Resumen
Con base en la memoria colectiva de un grupo de personas extrabajadoras de la Hacienda Atirro, ubicada en la provincia de Cartago de Costa Rica, este artículo explora las vivencias de las familias obreras durante el periodo comprendido entre 1950 y 1990. A través de un enfoque cualitativo, se analizan las principales dinámicas, prácticas y percepciones sobre la vida y el trabajo dentro de la hacienda. A partir de una contextualización histórica del surgimiento de Atirro, se explica cómo su consolidación influyó en ciertas dinámicas de subalternidad y paternalismo, mediadas por la economía moral entre los patronos y las personas trabajadoras1.
Palabras clave Hacienda Atirro; Turrialba; memoria colectiva; familias trabajadoras; obreros agrícolas
Abstract
Based on the collective memory of a group of former workers of the Hacienda Atirro, located in the Cartago province of Costa Rica, this article explores the experiences of working-class families during the period between 1950 and 1990. Through a qualitative approach, the main dynamics, practices and perceptions of life and work within the hacienda are analyzed. Beginning with a historical contextualization of the emergence of Atirro, the article explains how its consolidation influenced certain dynamics of subalternity and paternalism, mediated by the moral economy between employers and working people.
Keywords Hacienda Atirro; Turrialba; collective memory; working-class families; farm workers
Resumo
Baseada na memória coletiva de um grupo de pessoas ex-trabalhadoras da Fazenda Atirro, localizada na província de Cartago na Costa Rica, este artigo analisa as vivências das famílias obreiras da fazenda durante os anos de 1950 a 1990. Através de uma abordagem qualitativa, são analisadas as principais dinâmicas, práticas e percepções sobre a vida e o trabalho na Fazenda Atirro. Para isso, foi realizada uma contextualização histórica do surgimento da fazenda e como sua consolidação influenciou certas relações de subalternidade e paternalismo mediadas pela economia moral entre os empregadores e as pessoas trabalhadoras.
Palavras-chave Fazenda Atirro; Turrialba; memória coletiva; famílias trabalhadoras; obreiros agrícolas
Introducción
La Hacienda Atirro fue una hacienda de café y caña ubicada entre los distritos de La Suiza de Turrialba y Pejibaye de Jiménez de la provincia de Cartago, Costa Rica. Atirro se creó a finales del siglo XIX bajo distintas administraciones de hacendados extranjeros y, de 1948 a 1996, fue propiedad de la Sociedad Rojas Cortés2. Fue una de las plantaciones de café más importantes del país durante la primera mitad del siglo XX (Hall, 1990) y, en la década de 1970, uno de los ingenios que más caña procesó a nivel nacional (Arroyo y León, 2012). La permanencia de más de cien años del modelo de hacienda en la región, implantó una lógica específica tanto en el sentido productivo-económico, como en la construcción de un espacio social diferenciado de carácter autocontenido y autosuficiente (Hall, 1990), que inhibió la formación de ciudades en la región (Amador, 1991).
En este sentido, la hacienda fue un espacio determinante en la vida de las trabajadoras y trabajadores, quienes durante más de cuatro décadas vivieron y laboraron ahí bajo la administración de la Sociedad Rojas Cortes. Allí, las familias obreras tenían su casa, el trabajo, los lotes de producción para autoconsumo, la escuela, la iglesia y las amistades; en otras palabras, la hacienda era su espacio habitacional, de empleo y de ocio. Sin embargo, esta vivencia empezó a transformarse a inicios del decenio de 1990, cuando los problemas financieros de la Hacienda Atirro se acentuaron. Después de un proceso de declive económico en 1996, la empresa se declaró en bancarrota, lo que significó su cierre y los despidos de sus empleados/as, quienes se fueron –en la mayoría de los casos– sin los pagos de ley correspondientes (Caldwell y Martínez, 2017).
Si bien esta hacienda tuvo una larga trayectoria histórica que puede retratar ampliamente el surgimiento, consolidación y expansión de las relaciones capitalistas en el campo costarricense, el presente artículo se enfoca en las prácticas y relaciones –desde una mirada de lo simbólico, afectivo y emocional (Lefebvre, 1991)– que tenían las familias obreras dentro de la hacienda durante las décadas comprendidas entre 1950 a 1990. En términos analíticos, la vivencia de estas personas permite ilustrar el proceso conflictivo y multiescalar que significó la consolidación de una de las haciendas más productivas de la historia del agro costarricense (Caldwell y Martínez, 2017).
La investigación se elaboró a partir de un enfoque cualitativo, en donde la memoria colectiva fue un criterio de ingreso. Mediante la reflexión de un pasado vivido en un tiempo y espacio específico, se analizó la memoria colectiva de un grupo de personas extrabajadoras de la hacienda que actualmente viven en el Conjunto Residencial Rojas Quirós, más conocido como “Las Golondrinas”.
El texto está dividido en tres partes. En la primera, se hace una descripción sobre el caso estudiado, en la cual se delinean algunas de las características generales sobre el grupo de vecinos y vecinas de la comunidad Las Golondrinas que participaron en el presente estudio; asimismo, acompaña a este apartado una breve reflexión sobre la relación entre la memoria colectiva, las experiencias de vida y el relato. Posteriormente, se realiza una contextualización histórica del surgimiento y consolidación de la Hacienda Atirro, con el fin de historizar los procesos de creación de capital y las dinámicas laborales que generan y transforman (Edelman y León, 2014 y Li, 2011). En un tercer momento, se indaga cómo fue para las familias trabajadoras vivir y laborar en la hacienda administrada por la Sociedad Rojas Cortés; centrándose en las experiencias, prácticas y percepciones que había en el espacio de la hacienda durante el periodo de administración de dicha familia. Particularmente, en esta sección se profundiza en las relaciones y dinámicas entre los patrones de la hacienda y las personas trabajadoras. Por último, se presentan las reflexiones finales, en donde se discute cómo ciertas prácticas patronales ayudaron a la producción de hegemonía y, en esta vía, a la legitimación de relaciones de explotación dentro de la hacienda.
Un acercamiento al caso de estudio: la memoria de la hacienda en el barrio Las Golondrinas
El presente artículo es una derivación directa de una investigación elaborada durante el periodo del 2014 al 2016, en la cual se realizaron, ocho entrevistas semiestructuradas, una visita al Ingenio Agroatirro, un taller participativo con 15 personas del barrio Las Golondrinas, así como diez visitas a dicha comunidad. El rango de edades de las personas participantes oscilaba entre los 45 y los 75 años, algunas ya estaban pensionadas, había varias amas de casa y un porcentaje importante aún se encontraba trabajando, principalmente, en el sector de servicios.
En este sentido, es necesario caracterizar cinco hechos relevantes sobre las voces de las personas extrabajadoras que fueron el punto de partida de esta investigación. En primer lugar, son vecinos y vecinas de “Las Golondrinas”. Esta comunidad surgió durante la década de 1990, cuando un grupo de familias trabajadoras de la hacienda se organizó para adquirir las casas en las cuales habían vivido por varias décadas. No obstante, quienes administraban la hacienda se reusaron a esta petición y el resultado de la negociación fue la donación de un lote quebradizo ubicado en una de las fincas de Atirro en el barrio Canadá de La Suiza de Turrialba. A raíz de lo anterior, en un periodo de aproximadamente seis años y, con el apoyo de la Fundación Costa Rica-Canadá, estas familias autoconstruyeron esta comunidad (Caldwell y Martínez, 2017).
Lo segundo por resaltar es su condición laboral dentro de la empresa. La mayoría de las personas participantes indicaron que a lo largo de los años trabajaron en distintas labores dentro de la hacienda, principalmente las agrícolas; sin embargo, durante los últimos años consiguieron vincularse más a las áreas administrativas e industriales. Algunos otros elementos en común que tienen estas personas son: la permanencia de, al menos, dos generaciones familiares dentro de este espacio laboral-residencial y el acceso a vivienda y servicios aportados por los patronos.
En tercer lugar, se debe señalar que, según los testimonios, cuando la Hacienda Atirro quebró y cesó labores, no hubo los pagos de ley correspondientes. Si bien hubo quienes recibieron algún pago simbólico por parte de sus patronos, la mayoría de las personas indicó que no recibió nada de dinero. Esto fue indistinto para los empleados agrícolas, los técnicos y los administrativos, a pesar de que varias personas denunciaron los casos (Caldwell, Martínez, 2017). Además, en varios testimonios se menciona que las personas trabajadoras habían aceptado el cierre sin las cesantías, porque sentían que, de alguna manera u otra, el lote y la casa en Las Golondrinas ya eran pagos suficientes.
Tras la quiebra de la Hacienda Atirro, se dieron una serie de acciones para impedir que el ingenio también cerrara. Por tanto, desde finales de la década de 1990 al año 2002, el ingenio se estableció como una coalición de la Cámara de Productores de Caña del Atlántico y a dos sociedades anónimas y, del 2003 al 2018, el ingenio Atirro se constituyó en un consorcio cooperativo llamado Agroatirro R. L. (el cual era una integración de Coopeatirro R. L., Coopecañita y Coopeagri R. L.). Esta cooperativa pudo acceder a este ingenio con el apoyo económico de INFOCOOP (único acreedor financiero), el cual pasó a ser codueño del consorcio junto a las tres cooperativas, en lo que fue su primera modalidad de “participación asociativa”. Así, se logró mantener el trabajo agrícola en esta zona. Según datos de Castillo (2003), aproximadamente tres mil familias de productores de caña de azúcar en los cantones de Turrialba y Jiménez (particularmente en La Suiza y Pejibaye) fueron beneficiadas al lograr mantener activo tanto el ingenio como las plantaciones de caña3.
Cuando la Hacienda Atirro de los Rojas cerró, varias de estas personas siguieron trabajando con la cooperativa cañera en los años siguientes; sin embargo, su relación laboral se mantuvo bajo otras condiciones con mayor informalidad, inestabilidad y sin dedicación exclusiva. Otras se pensionaron y otras se incorporaron al sector de servicios, con trabajos como guardias de seguridad, cajeros, limpieza de casas, jardinería, entre otros (Caldwell y Martínez, 2017).
Resulta necesario indicar que, en el momento en que se hicieron las entrevistas y el taller, estas personas extrabajadoras tenían alrededor de 20 años de no trabajar dentro de la Hacienda Atirro, ya que su cierre sucedió en el año 1996. Es por este motivo por el cual la memoria colectiva fue un criterio de ingreso, como una ventana para entender la producción del espacio, creación de capital y subjetividad en la hacienda (Caldwell, Martínez, 2017).
Para Yie (2015), la memoria colectiva es un proceso de reconstrucción de un pasado vivido en un tiempo y espacio específico a partir de un “ahora” que lo reconstruye e interpreta. Halbwachs (en Dobles, 2009) propone que la memoria colectiva sea entendida como una corriente de pensamiento continuo, con límites de separación irregulares e inciertos, caracterizados por la polifonía y multiplicidad. Es decir, hay varias memorias colectivas sobre un mismo acontecimiento, inclusive, una misma persona puede narrar los mismos hechos de diversas y contradictorias formas en distintos momentos de su vida. Su naturaleza es de carácter dinámico, dialógico, relacional, conflictivo e, incluso, discordes de los procesos de producción de visiones sobre el pasado. Entonces, ¿por qué son importantes los estudios de la memoria colectiva? Portelli (en Dobles, 2009) postula que el hecho histórico relevante no es el acontecimiento, sino la memoria. Al respecto, Gili menciona:
El pasado colectivo se reorganiza en el plano simbólico y así es resultado de reapropiaciones y dotaciones de sentido otorgadas por diferentes actores en distintos momentos. El registro de la memoria oral supone indagar en la memoria colectiva; las formas de la identidad nacional, sus relatos y vaivenes; el imaginario social, sus representaciones y formas de construcción e institucionalización de lo social (2010, p. 6).
La memoria colectiva se convierte así en un ejercicio reflexivo, tanto para quienes recuerdan como para quien investiga, ya que refleja los eventos pasados a partir de una actividad interpretativa y discursiva actual (Yie, 2015). De esta forma, con la memoria no solo se retoman aquellos tiempos pasados, sino que también es una herramienta analítica para comprender el presente. Los relatos no son un mero reflejo de una memoria ya consolidada, sino una vía para su construcción (Dobles, 2009). Detrás hay un ejercicio de elaboración del pasado realizado de forma dialógica y desde el presente. A partir de este entendimiento, la memoria fue el punto de partida fundamental para reconstruir el pasado de quienes crecieron, vivieron y trabajaron en la hacienda: un espacio cargado de vivencias, emociones, significados y formas de entender el mundo y darle sentido a la actualidad.
Los orígenes de la Hacienda Atirro (S. XVII-1970)
Durante la época colonial, las localidades de Turrialba y Jiménez fueron un espacio relevante de colonización, porque se encontraban ubicadas entre Cartago –donde habitaba la élite política, económica y religiosa del país– y la rebelde Talamanca indígena (Caldwell y Martínez, 2017). Esta zona fue el centro de operaciones para la intervención española en el Caribe; inclusive, muchas de las incursiones al territorio de Chirripó y Talamanca fueron desde Atirro, último pueblo de reducción (Solórzano, 2011). En ese sentido, para Bozzoli “el efecto estructural fue crear un campesinado indígena de comunidad corporativa, para cumplir con ciertas obligaciones hacia los dominadores coloniales” (2016, p. 95).
En el transcurso del siglo XVII, se intensificó esta dinámica con la construcción de caminos hacia el Caribe. Esto generó que la región de Turrialba y Jiménez se empezara a vincular e insertar en la actividad de las haciendas cacaoteras del Caribe, lo cual significó un amplio desplazamiento y exterminación de la población indígena de la zona (Solano en Rodríguez, Salas y Solano, 2012). Los colonos no tenían una intención de desarrollar un proyecto productivo en este sector, sino que su propósito se centró en el acaparamiento de las tierras para fines especulativos.
En 1828 se decretó la ley de concesión de baldíos, la cual incitaba a poblar las tierras “deshabitadas” del territorio nacional. Esto, junto con la consolidación del proyecto productivo del café, incrementó el interés por la zona de Turrialba y Jiménez. Según Hall (1990), la colonización y poblamiento de diversos frentes había iniciado en el siglo XVIII, acelerándose después de 1850; de manera que las regiones de Alajuela-San Ramón y de los valles del Turrialba y el Reventazón se convirtieron en las principales zonas de colonización de la época4. En este contexto, el presbítero Juan Andrés Bonilla fue el primer dueño de la Hacienda Atirro, ya que denunció tres caballerías conocidas como Atirro en el año 1852 (Registro de la Propiedad en Castillo, 2003).
Molina (en Viales, 2013) señala que gran cantidad de los denuncios de tierras en Turrialba y Jiménez fueron realizados por figuras con poder político de Costa Rica con fines especulativos y no para el poblamiento; por ejemplo, Jesús Jiménez, Cleto González Víquez y la familia Tinoco adquirieron tierras en Tucurrique y Pejibaye. Asimismo, algunos propietarios utilizaron estas tierras como parte del pago de terrenos que se encontraban en otros frentes de colonización del país. La zona terminó siendo convertida en un espacio especulativo para vender, comprar e intercambiar. De tal manera que muchas de estas tierras se mantuvieron ociosas, lo que significó un reto, ya que corrían el riesgo de volver a ser denunciadas por otras personas (Caldwell y Martínez, 2017). Ante esto, los terratenientes optaron por tener sus fincas con ganado con un doble propósito: a) que nadie les quitara las tierras y b) porque ocupaban poca mano de obra. En esta coyuntura, la Hacienda Atirro pasó a ser del doctor canadiense Tomás Mauricio Kalneck (también escrito como Calneck o Calnek), quien llegó a Costa Rica en 1876. Kalneck destinó este espacio a la ganadería y la producción a pequeña escala (Hall, 1990). Posteriormente, la hacienda tuvo distintas administraciones como la de los hermanos Lindo.
En 1890, la obra del ferrocarril que comunicaría el Caribe con el Valle Central se concretó. El trayecto final del ferrocarril estuvo determinado por los intereses de ciertos personajes de la burguesía costarricense, que tenían como objetivo que pasara cerca de sus fincas (Jiménez, 2008). Atirro y Pejibaye, que son los distritos en donde posteriormente se asentó la Hacienda Atirro, se mantuvieron como zonas de especulación, ya que no se encontraban conectadas con el camino del ferrocarril. No obstante, este se convirtió en el motor productivo de la zona, debido a que catalizó la ocupación de tierras y la inmigración interna.
Según Hall (1990), los años comprendidos entre 1895 y 1900 estuvieron marcados por una crisis en el café, lo cual produjo cambios de dueños y divisiones de tierras. La autora menciona que es durante esta baja del precio del café cuando surgen las grandes haciendas de Turrialba, aprovechando la inestabilidad económica de los pequeños productores del Valle Central. La mayoría de los nuevos propietarios de estas tierras fueron personas extranjeras que tenían el capital inicial para asumir los costos de la agroindustria, tal como la instalación de beneficios de café (Solano, 1995).
Es así como la Hacienda Atirro, para finales del siglo XIX, pasó a ser posesión del estadounidense Charles Woodward. A diferencia del resto de los propietarios, Woodward no tenía la intención de conservar el terreno como espacio de especulación, todo lo contrario; fue durante su administración cuando se inició el desarrollo agrícola de la hacienda, ya que compró terrenos colindantes y fundó la firma Atirro Coffee Estates Co. De esta manera, se inició la producción a nivel industrial de café y se incorporó la producción de banano y caña. Al respecto de lo anterior, Mörner (en Florescano, 1975), menciona que generalmente las haciendas diversifican su producción para poder mantener la productividad a lo largo del año.
Además, se construyó dentro de la finca una serie de instalaciones de uso “público”, como la escuela y la agencia policial. Al igual que Atirro, la estrategia de las demás haciendas agrícolas de la zona fue la diversificación de cultivos, la creación de infraestructura, la importación de mano de obra y el fortalecimiento de la llegada del capital extranjero (Caldwell y Martínez, 2017).
A pesar de que el banano fue un importante producto durante la década de 1920, la plaga del mal de Panamá afectó muchas de las plantaciones, lo cual generó que importantes empresas como la United Fruit Company (UFCO) abandonaran la región. Con la caída de la producción bananera, se fortaleció el cultivo de café, primordialmente, y de caña en Turrialba y Jiménez5. Para lograr mantener y cooptar la mano de obra necesaria, se formaron pueblos con su beneficio, un ingenio y casas para las familias trabajadoras, con comisariatos, escuelas y dispensarios (Jiménez, León, Ramírez y Velásquez, en Rodríguez, Salas y Solano, 2012). Si bien la construcción de infraestructura en la Hacienda Atirro inició con Charles Woodward, fue durante la administración de Hanz Herzog6 cuando se fortaleció y se expandió a lo largo de esta finca. Para este entonces, la hacienda contaba con una importante cantidad de mano de obra indígena cabécar proveniente de Chirripó (Ibarra, 1999)7.
Con el fin de atraer más familias a la hacienda, se edificaron escuelas, tiendas, agencia de policía, iglesias, casas, oficinas, espacios industriales, plazas y demás espacios. Esto consistió en una estrategia de poblamiento muy eficiente ya que multiplicó la cantidad de familias en la zona que vinieron desde distintas partes del país –como San Carlos, Grecia, Palmares, Naranjo, San Ramón y Paraíso– para trabajar en la Hacienda Atirro (Hall, 1990 y Solano en Rodríguez, Salas y Solano, 2012, p. 219). Para 1935, Atirro se había convertido en una de las haciendas más extensas del valle de Turrialba con 2 400 hectáreas de extensión (Hall, 1990).
Sobre esta temática existe una vasta investigación en América Latina. Un estudio pionero fue el de Mintz y Wolf (Florescano, 1975), quienes caracterizan a las haciendas como aquellas propiedades agrícolas que son operadas por una persona propietaria con aspiración de poder, que además controla la fuerza de trabajo. Sobre esto señalan los autores que, generalmente, la producción de las haciendas es para un mercado de pequeña escala por medio de un capital menor. Más allá de generar una gran acumulación de capital, las haciendas vienen a responder a una lógica de estatus social de las personas propietarias.
En 1948, la hacienda fue adquirida por la Sociedad Rojas Cortés, quienes eran oriundos de San Carlos. Los Rojas Cortés tenían grandes ambiciones en la región, por lo cual se llevaron familias completas desde el cantón de Grecia de la provincia de Alajuela para que vivieran en las casas de finca con el fin de tener más mano de obra; además, compraron terrenos colindantes e instalaron un ingenio en el poblado de Atirro. Durante esta administración, se fomentó la producción cañera, y el café se mantuvo como cultivo simultáneo. Para el año 1976, la hacienda se constituyó en Sociedad Anónima; asimismo, diversificó su producción con macadamia, tilapia, cedro, eucalipto y ganado (Quesada, 1981). En cuanto a la distribución y gestión interna de la hacienda, se dividió en fincas administradas por varios de los hijos de Abelardo Rojas, quien era el responsable de la firma Rojas Cortés:
La distribución de las mismas, de este a oeste, era la siguiente: Finca Canadá, Atirro, (la primera ubicada en el cantón de Turrialba, la segunda entre los cantones de Turrialba y Jiménez), Omega, La Victoria y Oriente, (ubicadas en el cantón de Jiménez); las cuales, a lo largo de los años, tuvieron numerosos miembros y distintas figuras legales en el Registro de la Propiedad. Todas estas fincas estuvieron dedicadas a la caña y, en menor medida, al café, a excepción de finca Canadá y Oriente, que tuvieron presencia de ganado bovino y caballerizas (Caldwell y Martínez, 2017, p. 88).
Como vemos, el despegue de las haciendas agrícolas de Turrialba tuvo un complejo proceso de expropiación, acaparamiento de tierras, atracción de mano de obra, construcción de infraestructura y creación de mercados y rutas comerciales. Hay una serie de sucesos que consolidan el asentamiento de la dinámica capitalista en la región: desde la conquista del territorio y la dominación de la población indígena, hasta la llegada de la lógica de producción y acumulación. Este contexto histórico permite entender cómo una hacienda, con las características y particularidades de la Hacienda Atirro, aparece en la región.
Producto de todo ello, para 1970 la hacienda administrada por la Sociedad Rojas Cortés se encontraba en uno de sus mejores momentos económicos y productivos, habiéndose convertido en uno de los más poderosos ingenios y beneficios del país (Achio y Escalante, 1985, p. 79). Pero ¿cómo era la vida de las familias trabajadoras? ¿Qué significaba vivir dentro de tan prestigiosa hacienda? ¿Cuál era la dinámica laboral y social a lo interno de Atirro? Estas son algunas de las preguntas que se buscan responder en el próximo apartado de este análisis.
Echando raíces: la vida en la Hacienda Atirro
La consolidación de las haciendas agrícolas en Turrialba y Jiménez surgió a costa del desplazamiento de la población original que habitaba el espacio, lo cual generó una drástica disminución demográfica que facilitó el acaparamiento de las tierras. No obstante, este despoblamiento fue, precisamente, el principal obstáculo para el despegue de las haciendas en la zona, ya que no había suficiente mano de obra para mantener productivas las fincas por todo el año. Es por esto que la hacienda de los Rojas marcó un antes y un después para la región. Hubo una transición de espacio de especulación del capital a espacio de producción capitalista. Los Rojas, para lograr favorecer el poblamiento de la hacienda y mantener el control de la mano de obra, se ocuparon en abastecer las necesidades básicas de las familias trabajadoras, tales como: “la educación, la salud, la vivienda, la electricidad, las vías de comunicación, el alumbrado, el agua y los servicios de letrina, entre otros” (Caldwell y Martínez, 2017, p. 103).
Estas condiciones fomentaron la migración de familias enteras hacia la Hacienda Atirro. Si bien algunas de ellas provenían de sitios aledaños, hubo quienes venían de áreas mucho más alejadas, como fue el caso de Limón, San Carlos y Grecia, por mencionar algunos casos. En general, el elemento que unificó a estas familias obreras fue la movilidad; ya que, por varias generaciones, se mantuvieron desplazándose a lo largo del país con el fin de adaptarse al mercado del momento. Por ejemplo, había familias oriundas de Naranjo que vivieron una etapa en Siquirres en las bananeras y después llegaron a las haciendas turrialbeñas; es decir, eran una especie de fuerza laboral flotante. Para estas personas, poder vivir y trabajar en la hacienda significó una ruptura de la lógica de movilidad e inestabilidad en sus trayectorias laborales y, por ende, en su cotidianeidad. De esta forma, Atirro logró establecerse para mediados del siglo XX con una mano de obra fija y estable que le permitía producir durante todo el año. Estas familias, que tuvieron por varias generaciones un rol de fuerza laboral flotante, lograron consolidarse en un lugar y en un trabajo fijo.
En este escenario, Atirro fue dividida en seis fincas y cada una era administrada por alguno de los hijos de Abelardo Rojas. Todas tenían un poblado o un caserío con plazas de fútbol. Los centros poblacionales más importantes poseían servicios como escuelas, guardia rural, iglesias, dispensarios médicos del Ministerio de Salud y un estanco del Consejo Nacional de Producción. A diferencia de las otras administraciones, los Rojas vivieron de manera permanente en la hacienda. Según varias entrevistas, esta familia tenía casas muy lujosas y ostentosas, así como piscinas y una pista para avionetas (Caldwell y Martínez, 2017).
En la hacienda había una importante diversificación productiva a lo largo de todo el año, con el fin de no tener momentos ociosos entre cosechas. Esto se tradujo en una necesidad de mano de obra constante. Según datos de Quesada (1981), para 1978 había registro de que la finca tenía 904 habitantes, 489 hombres y 415 mujeres, con un promedio de seis miembros por familia. Al respecto, Quesada menciona que:
los Rojas construyeron varias casas en las distintas fincas de la hacienda, algunas eran de cemento y otras de madera. Estaban estructuradas de manera uniforme a modo de caserío, pero separadas entre sí y con un patio trasero en donde cultivaban en pequeña proporción. Para 1975 en la finca de Atirro habían 90 casas, todas con servicio de agua potable y letrina. La Esperanza contaba con 21 viviendas, 15 de ellas con agua potable (2 con letrina). Máquina Vieja tenía 9 casas, Omega habían 5, ninguna con letrina. Pueblo Nuevo tenía 19 casas (6 con letrina). Juray tenía 47 casas con servicio sanitario de arrastre. Oriente 42, Yolanda 34 y La Victoria 12, todas con letrina. A excepción de Atirro, todas las fincas tenían problema de agua potable porque los servicios sanitarios eran de arrastre y, por medio de las zanjas, iban a dar a las fuentes de agua (1981, p. 88).
En cuanto a los lotes para autoconsumo que los Rojas brindaban para las familias trabajadoras, generalmente estaban ubicados en terrenos colindantes a cauces de agua dentro de los límites de las fincas, lugares donde la posibilidad de inundación era mayor o donde las características del terreno no eran las mejores en términos productivos. Usualmente, la producción de estos terrenos era adquirida por la empresa dueña del terreno a un precio menor al del mercado (Caldwell y Martínez, 2017).
Al respecto de lo anterior, Mörner (en Florescano, 1975), menciona que las haciendas suelen proporcionarles una parte de su terreno a sus trabajadores y trabajadoras para su subsistencia. Esto, debido a los bajos salarios y a que, en muchos de los casos, las haciendas tienen la práctica de monopolizar la oferta de tierra en sus alrededores para que sus empleados no tengan otras alternativas económicas y permanezcan como mano de obra.
La jornada de trabajo para las y los empleados fijos era de ocho horas de lunes a viernes y de seis de la mañana a mediodía los sábados. No obstante, tenían otros productos en sus lotes prestados que comercializaban a la misma hacienda, lo cual les extendía la jornada laboral. En época de zafra, que en Costa Rica generalmente es de enero a abril, la hacienda trabajaba las 24 horas del día los siete días de la semana. Había dos jornadas, la primera a partir de la media noche y la segunda desde mediodía, por lo cual, se realizaba una contratación de personal temporal que se dedicaba a la corta de caña. Por ejemplo, en noviembre de 1977 había alrededor de 466 personas trabajando; mientras que en febrero de 1978 había 1 030 (Quesada, 1981).
En cuanto al periodo de cogida de café, Atirro recibía gran cantidad de mano de obra de Turrialba y otras zonas gracias al ferrocarril. La cosecha generalmente se realizaba entre diciembre y marzo, y no era extraño que trabajadores de las bananeras del Caribe y del Valle Central participaran en ella (Caldwell y Martínez, 2017). Según Quesada (1981), existían distintas ocupaciones, tales como: 1) peones agrícolas, 2) peones agrícolas especializados, 3) administrativos, 4) industriales y 5) industriales especializados. En general, el salario de las personas trabajadoras era bastante bajo, sobre todo para los peones agrícolas y agrícolas especializados. Para los grupos ocupacionales 3, 4 y 5, el sueldo era mejor (esto no significa que fuera mayor al resto de las demás haciendas). El pago generalmente se realizaba con boletos (vales en forma de billete o moneda, identificados con el nombre de la finca) que posteriormente podían ser cambiados en efectivo o utilizados en transacciones comerciales que reconocieran su valor. De acuerdo con las entrevistas, esto generó que se formara una jerarquía a lo interno de los empleados que se derivó en diferencias de acceso al tipo de vivienda, servicios e, inclusive, derechos. Se comentó que, a pesar de que el trabajo con la caña era muy agotador y extenuante (en especial por las quemas y por el efecto de ortiga que genera), era muy mal pagado. Además, se señaló que las niñas y los niños también eran peones agrícolas. Incluso, hubo ocasiones en que se suspendían algunas clases de la escuela para ir a recoger café (Caldwell y Martínez, 2017).
Quesada (1981) destaca que casi todas las personas trabajadoras –por no decir que la totalidad– que estaban formalmente contratadas e inscritas en la planilla del seguro social, eran hombres. No obstante, la autora señala que, de acuerdo con lo observado durante su trabajo de campo realizado a finales de la década de 1970, la participación de las mujeres en la actividad cañera, especialmente durante la zafra, era mucho mayor que la registrada en la información oficial.
Sobre la producción de hegemonía y la legitimación de las relaciones de explotación
En el presente subapartado, la discusión se centra en el análisis de las formas de legitimación usadas por los patrones para garantizar la lealtad de la mano de obra, ligadas con la conformación de centros de asentamiento, el empleo y el acceso a los servicios básicos. Para profundizar en este aspecto, se van a analizar los siguientes textos, el primero es un extracto en el cual se describe una fotografía de Abelardo Rojas en una de sus fincas (Montúfar, 1934, pp. 405-406) y el segundo es un fragmento de una entrevista en el cual una extrabajadora de la hacienda narra cómo era el trabajo en el campo (Caldwell y Martínez, 2017, p. 104):
Don Abelardo Rojas es uno de los vástagos más distinguidos que aún conservamos de la Costa Rica agricultora y patriarcal. Trae aquel temple de ánimo, aquella honorabilidad hidalga y aquellos atributos de inteligencia y coraje para la brega, que hicieron grandes a los fundadores de la República […]. Aquí la foto nos muestra a don Álvaro Rojas, digno heredero de las virtudes de su padre; joven de talento y preparación, que, con sus otros hermanos, don Gregorio, don Carlos y don Juan Rafael Rojas y su cuñado don Mariano Cortés, ha constituido la Sociedad Rojas y Cortés para atender todos los negocios agrícolas y comerciales que tienen en San Carlos, Grecia, Turrialba y Coronado. Todos ellos han adquirido cultura europea, pero sin desdeñar por ello, las recias fatigas del campo, dando así el más noble ejemplo a las nuevas generaciones del país.
Pero cuando era época de zafra ¡ni qué decir! Por un lado, el trabajo con la caña es agotador y bien duro. Para el momento de la corta la caña tiene que estar bien gruesa porque una caña delgadita no tiene la misma validez… ¡Y con estos soles que pegan aquí es de morirse uno! Es un trabajo muy, muy cansado […]. Hoy la caña se quema, pero en tiempo atrás no. La caña tiene unos pelos que ortigan, antes no se quemaba, eso llegó a hacerse de un tiempo para acá para alivianarnos la jornada. El trabajo en caña es de riego de abono, remangas que se hacen con garabatos, cargar caña y cargar semilla […]. Entre el café y la caña, la segunda es más dura, pero eso no quiere decir que las cogidas fueran fáciles. El trabajo con el café es de deshijar, palear y apodar, todo a mano. Lo pagan por la cantidad que se coja, eso hace que si no hay un buen día no hay un buen pago al final de la jornada.
A partir de los textos anteriores, podemos identificar que en el mismo territorio hay vivencias diferenciadas. Por un lado, los Rojas –quienes mantenían un alto estatus social y económico– y, por otro lado, las familias trabajadoras en su condición de subalternidad, lidiando con jornadas laborales extenuantes. Para Chevalier (en Florescano, 1975), las haciendas fueron mecanismos para mantener las pretensiones aristocráticas en donde se perpetuaba la imagen de la España colonial. En el caso de Atirro, los propietarios y sus ostentosos patrones de consumo se visualizan en contracara a las condiciones de vida de las y los trabajadores de la hacienda. No obstante, en las entrevistas realizadas se identificó el orgullo y honor que significaba trabajar dentro de este espacio, ya que los Rojas eran reconocidos, por un lado, como una importante familia de la élite del país, en donde se resaltaba su imagen aristocrática con un componente sumamente colonial y, al mismo tiempo, como la familia agricultora y patriarcal que trabajaba la tierra8.
Según Modonesi (2010, p. 26), la subalternidad consiste en “la condición subjetiva de subordinación en el contexto de la dominación capitalista” y surge desde la disputa de poder de mando-obediencia. La subalternidad es una relación y una experiencia histórica, política y cultural que legitima y naturaliza una serie de normas, mandatos y dinámicas. Desde la propuesta gramsciana, es producto de una tensión entre aceptar e incorporar la dominación o, por el contrario, rechazar y buscar la autonomía frente a la misma (Gramsci, 1986). La hegemonía no es más que una derivación de la lógica de la dominación como una contraparte superestructural de la explotación.
Hay un consenso y reproducción del orden hegemónico que naturaliza y legitima estas relaciones desiguales, ya que había una dinámica tolerada y aceptada por los actores involucrados: tanto los hacendados que eran quienes contaban con los recursos, como los trabajadores que en muchos de los casos estuvieron en una condición de explotación (Caldwell y Martínez, 2017). Sobre esto, Bourdieu indica: “La hegemonía busca la aceptación de la desigual distribución de poder, de riqueza o libertad, en definitiva, consentir una determinada estructura de mando y control […]. Consentir implica aceptación consciente, subordinación reflexiva, la idea del ´mal menor´” (en Restrepo, 2014, p. 58). A raíz de esta “aceptación”, la respuesta subalterna sobre la situación de explotación se dirigió y se canalizó, en mayor medida, por medio de las quejas sobre el trabajo duro –las cuales fueron reiteradas durante las distintas entrevistas realizadas– pero nunca hacia los patrones y la relación laboral que se mantenía.
Además, había una serie de acuerdos, consentimientos y dinámicas que eran patrocinadas por los Rojas que contuvieron y reprimieron las tensiones. Por ejemplo, los espacios de recreación y ocio, como lo eran cines ambulantes, el teatro, los campeonatos de fútbol –cuyo equipo se llamaba el Equipo Alfonso Rojas en alusión a uno de los hacendados– los conciertos y los bailes, en los cuales había un uso generalizado del chirrite9. También, los Rojas daban distintos incentivos laborales como sacos de comida, pan y café, así como espacios y prácticas compartidas entre las personas trabajadoras y sus patrones, dentro de la dinámica cotidiana, tal y como lo indica una de las vecinas de Las Golondrinas en una entrevista (vecina de Las Golondrinas, comunicación personal, 5 de mayo de 2016):
Nosotros vivíamos como en un country club sinceramente. Teníamos todas las facilidades y todos los accesos de los dueños de las fincas. A nosotros no se nos privaba, por ejemplo, de que aquella piscina olímpica que había ahí que no la pudiéramos usar. Podíamos hacer fiestas, podíamos hacer lo que quisiéramos. Podíamos ir a jugar a la orilla del patio del dueño más dueño de todos… O sea como que nunca hubo límites y nos relacionamos con los chiquillos como iguales. Pero yo considero que en la armonía en que vivíamos nosotros era por eso, porque el ambiente era completamente abierto. No teníamos límites de nada.
Como se muestra, había un sentimiento generalizado de agradecimiento con la familia Rojas, así como un recuerdo afectivo sobre la experiencia de vivir y trabajar en la hacienda. Sobre esto, Edelman (2005) señala que la economía moral es el “otorgamiento de derechos, como el acceso a la tierra, derechos de pesca, derechos de paso por tierras y mecanismos redistributivos que vinculaban al campesinado con las élites terratenientes” (p. 332). Según Scott (1976), esta relación trasciende gracias a una serie de códigos, conductas, herramientas y mecanismos de carácter social, que permiten que el relacionamiento se imbrique en casi todos los aspectos de la vida de las personas trabajadoras; es decir, son aquellos intercambios moralmente aceptables para las clases subalternas. Para este autor hay un elemento que se encuentra muy arraigado en este tipo de relación y es el de “seguridad de subsistencia” (1976, p. 35), que es, básicamente, concesiones morales y económicas que se realizan en ambos lados del espectro con el fin de garantizar la supervivencia. Moore (1978) menciona que estos valores morales surgen de la experiencia colectiva de los riesgos y que, justo por eso, hay una gran consideración hacia la supervivencia.
Además, Thompson (1979) señala que estos acuerdos que se forman entre la clase hegemónica y la subalterna apelan a un criterio de justicia de carácter y origen histórico. Este no debe ser entendido como un reflejo directo de las condiciones materiales ni tampoco por una explicación de una falsa conciencia, sino que es un producto derivado de las luchas y negociaciones históricas y cotidianas en torno a las prácticas y condiciones legítimas que pueden haber de los grupos dominantes con los grupos populares (Yie, 2015).
Detrás del trabajo duro y mal pagado había una serie de compensaciones, tales como los espacios para sembrar la propia comida, e incluso caña para comercialización, o los incentivos alimenticios. También, los espacios de recreación y ocio, como lo eran cines ambulantes o los bailes en la hacienda, así como el uso generalizado del chirrite, nos dan pistas de cómo en ese acuerdo tácito los hacendados brindaban ciertos beneficios a sus trabajadores con el fin mantener de manera armoniosa las relaciones de convivencia. Esta economía moral se traduce en un sentimiento generalizado de orgullo, correspondencia y respeto hacia los Rojas, como se puede identificar en el siguiente fragmento de una entrevista:
Es que ahora todo va directamente a los gobiernos porque ahora cada quien vive con su propiedad, por ejemplo, yo elijo a cuál escuela vaya mi hijo. En ese tiempo no, todos íbamos a la misma escuela porque en eso quién estaba involucrado eran los mismos dueños, o sea la protección de ellos para nosotros era increíble era tal vez no como un Dios, porque no lo vemos así, pero eran personas que a pesar de ser tan adineradas siempre eso nunca se les vio a ellos, lo adinerado. Ellos siempre fueron igual. Todo lo que era de la escuela o la iglesia de Atirro quien monetariamente daba eso eran los Rojas para que eso se construyera (Caldwell y Martínez, 2017, p. 166).
Bajo esta imagen del jefe como un “gran padre” y “Dios”, se representa la idea de proveedor y protector hacia la clase trabajadora, la cual, a su vez, se encuentra en una posición de subalternidad. El paternalismo, entendido como una característica propia del patriarcado, corresponde a un mecanismo en el que se definen las relaciones entre individuos de los sectores dominantes y quienes se encuentran en una posición subalterna, en donde los primeros “protegen y se hacen responsables” de los segundos (Valero, 2013). Si bien la lógica paternalista tiene un origen de tradición feudal y señorial fue durante las primeras etapas de industrialización y ante la necesidad de moldear trabajadores adecuados a las exigencias productivas cuando los patronos intervinieron de forma activa no solo en el trabajo de los obreros, sino también en la vida de estos con el fin de mantener el control de la fuerza laboral, por lo cual tiene un principio meramente autoritario.
Además, esta perspectiva del pasado en la hacienda contrasta con su presente, lleno de contradicciones, incertidumbre, desempleo e inestabilidad económica, así como el detrimento del sector agrícola y urbanización en La Suiza, como bien lo muestra el Censo Nacional de Población y Vivienda de Costa Rica del 2000 y el 201110. En los relatos se menciona que la vivencia en Las Golondrinas rompe con la estabilidad que representaba la Hacienda Atirro. Como se mencionó, muchas de estas personas tuvieron que buscar otros empleos que fueron, en su mayoría, muy inestables (como el caso de la cooperativa que se formó a raíz del cierre de la hacienda). La ausencia del abrigo de los Rojas genera una tensión entre lo que fue y ya no es. Dejar de trabajar y vivir dentro de la hacienda significó, entonces, hacerse responsable de aquellas necesidades y servicios de las que en apariencia los Rojas se encargaban, como bien lo recuerda uno de los vecinos de Las Golondrinas:
Por ejemplo, si a usted se le caía una tabla de la casa, usted nada más la reportaba y llegaba el carpintero a arreglarla. El Estado nos tiene abandonados, ahora cada vecino vela por lo de cada quién, ya no es como antes (Caldwell y Martínez, 2017, p. 165).
Sobre esto, podemos identificar cómo ciertas peticiones que se le hacen actualmente a varias instituciones del Estado son bajo el concepto paternal con el que se vivió en la hacienda. A diferencia de la imagen y presencia de los Rojas, el Estado viene a ser una especie de ente omnipresente, que si bien se encarga y garantiza algunas labores que anteriormente los Rojas mediaron, no es ni va a ser quien va a arreglar la tabla de la casa caída o el patrón que les asegure casa y trabajo fijo por más de 40 años, por ejemplo.
Con todas estas transformaciones y transiciones que implican pasar de vivir dentro de la hacienda a un barrio, hay una especie de desarraigo. Tener que dejar la casa, la comunidad, el trabajo y los espacios de vida que se produjeron por tantos años, generó en estas personas de Las Golondrinas un sentimiento de extrañamiento, falta de pertenencia y pérdida de la familiaridad de lo cotidiano, en medio de una tensión entre lo rural y lo urbano, entre el antes y el después. En este sentido, Las Golondrinas es un espacio contrapuesto a la naturaleza “protectora” de la lógica de la hacienda, significa incertidumbre.
Otro elemento por destacar dentro de las dinámicas cotidianas de la hacienda son las relaciones patriarcales. En este sentido, aquí es importante destacar el significado de las casas y el rol de las mujeres dentro de ellas. Por un lado, eran el soporte de la familia a lo interno del hogar; eran ellas quienes estaban encargadas de las labores domésticas tales como la limpieza, la alimentación y el cuido, entre otras. Por otro lado, eran quienes se responsabilizaban del “lotecito” donde tenían la función de velar por los cultivos ahí sembrados (ya que se vinculan a los alimentos de la casa y por ende a la cocina). Además, eran parte de la fuerza laboral de la hacienda a pesar de que, en muchos de los casos, no se encontraban formalmente contratadas e inscritas en la planilla del seguro social (Quesada, 1981).
Para Silvia Federici (2004), en la transición de la lógica feudal a la capitalista, se instala un nuevo orden social que pone en una relación de subordinación a la mujer con respecto al hombre. Hay un proceso de apropiación de los cuerpos de las mujeres que pasan a ser propiedad privada y mercancía. Esta dinámica está fundada en la lógica de la unidad familiar, en donde la mujer está sujeta al control masculino. De esta forma, se reproduce una relación de dominación patriarcal que le da sentido a un sistema de acumulación capitalista. Hay una instrumentalización histórica del cuerpo de la mujer que la pone a la merced de las necesidades del capital y que, además, degradan sus facultades humanas a una realidad del poder patriarcal y de la explotación masculina del trabajo femenino. Federici (2004) señala que en este sentido la familia tiene un papel preponderante en donde funge como una institución que se apropia y oculta el trabajo de la mujer, así como un instrumento por medio del cual se privatizan las relaciones sociales y se propaga y reproduce la fuerza de trabajo.
Pero este instrumento que es la familia no solo se identifica en los espacios domésticos, sino que también se desarrolla en la sociedad en general. Al respecto, Bourdieu (1998) señala que el mundo del trabajo funciona como una cuasifamilia en la que el jefe, en su mayoría un hombre, ejerce la autoridad patriarcal con prácticas paternalistas. Esta autoridad tiene una envoltura tanto afectiva (por medio del resguardo, el cuido y la protección) como de control. En otras palabras: para la acumulación del capital, es necesario que se reproduzcan las relaciones patriarcales. Sobre esto, Federici explica los principales fenómenos que dan sentido a esta perspectiva:
i) el desarrollo de una nueva división sexual del trabajo que somete el trabajo femenino y la función reproductiva de las mujeres a la reproducción de la fuerza de trabajo; ii) la construcción de un nuevo orden patriarcal, basado en la exclusión de las mujeres del trabajo asalariado y su subordinación a los hombres; iii) la mecanización del cuerpo proletario y su transformación, en el caso de las mujeres, en una máquina de producción de nuevos trabajadores (2004, p. 23).
Es decir, las mujeres trabajadoras de la hacienda garantizaban la mano de obra estable y constante, ya que solían tener familias muy numerosas que aseguraban la reproducción de la fuerza de trabajo a lo largo del tiempo. Además, al tener el rol del cuido y de la atención de las necesidades básicas de la familia, las mujeres proveían las condiciones idóneas para que sus esposos asalariados tuvieran el mejor desenvolvimiento en el trabajo. También, muchas mujeres vivieron una condición de exclusión del trabajo asalariado, lo que produce, reproduce y legitima una mayor subordinación (Caldwell y Martínez, 2017).
La naturalización, la reproducción y la legitimación de estas relaciones desiguales eran parte del funcionamiento de la hacienda. A pesar de que las mujeres también tenían una jornada oficial dentro de las labores de la hacienda, era una práctica recurrente que no se reconociera económicamente sus trabajos. La dominación sobre la vida y el cuerpo de las mujeres se convierte entonces en “algo natural”. El caso del trabajo femenino en la Hacienda Atirro solo nos da una pincelada de cómo el capitalismo y el patriarcado verdaderamente son fenómenos que actúan de manera conjunta con el fin de generar procesos de acumulación de capital (Federici, 2004 y Gutiérrez, 2015), donde las mujeres tienen una condición de dependencia no solo hacia sus maridos, sino también a los Rojas.
De esta forma, se observa cómo la relación paternalista y patriarcal entre los dueños y las familias trabajadoras no era más que una estrategia para controlar, concentrar y mantener la fuerza de trabajo. Esta dinámica se proyecta, se consolida y se transfiere a través de las generaciones de familias de trabajadores de la hacienda. Durante el taller realizado con las y los vecinos de Las Golondrinas, se les preguntó acerca de las respuestas que hubo con los despidos irregulares, uno de los participantes indicó lo siguiente:
Tal vez no pleito, pero sí se reclamaron por los derechos de tantos años... En el caso de mi papá fueron más de treinta años que le trabajó a la finca. Pero él lo cedió porque no se pudieron pagar...Si hubieran sido los propios dueños, hubiera habido una solución, pero fue más que toda la administración. Porque cada finca tenía sus mandadores, en todas era diferente. Los propios dueños estaban en sus casas y no como administradores (Caldwell y Martínez, 2017, p. 158).
Y, para profundizar este comentario, otro de los participantes señaló lo siguiente:
Imagínese como si los Rojas fueran los papás y nosotros los hijos y la hacienda nuestra casa… ¡No podíamos reclamarles nada! Si ellos nos dieron de todo lo que ocupábamos para vivir por tantos años (Caldwell y Martínez, 2017, p. 159).
Estas citas evidencian con claridad que para estas personas cuestionar a los Rojas era como cuestionar a los propios padres. Esta situación, que podría haberse entendido como un conflicto, es apaciguado por varios elementos ampliamente discutidos: el paternalismo, la economía moral y las relaciones de subalternidad. El principio mismo de estos componentes se centra en su capacidad de control y cuido a cambio de actitudes de lealtad y fidelidad, incluso en las situaciones de mayor adversidad como lo fue el caso del cierre de la hacienda. A pesar de que la estabilidad perdiera sentido con el cierre de la hacienda, estos comentarios retratan cómo las dinámicas y prácticas de la hacienda se acogieron y se interiorizaron de tal manera que controlaron y suprimieron las respuestas de estas personas al ser despedidas sin los pagos respectivos (Caldwell y Martínez, 2017).
Conclusiones
Había un sentido de pertenencia y de unidad en la Hacienda Atirro de los Rojas que provocó que varias familias obreras se establecieran en la zona, ya que hay una transición de espacio especulativo a un espacio vivo, productivo y “habitado” en el que la fuerza laboral flotante se convierte en mano de obra fija y estable. Para esto, hay una explotación del trabajo para la obtención del plusvalor a como dé lugar. La necesidad de la expansión del capital necesita una mano de obra estable y fija que sea “obediente” y que además sea flexible y adaptable a las condiciones que el capital necesite. Por tanto, las familias trabajadoras legitiman y reproducen ciertas prácticas de explotación y las incorporan en sus cotidianidades a cambio de la estabilidad dentro de la hacienda. De esta forma, hay un proceso de subjetivación y disciplinamiento (Thompson, 1979) –a partir de distintas herramientas que moldearon a estas trabajadoras y trabajadores– que generó un perfil de personas con ciertos valores como la lealtad, la fidelidad y la honradez tanto en relación con su empleo como con los dueños de la hacienda.
Al mismo tiempo, hay una analogía del padre-patrón-protector. Se extrapola el modelo de lógica patriarcal y paternal a las relaciones y dinámicas que había en la hacienda. Los patrones asumen un rol de proveedores de las condiciones materiales mínimas, lo que generó que Atirro se convirtiera en un espacio autocontenido, ya que se produce su propia regionalidad mediada por las dinámicas mercantiles y la autoridad de los Rojas.
En este sentido, la función ideológica del paternalismo enmascaró la dominación con una intención benevolente. Las relaciones de explotación y dominación, mediadas por los vínculos afectivos, explican por qué la hacienda de los Rojas fue y sigue siendo en las narrativas de las personas extrabajadoras, tan duradera y efectiva. Todo este arraigo viene a reivindicar y a resignificar una cotidianeidad que podría ser, en sí misma, alienante. El cañal, el cafetal y sus largas jornadas de trabajo, por ejemplo, son algunas de estas vivencias y espacios que, en lugar de ser percibidas como lógicas de subordinación, son entendidas y resignificadas como las dinámicas que le dan sentido a la vida, ya que ahí están los afectos, las relaciones significativas y la estabilidad de las personas. La cotidianeidad pasa a ser, inclusive, liberadora. La estabilidad se reconoce en todo eso, a pesar del precio por el que hay que pagar por ella.
Hay una afectividad con una raíz histórica que le brinda no solo un cariño especial a las prácticas y dinámicas del espacio de la hacienda, sino también a sus patrones. Es por esto que aún en la actualidad, el espacio de la antigua hacienda es recordado con estima y afecto; a pesar de que el cierre de la hacienda ocurrió en un contexto conflictivo; sin embargo, los Rojas no eran cuestionados ni juzgados por estas personas, ya que por encima de todo estaba la lealtad y fidelidad, así como un amplio agradecimiento hacia los miembros de esta familia, que fueron los que brindaron esa estabilidad tan buscada.
Hay una añoranza del pasado, en donde la estabilidad, la convivencia, el trabajado duro y la protección de la hacienda chocan con un presente lleno de incertidumbres, migración hacia los centros urbanos y decaída del agro. La expresión del “tiempo de antes” es un marcador temporal local que hace referencia a la vivencia en la hacienda; es una categoría de organización y significación de la memoria histórica (Yie, 2015). Hablar de “los tiempos de antes” permitió entender el sentido afectivo que había en el espacio de la hacienda y cómo, de alguna manera u otra, la hacienda sigue viviendo en el presente de las vecinas y los vecinos de Las Golondrinas.
Los datos muestran que esta zona, en términos económicos, deja de ser un espacio productivo. El valor de la tierra cambió y la imagen de la campiña azucarera viene a ser más un recuerdo que una realidad. Para las y los habitantes de Las Golondrinas, este espacio que antes era de vida y de estabilidad cambia drásticamente y se convierte en un espacio que “expulsa” tanto a sus hijos, ya que no encuentran empleo, como a quienes quieren seguir trabajando la tierra. Aunado a esto, se le suma la inestabilidad vivida con las cooperativas creadas cuando la Hacienda Atirro cerró. Sobre esto, Harvey (2006) menciona que la acumulación del capital no se realiza solamente mediante la producción y la circulación de excedentes, sino que también a través de la apropiación de los bienes de otros, siendo estos inclusive simbólicos. Así, las redes sociales, las casas, la vida familiar, la estabilidad y los valores morales de las familias trabajadoras, entre otros elementos depositados sobre el espacio de la hacienda, se transforman y se resignifican. Al desaparecer la Hacienda Atirro –y la protección de los Rojas– las familias trabajadoras pierden esos símbolos y valores, así como la seguridad y certeza; es decir, hay un despojo de lo real y lo simbólico.
Como se mencionó a lo largo del texto, la perspectiva analítica aquí expuesta tan solo representa una mirada de una agrupación específica de la Hacienda Atirro, por lo tanto, quedan algunas preguntas pendientes por contestar, por ejemplo: ¿cuáles son las percepciones y vivencias dentro de la hacienda para aquellas familias trabajadoras que no fueron beneficiarias por el lote en Las Golondrinas?, ¿cómo era la relación de las personas que vivían en las afueras de la Hacienda Atirro?, ¿qué pasó con las personas que decidieron denunciar los incumplimientos de los pagos cuando la hacienda cesó labores?
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Este artículo es una derivación directa de la tesis de licenciatura de Clyde Caldwell y Verónica Martínez (2017), “Tener que dejar la casa”. La conformación del espacio social de la Hacienda Atirro. Un acercamiento a partir de las narrativas de sus extrabajadores y extrabajadoras (Tesis de Licenciatura en Antropología social, Universidad de Costa Rica).
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Los propietarios extranjeros de la Hacienda Atirro fueron: el canadiense Tomás Mauricio Kalneck, los jamaiquinos hermanos Lindo, el estadounidense Charles Woodward y, por último, el suizo Rodolfo Herzog (Caldwell y Martínez, 2017).
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Es importante destacar que años más tarde, en el 2017, se inició un proceso judicial sobre 30 cooperativas que recibieron casi el 75 % de la cartera crediticia de INFOCOOP a una tasa de interés anual demasiado bajo y en un plazo de hasta 35 años. Dentro de esta lista, Agroatirro fue la cuarta con el mayor monto de dinero prestado (5 526 millones de colones) y con una tasa de interés de tan solo un 2 % (Ruiz, 2017). Posteriormente, en el 2018, el ingenio cerró; sin embargo, no se realizaron los pagos respectivos a las personas extrabajadoras. A raíz de lo anterior, en el 2019 se aprobó en segundo debate de la Asamblea Legislativa el proyecto de ley 21.502 en donde se autorizó a INFOCOOP a cancelar, por una única vez y de forma exclusiva, las prestaciones laborales a las 44 personas exempleadas del Consorcio Cooperativo Agroindustrial Agroatirro R. L. Una de las principales razones por las cuales se llegó a este acuerdo fue por la carente reactivación económica y las escasas fuentes de empleo en la zona. Como solución provisional e inmediata para la zafra de ese año, se estableció una alianza público-privada de la que forma parte CoopeVictoria. Esta medida fue tomada debido a que 500 productores de la zona quedaron a la deriva después del cierre de Agroatirro (Siu, 2019).
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Para los colonos, estas tierras estaban deshabitadas, pero realmente en su mayoría estaban pobladas por comunidades indígenas. Respecto a esto, Bolaños (1986) indica que durante el gobierno de Carrillo se crearon las condiciones para privatizar las tierras ejidales (tierras comunales en las que los indígenas y campesinos producían los cultivos que luego comercializaban). Este proceso de expropiación de las tierras comunales para la emergente burguesía cafetalera ha sido denominado por algunos historiadores como el primer intento de reordenamiento agrario (Bolaños, 1986 y Ramírez, 1978).
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Hall (1990) indica que, desde un punto de vista geográfico, la expansión del café en el Valle Central puede dividirse en tres partes: la Meseta Central, la región de Alajuela-San Ramón y los valles del Reventazón y Turrialba. Es importante señalar que la producción cafetalera en las dos primeras regiones se dio a partir de pequeñas propiedades; no obstante, en Turrialba y Jiménez se desarrolló en extensos territorios que eran parte de las grandes haciendas cafetaleras (Caldwell y Martínez, 2017).
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Sobre esto, Solano (1995) indica que a la población indígena se le pagaba muy poco y sus campamentos estaban rodeados por una plantación de plátano para que lo utilizaran como alimento, junto con lo que pescaban y cazaban.
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8.
Para Quijano la colonialidad “se refiere estrictamente a una estructura de dominación y explotación, donde el control de la autoridad política, de los recursos de producción y del trabajo de una población determinada lo detenta otra de diferente identidad, y cuyas sedes centrales están, además, en otra jurisdicción territorial. Pero no siempre, ni necesariamente, implica relaciones racistas de poder. El colonialismo es, obviamente, más antiguo, en tanto que la colonialidad ha probado ser, en los últimos quinientos años, más profunda y duradera que el colonialismo. Pero sin duda fue engendrada dentro de éste y, más aún, sin él no habría podido ser impuesta en la intersubjetividad del mundo, de modo tan enraizado y prolongado” (2014, p. 287).
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El chirrite es un licor destilado de caña, en Costa Rica se fabrica ilegalmente y de manera artesanal, por ser la producción de alcohol monopolio del Estado. Suele tener un alto grado de alcohol, se fabrica con un alambique y se prepara a partir de procesos básicos de fermentación (Caldwell y Martínez, 2017).
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En varios testimonios se afirmó que hubo un pico de emigración tanto en Las Golondrinas, como en la región, en búsqueda de trabajo. Esto se evidencia en la cantidad total de la población de La Suiza que disminuyó del 2000 al 2011 en un 17.5 % (lo cual es una tendencia contraria al crecimiento de la población nacional en ese periodo). Además, para el 2011 un 42 % del total de la población de La Suiza se encontraba fuera de la fuerza de trabajo, lo cual se encuentra por encima del promedio del país (un 34 % está en esta condición). Asimismo, la tasa de desempleo en La Suiza (4,2 %) era mayor a la nacional (3,4 %), Todo esto acompañado de la disminución de lo que se considera población rural, ya que pasó de 76,4 % en el 2000 a 34,2 % en el 2011 (INEC, 2002 y 2011).
Fechas de Publicación
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Fecha del número
Jul-Dec 2020
Histórico
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Recibido
01 Nov 2019 -
Acepto
14 Abr 2020