Open-access Siete tesis en el horizonte. Nuevos mitos y viejas utopías para la enseñanza

Seven theses on the horizon. New myths and old utopias for teaching

Resumen

Hacia fines del siglo pasado, la Nueva Agenda de la Didáctica surgió como una fuerte interpelación hacia el abandono de la tradición tecnocrática y una apuesta potente hacia la paulatina resignificación de la educación formal como capaz de promover el pensamiento profundo. Las necesidades sociales eran entonces tan acuciantes como las urgencias disciplinares por superar la mirada ingenua, simplista y delgada de la enseñanza como método, que en última instancia diluía al sujeto en un protocolo de procedimientos tendientes a resultados. Mucho se había avanzado ya en la conceptualización del campo y, a medida que se difundieron trabajos e investigaciones, se fue consolidando en el discurso una metamorfosis plena de lo que se había entendido hasta entonces- muy delgadamente- como didáctica. El cambio, sin embargo, impregnó el nivel discursivo sin llegar a encarnar en las prácticas. Las razones son múltiples y complejas, y solo se abordarán tangencial y conjeturalmente en este ensayo. En cambio, la presente publicación se propone delinear siete certezas adquiridas, vivas en el discurso, y problematizar respecto de algunas situaciones y condiciones que podrían gestar nuevos escenarios educativos consonantes con tales pronunciamientos.

Palabras clave: Didáctica; Transformación educativa; Práctica Docente

Abstract

The New Agenda for Didactics emerged in the late twentieth century as a reaction against the technocratic tradition in teaching, and a sign of growing trust in the potential of formal education to promote deep thought. Social needs and disciplinary concerns urged then for the overcoming of a naïve, simplistic and bare view of teaching as a method, which reduces the subjective dimension while it enhances the achievement of certain expected outcomes. As new authors and their work became known to the academic audience, new ideas and theses resulted in a discursive metamorphosis of what had so far been understood as didactics, especially in higher education. This change, however, did not transcend the level of discourse into actual practice. This may be explained by the interplay of a number of factors which will not be directly addressed in this article, which is instead devoted to stating seven theses commonly asserted in academic circles today and problematizing about the conditions which may foster new teaching practices along their lines.

Keywords:  Didactics; Educational transformation; Teaching Practice

Introducción

Una mirada histórica cualquiera nos permite atestiguar tanto la fluidez de los cambios como la resistente persistencia de ciertas continuidades en las prácticas sociales. En un tiempo cultural en que todo parece inaugurarse -cuando en realidad la sensación no es más que una forma de ignorancia de lo que hubo y lo que fue- el cambio es protagónico en el nivel discursivo aunque débil, ambiguo y disperso en las prácticas. Se ha expandido fuertemente el universo de lo decible, pero, como advierte Angenot (2012), el sentido no se constituye únicamente en el plano discursivo, sino que se compone protagónicamente por la práctica social. Podemos hablar de la necesidad de innovar en las formas de enseñar y aprender mientras construimos edificios que perpetúan la práctica de la educación tradicional, con muebles y espacios que construyen sentidos antiguos de estudiantes inmóviles, profesores observados y actividad sincrónica dirigida al frente.

Un modo posible de interpretar este momento es pensar que el significado de la enseñanza, el de la didáctica misma, está en disputa. La palabra produce posibilidades en el horizonte de lo imaginado y lo deseado, mientras la práctica social se anquilosa en las tradiciones y las costumbres, pero también- y decisivamente- en las creencias, las representaciones o teorías implícitas (Bruning, Schraw y Ronning 1999) con que los sujetos sostienen sus acciones.

Este ensayo intenta extender el recorrido, explicitando algunas tesis que se desprenden del discurso sobre la enseñanza con cierta ambigüedad y amplitud en el sentido, pero con dirección contundente hacia la transformación de lo que enseñar significa hoy. También se propone dibujar unos trazos más hacia la concreción de estas ideas y principios en la práctica docente.

Primera tesis: la búsqueda del aprendizaje significativo

En una reunión científica en la Universidad de Tres de Febrero, en Tandil, en el año 2010, un equipo de expositores invitados de Brasil finalizó su presentación diciendo:

“Nosotros fingimos que enseñamos; ellos fingen que aprenden”. Las risas casi incómodas entre la audiencia manifestaron el consenso, así como pusieron en evidencia la necesidad de dejar de fingir. Fried (1996) habla del juego, en un sentido alternativo al propuesto por Bourdieu (2012), para nombrar eso que sucede cuando todos simulamos interés por lo irrelevante. La escuela3 presenta conocimientos cerrados, completos, fosilizados y despegados de las preguntas interesantes que los propiciaron. El acervo de saberes de la humanidad se enajena así de la experiencia, como un reloj detenido en una hora casi siempre irrelevante4 (Papini, 2009). Solo en aquellos casos en que los contenidos de la enseñanza se tocan con la vida, se revive el deseo y se actualiza el sentido de la educación. Esa es la genuina experiencia de lo que aventuráramos en un juego de palabras como “conoser” (Porta y Yedaide, 2014), es decir, de las prácticas del conocer que terminan por encarnarse en los sujetos y transformarlos de una vez y para siempre. Aprender, después de todo, es precisamente sentir que algo ha cambiado en nuestra interacción con el mundo, irremediablemente.

Frente a la apatía de los estudiantes, que no se esfuerzan por disimular la irrelevancia, la cual también irrita a los docentes, algunos académicos apelan - no sin cierta confusión - al aprendizaje significativo de Ausubel (1976). Se produce así una re-semantización de lo que Ausubel originalmente sostuvo sobre el funcionamiento de la cognición con poco interés en el aprendizaje formal. Lo que el autor clasificó como una condición de posibilidad para el aprendizaje en los años 70 ha llegado a designar la promesa de un aprendizaje relevante, trascendente, que llegue hasta la vida misma y modifique a quienes lo experimentan. Si bien la categoría original es tergiversada, la urgencia por significar la posibilidad de restaurar sentido al aprendizaje es potente e inspiradora.

Sería imprudente conjeturar respecto de las razones que explicarían la condición inerte y desapegada de los contenidos de los currículos escolares que presentan fuertes excepciones en la socialización en el nivel inicial, la alfabetización en el nivel primario y la formación profesional específica en el nivel superior en nuestro país. El nivel medio es, tal vez, la instancia en que esta condición se hace más evidente. Sin embargo, aun en este nivel, cualquier experto en una disciplina podría encontrar el sentido y la razón de ser de los contenidos, vincularlos a algo trascendente, contagiarnos la pasión del descubrimiento. Si aprender es descubrir, como creemos, necesitamos que el experto nos sitúe en posición de apetecer y nos muestre cómo llegar a conocer aquello que nos hará más felices porque saciará nuestra necesidad natural y humana de saber y palear la curiosidad sobre los misterios de la vida. Esto demanda un profesor comprometido en convidar, hacer atractivo lo suyo, irresistible. Y también, un profesor con el coraje de admitir la irrelevancia, darle su tratamiento justo, no ceder ante ella sino desenmascarándola, exponiendo la relatividad de los hallazgos, la contingencia y el tono perecedero de los conocimientos científicos, su carácter provisional.

Segunda tesis: el afán por la buena enseñanza

El término buena enseñanza no es, por supuesto, original ni inédito. No lo era tampoco cuando lo acuñó Fenstermacher en 1989 en la obra de Wittrock (1989). El pensamiento sobre la enseñanza, los maestros, la comunión con los aprendices, es tan antiguo como las sociedades y las culturas tal vez, aunque los retos de su formalización más allá de los ámbitos naturales de crianza o instrucción es un fenómeno más reciente. Cuando Fenstermacher (1989) lo propone en relación con la filosofía de la investigación de la enseñanza, procura una restitución de la moralidad al debate sobre lo que es digno de ser enseñado y cómo. Su preocupación y el sentido con que enviste a la palabra “buena” es amplio más allá de la definición puntual que provee, y alcanza un componente cultural sobre valores morales precisos y propios del autor (véase Yedaide, 2013). Si bien, le preocupa distinguir la enseñanza del aprendizaje - incluso denuncia al pasar la ingenuidad con que se los vincula - sostiene la necesidad de asociar lo bueno al éxito en una primera instancia para concluir luego en una célebre definición que transcribimos:

Aquí, el uso del adjetivo «buena» no es simplemente un sinónimo de «con éxito», de modo que buena enseñanza quiera decir enseñanza que alcanza el éxito y viceversa. Por el contrario, en este contexto, la palabra «buena» tiene tanto; fuerza moral como epistemológica. Preguntar qué es buena enseñanza en el sentido moral equivale a preguntar qué acciones docentes pueden justificarse basándose en principios morales y son capaces de provocar acciones de principio por parte de los estudiantes. Preguntar qué es buena enseñanza en el sentido epistemológico es preguntar si lo que se enseña es racionalmente justificable y, en última instancia, digno de que el estudiante lo conozca, lo crea o lo entienda. (Fenstermacher, 1989, p.155)

Los principios morales, lo racionalmente justificable o digno son pronunciamientos fuertes, pero, en algún sentido, ambiguos por cuanto albergan posibilidades alternativas de definirse. Esta imprecisión se multiplica y potencia a medida que la producción académica usa el concepto con mayor independencia de esta formulación particular, llegando a afirmar, por ejemplo, que la buena enseñanza es cualquier cosa que produce aprendizaje en otras personas (Finkel, 2008).

Lo cierto es que la buena enseñanza es la meta y, tal vez en todos los casos, una meta noble. Pero su sentido varía irremediablemente entre el espectro de la rigurosidad y las acepciones más pegadas al sentido común. El mismo Fenstermacher (2005) admitirá luego, en un trabajo con Richardson (2005) que la enseñanza de calidad es fácil de advertir pero difícil de definir.

La ambigüedad e imprecisión de los sentidos adscriptos a la buena enseñanza generan grandes inquietudes. De hecho, debemos preguntarnos: ¿serán suficientes las buenas intenciones a falta de consenso en lo que sostenemos sobre la buena enseñanza? En un artículo anterior (Yedaide, 2013) sugeríamos glosar minuciosamente el sentido que adscribimos a la buena enseñanza en cada caso. Hoy creemos que el fin o sentido mismo de la educación debe ser el componente primordial en la definición de la buena enseñanza. En otras palabras, la buena enseñanza solo puede ser tal si justifica su razón de ser en los fundamentos y las posturas que nos representan, y que deben ser explicitados y propuestos abiertamente, como una opción entre otras posibles, rechazando su naturalización.

Tercera tesis: la necesidad de privilegiar el sentido de aprender y enseñar frente a las estrategias y la gestión de la clase

Litwin (2008) describe tres grandes modos de mirar la enseñanza a lo largo del siglo XX y los albores de nuestro siglo. En primer lugar, la preocupación por el planeamiento era evidente, manifiesta en los minuciosos listados de objetivos cuidadosamente definidos antes de la clase. El énfasis en la reflexión de lo acontecido representa un segundo momento, que transita paulatinamente hacia la irrupción más tardía del interés por lo que sucede durante la clase, en la que se despliegan saberes o conocimientos profesionales (Schön, 1983) de formas inéditas, sujetadas por el espacio, el tiempo y los cuerpos, que devienen - según Litwin (2008)- en la necesidad de problematizar la enseñanza como un oficio.

A esta síntesis de los puntos de vista en el tiempo podrían sumarse muchas otras clasificaciones u ordenaciones que señalan, como en el caso de Davini (2001), los modelos híbridos de docente como remanentes de las expectativas sociales para el rol, o los debates de Saviani (1982) relativos a la presencia o ausencia de la mirada crítica según se piense el fin de la educación y se avizoren sus posibilidades concretas. Lo cierto es que los escenarios sociales, fuertemente contingentes, imprimen dirección en las instituciones y los sujetos que las habitan. Las expectativas respecto del sistema escolar se hilan en el entramado de las creencias y principios vigentes en cada momento histórico y producen discursos y prácticas educativas que se les parecen.

Esto podría explicar el enamoramiento y fuerte presencia aún hoy de los imperativos del campo de la gestión empresarial en los ámbitos académicos. De hecho, como se ha sido señalado ya por Yedaide (2013), el concepto de buenas prácticas de enseñanza es un préstamo del vocabulario que la industria y las empresas han popularizado en relación con sus procesos de promoción y medición de la calidad. Esta lógica con impronta cuantitativa, afanada en medir la realidad en una captura numeral, es con frecuencia denunciada como forma inepta y limitada de acceso a las problemáticas de las ciencias sociales, pero sobrevive tímidamente, como envuelta en contradicciones insuperables, en el ideario escolar y fuertemente en el imaginario social.

Tal vez, la posibilidad de hallar observables, que es la razón de ser de los modelos de gestión de calidad, se haya trasladado al ámbito educativo por su conveniente simplicidad; es común que la formación docente descanse en instancias de observación de clase tendientes a completar casilleros que se preguntan por la organización de la clase, el manejo del habla, el contacto visual, el uso de la pizarra (electrónica o tradicional), el tipo de actividades, etc. La ventaja de estas cuestiones es la accesibilidad del dato, el riesgo es la interpretación de este sin el entramado de circunstancias que completan inexorablemente su sentido, sin las cuales podrían ser sencillamente incomprensibles.

Las estrategias de intervención docente y las actividades de aprendizaje son, tal vez, la prueba más concreta y asible del trabajo del profesor. En general, se corresponden solo en apariencia con lo que Litwin (1997) llamara configuraciones didácticas, pues no tienden a abarcar la construcción metodológica5 ni el planteo de base sobre la enseñanza. Si bien, las formas de presentar los contenidos y las maneras de crear oportunidades para que el estudiante los comprenda- en el sentido que Perkins y colaboradores adscriben al término (Ver Stone Wiske y col., 1999)- son altamente valoradas, con especial reconocimiento a la creatividad y la innovación, una propuesta didáctica sólida debe necesariamente comenzar por el sentido de lo que se enseña y se aprende. En otras palabras, sin la pregunta por el ¿qué?, ¿para qué?, ¿por qué?, el cómo es entretenimiento más que vía hacia el aprendizaje6.

Si bien el poder de seducción de la enseñanza es directamente proporcional al despliegue de las presentaciones docentes (cuanto más color, más atractivo visual o auditivo, más asombrosa o entretenida la propuesta, más valorado el trabajo docente entre las comunidades de padres y estudiantes) - la calidad de la enseñanza, entendida como la aptitud para generar oportunidades concretas para que otro aprenda, y guiar el proceso se vacía y se torna irrelevante si el contenido no encierra en sí mismo el potencial del convocar, de tentar, de seducir.

Lo mismo es prudente observar respecto de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) y el trabajo en EVAs (entornos virtuales de aprendizaje). Respecto de ellos circula una tesis relativamente débil que sostiene que las tecnologías y los medios digitales o virtuales son potentes para garantizar o, generar la motivación de los estudiantes. Decimos que constituye una tesis débil pues los estudiantes cotidianamente rechazan la idea de utilizar estos medios y recursos con fines académicos. Entonces, a los esfuerzos de los inmigrantes digitales por inducirse al mundo de los jóvenes se une una apatía casi inesperada que, en realidad no debe pensarse en los medios, sino en los fines. Lo que los jóvenes parecen no soportar, si retornamos al testimonio de los académicos brasileños que citáramos al principio de la segunda tesis, es la irrelevancia, el sinsentido (Fried, 1996).

Esta tesis propone que para sorprender, enamorar y cautivar la enseñanza escolar no necesita disfrazarse de payaso o emular los programas de entretenimiento, sino recuperar el sentido trascendente del saber que les permite a las personas la ampliación en su capacidad de vivir en el mundo e, idealmente, habilita formas diversas para el buen vivir (Santos, 2000). Las ciencias y las artes potencian la capacidad humana, permiten ahondar en el autoconocimiento, expandir los sentidos. Son plataformas para la imaginación, para la creación de nuevos escenarios, circunstancias más afables y amigables para la existencia. Cada disciplina encierra un tesoro que libera a las personas, las enriquece, siempre que escape a la pobreza de morir en un programa, un libro de temas, un ejercicio de la memoria que no puede demostrarse valioso a pesar de sus nobles intenciones.

Entonces, tanto las estrategias como la gestión, con sus múltiples recursos y herramientas que solemos rotular como “innovadores”, se constituyen paulatinamente en elementos secundarios frente al protagonismo que asumen las razones para aprender.

Cuarta tesis: la aceptación de la real naturaleza de los conocimientos previos (o la lucha contra la no ignorancia)

La pregunta sobre los conocimientos previos aparece, en ocasiones, como una defensa del propio sistema educativo. El currículo de la formación docente prescribe, explícita o implícitamente, la indagación respecto de los conocimientos relacionados con el

“tema de la clase”. Estos conocimientos se conciben como residuos de otras experiencias escolares anteriores, pues persiste el mito de la identidad educación-escuela.

A medida que comprendemos nuestra tendencia humana a conformar comunidades de aprendizaje (Wenger, 2001), se hace más evidente la ubicuidad y, podríamos decir, inevitabilidad del aprendizaje para las personas. El aprendizaje no es ubicuo solamente, como sostiene Burbules (2014), porque tenemos dispositivos para aprender en horarios y contextos extraescolares; es ubicuo porque es natural y cotidiano, ya que vivimos en un medio social rico en oportunidades. La escuela educa- seguramente con mayor eficacia en relación con lo que Jackson (1990) definiera como currículo oculto y Eisner (1979) como currículo nulo- y educa la familia, como sabemos. Pero también educan la vida y las situaciones que en ella se suscitan, la televisión, los amigos, los libros, la contemplación. Hay pocas actividades humanas que escapen a este potencial “docente”.

Los conocimientos previos, entonces, no son sencillamente contenidos del año anterior o de otra asignatura, son teorías explicativas respecto de la realidad que vamos tejiendo a medida que vivimos en el mundo y damos sentido a nuestras experiencias. No existen ni el vacío conceptual completo ni la ignorancia, siempre hay algo que podemos especular, que se relaciona con lo que conocemos, escuchamos, leemos. El gran desafío no es llenar el vacío, sino romper la certeza y permitir una reestructuración de lo conocido que implique al nuevo conocimiento. Y esto solo es posible, como propone Bain (2007), haciendo fracasar la expectativa; es decir, presentando problemas para los cuales la teoría explicativa propia, intuitiva o informal resulta inadecuada e insuficiente. He aquí el interés del que Russeau (1979) hablara. La creación de una genuina necesidad de comprender lo nuevo por su potencial de colaborar con la resolución de un problema real que puede ser cognitivo, emocional o práctico. Quienes hablan del conflicto cognitivo, a veces, también, promueven esta mirada, aunque cercenan, en opinión propia,- la naturaleza humana.

Una enseñanza que busca el aprendizaje debe rendirse ante la certeza de que el estudiante ya sabe, y que el trabajo consiste en probar el valor de lo nuevo. También debe convivir con la resistencia no solo cognitiva sino emocional y afectiva, y la incomodidad e inquietud que genera desafiar lo conocido y sabido.

Quinta tesis: el valor del profesor experto

Buenos profesores, profesores memorables, profesores extraordinarios. Estas son algunas formas en que se ha intentado en los últimos años caracterizar a una suerte de ethos del docente, especialmente en el nivel superior, con el objeto no solo de distinguirlo, sino también de hacer una exégesis de la fórmula del éxito escolar que fomenta. Este éxito, curiosamente, nunca es estrictamente académico, sino que se encuentra tan imbricado a la vida que es difícil separar lo escolar y lo vital; los aprendizajes que los grandes profesores han dejado en sus estudiantes son profundos y duraderos. Han cambiado para siempre lo que ellos creían de un fenómeno, una idea o el sentido de una disciplina (Bain, 2007; Álvarez, Porta y Sarasa, 2010; Flores, Yedaide y Porta, 2013; Porta y Yedaide, 2013).

Estos grandes profesores, gente apasionada por la disciplina, por la enseñanza o por las personas (ocasionalmente por los tres (Porta y Yedaide, 2013)) se confunden a veces con otros que seducen a sus estudiantes, por ello se hace necesario diferenciar a quienes han sabido despertar nuestra admiración, de quienes, además, nos han permitido transformar parte de nuestra experiencia y nuestro conocimiento. Cuando Bain (2007) se dispone a describir a lo que llama profesores extraordinarios, de hecho, denuncia la necesidad de excluir a quienes en su investigación define como “Dr. Wolf”7: profesores que seducen y despiertan admiración pero carecen de la competencia para que sus alumnos reelaboren su relación con el saber disciplinar (Bain, 2007).

Los buenos profesores o profesores extraordinarios, entonces, serían aquellos sujetos que logran el enamoramiento de lo que enseñan, de lo que hacen cuando enseñan y de lo que son, casi indisociablemente. Reúnen aptitudes y atributos magistralmente presentados en la obra de Ken Bain que convergen con investigaciones en el contexto inmediato (Álvarez, Porta y Sarasa, 2010). Entre sus competencias se encuentra la pericia o condición de experto, conceptos cuya multivocidad reclama atención.

La categoría experto se ha trabajado extensamente en contraste con la de docente novato, especialmente estudiando la naturaleza de la pericia (Ropo, 1998). Tsui (2009) propone distinguir el docente experto del experimentado y se detiene a caracterizar el primero como capaz de integrar la teoría y la práctica en su oficio. El profesor experto, según la autora, se compromete en una práctica deliberada que tiende puentes entre el conocimiento disciplinar y las situaciones particulares, sin caer en la cotidiana apelación al sentido común frente a la contingencia, urgencia y espontaneidad de lo que sucede en las aulas (Torres, 1990). En contraste con el profesor experimentado, que solo acumula tiempo de repetición de rutinas, el profesor experto descubre y aprovecha las oportunidades situadas y transforma su entorno en un ámbito de indagación que restituye la mirada teórica, la confronta, la cuestiona y luego la reformula, la amplía y profundiza.

En el nivel universitario, el experto es generalmente experto en matemáticas, en biología, ciencias económicas, historia, etc. Existen unos pocos profesores expertos en enseñanza, donde la integración del pensamiento sobre la acción se aloja en el campo disciplinar de la didáctica y, no solamente, en la disciplina específica. Una tesis para promover nuevos horizontes en la educación debería contemplar el abandono de la creencia de la docencia como un arte sencillo, artesanal, meramente vocacional y que no requiere estudio más allá del saber disciplinar. Existen grandes profesores que han aprendido solos, pero la humanidad ha producido un acervo de saberes cuyo desperdicio es sencillamente absurdo, y que podría colaborar con las explicaciones que muchos docentes buscan cuando dan lo mejor de sí y el aprendizaje no sucede. La enseñanza es un arte, pero uno complejo, que debe ser aprendido, estudiado y conocido con responsabilidad.

Sexta tesis: ni el fin ni el reinado de la memoria

En la introducción nos referíamos a las distancias entre el discurso y las prácticas, esbozábamos cómo las teorías implícitas resultaban obstáculos potentes para el cambio. Lo que hemos vivido y aprendido en el ámbito de las propias experiencias escolares configura un currículo eficaz en el trazado de nuestra identidad docente. Sin el genuino fracaso de nuestras expectativas en este sentido, el abandono de lo conocido y la institución de nuevas formas y pensamiento sobre la enseñanza sigue siendo una ilusión.

El caso de la memoria es paradigmático. Muchos de los actuales profesores nos hemos formado como tales en ámbitos de relativa escasez de fuentes de información y contextos imbuidos de la creencia en la finitud del conocimiento, que arrastraba la confianza en la posibilidad de saberlo todo. La erudición era una marca distintiva del gran profesor, distinguida como capacidad de atesorar, no solo conocer sino recordar, albergar en la memoria, todo sobre su materia. Los estudiantes tomábamos nota minuciosa de contenidos que difícilmente pudiéramos recuperar en otros sitios.

La situación hoy ha variado y no solo por la accesibilidad y disponibilidad de información; también hemos reconocido la provisionalidad, contingencia y multiplicidad de los conocimientos científicos, así como la pequeñez y vulnerabilidad de algunas certezas, islotes en el mar de la incertidumbre (Morin, 1999). Nadie puede saberlo todo, de hecho, nos hemos hecho más ignorantes por cuanto nos embarcamos en la negación de tal ignorancia. Nadie puede recordarlo todo, y si bien podemos recordar mucho, se ha tornado innecesario disponer exclusivamente de la memoria personal frente a la posibilidad de recurrir a los inmensos dispositivos supra-humanos de almacenamiento.

Esta variación en las condiciones del contexto supone un cuestionamiento de la memoria como fin en sí mismo. Frente a esta revisión, se erige una feroz resistencia al abandono de técnicas de recuperación memorística que se refugia bajo argumentos tan ingenuos como los que esgrimieron alguna vez quienes se oponían al reemplazo de los manuscritos por los libros impresos. Como impulso de esta resistencia, el debate se radicaliza y los defensores de las tradiciones interpretan el cambio como una negación total del valor de la memoria. Tal negación es, sin duda alguna, un absurdo: la memoria es absolutamente necesaria para la vida mental sana, para la funcionalidad cognitiva. La memoria no solo es necesaria para promover el pensamiento, es necesaria para vivir, pero esto no la convierte en el fin de la educación.

Rogoff (1993) y su equipo han conducido numerosos experimentos con niños escolarizados y no escolarizados. En uno de ellos, contrastaron la recuperación memorística de unidades de información inconexa frente al recuerdo de unidades imbuidas en contextos que les conferían un sentido. La primera práctica fue realizada con mayor éxito por niños escolarizados, pero es atípica en la vida cotidiana y solo desarrollada, premiada y laureada en los contextos académicos. En otras palabras, la escuela prepararía a los niños para la escuela, en facultades académicas que poco sentido albergan en los escenarios extraacadémicos que habitan el resto del día. Esta experiencia conlleva un aprendizaje sobre la memoria, su función vital y su deformación escolar.

No existe ya disenso en las nuevas exigencias que competen a los maestros y profesores con la multiplicación exponencial de las fuentes de información: la búsqueda, la selección y evaluación de la información, la lectura crítica, la interpretación racional, la interrelación, la fundamentación. Existen nuevas habilidades que claramente requieren de una función tutorial docente, que en muchos casos se procuran de manera experimental con creciente profesionalización. La resolución de casos y problemas, el desarrollo de proyectos (la ouvre de Bruner, 2000) han aparecido como actividades de aprendizaje especialmente relevantes en los nuevos escenarios que, no obstante, aún compiten con ejercicios de recuperación memorística que se escudan bajo el pretexto: “necesitamos saber si saben”. Pretexto que desconoce lo que la didáctica ha aprendido sobre el aprendizaje, la comprensión y la propia memoria.

Cuando lo nuevo y lo antiguo conviven en la propuesta didáctica, suele haber sobrepoblación de exigencias y confusión. Lo nuevo, lejos de reemplazar lo viejo, se adiciona. Así, los estudiantes responden preguntas complejas en los exámenes que demandan sus facultades de pensamiento más profundas y luego son convocados a recordar clasificaciones, definiciones y descripciones para responder preguntas tendientes a “probar que saben”. ¿Cómo podría explicarse esta inconsistencia sin recurrir a las teorías implícitas, estos obstáculos epistemológicos que desaniman el abandono de lo vivido? ¿Cómo reestructurar lo que sabemos sobre el aprendizaje y el pensamiento sin sumar o restar simplemente entre lo que se hacía y lo que se hace? La clave parece residir en la formación docente, ese trayecto para crear el fracaso de la expectativa sobre contenidos como la enseñanza, el aprendizaje, la evaluación. La profesionalización de los educadores también implica una teorización-practicalización-reteorización de cuestiones como estas. Esta tesis propone, entonces, un equilibrado papel para la memoria, para que su defensa no sirva como trinchera contra el cambio ineludible ni justifique la repetición de prácticas escolares, no solo irrelevantes sino ineficaces.

Séptima tesis: el valor de la narrativa para la investigación y la enseñanza

El ingreso de la subjetividad a las ciencia sociales, propiciado e impulsado fuertemente por el giro lingüístico y el giro hermenéutico en el siglo pasado, también debe estimarse esencial en la interpelación a la didáctica para la profundización de la amplitud de su sentido.

La voluntad científica de comprender, reconociendo los límites para la explicación allí donde la intervención humana es a la vez sujeto y objeto, ha devenido así en la posibilidad de transformar las condiciones en que las personas viven y, en el caso particular de la didáctica, piensan y ejercen sus voluntades o imperativos para enseñar y aprender.

La cultura y el lenguaje han quedado así expuestos en su carácter paradójico y dual, constructivo y restrictivo a la vez. La inevitable mediación en la interacción entre los sujetos y su entorno es tanto matriz de inteligibilidad - y, por tanto, necesaria y limitante en su semántica- como posibilidad de nombrar lo inédito, reservando para sí una cierta creatividad indispensable para la vida humana. El discurso social comprende lo decible en un determinado momento (Angenot, 2012), pero existe en una sucesión dinámica e inacabada de enunciados (Bajtín, 2011) que introduce la posibilidad del cambio sobre esta condición de base de la pertenencia.

La narrativa es, en consecuencia, foco de interés en los estudios contemporáneos sobre la enseñanza, se presenta como una disposición humana capaz de lidiar con lo inesperado, domesticar lo desconocido al integrarlo a la trama de canonicidad de la cultura (Bruner, 2003). La narratividad es potencia y acción humana para significar el mundo, no actuamos sobre el mundo, dirá Bruner (2000), sino sobre lo que se cree de él.

Esta definición ontológica de lo real como aquello asible a través del relato, irremediablemente, ha legitimado una verdadera revolución en la investigación educativa con la voluntad de conmover la enseñanza en las aulas. La facultad de las personas de dar razones, así como los relatos que estas vehiculizan con el propósito de dar sentido a su profesión docente y a sus vidas, abren para la Didáctica horizontes de observación y eventual intervención inéditos, y desafían en extremo las concepciones delgadas de método y resultados que objetáramos al principio de este ensayo.

Sin embargo, las prácticas sociales se expresan pero no se agotan en el lenguaje. Los rituales, las representaciones, los íconos de una cultura, los actos cotidianos son portadores de sentidos que exceden, y en algunos casos incluso contradicen, lo que contienen los relatos (Angenot, 2012). El paisaje de la conciencia se estructura mediante la narrativa y esta da razones que lo explican, aunque nunca total ni completamente. Sin embargo, el relato es indicio de las creencias (Eisner, 1994) o teorías implícitas (Bruning et al., 1999) que subyacen a cierto accionar de otro modo inexplicable.

“Dar” el “tema de la clase”, “tomar” examen, “transmitir” conocimientos, “estudiar” como sinónimo de “aprender” y condición para “aprobar”, “seguir el programa”, hablar sobre el “proceso de enseñanza-aprendizaje”… todas estas palabras y frases nos habitan y producen en nosotros el mismo efecto que las aulas, el pizarrón, los muebles escolares, por cuanto nos fijan a prácticas académicas obsoletas y desacreditadas en el nivel de producción académico-científica, pero vigentes en los contextos escolares. Lo que hoy sabemos de la enseñanza, el aprendizaje, la comprensión, la motivación, el contenido, las estrategias didácticas, las evaluaciones; todo esto contradice la idea de dar y recibir información y tomar procesos ontológicamente implicados pero distintos (dice Fenstermacher, 1989 y otros luego) como idénticos.

¿Podremos cambiar la realidad aplicando la censura del lenguaje, promoviendo la aceptación de nuevas formas de decir? La lección a aprender tal vez sea la contundencia con que creemos en la cotidianeidad en aquello que descreemos y desafiamos a nivel discursivo. Las palabras que usamos son tanto representativas de los mundos simbólicos que genuinamente habitamos, como emblemas de las resistencias que sostenemos. Quizás, la progresiva aparición de nuevas palabras anuncie oportunamente un cambio real y posible; desanimar tal o cual concepto mientras tanto parece una opción irreal, incluso ingenua.

A modo de cierre

No todo lo que debemos modificar en la educación depende de los sujetos cuya profesión es la enseñanza. Esto es claro, aunque el resto de los ámbitos, las instancias y los actores no tengan lugar en este ensayo. Las condiciones políticas, económicas, culturales y sociales configuran el sentido de la enseñanza con tanta o más eficacia que los sujetos que enseñan. Sin embargo, las comunidades en nuestra sociedad dependen de los profesionales para el pensamiento profundo, hondo y especializado que solo ellos pueden aportar. Todos hablan de educación, como todos hablan de nutrición, cocina o marketing. Pero hay quienes tienen la facultad - y la obligación - de trascender el sentido común e impulsar el pensamiento más allá del horizonte de lo conocido. De configurar nuevas realidades, superadoras o integradoras, promotoras del bienestar de las personas.

El profesorado en la sociedad debe encabezar la revolución educativa que se reclama porque son quienes se han especializado en las disciplinas implicadas. Para ello, tal vez sea necesario reubicarlos simbólicamente en la dimensión profesional de su rol, para que ejerciten la indagación sobre su objeto de trabajo, la educación, y propongan alternativas que se distingan de la percepción dóxica del resto de la comunidad. Los docentes deben asumir el reto de problematizar su campo y profundizar su comprensión, como otros profesionales en otras ramas del saber específico. Deben conocer su lenguaje, las fronteras de sus certezas, las vetas y recovecos de su disciplina de modo de hacer las preguntas correctas, orientar las decisiones más sensatas y dar respuesta a esta sensación de orfandad que genera el corrimiento hacia el tedio y la desesperanza.

Este ensayo ha intentado mostrar algunas direcciones posibles hacia la resemantización de la práctica, estas implican la recuperación de la relevancia de los contenidos, la preminencia del sentido y el fin de la enseñanza por sobre los medios y las herramientas, la vigilancia respecto de los propios obstáculos frente a la necesidad de aprender lo no vivido (lo que contradice, niega o reniega lo vivido), el aprovechamiento del acervo disciplinar sobre cómo aprendemos las personas y la tensión quasi-utópica pero imprescindible hacia el buen vivir.

No ha agotado, naturalmente, las tesis que se desprenden de las publicaciones académicas en el campo de la didáctica, ni las ha abarcado excluyentemente. La intención ha sido promover el pensamiento, empujar el horizonte al recocer el estado de la cuestión, sus límites pero también los espacios para la creación de lo inédito, lo impensado, tal vez, hasta hoy pero urgente y necesario para combatir el descreimiento y la minusvalía de la escuela y su rol social.

Referencias bibliográficas

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  • 3
    En este ensayo, la palabra “escuela” se utilizará indistintamente para definir toda institución del sistema escolar, incluidas las universidades. No se soslayan las inmensas diferencias entre los niveles, sino que se predica aquello que las incluye en tanto ámbito formal de educación impulsada y regulada por el Estado.
  • 5
    Edelstein y Coria definen la construcción metodológica como “…un acto singularmente creativo de articulación entre la lógica disciplinar, las posibilidades de apropiación de la misma por los sujetos y las situaciones y contextos particulares que constituyen ámbitos donde ambas lógicas se entrecruzan” (1995, pp. 68-69). De esta manera, acercan una categoría que habilita trascender la mirada ingenua sobre el método.
  • 6
    Cuando hablamos de aprendizaje nos referimos a lo que queda en evidencia en un desempeño de comprensión (Perkins, 1999). Nos distanciamos así de la visión psicológica primigenia que lo vincula estrictamente al hábito y la fijación.
  • 7
    Suponemos que Bain (2007) utiliza esta denominación como invitación a trazar analogías con el famoso experimento del Dr. Fox.
  • 4
    Esta frase hace alusión al conocido cuento, “El Reloj parado a las 7”.

Fechas de Publicación

  • Fecha del número
    Jan-Apr 2016

Histórico

  • Recibido
    18 Feb 2015
  • Revisado
    16 Jun 2015
  • Acepto
    09 Nov 2015
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None Instituto de Investigación en Educación, San José, San José, San José,San Pedro de Montes de Oca, CR, Apartado 2060, 25111412, 25111411 - E-mail: rebeca.vargas@ucr.ac.cr
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