2012).

Con la llegada del nuevo milenio, la Estrategia de Lisboa (2000), la adopción por parte del Consejo de Europa (2001) de los indicadores de Leaken y el Tratado de Niza (2003) refuerzan a la cohesión como una meta común de la Unión Europea. A pesar de que en tales instrumentos jurídicos no se ofrece una definición oficial de cohesión, Mora (2015) recuerda que al menos sí es posible encontrar un consenso sobre sus preocupaciones y amenazas. Perfilar desde esta perspectiva una noción de cohesión social nos remite a un modelo europeo de sociedad:

[…] que, más allá de cualquier proceso armonizador de valores únicos y comunes pretende conciliar un espacio de inserción de lo diverso, por medio del reconocimiento y valoración de la pluralidad de intereses e identidades existentes, donde como matriz cultural europea al fin, sus ciudadanos pueden identificarse (Martínez, 2019, pp. 66-67).

La confirmación de esta lectura vendría del Consejo de Europa (2005, citado por Mora, 2015), toda vez que entiende a la cohesión social como:

[…] la capacidad de la sociedad de asegurar el bienestar de todos sus miembros, incluyendo el acceso equitativo a los recursos disponibles, el respeto por la dignidad humana, la diversidad, la autonomía personal y colectiva, la participación responsable y la reducción al mínimo de las disparidades sociales y económicas con el objeto de evitar la polarización (p. 22).

Devenida en paradigma de las sociedades europeas, la cohesión social se enmarca, por tanto, en una postura que garantiza la presencia de elementos descriptivos y prescriptivos (Mora, 2015), o más concretamente, de indicadores que permitan medirla en el conjunto de países y definir políticas públicas en aristas tan diversas como: distribución de ingresos, pobreza, desempleo de larga duración, pensiones de vejez, prestaciones familiares, enfermedad, invalidez o asistencia social (Mota y Sandoval, 2011).

Encaminando sus esfuerzos en la orientación pautada, los estados europeos dedican nuevos esfuerzos a la reducción de las inequidades que aún persisten y las que se exacerban por la recrudecida impronta de un contexto tecnologizado, mercantilista y globalizador. A tono con Sebastián, Morales y García (2014), se trata de acciones más contundentes que apuestan en la segunda mitad de la primera década del siglo XXI por una Unión Europea y Estados miembros generadores de altos niveles de empleo, productividad y cohesión social. Se apuesta por una estrategia conocida como Europa 2020, en la cual el crecimiento está basado en una economía inteligente, sostenible e integradora (Tassara y Grando, 2013).

En sus objetivos expresos, tal estrategia contempla el respaldo a una cohesión social y territorial que relaciona la lucha por reducir el número de personas en situación de pobreza y riesgo de exclusión social. Para ello, cada Estado fija sus propios objetivos en los ámbitos de empleo, innovación, educación, integración social y clima/energía, sin descuidar el avance conjunto con otros miembros en el sentido supranacional que mantienen vigente. Sebastián et al. (2014) ratifican así un enfoque integrador y coherente de acciones encaminadas a atender especialmente las políticas sociales, económicas y de empleo.

Alcanzar la cohesión social al interior de sus sociedades y como meta regional expone históricamente a Europa ante el desafío teórico y práctico de su definición y constitución; teniendo en cuenta el debate científico y la intención práctica de medir su alcance. Derechos ciudadanos, responsabilidad institucional y pertenencia social de los individuos se articulan con un fuerte componente redistributivo y, la garantía de derechos sociales universales (Sorj y Tironi, 2007).

América Latina. Particularidad histórica y diversidad

En América Latina la pregunta latente continúa siendo cómo la cohesión pervive en el debate científico y cuánto debe su reconocimiento público a la cooperación internacional, específicamente la que se promueve desde y con Europa (Carrizo y Rivera, 2012). De ahí que entender dicha dinámica supone dotar de sentido y significado a un concepto por las propias particularidades históricas que distinguen a la región.

En el marco de las negociaciones comerciales entre América Latina y Europa, la promoción de la cohesión social emerge como un punto central. Carrizo y Rivera (2012) plantean que esto se debe a que tales negociaciones suelen hacerse con un determinado marco referencial, desde donde definir los conceptos y categorías de pensamiento para atender la transformación social. Es así que, para estos autores, junto con Mota y Sandoval (2011), Altmann (2009) y Martín (2008), la urgencia de la cohesión viene desde afuera y se impone como exigencia del mercado de la cooperación internacional europea para ese intercambio.

Rodríguez Larreta (2008), Ottone et al. (2007) y Sorj y Tironi (2007) sitúan, en cambio, a la cohesión social sobre la mesa de discusión de América Latina, concediéndole el mérito que adquiere por sí misma como respuesta a los problemas generados –por ejemplo, dentro de los estudios poscoloniales– por el fracaso de los sucesivos modelos de desarrollo implementados, la influencia de las condiciones de acceso al mercado mundial y las variadas experiencias democráticas en construcción. La cuestión radica en la manera en las nuevas formas de interdependencia económica, política y cultural afectan a los estados nacionales (Rodríguez, 2008).

Desintegración y formación de nuevos vínculos sociales, modos de afiliación de grupo, formas de sentido e imaginarios sociales reafirman que “[…] para explicar estos procesos de cambio es necesario observar los mecanismos por medio de los cuales se canaliza, expresa y resuelve el conflicto social en América Latina” (Mora, 2015, p. 50), pues la cohesión social, en tanto oportunidad para la generación de nuevos mecanismos de integración o nuevas formas de socialidad, debe lograr explicar el cambio social como característica fundamental de esas sociedades modernas.

A diferencia de Europa, Martínez (2019) considera que la elaboración “[…] de un concepto de cohesión para los países latinoamericanos tiene que ajustarse necesariamente a su particular trayectoria histórica y estado actual, ya que, la multiculturalidad y diversidad étnico-racial que distingue a la región se presenta como condición sine qua non en la quimera de generar sociedades verdaderamente incluyentes” (p. 67).

A pesar de la concientización y declaración de objetivos como el expuesto, en el discurso latinoamericano la cohesión social continúa siendo un concepto ambiguo. No obstante, la propia reformulación de ese discurso científico ha venido incluyendo directrices a favor de la conciliación del crecimiento económico y la equidad, el respeto a los derechos humanos, la reorganización del Estado y, con ello, las bases constructivas de un nuevo pacto de cohesión social para Latinoamérica (Calderón, 2017; Martín, 2008).

La síntesis en la cual podría establecerse una referencia para la cohesión, se define “[…] como la dialéctica entre mecanismos instituidos de inclusión y exclusión sociales y las respuestas, percepciones y disposiciones de la ciudadanía frente al modo en que ellos operan” (Ottone et al., 2007, p. 16). Significa que, al trabajo eficiente de mecanismos como el empleo, el sistema educacional y las políticas públicas, se suma la confianza en las instituciones, el capital social, el sentido de pertenencia, la solidaridad, la aceptación de normas de convivencia, la disposición a participar en proyectos colectivos, en tanto comportamientos y valoraciones cohesivas de los sujetos sociales.

No obstante, impresiona desde esta propuesta que no existen en América Latina fenómenos de alcance global, regional y nacional por resolver; ya que la lucha por constituir sistemas sociales cohesionados debe pasar primero por el establecimiento de una gobernabilidad democrática y representativa del individuo –en muchos países ausente o extraviada–, debe incluir la recuperación de la confianza social –con esto nos referimos a la efectividad del trabajo institucional en la identificación de necesidades, derechos y servicios básicos de una masa históricamente desprovista de ellos– y, por último, el reto de cómo articular individuos e instituciones de forma eficaz, eficiente y sostenible para obtener un contrato social equitativo, democrático, y por ende, solidario.

Es por ello que la particular trayectoria económica, política y social de la región corrobora la necesidad de concebir y construir la cohesión social como fenómeno histórico y dinámico de las sociedades, que responde siempre a un propósito objetivo-subjetivo. En palabras de Sorj y Tironi (2007), que no exista “[…] un “modelo único” de cohesión social: cada sociedad construye un modelo asociado a sus circunstancias históricas específicas” (p. 119) da la oportunidad a América Latina de salvaguardar la diversidad, etnicidad y multiculturalidad que le es inherente.

Mota y Sandoval (2011) sostienen, de esta manera, la necesidad de lograr una cohesión social propia de sociedades auténticamente plurales en la que las identidades convivan en armonía, los conflictos se resuelvan por vías no violentas y los derechos individuales y colectivos se respeten irrestrictamente. Solo analizando la cohesión de una sociedad en función de su contexto, objetivos y, por la corresponsabilidad con determinados procesos, se supera cualquier intento oportunista de su conceptualización.

Hacia una definición operativa de cohesión social

La idea de que cada sociedad genera una forma particular de cohesión, caso contrario no existiría (Sorj y Martuccelli, 2008), se enriquece con importantes interpretaciones de la literatura científica. La síntesis de la tradición sociológica clásica en una visión comunitarista de la cohesión social encuentra en el consenso de los miembros de un grupo social sobre la percepción de pertenencia a una situación común (Ferrelli, 2015; Torrente, 2015; Carrizo y Rivera, 2012; Solé et al., 2011; Obaya y Vázquez, 2008; Sorj y Tironi, 2007 y Ottone et al., 2007) una definición que ha cobrado auge durante generaciones.

Desde el contenido de esta visión, la cohesión tiene una relación directa con la intensidad de la interacción social dentro de un grupo determinado, su percepción de pertenencia, la disposición de los individuos a participar en los asuntos sociales y su orientación respecto del futuro común de la sociedad a la que pertenece. Aceptar la responsabilidad de los individuos como criaturas esencialmente sociales (Montagut, 2011) hace de la cohesión un estado, atributo, sentimiento de unidad, simpatía y fraternidad (Duque, 2008) o característica de una sociedad, cuyas partes contribuyen al proyecto colectivo del bienestar social, minimizando la presencia de conflictos y actitudes disruptivas (Kearns y Forrest, 2000).

En atención a estas propuestas, la fortaleza de los vínculos personales, los sistemas de valores compartidos y la efectividad del proceso de socialización suponen que para el logro de la cohesión social de un mismo espacio físico-geográfico no son necesarias aquellas mediaciones externas que puedan perturbar la armonía construida como sustento de la vida colectiva. Notado por Ochman (2016), la política social y pública no serían prioritarias, dado que las comunidades resolverían los problemas de sus miembros y el papel del Estado se reduciría a empoderarla y a coordinar su convivencia con otras comunidades locales. De este empoderamiento se deriva que las comunidades afiancen a su interior el consenso en torno a míni­mos normativos y sociales, la responsabilidad hacia el otro, las percepciones y valoraciones colectivas. Para eso, Hopenhayn (2007) explica que “[…] los actores deben sentirse parte del todo, y con la disposición a ceder en sus intereses personales en aras del beneficio del conjunto” (p. 3).

Más allá de la cohesión como estado cuasi natural, su uso republicano se distingue por su marcada postura normativa (Barba, 2011). Asentada en la oferta de la sociedad para incluir a los individuos en la dinámica del progreso y el bienestar (Hopenhayn, 2007) y con la intención de salvaguardar las ideas, valores e instituciones que dan origen al Modelo Social Europeo y su horizonte deseable de integración (Sorj y Tironi, 2007), se alude a una cohesión que toma en referencia “la cultura de derechos sociales” (Soleto, 2015; Sorj y Tironi, 2007), como característica de una sociedad unida ahora por el ideal ciudadano de equidad tanto material como simbólica (Ochman, 2016).

Construirla como atributo de las sociedades modernas requiere de una amplia intervención estatal en el desarrollo de estrategias, políticas e instituciones, ya sea para contrarrestar los problemas sociales que la erosionan o para fomentar las condiciones que la favorecen (Mora, 2015). Dicho de esta manera, pudiera pensarse que solo se trata de una responsabilidad estatal; sin embargo, la reiterada emergencia de nuevos procesos y conflictos sociales incentivan la incorporación de otros agentes que, como la familia, las empresas, las comunidades y la sociedad civil, generen sentimientos de solidaridad y permitan postular fines y responsabilidades comunes. Una cuestión latente en esta dirección interroga la posibilidad/imposibilidad de lograr que todas las personas se ajusten a esa sociedad. Por ello una fórmula alternativa se basa en que la sociedad sea capaz de aceptar las diferencias sociales. Esta visión normativa relaciona el logro de un orden social, donde los conflictos sociales son moderados, ya que no pueden evitarse.

Por su parte, el auge de una perspectiva no normativa o liberal de la cohesión social sienta sus bases en patrones básicos de cooperación y en un conjunto de valores colectivos que funcionan como una estructura de vínculo. Promovida por el modelo estadounidense, esta cohesión no se funda en el Estado, sino en la ética individual y el mercado. Dicho en palabras de Soleto (2015), la sociedad moderna no descansa en la capacidad integradora del Estado sino en la autonomía de los individuos, y el sistema institucional no se encarga de promover la igualdad sino de proteger la propiedad privada. Su promesa, por tanto, “[…] no es la igualdad o la fraternidad, sino la movilidad social asociada al mérito y al esfuerzo” (Sorj y Tironi, 2007, p. 109).

Para esta perspectiva, una sociedad altamente cohesionada no tiene por qué ser igualitaria, de hecho, puede ser compatible con un Estado mínimo, en una economía de libre mercado, en la que asegurar que todos los ciudadanos sean incorporados al mercado implica un bajo costo para la sociedad (Fukuyama, 1999). La contradicción en esta propuesta radica en que solo indica la incorporación al mercado, y no a la sociedad; incorporación que de antemano está dejando por fuera a los ya pobres.

A partir de lo expuesto, se refuerzan dos ideas fundamentales: por una parte, la diversidad de interpretaciones sobre cohesión social por estar atemperadas a las particularidades de contextos histórico-sociales concretos y, por otra, la necesidad de referenciar una definición operativa de cohesión que permita descubrir generalidades teóricas transversales al discurso científico que respalda esa diversidad.

En el primer caso, esto se da porque la cohesión se refiere a la naturaleza de los vínculos sociales (Barba, 2011), es decir, a las características de aquellos vínculos que dependen al mismo tiempo de características sistémicas del orden (socioeconómico, institucional y cultural) al que dan vida el conjunto de los grupos y sus interrelaciones (Sorj y Tironi, 2007). En este sentido, no se trata de modelos paradigmáticos sino de cuál es el modelo apropiado que resulta de la existencia de determinadas características.

Para la segunda idea –que se desmarca incluso de la inicial– la cuestión descansa en la ambigüedad conceptual que licua los contenidos de la cohesión, la falta de consenso sobre su significado o su interpretación desde perspectivas cercanas (Carrizo y Rivera, 2012; Mota y Sandoval, 2011; Villatoro y Rivera, 2007); de ahí que al menos se tome como conceptualización de referencia:

[…] una comunidad socialmente cohesionada –cualquiera que sea su escala: local, regional, nacional– supone una situación global en la que los ciudadanos comparten un sentido de pertenencia e inclusión, participan activamente en los asuntos públicos, reconocen y toleran las diferencias, y gozan de una equidad relativa en el acceso a los bienes y servicios públicos y en cuanto a la distribución del ingreso y la riqueza. Todo ello, en un ambiente donde las instituciones generan confianza y legitimidad y la ciudadanía se ejerce a plenitud (Programa URB-AL III, citado por Orduña, 2012, p. 18).

Tal referencia, lejos de cualquier automatismo, intenciona el reconocimiento de esas generalidades, ya que, según Sorj y Martuccelli (2008), lo que sigue estando en juego desde el punto de vista del valor operativo del concepto, es la naturaleza de la cohesión social de una sociedad en función de objetivos determinados.

Una generalidad inicial tiene que ver entonces con el papel de los individuos en el ejercicio de los derechos plenos de ciudadanía (Martín, 2008). Esto significa que, en el acceso a los servicios públicos y sociales, el individuo tiene que ser responsable del reconocimiento legítimo del otro, de la aceptación de las diferencias inherentes a la diversidad, los valores y compromisos que se comparten, como requisitos indispensables para la construcción de un diálogo activo que rechaza unanimidad y homogeneidad en el despliegue de una nueva conectividad social (Godínez, 2013).

Una secundaria sería la edificación de una arquitectura institucional como espacio para la elaboración de políticas públicas, la provisión de esos servicios, la oferta de oportunidades productivas y el desarrollo de las capacidades individuales. La acción estratégica de las instituciones económicas, políticas y socio-culturales, en tanto mecanismo intermediario debe legitimar la representación equitativa del todo, y no solo de alguna de sus partes; de ahí la importancia de contar con instituciones transparentes y gobiernos que luchen contra la corrupción, “[…] de tener sistemas de justicia más eficientes que materialicen el principio de igualdad ante la ley (justicia) y de dar respuestas eficaces (desde la preven­ción)” (Ferrelli, 2015, p. 273) a la situación de inseguridad que enfrentan las y los ciudadanos.

En este marco, Estado e instituciones sociales son responsables de concentrar sus esfuerzos en mejorar la protección de la ciudadanía, utilizando como vía fundamental, la gobernanza participativa, ya que “[…] la participación de los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones […] es un complemento esencial de la democracia representativa” (Menéndez, 2010, p. 34). Además, porque la participación contribuye al reconocimiento de los individuos como sujetos colectivos, en su derecho a decidir libre y autónomamente sobre su desarrollo. Por lo tanto, “No basta con buscar una solución a los problemas, se trata de encontrar, participativamente, aquella que sea más eficaz, efectiva y viable” (Orduña, 2012, p. 73).

Por último, trasciende por sí misma la permanencia y calidad de la articulación que se logre entre actores e instituciones sociales. Más allá de validar aquello que hacen los gobiernos, compartir problemas, asumir responsabilidades y crear soluciones, instancias públicas y ciudadanía han de cooperar –juntas– en el logro del bien común. Solo así es posible enfrentar las tensiones conflictuales de la heterogeneidad contemporánea y avanzar hacia sistemas capaces de crear nuevos mecanismos de inclusión social y participación ciudadana (Ottone et al., 2007).

Al acotar estas generalidades, la noción de cohesión social se ensancha hasta conciliar crecimiento con equidad, en un marco de respeto pleno a los derechos humanos y de construcción progresiva de la ciudadanía. Cabe, en fin, destacar la cohesión social ya no más entendida únicamente como bandera de la construcción de una nueva realidad social, sino más bien hacia una concepción más amplia de la transformación radical que en esta ha de tener lugar.

Cohesión social. Renovando la posibilidad de su construcción teórica

Retomar como cuestión central el laberinto conceptual sobre el que descansa el discurso teórico de la cohesión social constituye un gran reto. Si bien desde la literatura científica se reconoce en la propuesta teórica del Modelo Europeo una experiencia significativa de cohesión a nivel internacional y, continúan en pie las teorizaciones para su emergente (re)edificación en los países de América Latina, todavía se adolece –para estos tiempos– de reflexiones que entiendan a la cohesión social como reflejo de las formas de interacción sociales que se derivan de las condiciones, premisas y objetivos concretos propios de las estrategias nacionales de desarrollo.

Cada experiencia tiene que adecuarse a su contexto, y ello hace referencia a la naturaleza del conjunto/sistema de las relaciones que le son inherentes, dado los grados en que se articulan o contraponen la dimensión política, económica y socio-cultural. La confirmación de tal directriz guía de vuelta las cavilaciones por exponer. De la mano de la definición tomada en referencia, se trata de ratificar a la cohesión social como meta posible de alcanzar en la contemporaneidad; en correspondencia con esas condiciones que, sin ser utópicas, apuestan por superar los rasgos autoritarios, discriminatorios y desiguales que profesa tal época.

En el presente, al construir la cohesión partimos del lugar del individuo como ser social en sociedad. Es indiscutible que el ser social ha determinado las formas de la conciencia social, pero, las sociedades dejaron de ser tradicionales y los individuos individualizados pasaron a desempeñar el papel central en ellas. Ante esta realidad, ¿a dónde fueron a parar las personas amigas, vecinas y familiares que coexistían en armonía?, ¿dónde quedó el sentido de pertenencia, los fuertes vínculos sociales o los valores compartidos que intervenían en el logro de metas comunes? Durkheim y otros autores consultados dejan claro que en la indiferencia, interdependencia e individuación como productos sociales de la nueva sociedad industrial.

En adelante, individuos frívolos dejan abiertas las venas de sus naciones, comunidades y territorios a la proliferación de unas relaciones interpersonales y sociales de tendencia objetualizante y cosificadora. Esto forma parte de lo que Bauman (2001) define como proceso de desincrustación/reincrustación de sus saberes, identidades y prácticas, se trata de unas relaciones que, bajo la incertidumbre e inestabilidad, ambigüedad e imprevisibilidad propias de la era postmoderna acentúan la abrumadora sensación de que solo importa hoy. Aun así, la idea de construir una sociedad diferente, alternativa, persiste. Desde la concientización y revisión crítica del estado de cosas vigente o en la oportunidad de emancipación responsable y electiva del individuo, aludimos al proceso transformador que los individuos deben tejer desde la fortaleza de su pensamiento y acción.

La afirmación anterior establece una pauta para el logro de esas/otras relaciones sociales; esta vez emancipadoras, libertarias y humanas desde una individualidad que, en lugar de suprimir, permita explayar toda la riqueza de sus potencialidades. La esencia está en construir hombres y mujeres nuevos, y con ellos, comunidades, grupos y sociedades nuevas, portadoras de características distintas y con la misma posibilidad de hacerse sentir socialmente. La consciente y cada vez mayor necesidad de la incorporación del individuo a lo social no resulta entonces baladí, sobretodo porque es con su transformación que cambian las circunstancias.

Rescatar estas ideas para el discurso de la cohesión implica que renovación constante de la condición humana del ser social y de las circunstancias económicas, políticas y socio-culturales han de marchar como procesos interdependientes, de avances paralelos. Concluyendo que la cohesión social es un atributo de las colectividades, pero que solo llega a realizarse por la manera en que se enmarca la tarea de cada individuo con respecto a ellas, tal refracción supone entonces mirar bidireccionalmente la forma en la que se gesta y transita el proceso de su edificación.

Con este propósito se pretende recolocar en el debate los supuestos de la cohesión social. Más que juicios acabados, las ideas por compartir constituyen un referente para futuros encuentros y desencuentros epistemológicos en el escabroso sendero de su construcción. Lejos de predecir, prever o imaginar, una perspectiva renovadora de la cohesión social tiene que situarse en el hacer. Por eso es importante insistir en una perspectiva que ponga en tela de juicio las pasadas experiencias y reflexiones, y haga discutible las presentes; para que no se esclerosen.

Llegados a este punto, nuestra perspectiva parte de acentuar la naturaleza participativa de las relaciones que surcan la cohesión social. Y es que ante cualquier eufemismo la participación continúa siendo una de las nociones más abordadas desde la década del 90 del pasado siglo. En este sentido, una clave importante del asunto estriba en la actitud de compromiso y responsabilidad individual con el todo al cual se pertenece. Comenzar –una vez más– por el individuo nos convoca a competir duramente con la herencia neoliberal recibida, ya que tal actitud implica ser protagonista desde la función diferenciada de determinados roles que permiten formar, tener y tomar parte en los procesos de toma de decisiones y en acciones colectivas propias de la ciudadanía.

Personas consideradas sujetos y no objetos de la acción social es el principal logro por obtener, al tratarse de individuos que adquieren conciencia de sí mismos a través de la comprensión de su papel en la sociedad, de sus relaciones con los demás y del análisis crítico de las condiciones existentes. De esta manera, a cada realidad le corresponde preservar y fortalecer aquellas experiencias cooperativas, solidarias y focalizadoras de prácticas que renueven constantemente no solo las vías, formas y estilos metodológicos de la participación. Defendida por Martha Alejandro (2013), aludimos hoy a una participación que incorpora saberes, lenguaje, códigos y representaciones para, como convicción, postura u opción ante la vida, desembocar en una lectura determinada de la sociedad.

De la experiencia auto-educativa, de diálogo y aprendizaje derivada de la participación se potencia el cambio cualitativo en el ser social y la erradicación de los residuos asistencialistas y paralizantes del ejercicio del poder. Desde esta óptica, el desarrollo de capacidades y de relaciones de horizontalidad se enfrenta a la centralización y el verticalismo que se extiende más allá de los sujetos sociales, a lo institucional. Y es que la participación también alcanza con su diapasón al Estado y la institucionalidad, cuando las decisiones se han de tomar.

Repensar el papel de estos actores desde la participación implica renovar en una postura proactiva los procesos de gobernabilidad, dirección y liderazgo con y desde la ciudadanía. Puesto que las instituciones en las que vivimos son reflejo de lógicas desarticuladas del actuar ciudadano, la capacidad directiva debe comenzar por identificar y coordinarse con los objetivos y demandas de la sociedad para la gestación/promoción de acciones conjuntas. Para ello, los métodos por utilizar han de caracterizarse por su esencia participativa teniendo en cuenta la racionalidad de los individuos y el desarrollo de una conciencia crítica, si se pretende que estos en su rol de formuladores más que beneficiarios intervengan en la recomposición de un accionar institucional transparente e inclusivo.

En la optimización de tal coordinación establecer, además, puentes de comunicación, intercambio y reconocimiento entre la institucionalidad y la ciudadanía viene a garantizar no solo la transmisión de información unidireccional. De la capacidad integradora y de expresión de una efectiva comunicación se deriva que ambas –caras de la misma moneda–, más que simples voceros que opinan o validan, se reconozcan como actores determinantes, portadores de conocimiento y de potencial transformador, en un proceso de cesación de actitudes marcadas por la pasividad.

Por esta vía, el Estado que moviliza recursos o simplemente transfiere mecánicamente su responsabilidad para con la población objeto renace como agente facilitador, medio de reconocimiento o instancia fundamental para la coordinación de los diversos asuntos sociales, toda vez que redefine sus ámbitos clásicos de intervención y lo que Calderón (2017) denomina red de instituciones de derecho público; sin desligarse de este individuo capaz de decidir –en la convivencia social– sobre sus propios canales de desarrollo. En consecuencia, no habría que preocuparse por el destino de las políticas públicas, pues de antemano su realización práctica de la mano de este Estado vendría a sustituir cualquier debe ser de sociedad por el cómo realmente es.

La apelación a este nuevo tipo de Estado incorpora como tema estratégico la esencia misma de su encarnación. En nuestra propuesta esta vez no podemos pasar por alto el quién, es decir, las caras ocultas/presentes con intereses, motivaciones y cualidades que, por vía de la democracia, la distinción o cualquiera otra que fuere, recibieron en nombre del Estado el designio de asegurar la cohesión social. Por eso ¿quién es el Estado?, ¿quién está dispuesto a actuar en su nombre y en sintonía con las representaciones colectivas para la construcción de un nuevo orden social? Desde estas interrogantes no basta con un nuevo tipo de Estado por sí mismo sino, con aquel que personifique en ese individuo en transformación que venimos defendiendo y viceversa, la cuota adecuada de reconstrucción del tejido social.

Corresponde, a la par, transitar por las antinomias que marcan la histórica relación con el mercado. Es cierto que por su propia lógica este último no incentiva la postura activa de las y los ciudadanos en la sociedad, menos una distribución aceptable del ingreso; sin embargo, partiendo de lo expuesto, entendemos que la solución tampoco pasa por la eliminación del elemento redistributivo o el casi mágico retorno del Estado (asistencialista) de Bienestar. La cuestión central aquí sigue siendo cómo articular de forma coherente mecanismos estatales y de la economía de mercado para, con participación ciudadana, impulsar la productividad y preservar conquistas sociales en el contexto de actualización de los supuestos de la cohesión social.

Junto a la responsabilidad de crear sistemas de protección social, dígase, específicos, personalizados y eficientes, solo cuando en verdad contemplan las características y condiciones en que se desempeñan sus destinatarios, al Estado, a las instituciones y a las organizaciones les corresponde complementar y compensar los desequilibrios producidos por el mercado. Concretamente, una vía importante para ello se afianza en mecanismos de inclusión o políticas universales que Espina (2017) combina con políticas afirmativas para acompañar y dosificar su uso ante el continuo propósito de construir la cohesión social.

Lo anterior se posiciona en la revitalización del aparato estatal y de mercado como parte de una membrana interinstitucional, donde cada quien contribuye –desde sus responsabilidades, compromisos y ética– a la creación de una estructura moderna de vínculo social, de entendimiento y corresponsabilidad. En ello, se juega la calidad de su labor, los pilares fundamentales de la política social y la confianza social de los ciudadanos, lo cual es evidente porque, dependiendo de en qué medida sean tomados en cuenta los criterios individuales y colectivos y, de cuán justo se perciba lo que a cada uno le toca, la ciudadanía podrá sobrellevar, convivir o terminar por erradicar activamente las percepciones y la propia desigualdad.

Colateral a estos supuestos, es preciso restablecer al trabajo como fuente de riqueza humana y estímulo de las formas de ayuda mutua. En tanto vía fundamental de realización del individuo, tomar partida desde una concepción diferente y heterogénea de esta apuesta porque el individuo produzca sin la necesidad de venderse como mercancía, garantizando ese aporte a la vida común, esa magnitud humana en la obra creada, que para todos los casos no entraña despojarse de una parte de su ser como fuerza de trabajo vendida. Se trata de una condición imprescindible en la construcción de la cohesión social.

Con este fin, la cohesión se enriquece por el aprovechamiento de las oportunidades y el despliegue de la creatividad para, desde los diferentes sectores productivos y sus posibles sinergias, contribuir en las perspectivas de insertar socialmente a los que permanecen excluidos y en la toma de conciencia sobre el bien común. Claro, porque atender a la cohesión social desde aquí implica oportunidades laborales, despliegue de las capacidades y supresión de las condiciones materiales y espirituales adyacentes a fenómenos como la pobreza; teniendo en cuenta –en su caso– que no solo se es pobre por la ausencia del recurso económico, sino también por el resto de las privaciones que se asocian a tal condición.

Es así que el trabajo contribuye a recolocar a las y los ciudadanos en el escenario productivo de su contexto local. Lejos de una mera reorganización de recursos, productos y servicios, la creación del valor social que supone produce un efecto dinamizador al interior de la cohesión, por partir de la capacidad de innovación del individuo, de la utilidad de sus ideas y del estímulo de iniciativas participativas e inclusivas de otros. Finalmente, por abordar de forma ingeniosa las necesidades –individuales y sociales– que no han sido detectadas y resueltas por los sectores existentes, ahora como aliciente y contenido de una interacción social que tributa a mejorar las condiciones de desempleo y precariedad.

Esta satisfacción de necesidades en tanto requisito indispensable de esa lista de beneficios solventados por él encuentra en la racionalidad descrita por Espina (2017) un sentido consciente y consensuado de posibilidad, atendiendo a que ese trabajo como bien-satisfactor responde a un momento y contexto histórico-social concreto y actúa como puente de ajuste entre la economía y el consumo, y para la cohesión social. De esta manera, le corresponde al trabajo –como fuente de riqueza humana– tomar en consideración el nuevo contenido de aquello que se percibe como necesidad para potenciar en los individuos el desarrollo de una actitud racional ante el consumo.

Al saber que el ingreso transita por un camino tortuoso con respecto a este último, esa nueva forma de pensar, hacer y trasmitir la experiencia del trabajo tiene que preparar al individuo –en su esencia cultural– desde y para las diferencias salariales existentes y las nuevas que puedan emerger. El énfasis está, no en perpetuar la desigualdad económica por la continuidad suprema de un capital explotador, sino en que ese valor particular y de realización familiar que produce el trabajo, siendo percibido como tal, se ratifique además como beneficio y contribución que recibe la sociedad por la concepción de sus fuentes de empleo.

Dicho brevemente, se trata de que ingresos individuales y trabajo aportado se correspondan, teniendo en cuenta la complejidad, cantidad y calidad de este último. Así, la producción y redistribución de la riqueza social orientándose bajo principios éticos, equitativos y de justicia social, terminarían de dar al traste con aquella gestión monetaria que excluye al individuo como miembro pleno y de derechos en una colectividad.

Por fin, el trabajo en sus formas de ayuda mutua, códigos y saberes, avala la efectividad de las interacciones que establece un individuo con los miembros de su colectividad. De esta manera, la cohesión actualiza, modifica o renueva también su acervo sociocultural, ya sea por lo cotidiano, popular, conflictual, antiguo o moderno como legado de las generaciones y sus interacciones en construcción. Por ello no basta con hacer la mera apología de la identificación con el otro, el sentido de pertenencia, la aceptación de la diversidad, los valores compartidos o incluso la anomia, exclusión o enajenación que experimentan los sujetos sociales.

Si bien el capital neoliberal y globalizador expuesto no deja de enfrentarse contra cualquier manifestación que le sea adversa, los mecanismos mediante los cuales procura fijar las individualidades, tolerar las diferencias y reconocer al otro, no son ya las formas centralizadoras y homogeneizadoras de antaño. En este aspecto, me apropio del concepto de etnofagia de Díaz-Polanco (1991) cuando explica el efecto absorbente que el sistema capitalista imperial promueve por otros medios, es decir, el proceso por el cual su cultura dominante busca engullir o devorar a las múltiples y diferentes identidades mediante la atracción, la seducción y la transformación. Por tanto, cada vez más los ataques se disfrazan en un conjunto de imanes socioculturales y económicos desplegados para atraer, desarticular y disolver a los diferentes grupos sociales.

A su favor, las diversas conciencias individuales experimentan pruebas muy nuevas de soledad, reproducen las identidades de palimpsesto de Bauman (2001) o se autocolonizan con el multiculturalismo descrito por Žižek (1998). Por derrame, se impone el desarme de cualquier síntoma que indique un retorno al atributo colectivo inherente de la especie humana. Siendo así, la cohesión tiene que perfilarse en tanto caldo de cultivo de la energía, frecuencia e intensidad de la interacción de los individuos, aportando de modo novedoso a la reconstrucción moderna de las sociedades.

Hoy, la renovación de estas pilastras comienza precisamente con el antedicho aprovechamiento de las potencialidades/posibilidades de la individualidad, en contravención a las lecturas negativas de sus consecuencias. En voz de Bauman (2001), el hecho es que todos somos individuos, no por elección, sino por necesidad. No obstante, el sociólogo polaco recuerda que muchos de nosotros hemos sido individualizados sin convertirnos verdaderamente en individuos. Entonces, la pregunta que se mantiene latente es: ¿cómo conciliar en la construcción de lo social una acción humana individual que no se mueva por intereses proficientes, individualizados?

Por tratarse de la interacción que sitúa a los individuos cara a cara, la respuesta parte de poner fin al recelo que sobre el bien común han venido a sembrar esas libertades individuales. Ya no son necesarias producciones teóricas o espacios de intervención profesional repitiéndole al individuo que cualquier cosa que puedan hacer cuando se unen conlleva una limitación de su libertad. Tampoco se precisan más profetas modernos que se propongan ilustrar a un individuo-objeto con la luz del saber.

Ahora sabemos que la cuestión radica en la capacidad de entendimiento y derecho de elección asociada a su autodeterminación individual que le permite reincrustarse solo y cuando, en igual medida, ha conducido y protagonizado socialmente el proceso constructivo de la cohesión social. Esto es, aquel individuo que una vez dueño de su destino retoma con relevancia tópica –en término de Alfred Schütz–, responsabilidad individual de elección y auto-constitución deliberada y reflexiva, las razones comunes que hacen a lo social no su enemigo, sino la condición que tanto necesita para su accionar. Bajo esta capacidad práctica de autodeterminación, por tanto, se rompen o al menos enfrentan y resisten, los embates individualizadores del programa moderno.

Por añadidura, cada individuo es en sí mismo diverso, con sus propias y diferentes circunspecciones de lo que es “estar en sociedad”, “ser parte de una colectividad” y sus posicionamientos sobre cómo considera deben ser y son los valores colectivos, la identidad y la seguridad en ella. Empero, el asunto no termina allí. Replantearse de manera subjetiva y crítica estas cuestiones, trae consigo el replanteamiento de las maneras en las que se va a actuar en la sociedad, es decir, que el individuo portador de una nueva subjetividad se torna en agente hacedor de relaciones concretas, diversas, que encarnan –transformando– la sociedad.

Materializar estas relaciones junto a otros precisa, en primer lugar, de la superación de las contradicciones de la diversidad con la igualdad. Reconocer diferencia, asegura Díaz-Polanco (1991), entraña reconocer igualdad y viceversa. Se trata de un fin único: conectar individuos que se reconocen por la legitimidad de sus diferencias, pensamiento y experiencias concretas de actuación individual y colectiva, en la base de estrategias viables y comunes a todos; y viceversa como supuesto intrínseco a la cohesión social.

En atención a lo expuesto, es necesario hacer de la reciprocidad una práctica más allá del levantamiento abstracto de lo diverso o la conciliación superficial e igualitaria de intereses. Permitiéndonos reconstruirla en un nivel diferente, Espina (2017, p. 18) viene a recordar: “toda diversidad, que se expresa no en una burbuja, sino en una sociedad ella misma diversa, necesita una base de igualdad de reconocimiento”; en criterio nuestro, que se complementa y enriquece por la acción inmediata de cada uno de esos individuos diversos. De este modo, el reconocimiento de la acción conjunta se convierte en un engrase especial que diluye las formas discriminatorias propias e históricamente reproducidas por las colectividades y convida a la indisoluble horizontalidad, colectivismo, compromiso y solidaridad social.

La notoriedad que adquieren estos últimos como valores sociales incorpora, en un segundo momento, la permanente y activa verificación de las relaciones en construcción. Significa que, una vez que se fundan colectivamente, socializarlos interpela una revisión de las maneras aprendidas de relacionarse de los individuos, una clarificación de cuáles son objetivos, intereses y metas dispuestos a compartir y una identificación con el otro, solo posible en la medida en que se atempera a espacios reales, orgánicos y abarcadores.

Por aquí entra el tercer aterrizaje de estas relaciones. Para Díaz-Polanco, tales espacios solo encuentran cabida bajo el sentido de la comunidad, esto es, aquella que se construye territorialmente, capaz de construir identidades sólidas y proyectos comunes de alcance social por la profundidad de sus nexos y no como referencia a las comunidades preexistentes, pero tampoco a las seudo comunidades postmodernas o a los no lugares de la individualidad solitaria de Marc Augé5. El envite mayor descansa en la recomposición del lazo social, pero, desde una visión del mundo y unas prácticas que se enraízan en los propios ejes comunitarios, porque, orgullosos de sus tradiciones y costumbres los individuos no ceden de manera inequívoca ante los hábitos, manías y prejuicios de aquellos que definen a los suyos, superiores.

Sin que territorialmente signifique destruir –incluso antes de haber nacido– a la comunidad, se trata de crear colectivamente, en un diálogo con los diferentes saberes y por la exaltación de lo humano, una colectividad que se piensa abierta a su interior y guardiana de la coexistencia cooperativa y liberadora que sustenta a sus fronteras. Mantenernos vivos como comunidad simboliza poner en marcha formas armónicas de identidad que conectan a los individuos del nivel micro con sus sucedáneos y, con los del nivel macro. Es la comunidad que incorpora en su ruralidad o urbanismo como modo de vida, ya no a multitudes anónimas, desconocidas o “[…] auténticas “otredades universales”, como las denomina Benjamin Nelson” (Bauman, 2001, p. 104).

Un proceso fundente de comunidades autónomas solo es posible por individuos que, alcanzando la condición de ciudadanas y ciudadanos autónomos, deciden colectivamente sobre sus asuntos sociales, destierran la supremacía de lo mercantilizado y sustentan desde la responsabilidad individual y la solidaridad social, relaciones sociales justas y libertarias, inutilizando por fin, las formas fugaces de asociación descritas por Sennett (1998).

Con este telón de fondo, es claro que la defensa de la cohesión social es un factor crucial en la presente etapa histórica, quizás como nunca antes lo fue. Pero no se trata de la cohesión promovida por las agencias europeas ni de la correspondiente retórica latinoamericana. Estamos hablando de otra cohesión: aquella que por su naturaleza participativa da sentido duradero y profundo al sujeto social, que se funda en vínculos, interacciones y nexos sociales con alguna referencia territorial, enraizada en la alteridad y pluralidad de sus protagonistas y, en cuyo ámbito son capaces de construir sentido de pertenencia y proyectos comunes de alcance social.

En cualquier caso, los desafíos reales que afrontemos en el trance de construir la cohesión social no deben disminuir, sino afirmar la convicción de que es en un contexto histórico-social concreto –en toda su extensa gama: desde lo territorial hasta la comunidad nacional– donde se encuentra la clave fundamental para encarar con éxito las amenazas que implica el sistema capitalista actual. Desde esta premisa, abrir el camino hacia un mundo mejor es posible.

Conclusiones

La construcción de sociedades cohesionadas responde en la contemporaneidad a un imperativo social. La aceptación de la diversidad, independencia y autonomía de las naciones para conducir la edificación de sus procesos sociales encuentra en la cohesión un camino de lucha de los individuos, sobre todo cuando sociedades complejas y plurales –como las latinoamericanas– necesitan transformarse y alternar frente a la reproducción de las injusticias, desigualdades y desamparos que marcan la época actual.

Los enfoques que enriquecen el discurso científico sobre cohesión social, cuando son conscientes de estas cuestiones logran superar la simplicidad de proponer medidas compensatorias, asistencialistas y de supuesta libertad hacia ciudadanos rezagados o excluidos de lo que supuestamente es un orden social alcanzable para todos (Martínez, 2019, pp. 74-75).

La recomposición del lazo social desde la cohesión que se edifica socialmente por las particularidades y autenticidad de cada realidad social, diversa en sí misma, es realizable desde unos vínculos sociales que representan en su generalidad, los intereses, las necesidades y las experiencias de cada individualidad. En este sentido, la perspectiva de la cohesión social propuesta aquí expone a esos individuos como principal agente de cambio y sujeto activo de la renovación de sus supuestos. La autodeterminación individual y el compromiso social que se promueve por ser protagonista en un proceso de articulaciones múltiples establece para las diferentes realidades nacionales de América Latina y el mundo –en sus condiciones actuales–una posibilidad real de transformación que nos recuerde constantemente la necesidad colectiva de estar atentos y percatarnos de todo tipo de discriminación, desigualdad o exclusión social.

Referencias

  • 1
    Dominación tradicional descansa en la santidad de las tradiciones, en la estructura patriarcal para ejercer la autoridad, mientras la dominación carismática se relaciona con el heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas (Weber, 1981).
  • 2
    De acuerdo con Castel (1995), la palabra metamorfosis no es una metáfora empleada para sugerir que, por debajo del cambio de atributos, subsiste la perennidad de una sustancia. Por el contrario, una metamorfosis hace temblar las certidumbres y recompone todo el paisaje social.
  • 3
    Político francés. Miembro del Partido Socialista Francés, fue presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995.
  • 4
    Resultado de la reunión en Ámsterdam, el Tratado consolida los acuerdos establecidos en el Tratado de Maastricht, al tiempo que brinda especial atención al empleo, la salud y la educación como sectores indispensables de la política social. Introduce una disposición que autoriza al Consejo de Europa a adoptar medidas para luchar contra la discriminación por sexo, discapacidad, raza, etnia, religión y edad.
  • 5
    La hipótesis que defiende el antropólogo francés es que la sobremodernidad es “[…] productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos”, sino espacios de “la individualidad solitaria”. Para ello explica: “Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar” (Augé, 1998, p. 83).

Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jul-Dec 2021

Histórico

  • Recibido
    04 Nov 2020
  • Acepto
    24 Abr 2021
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