Resumen
En las últimas décadas, se ha construido un imaginario que representa a Costa Rica como un país “verde”, ejemplar en materia de gestión ambiental. Este imaginario no solo le ha dado fuerte visibilidad a nivel internacional, sino que también se constituye como un eje alrededor del cual se ha reinventado y reconfigurado el nacionalismo costarricense, de cierta manera, dando continuidad al discurso nacionalista tradicional, que representa al país en muchos aspectos “excepcional”. El artículo realiza una lectura crítica sobre los procesos de construcción del nacionalismo/excepcionalismo costarricense, sus transformaciones y continuidades, desde una perspectiva que articula geografía histórica y ecología política. Se argumenta que la idea de frontera es clave para entender la construcción nacional en Costa Rica, y que el agotamiento de la frontera de colonización agrícola, hacia mediados del siglo XX, puede ser un factor que explica el “enverdecimiento” del nacionalismo costarricense.
Palabras clave nacionalismo; Costa Rica; frontera; excepcionalismo verde; geografía histórica
Abstract
In recent decades an imaginary has been constructed, that represents Costa Rica as a “green” country, exemplary in environmental management. This imaginary has not only provided a strong visibility at the international level, but also constitutes an axis around which Costa Rican nationalism has been reinvented and reconfigured, in a certain way, continuing the traditional nationalist discourse, which represents the country as being “exceptional” in many respects. The article presents a critical reading of the construction processes of Costa Rican nationalism/exceptionalism, its transformations and continuities, from a perspective that articulates historical geography and political ecology analysis. It is argued that the idea of the frontier is key for understanding nation building in Costa Rica, and that the depletion of the agricultural colonization frontier, towards the middle of the 20th Century, may be a factor that explains the “greening” of Costa Rican nationalism.
Keywords nationalism; Costa Rica; frontier; green exceptionalism; historical geography
Introducción
En septiembre de 2019, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) le otorgó a Costa Rica el premio “Campeón de la Tierra”, prestigioso galardón en materia de gestión ambiental. Este reconocimiento contribuye a alimentar, aún más, un imaginario que se ha venido construyendo desde hace décadas, sobre todo desde los años 1990: aquel que representa a Costa Rica como país “verde”, “sostenible” y “natural”, ampliamente difundido en diferentes medios, dentro y fuera de sus fronteras. Este imaginario, que aquí denominamos excepcionalismo verde, 1 no solamente le ha dado al país fuerte visibilidad a nivel internacional, sino que también constituye un eje central alrededor del cual se ha reinventado y reconfigurado el nacionalismo costarricense en las últimas décadas.
La representación de Costa Rica como país ejemplar en materia ambiental pareciera ser una continuación de la supuesta excepcionalidad histórica del país, aspecto sobre el cual descansa el discurso nacionalista costarricense tradicional. En otras palabras, la conformación de un “nacionalismo verde” supone cambios, pero también continuidades, como parte de un proceso sociohistórico. A partir de lo anterior, este artículo se propone hacer una lectura crítica de los procesos de construcción del nacionalismo/excepcionalismo costarricense,2 sus transformaciones y continuidades, desde una perspectiva que articula geografía histórica y ecología política. Pretendemos aportar a una mejor comprensión de cómo y por qué hubo un “enverdecimiento” del nacionalismo costarricense y qué papel juega este “nuevo” imaginario en el momento histórico actual. Más que dar respuestas definitivas y conclusivas, el artículo busca aportar elementos novedosos que puedan ser ampliados y desarrollados con mayor profundidad en futuras investigaciones.
El nacionalismo costarricense es un tema que ha sido ampliamente estudiado desde diferentes disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades, por lo tanto, consideramos que este trabajo ofrece dos aspectos novedosos: en primer lugar, el esfuerzo por articular el “viejo” excepcionalismo nacional con el “nuevo” excepcionalismo verde/ambiental, entendiendo este último como un fenómeno que surge a partir de una combinación particular de factores, endógenos y exógenos, muy propios del momento histórico en el que ocurren. En segundo lugar, busca entender cómo se ha construido históricamente el imaginario nacional costarricense, haciendo hincapié en su dimensión geográfica, es decir, a la luz de las dinámicas territoriales mediante las cuales se construyó –material y simbólicamente– esa “comunidad imaginada” (Anderson) llamada Costa Rica.3 Para ello, se utiliza como estrategia metodológica una amplia consulta de fuentes secundarias, las cuales sirvieron de insumo para los argumentos que aquí se exponen.
El trabajo está dividido en tres apartados. En el primero, se discute el imaginario histórico y geográfico sobre el cual se apoya el discurso nacional costarricense tradicional. Vale aclarar que esta discusión no tiene la intención de ser exhaustiva, sino de exponer los principales rasgos del imaginario nacional, poniendo énfasis en uno de sus principales ideólogos, Carlos Monge Alfaro,4 cuyas ideas proporcionaron no solamente argumentos históricos, sino también geográficos, en la invención del excepcionalismo costarricense. Desde esta perspectiva geográfica, observamos que un elemento central en el proceso de construcción nacional fue la frontera. Con ello nos referimos específicamente a la expansión de la frontera de colonización agrícola, desde el Valle Central –“cuna” de la nación costarricense, según cuenta el mito– hacia otras regiones del país, las cuales fueron progresivamente incorporadas al ámbito territorial del Estado-nación, entre los siglos XIX y XX.
No obstante, hacia la década de 1960 la frontera de colonización agrícola se agotó, y junto con ella –argumentamos–, entró en crisis el imaginario nacional tradicional, la “democracia rural”, cuya base material era la pequeña y mediana propiedad de la tierra. Sobre este asunto trata el segundo apartado, el cual describe el contexto en el cual ocurrió el agotamiento de la frontera agrícola y las complejas repercusiones socio-territoriales que trajo consigo. Para esos años (décadas de 1960 y 1970), en medio de la emergencia del ambientalismo a nivel internacional, se crean las primeras áreas silvestres protegidas en el país, semilla de un nuevo mito nacional que, medio siglo más tarde, se ha hecho conocido a nivel mundial. A manera de hipótesis, planteamos que el fin de la frontera es uno de los factores (no el único) que explica el “enverdecimiento” del nacionalismo costarricense.
Finalmente, el tercer apartado reconstruye la trayectoria del excepcionalismo verde, con lo cual se busca identificar sus orígenes, agentes y finalidades políticas, así como los desdoblamientos y transformaciones que ha tenido a lo largo de las últimas décadas. Un aspecto que merece ser destacado es que, aproximadamente desde la década de 1990, el excepcionalismo verde costarricense viene jugando un papel importante en la geopolítica y la gobernanza ambiental mundial, por lo tanto, su impacto y trascendencia van más allá de las fronteras nacionales. Dicho sea de paso, una geopolítica y una gobernanza ambiental que están cada vez más moldeadas bajo una visión economicista y mercantil, dentro del cual Costa Rica pareciera funcionar como una especie de “eco-laboratorio” del ambientalismo de mercado global (NyP-CIEP). A escala nacional, el excepcionalismo verde muestra una clara correlación con el proceso de neoliberalización en el país, por lo tanto, está lejos de ser ideológicamente neutral.
Imaginario histórico y geográfico del nacionalismo costarricense tradicional
Historia: el labrantín y la democracia rural
Costa Rica, la provincia colonial española, recibió su inesperada independencia en 1821. Después de un fugaz y no muy entusiasta intento de pertenecer a la Federación Centroamericana, debió acometer la empresa de constituirse políticamente como Estado, bajo el modelo de organización del Estado nacional. Este modelo –y la ideología que lo sostiene, el nacionalismo– supone la existencia de un grupo homogéneo –la nación–, el cual posee una identidad dada por un pasado y un propósito en común. Es decir, según esta doctrina, la nación es una comunidad histórica.
También, es una comunidad geográfica: para poder llegar a ser, requiere de un territorio, un espacio sobre el cual ejercer soberanía, a partir del cual brota la identidad nacional. Como en la mayoría de los casos en América Latina, el legado colonial de Costa Rica distaba mucho de haber forjado una nación. Por el contrario, la Costa Rica de inicios del siglo XIX estaba profundamente recortada en localismos y regionalismos, y solo en algunos sectores minoritarios existía lo que podríamos llamar de “espíritu nacional”. Fue necesario, pues, crear la nación, en gran medida, inventarla (Granados).
La “invención” o construcción simbólica de la nación costarricense fue un largo proceso que se desarrolló durante varias décadas a lo largo del siglo XIX y que, para finales de ese siglo, ya se encontraba bastante consolidado. Sus agentes fueron las élites políticas e intelectuales liberales de la época, las cuales procuraron dar cohesión identitaria como una forma de viabilizar su proyecto político y de clase. Desde muy temprano, la construcción de la nación costarricense se apoyó sobre un imaginario que representa a Costa Rica como un país “diferente” y “excepcional” en el contexto centroamericano, imagen que opone rasgos positivos que supuestamente posee este país (democrático, pacífico) en contraposición con rasgos negativos de sus países vecinos y, en general, del resto de países de América Latina (caos, violencia, entre otros) (Acuña, 2002). La metáfora de la “Suiza centroamericana” refleja mejor que nada este imaginario.
Por su parte, en la década de 1940 se inaugura una nueva etapa de invención nacional, en la cual se renuevan los mitos heredados de los liberales del siglo XIX, pero, al mismo tiempo, se incorporan nuevos elementos, los cuales vendrían a reforzar aún más el excepcionalismo nacional costarricense. Sus agentes también fueron políticos e intelectuales vinculados al proyecto estatal dominante, pero, en esta ocasión, del Estado socialdemócrata, entre los que destacan personajes como Carlos Monge Alfaro y Rodrigo Facio (Acuña, 2001).
El imaginario de Costa Rica como nación “excepcional” se basa en una interpretación peculiar acerca de su pasado, sobre todo, su pasado colonial.5 En términos generales, dicha interpretación parte de dos apreciaciones acerca de la historia del país: primero, que Costa Rica constituyó una región periférica en la era precolombina, y que también tuvo esa posición dentro del Imperio español. Segundo, que esa periferialidad influyó decisivamente en la formación del tipo humano y de sociedad que nacerían a la vida independiente en 1821. A diferencia de los liberales, los ideólogos socialdemócratas hicieron una valoración positiva a ese carácter periférico, identificándolo como la clave para explicar la excepcionalidad del pueblo costarricense, sobre todo, su carácter democrático (Granados; Acuña, 2001).
La periferialidad en el período precolombino venía dada por un desarrollo demográfico, económico y político menos jerarquizado y centralizado que sus contrapartes del norte y del sur del continente. No se trataba, desde luego, de ninguna clase de inferioridad moral o cosa semejante, sino simplemente de que eran sociedades menos complejas y con menor concentración del poder que las de los mundos maya, azteca e inca. Y, en la Colonia, la escasez de brazos y la relativa carencia de metales preciosos (plata y oro) hicieron de Costa Rica una provincia poco atractiva y muy distante (era la más alejada de la capital del Reino de Guatemala, limítrofe con la periferia del Virreinato de Nueva Granada).
Resulta una ironía que los conquistadores llamaran “Costa Rica” a una tierra que en definitiva fue una periferia pobre, cuya población terminó asentándose en las tierras altas del centro del país, organizando su frugal colonia lejos de la costa y del mar. Allí, en las alturas del centro del país, por encima de los mil metros, los conquistadores y sus descendientes se hicieron colonos, gentes de tierra, porque si algo hubo en abundancia para la corta y miserable población –reza el mito– fueron tierras de labranza, y si de algo hubo carencia fue de indígenas para realizar el trabajo.
En el siglo XVIII –señala Carlos Monge Alfaro– el colono se hizo labrador y, ya convertido en personaje mítico por los historiadores, en particular por el mismo Monge, se transformó en labrantín. El labrantín, culturalmente hispano y descendiente de los primeros conquistadores, tuvo que deponer la espada para empuñar las herramientas de labranza. Esta es la culminación de un peculiar proceso que se llevó a cabo durante los siglos XVII y XVIII, cuyo epicentro fue la capital colonial, Cartago, y sus alrededores. Varios son los autores de mediados del siglo XX cuyas contribuciones se ajustan a esta perspectiva. Al respecto, se pueden considerar las obras de Rodríguez (1953), Meléndez (1978; 1987) y, sobre todo, de Monge (1943; 1980). Por haber sido Monge quien llevó el argumento a máxima expresión, nos limitamos a citarlo con la sola intención de dejar planteado el tema. Dice Monge:
Muy particular fue la historia social y económica durante los siglos en que se echaban las bases de la sociedad y del pueblo costarricenses… Las condiciones dentro de las cuales vivieron los labrantines se desprenden de las características del proceso colonizador: acostumbráronse a vivir aislados, sin estrechas y permanentes relaciones sociales, metidos en la montaña, cerca de las fuentes de agua, en vegas y abras fértiles… Con el correr de los años de aislamiento y miseria produjeron una especial mentalidad, una manera de ser y de comportarse… La sociedad costarricense de los siglos XVII y parte del XVIII carecía de fuerza, de solidez, pues el tipo humano predominante era el labrador, diseminado en los valles. Así, casi sin antecedentes, huérfano, como hijo de nadie, surgió el labrador, dotado de un alto grado de autonomía, de libertad montaraz – la libertad del hombre que ha nacido en la montaña y que ha vivido casi sin depender de autoridades ni obligaciones sociales… En ese labrador germinan, nacen los primeros retoños de lo que luego sería, durante el siglo XIX, el costarricense- el pueblo. El labrador, como figura central de nuestra historia política, social, económica, cultural, cuyas primeras manifestaciones y hondas raíces hay que buscarlas en el siglo XVIII. La figura del labrador la consideramos grandiosa, digna de reverencia y un profundo amor, porque dio a Costa Rica las bases fundamentales de lo que andado el tiempo será la democracia rural. En el alma de ese labrador se gestaba una gran historia de la democracia. De su conciencia libre y autónoma, durante siglos en silencio pero vivas, surgirá el ciudadano del siglo XIX… Para explicar la vocación por la libertad, que ha sido preocupación de los costarricenses; para explicar la actitud futura de los dirigentes, respetuosos de la ley y de la vida humana, hay que conocer al labrador. Este, repito, será el eje, la columna vertebral de nuestra historia: el núcleo en torno al cual se estructurará el pueblo costarricense, que empezó a formarse en el siglo XVIII y cristalizó en una primera síntesis histórica en el XIX (Negritas añadidas) (Monge, 1980, 159-161).
Así, el labrantín apareció como producto de un proceso que incluyó al menos dos rasgos distintivos: 1) Las recompensas de la Conquista fueron magras y tardías. La vida colonial fue de miseria y los descendientes de los conquistadores se vieron en la necesidad de volcarse a la tierra, se hicieron colonos. 2) Surgió así, sobre todo en el siglo XVIII, el mítico labrador y, en su versión más refinada, el labrantín. De hecho, Carlos Monge conoce el XVIII como “el siglo del labrantín”. Labrantín y pequeña propiedad van mano a mano. El labrantín habita en su hacienda, la cual no es otra cosa que la pequeña y mediana propiedad campesina, a la que tenía acceso libre y cómodo.
El labrantín exhibe atributos de variada índole, de los cuales deriva su excepcionalidad. En lo económico: posee tierra, a la que tiene acceso libre, pero en la forma de pequeña y mediana propiedad (la chácara o chacra, que tan bien caracterizara el historiador Carlos Meléndez). Practicaba la autosuficiencia, comerciaba poco o nada y dependía del trabajo familiar. Se dedicaba primordialmente a la agricultura y solo muy secundaría y ocasionalmente da la ganadería y el pastoreo. Su vida era dura y de pobreza. En lo geográfico: vivían en un patrón de asentamiento disperso, enmontañados, aislados unos respecto a los otros, y todos en relación con el mundo exterior. En lo sociológico: evidenciaba una gran pobreza de relaciones sociales. Vivía “metido en la montaña”. Ese era su rasgo más conspicuo. Además, llevaba una vida familiar y simple. De él se ha dicho que era conservador y de mentalidad primitiva; montaraz y poco o nada urbano; pobre y valiente; individualista a ultranza; autónomo e independiente, arisco, huraño, pacifista y democrático. En lo que respecta a su conformación étnica –cuenta el mito–, el labrantín era “blanco”, español o descendiente de españoles.
Sumando rasgos, el labrantín, ya mitificado, vendría a ser una especie de “buen salvaje”, motor de civilización y bárbaro al mismo tiempo, portador de una semilla de democracia ya bastante germinada. De la idea de una sociedad de labrantines surge el patrón que Carlos Monge pulió al máximo y que Lowell Gudmundson (1990) llamó Modelo Rural Democrático. La “democracia rural”, visión idílica del pasado colonial, descansa en dos ideas entretejidas: la de dispersión demográfica –la ruralidad– y la de igualdad, puesto que todos tuvieron derecho y acceso a la tierra. En la medida que la sociedad era pobre, la nivelación siempre se dio hacia abajo, todos igualiticos. De ahí –argumentan sus ideólogos– surge la excepcional democracia costarricense.
Geografía: el Valle Central y la frontera
En varios sentidos, Costa Rica se constituyó históricamente como una sociedad de frontera. Por una parte, como frontera dentro del Imperio español, límite entre el Reino de Guatemala y el Virreinato de Nueva Granada.6 Por otra parte, Costa Rica, al ser parte del Gran Caribe, fue también una frontera geopolítica, zona de contacto y conflicto entre España y sus rivales imperiales, sobre todo Inglaterra, la cual mantuvo acoso constante sobre las colonias españolas. Finalmente, existieron durante todo el período colonial amplias fronteras internas, es decir, extensos territorios habitados por pueblos indígenas, que permanecieron fuera del dominio colonial español. La Gran Talamanca, así como las llanuras del Norte y el Pacífico Sur, entre otras, fueron refugios desde donde los pueblos indígenas resistieron a la conquista (Solórzano; Boza).
Por este y otros motivos, la sociedad conquistadora terminó replegándose a las tierras altas del interior de la provincia, en lo que con el tiempo llegaría a conocerse como Valle Central. Hacia el final del período colonial, la sociedad hispano-descendiente estaba constreñida a un 5 % del territorio de la actual Costa Rica, concentrada principalmente en el Valle Central, así como en asentamientos menores en los alrededores del golfo de Nicoya, el valle de Matina –en el Caribe– y las misiones en el valle del Térraba –en el Pacífico Sur–. En resumen, como nos informa Hall (1984), la ocupación colonial hispana, además de ser muy limitada territorialmente, fue intermitente, caracterizada por fases alternativas de expansión y retiro.
Los descendientes de los conquistadores, transformados en labradores por no “haber de otra”, encontraron una amplia frontera de colonización y a ella se dirigieron desde muy temprano. A lo largo del siglo XVII la expansión se dio, lentamente, alrededor de Cartago. Durante el siglo XVIII (“el siglo de labrantín”, de Carlos Monge), los movimientos colonizadores se dirigieron hacia el oeste, cruzando los cerros de Ochomogo y dando origen a San José, Heredia y Alajuela, además de otros pueblos y barrios menores. Este movimiento, que ya era fuerte y persistente en el siglo XVIII, se incrementó significativamente después de la independencia, con el advenimiento del café (Hall).
El joven Estado costarricense le apostó con entusiasmo al capitalismo agrario del café, el cual se convirtió en el primer producto comercial que vinculó a Costa Rica con el mercado mundial. Este proporcionó las condiciones materiales que permitieron la consolidación del Estado y, con el tiempo, se convirtió en símbolo inconfundible del imaginario nacional costarricense. Su introducción en el Valle Central, en las primeras décadas del siglo XIX, provocó una especie de “land rush”, una constante ampliación de la frontera agrícola para habilitar nuevas tierras para su siembra, para la producción de alimentos y para compensar a los campesinos que no pudieron retener sus tierras ante la voracidad de los grandes terratenientes del interior. Además, en función del café se construyó la infraestructura ferroviaria y portuaria para el comercio, conectando el Valle Central con ambas costas.
Para fines del siglo XIX, las tierras del Valle Central estaban casi completamente poseídas y las migraciones se desbordaron hacia regiones adyacentes, en múltiples direcciones. El ecúmene hispanoamericano –como denominó Carolyn Hall a las tierras ocupadas por poblaciones hispano-mestizas originarias del Valle Central– se expandió aceleradamente a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX: pasó de abarcar apenas un 5 % del territorio costarricense, en 1840, a una quinta parte en 1880, una tercera parte en 1930 y dos terceras partes en 1970 (Hall). En este proceso ocurrió la colonización del Valle de Los Santos, el Valle del General, Turrialba, Puriscal, Turrubares, San Carlos y las tierras bajas de la Zona Norte, así como otros asentamientos en la Península de Nicoya, Pacífico Central, Guanacaste y el Caribe, es decir, en prácticamente todas las regiones de Costa Rica, como nos muestra con gran riqueza de detalle la obra clásica del geógrafo alemán Gerhard Sandner, La colonización agrícola de Costa Rica (1962).
En su mayoría, estos movimientos migratorios asumieron la forma de colonización espontánea, es decir, de una colonización no dirigida y de orden individual-familiar. No obstante, esta contó con apoyo y estímulo del Estado, el cual otorgaba incentivos como regalías de tierras o la concesión de grandes extensiones de estas en condiciones ventajosas (Pasos). Para el Estado, resultaba fundamental el poblamiento y ocupación de regiones periféricas, bajo el principio de que gobernar es poblar, pero, además, como válvula de escape, habida cuenta de las inequidades que el café traía consigo en términos del acceso a la tierra. Paralelo a la expansión de la frontera agrícola –durante la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX–, aparecen también los enclaves bananero y minero de oro, además de la modernización de los transportes a través de los ferrocarriles, como ya mencionamos.
En este punto, llamemos la atención para un hecho fundamental: la expansión de la frontera agrícola, desde el Valle Central hacia las periferias –geográficas y políticas– jugó un papel central en el proceso de construcción nacional costarricense. Desde el punto de vista material, la expansión geográfica del “ecúmene hispanoamericano” fue parte de un proyecto estatal que buscó integrar nuevos espacios al ámbito económico y político nacional, hasta entonces fuera de sus límites. El Estado costarricense, ávido por ejercer control sobre el territorio, promovió la apropiación privada de tierras baldías las cuales, contrario a su nombre, en muchos casos estaban ocupadas y habitadas por poblaciones indígenas, entre otras (Solórzano). Dígase claramente: la frontera nunca estuvo vacía y su expansión se dio de la mano con el despojo y/o el exterminio de poblaciones que habitaban más allá de los límites de acción efectiva del Estado.
Desde el punto de vista simbólico, la frontera jugó un papel igualmente preponderante, poderoso motor de identidad que constantemente pone el “nosotros” en contacto con los “otros”. La frontera fue la línea de contacto entre el Valle Central y las demás regiones del país, habitadas en algunos casos por grupos humanos con territorialidades y referencias culturales distintas. Entiéndase “Valle Central” no necesariamente como una entidad geográfica, sino como un constructo social y simbólico, el cual se autoatribuye una superioridad moral y una misión civilizatoria. Para ejemplificar esta idea nos remitimos, una vez más, a Carlos Monge Alfaro, quien en su libro Geografía Social y Humana de Costa Rica, de 1943, interpreta la geografía costarricense en función de la dicotomía valle-llanura:
La llanura produce hombres dotados de inmensa energía vital, pero no crea cultura. De la llanura no parte civilización. A ella llega. Y llega del valle. Una de las razones que explican la anterior afirmación es la de que en la llanura los hombres viven aislados, sin formar relaciones intensas; cosa opuesta sucede en los valles, donde la gente se concentra (…) (El valle o meseta) posee generalmente mejor clima, el paisaje es más recogido, de mayor variación. Las distancias son cortas. Los hombres se agrupan en familias, trabajan con intensidad la tierra. Se unen más a ella. La quieren más. La consideran su verdadera cuna. La propiedad se reparte entre todos y es base económica del hogar (Monge, 1943, 9).
Las ideas de Monge, ancladas en el determinismo ambiental, elevan al Valle Central como hogar mítico de la nación costarricense, contraponiéndolo con otras regiones del país, las cuales son descritas en términos peyorativos, tanto en lo que respecta a las condiciones del medio natural, como a los pueblos que en ellas habitan. Para Monge, “la Meseta Central ha determinado en parte la vida y costumbres de los costarricenses (y) debe considerarse el cuadro geográfico en donde se ha formado el país, en donde la estructura social y psicológica se ha desenvuelto” (10). En el extremo opuesto, las llanuras costarricenses, las tierras bajas, eran descritas como “malsanas”, palúdicas, pantanosas y llenas de peligros. Sus habitantes, por ejemplo, el “sabanero” guanacasteco, el trabajador de las zonas bananeras de Parrita, el afrodescendiente de Limón y por supuesto, el indígena, se encontraban, en palabras de Monge, “lejos del alma del costarricense” (67).
En resumen, podemos afirmar que la frontera tuvo una gran influencia en la historia –y la geografía– de Costa Rica. Primero, como un fenómeno esencial en el proceso de estructuración socio-territorial del país, pero también como elemento importante en el discurso nacionalista: al final de cuentas, según el mito de la democracia rural, la excepcionalidad costarricense se gestó porque todos tuvieron acceso a la tierra, en forma de pequeña y mediana propiedad, y esto fue posible gracias a la existencia de amplias fronteras de colonización. En otras palabras, podría decirse que el nacionalismo costarricense tradicional se constituyó como un nacionalismo de frontera. Ahora bien, si la frontera fue el sustrato material-geográfico sobre el cual se construyó el imaginario nacional: ¿qué sucede cuando aquella se agota y llega a su fin?, ¿sobre qué nuevas bases se podrá reinventar la excepcionalidad costarricense?
Fin de la frontera y emergencia de la “cuestión ambiental”
Durante casi dos siglos –entre finales del XVIII y mediados del XX–, la expansión de la frontera de colonización agrícola, primero dentro del Valle Central y luego hacia otras regiones, constituyó un fenómeno central en la evolución histórico-geográfica de Costa Rica. Del mismo modo, contribuyó a formar una mentalidad y una subjetividad particular: la frontera era la promesa de tierra para los “nuevos labrantines”, por lo tanto, promesa de “democracia” (rural). En realidad, contrario a lo que cuenta el mito nacional, esta expansión se dio de forma desordenada e irregular, lo cual propició, entre otras cosas, una desigual apropiación de la tierra (Sandner). La frontera, en el fondo, fue una válvula de escape frente a la desigualdad social.
Sin embargo, la frontera no era infinita: hacia mediados del siglo XX, alrededor de la década de 1960, los frentes pioneros de colonización agrícola comenzaron a agotarse, teniendo en vista la limitada extensión territorial del país. Este evento representa un punto de inflexión histórico-geográfico, en varios aspectos. Por un lado, se invierte la dirección de los movimientos migratorios: luego de casi dos siglos de seguir un patrón “centrífugo” (del centro hacia las periferias, en busca de tierras), el tipo de migración que se tornó predominante fue desde el campo hacia las ciudades, sobre todo hacia la región central del país y la capital, San José (migración “centrípeta”). De hecho, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la población costarricense se volvió mayoritariamente urbana, en paralelo con un fuerte aumento demográfico que alcanzó, hacia finales de la década de 1950, una de las tasas de crecimiento más altas del mundo –casi 4 % al año– (Hall).
Por otro lado, implicó importantes transformaciones en el ordenamiento territorial del Estado, el cual se vio en la necesidad de crear instituciones, leyes y demás regulaciones para administrar el territorio en aquellos espacios que históricamente habían permanecido fuera de sus límites de acción efectiva. Uno de los síntomas más claros del fin de la frontera fue la creación del Instituto de Tierras y Colonización (ITCO), fundado en 1961 mediante la Ley N.° 2825 (INDER). La tradicional solución, la frontera, no era más una posibilidad, por lo tanto, al ITCO le fue asignada la misión de administrar las tierras estatales para compensar la desigualdad, mediante el desarrollo de proyectos de colonización agrícola planificados. El ITCO, fiel reflejo de la visión socialdemócrata dominante en la época, fue la forma estatal de intervención y ordenamiento de la frontera, frente a su inminente agotamiento.
Para evitar caer en simplismos, vale hacer una pequeña aclaración conceptual: cuando hacemos referencia al “fin de la frontera”, nos referimos a un tipo de frontera en particular: la de colonización agrícola “espontánea”. No obstante, podría decirse que otros tipos de frontera se mantuvieron abiertos, incluso se intensificaron. El caso más notable es el de los monocultivos de exportación (¿neoenclaves?), cuya superficie más bien aumentó a partir de la década de 1980, como parte de los programas de ajuste estructural y reconversión productiva, provocando sensibles transformaciones en los espacios rurales (Llaguno, Cerdas y Aguilar).7
En el contexto de “fin de frontera” fueron creadas nuevas modalidades de ordenamiento del territorio, en algunos casos con profundos impactos en aquellos espacios donde fueron instituidos y sus formaciones sociales preexistentes. Tal es el caso de los territorios habitados por los pueblos indígenas los cuales, a través del Decreto Ejecutivo N.° 34, del año 1956, comenzaron a ser objeto de ordenamiento territorial estatal, en aquel momento mediante la figura de las “Reservas Indígenas”. Posteriormente se instituyen los Territorios Indígenas, delimitados y reconocidos formalmente por el Estado costarricense mediante la Ley Indígena de 1977 (N.° 6172), la cual está vigente hasta la fecha. Se crea, además, una institución para atender específicamente a estos pueblos: la Comisión Nacional de Asuntos Indígenas (CONAI), en 1973 (Barié).
Junto con los proyectos de colonización y los territorios indígenas, otro ejemplo de “política de frontera” –el cual juega un papel central en el tema que nos concierne– fue la creación de parques nacionales y áreas silvestres protegidas. En este caso, un punto de referencia fue la promulgación de la primera Ley Forestal (N.° 4465), en 1969, la cual instituyó el Departamento de Parques Nacionales, en aquel momento dentro de la Dirección General Forestal del Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG). Varios autores coinciden al afirmar que fue a partir de esta primera Ley Forestal que tomó fuerte impulso una política estatal conservacionista a escala nacional en las décadas siguientes (Fournier; Evans).
La creación de áreas silvestres protegidas y de una política estatal de conservación forma parte de un escenario más amplio de transformaciones socioterritoriales en los espacios rurales de la Costa Rica “posfrontera”. A partir del momento en que dejaron de existir tierras nacionales de “libre acceso” para ser apropiadas, las dinámicas de ocupación de la tierra tendieron a modificarse, asignando nuevas funciones a los recursos agua, suelo y bosque (Pasos). De la mano con la delimitación de espacios para la conservación, hubo un fuerte crecimiento del turismo –en buena medida asociado a las áreas protegidas–, sobre todo a partir de la década de 1980. Contradictoriamente, esto coexistió con una expansión en las áreas dedicadas a monocultivos de exportación (piña, banano, palma aceitera, caña de azúcar, naranja, entre otros), como vimos anteriormente. El gran protagonista del nacionalismo costarricense tradicional, el labrantín, es desplazado por estas nuevas actividades y territorialidades en los espacios rurales.
Por su parte, este conjunto de transformaciones a escala nacional –entre ellas la creación de áreas silvestres protegidas– coincidió con la emergencia del ambientalismo a nivel internacional. En aquella época, comienza a advertirse acerca de los graves impactos ecológicos del desarrollo, posicionando el tema en la política institucional de Estados y organismos internacionales (Porto-Gonçalves).8Cabe aclarar que siempre y en todo lugar existieron preocupaciones, problemas, regulaciones e incluso conflictos relacionados con el uso y gestión del medioambiente y los bienes naturales. Sin embargo, lo que sí cambia, alrededor de las décadas de 1960 y 1970, es que el tema ambiental se politiza y se institucionaliza, ganando consistencia como un campo en sí mismo. Desde ese momento, la cuestión ambiental se ha convertido en un problema político de primer orden.
En ese sentido, la creación de áreas silvestres protegidas en Costa Rica también obedeció a la presión política ejercida por un joven sector conservacionista, el cual recibió fuerte influencia de corrientes ambientalistas provenientes de los Estados Unidos (Evans). En aquella época, los conservacionistas costarricenses comenzaron a alertar sobre los peligros de una acelerada deforestación y degradación de ecosistemas, asociada a la expansión –y agotamiento– de la frontera agropecuaria (Fournier). De hecho, como informa Evans, entre las décadas de 1950 y 1980, Costa Rica mantuvo una de las tasas de deforestación más altas del mundo, como resultado de la diversificación del modelo agroexportador, principalmente asociado a la ganadería extensiva.9
De esta forma, estamos frente a transformaciones sociopolíticas de gran complejidad, tanto a escala nacional como internacional. De un lado, tenemos en Costa Rica el agotamiento de la frontera de colonización agrícola y el establecimiento de las primeras áreas silvestres protegidas, hasta cierto punto, como una política estatal de ordenamiento de la frontera. Por otro lado, tenemos la politización e institucionalización del tema ambiental a nivel mundial, el cual, a su vez, tuvo repercusiones sociales, políticas y territoriales concretas en Costa Rica. Con el pasar del tiempo, el tema ambiental se convertiría en pieza clave dentro de un renovado discurso nacional costarricense: el excepcionalismo verde, sobre el cual trata el siguiente apartado.
El excepcionalismo verde costarricense: ¿nacionalismo “posfrontera”?
Los orígenes: naturalismo conservacionista y “culto a lo silvestre”
El imaginario de Costa Rica como un país “excepcionalmente verde” se configura a partir del establecimiento de un sistema nacional de áreas de conservación, el cual experimentó una rápida expansión a partir de la década de 1970 y que, desde muy temprano, comenzó a ganar prestigio y visibilidad internacional.
Sus orígenes, no obstante, se remontan a varias décadas atrás. Según Fournier, los antecedentes del conservacionismo costarricense están asociados al trabajo realizado desde finales del siglo XIX y a lo largo de varias décadas por parte de naturalistas extranjeros, en su mayoría provenientes del medio académico de las ciencias naturales.10 De acuerdo con Evans, Costa Rica resultaba atractiva para estos estudiosos del medio natural tropical, en primer lugar, por su espectacular riqueza ecológica, pero también por su estabilidad política, la cual evitaba que “sus estudios se vieran súbitamente interrumpidos por una insurrección violenta, como ha ocurrido en muchos otros países de América Latina” (21). Alrededor de 1914, Costa Rica se había convertido en el principal centro de investigación científica en la América tropical. Asimismo, algunos de estos científicos terminaron estableciendo residencia en el país y realizaron significativos aportes en la formación de cuadros profesionales costarricenses.
Hacia la década de 1960 se sientan las bases para una institucionalización más consolidada del campo ambiental en el país. En primer lugar, alrededor de aquellos años el estudio de temas ambientales comenzó a ser incluido dentro de cátedras universitarias, influenciado por un creciente cuerpo de académicos especializados en el área biológica, muchos de los cuales tuvieron formación en el exterior. Asimismo, comienzan a tomar mayor fuerza las ideas conservacionistas, en donde la realización de eventos y encuentros se hizo más frecuente, predominantemente promovidas desde espacios académicos (Fournier).
Una institución que desde sus inicios contribuyó a forjar el imaginario de Costa Rica como “nación verde” fue la Organización para Estudios Tropicales (OET), fundada en 1963. Esta fue conformada a partir de un consorcio de seis universidades de Estados Unidos –en conjunto con la Universidad de Costa Rica (UCR)–, con el propósito de desarrollar investigaciones en biología tropical, lo cual contemplaba la creación de una estación de investigación de campo en los trópicos. Este objetivo fue alcanzado en 1968, cuando el biólogo estadounidense Leslie Holdridge vendió a la OET una finca que poseía en Sarapiquí, conocida como “La Selva”, en donde vivió y trabajó durante varios años. La Selva se convertiría en la primera estación biológica tropical de la OET, un “laboratorio a cielo abierto” y referencia mundial en su campo, lo cual le brindó a Costa Rica notable visibilidad y prestigio en conservación e investigación científica de los ecosistemas tropicales (Evans).
En sus inicios, la política estatal de conservación en Costa Rica se dio como resultado de la presión de sectores conservacionistas, en su mayoría provenientes del medio académico. Estos insistían en la necesidad urgente de establecer áreas protegidas como una forma de frenar la intensa deforestación y degradación ambiental producida por la expansión de la frontera agropecuaria y la diversificación del modelo agroexportador. En este proceso, los principales protagonistas fueron un pequeño grupo de biólogos, agrónomos e ingenieros forestales, los cuales contaron con el apoyo de académicos y conservacionistas influyentes a nivel internacional (Herrera).11 Como ya mencionamos, fue a partir de la primera Ley Forestal, en 1969, que este proceso tomó mayor impulso.
A partir de los años 1970 se experimenta una rápida expansión de las áreas silvestres protegidas en el país, las cuales pasaron de abarcar 2,5 % del territorio nacional, en 1974, a 4,5 %, en 1978, y luego 8,3 % en 1982 (Evans). Desde ese momento, esta tendencia se ha mantenido en aumento, alcanzando actualmente una cuarta parte (25,77 %) de la extensión territorial –terrestre– de Costa Rica (MINAE). Otro marco importante en ese proceso fue la promulgación de la Ley del Servicio de Parques Nacionales (N.° 6084), en 1977, mediante la cual el Departamento de Parques Nacionales se separa de la Dirección General Forestal del MAG y se constituye como Servicio de Parques Nacionales (SPN). El SPN fue dotado de mayor autonomía y recursos, de manera que tenía autoridad para expropiar tierras para el establecimiento de áreas protegidas (Herrera).
Rápidamente el sistema de áreas de conservación costarricense se convirtió en una especie de referente internacional en su campo. Muestra de ello es que, en 1976, apenas unos pocos años después del establecimiento de los primeros parques nacionales, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) ya destacaba a Costa Rica en un estudio titulado “A Manual for National Parks Planning” como un modelo sobre cómo preservar áreas naturales y cómo crear planes estratégicos para proteger la flora y la fauna. Asimismo, en apenas dos años el presidente en ese momento, Daniel Oduber (1974-1978), recibió dos premios internacionales como reconocimiento a esta política conservacionista (Evans).12 El “mito verde” comenzaba a gestarse.
El establecimiento del sistema de áreas de conservación costarricense se enmarca dentro de lo que Martínez Alier (2004) denomina “culto a lo silvestre”, es decir, una corriente/paradigma de pensamiento ambiental que busca la preservación de espacios naturales prístinos fuera de la intervención humana, mediante la creación de parques nacionales y reservas para la vida silvestre.13 Esta corriente, que tiene como principal sustento teórico y científico la biología de la conservación, parte del principio que para garantizar la adecuada conservación de ecosistemas es necesaria una separación tajante entre naturaleza y sociedad: las áreas protegidas, como máximo, pueden recibir visitantes, pero no habitantes humanos permanentes.
A la luz de esta idea, podría decirse que las políticas estatales de conservación en Costa Rica han tenido una relación ambivalente con las comunidades. De un lado, hay que reconocer que estos esfuerzos conservacionistas hicieron un aporte decisivo para frenar la degradación ambiental y garantizar la integridad de amplias extensiones de ecosistemas naturales, en beneficio de la sociedad en su conjunto. En algunos casos, incluso, los actores locales se han involucrado de manera activa en las estrategias de conservación, de las cuales se han beneficiado directamente. Por otro lado, no se puede ocultar el hecho que, en buena medida, este fue un proceso implementado “de arriba hacia abajo”, que en algunos casos implicó el desplazamiento de comunidades enteras para la creación de áreas protegidas, así como la prohibición a las prácticas tradicionales de uso y aprovechamiento de los bienes naturales, provocando incluso conflictos entre el Estado y las comunidades/habitantes locales, como ejemplifican los casos históricos de los parques nacionales Santa Rosa, Cahuita y Corcovado (Evans).
Por su parte, de acuerdo con Fournier, la década de 1970 también marcó un cambio de actitud y una resignificación al respecto de las relaciones sociedad-naturaleza, en dirección hacia una mayor “conciencia conservacionista” en la sociedad costarricense en su conjunto. Durante muchas décadas, mientras la frontera de colonización agrícola estuvo abierta, predominó una actitud social hacia el entorno que algunos han denominado “teoría de la abundancia”, es decir, la creencia que el país tenía más recursos de los necesarios y que no se desarrollaría ningún tipo de escasez (Evans). No había límites para la explotación de los bosques y recursos naturales, y el lenguaje así lo revela: las áreas con cobertura forestal eran llamadas de “tierras incultas” u “ociosas”, vistas como obstáculos para el desarrollo nacional. Con la emergencia de la cuestión ambiental los bosques en pie, conservados, ganan una valoración positiva, en contraposición con los bosques que fueron derribados para actividades productivas o extractivas.
Asimismo, el tema ambiental se politizó más allá de una política estatal de conservación. Según el ecosocialista Óscar Fallas, a partir de los años 1970 este campo dejó de ser exclusivo de universitarios y profesionales y comenzó a masificarse entre los sectores populares, a través de un número cada vez mayor de organizaciones y luchas de base en este campo. Según informa este autor, de cinco o seis organizaciones ambientales que existían en 1970 pasaron a haber unas sesenta en 1990, convirtiéndose desde ese momento en uno de los principales ejes de antagonismo y lucha social en Costa Rica. En ese sentido, el campo ambiental se va tornando más complejo y plural, con diferentes corrientes de pensamiento y praxis política, en veces antagónicas entre sí.
“Desarrollo sostenible a la tica” y el giro al ambientalismo de mercado
Es posible identificar un cambio de rumbo en la trayectoria del excepcionalismo verde costarricense a partir de las décadas de 1980 y 1990, el cual a su vez se asocia con transformaciones políticas e ideológicas a nivel mundial en relación con el tema ambiental. Si los años 1970 fueron escenario de una institucionalización –aún incipiente– de este campo, a lo largo de las décadas de 1980 y 1990 el ambiente se consolida como vector de primer orden en la geopolítica mundial y en las relaciones internacionales.
En este proceso, un acontecimiento importante fue la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo de la ONU, realizada en Río de Janeiro, Brasil, en 1992 (conocida como Rio-92), evento en el cual se consolida y se torna hegemónica la propuesta/paradigma del “desarrollo sostenible” (Adams). Este término aparece por primera vez en el debate público en 1987, a través de un informe titulado “Nuestro Futuro Común” (también conocido como “Informe Brundtland”), el cual fue elaborado por una comisión internacional de la ONU, con el objetivo de hacer un diagnóstico de la situación ambiental del planeta. El informe Brundtland y su propuesta de desarrollo sostenible tuvieron una extraordinaria eficacia política e ideológica, posicionándose como paradigma ecológico dominante en los principales medios políticos, empresariales y agencias multilaterales (Adams).
No obstante, por detrás de su éxito, se esconden las fuertes tensiones que existen entre diferentes corrientes y actores dentro del campo ambiental, en algunos casos con profundos antagonismos filosóficos y políticos. De acuerdo con Porto-Gonçalves, frente a los avances de múltiples movimientos sociales de base que lograron imprimirle al debate ambiental un fuerte carácter de justicia social:
Se desencadenó una amplia estrategia empresarial, con ayuda de grandes ONG, para que se condicionara la búsqueda de alternativas políticas a los marcos del orden social existente, o sea, que se procurara encajar las soluciones a las reglas del juego del mercado capitalista (Porto-Gonçalves 302).
Según este autor, el desarrollo sostenible constituye un esfuerzo teórico por compatibilizar la cuestión ambiental con el paradigma del desarrollo, una sofisticada estrategia discursiva direccionada para ajustar las propuestas e inquietudes ambientalistas a los designios de la racionalidad económica mercantil. De manera exitosa, mediante el adjetivo “sostenible” logró adornar el desarrollismo clásico sin modificar su núcleo duro: la economía de crecimiento (Monge, 2014).
Bajo el dominio del desarrollo sostenible, se puso en marcha a partir de los años 1980-1990 un notable reordenamiento en las políticas de gestión ambiental a escala mundial. Bajo fuertes presiones de intereses corporativos y empresariales, ha logrado imponerse una visión economicista y mercantil en los espacios de discusión y negociación supranacionales relacionados con el tema ambiental, los cuales, a su vez, ejercen una fuerte influencia sobre tomadores de decisión dentro de los Estados (Porto-Gonçalves). De hecho, la propia expresión “gobernanza ambiental”, que desde entonces se volvió común en el léxico político oficial, es fiel reflejo de estas visiones tecnocráticas y reduccionistas: de acuerdo con Denault, la noción de gobernanza se caracteriza por una tendencia a transformar la política en una retórica de gestión puramente gerencial y altamente coercitiva, suprimiendo el debate político a través de un intenso marketing ideológico.
Desde esta perspectiva, denominada por algunos autores como “modernización ecológica” (Martínez Alier), la solución a los problemas ambientales radicaría en innovaciones tecnológicas para disminuir los daños e impactos de las actividades económicas, así como en la incorporación de instrumentos y mecanismos de mercado en la gestión y administración de los bienes naturales. De esta manera, a lo largo de las últimas tres décadas se ha dado una tendencia a nivel mundial hacia la mercantilización de los bienes naturales y la creación de mercados para los servicios que estos proveen, dando origen a nuevos conceptos y lenguajes, tales como “capital natural” o “servicios ambientales” (Herrera).
Este reordenamiento en la gobernanza ambiental mundial es fundamental para entender el excepcionalismo verde costarricense. En primer lugar, porque tuvo fuerte impacto sobre las políticas y la institucionalidad ambiental a escala nacional, las cuales experimentaron una reconfiguración y un cambio de enfoque durante este período. En segundo lugar, y aún más importante, es el hecho que Costa Rica ha venido desempeñando un papel estratégico dentro de ese ambientalismo de mercado global, funcionando como una especie de “eco-laboratorio”, zona de experimentación de formas innovadoras de gobernanza ambiental neoliberal (NyP-CIEP). En efecto, este país fue pionero en la adopción de mecanismos de gestión ambiental basados en el mercado, a través de políticas y programas como Canje de Deuda por Naturaleza (“Debt-for-Conservation Swap”) y Pago por Servicios Ambientales (PSA), implementados a partir de 1987 (Ramírez).
Hacia finales de la década de 1980 e inicios de la década de 1990 ocurre lo que podríamos denominar el giro hacia un ambientalismo de mercado en Costa Rica (Herrera). Los protagonistas ya no son aquellos biólogos conservacionistas de décadas atrás, sino tecnócratas, economistas y gestores de recursos naturales. El “culto a lo silvestre”, si bien no desapareció por completo, fue desplazado por el “evangelio de la ecoeficiencia” (Martínez Alier). Nuevas funciones son asignadas a las áreas de conservación: más allá de la preservación de especies y ecosistemas naturales, se insiste en la necesidad de explotar dichos espacios con fines económicos, mediante actividades como ecoturismo, bioprospección y captura de carbono. De acuerdo con Ramírez, estas innovaciones y nuevas racionalidades vinculadas al desarrollo sostenible jugaron un papel importante en el proceso de neoliberalización en Costa Rica, en donde la gestión ambiental se convierte en un campo estratégico mediante el cual el Estado costarricense fortaleció sus vínculos con el mercado global.
Para esos años, la imagen internacional de Costa Rica como país ejemplar en materia ambiental se fortalece aún más, al calor de las discusiones sobre desarrollo sostenible. En 1988, durante el primer gobierno de Óscar Arias, fue lanzada la “Estrategia de Conservación para el Desarrollo Sostenible de Costa Rica” (ECODES), resultado de un trabajo conjunto entre el recién creado Ministerio de Recursos Naturales, Energía y Minas (MIRENEM) y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), con apoyo de otras ONG ambientales internacionales. La ECODES fue pensada como una estrategia amplia para diseñar un nuevo estilo de desarrollo nacional, bajo la línea del desarrollo sostenible planteada en el informe Brundtland (Fernández). Simbólicamente, esta Estrategia fue lanzada de manera oficial en el marco de la 17.ª Asamblea General de la UICN, en febrero de 1988, cuya sede fue precisamente San José, Costa Rica. Asimismo, fue durante este evento que se presentó, frente a miembros de la comunidad internacional, el primer programa de Canje de Deuda por Naturaleza (Evans).
No obstante, fue en el contexto de la Rio-92 que el excepcionalismo verde costarricense se consolida en definitiva. Durante la Conferencia, representantes del gobierno de Costa Rica propusieron que el país fuera sede permanente del “Consejo de la Tierra” (Earth Council), una instancia de coordinación y articulación global de organizaciones de sociedad civil, cuyo objetivo principal era operacionalizar y poner en práctica los acuerdos del desarrollo sostenible establecidos en dicha Conferencia. En el discurso, el entonces presidente Rafael Ángel Calderón invitó al resto del mundo a “imitar a Costa Rica, en donde la ecología disfruta de una larga tradición y un sólido prestigio” (Evans 172). La propuesta fue aprobada por los más de 100 jefes de Estado y 9000 representantes de ONG presentes. Días después, el 26 de junio de 1992, un editorial del periódico La Nación celebraba con optimismo y orgullo que “Calderón ha obtenido la mayor victoria en política exterior, con la designación de Costa Rica como sede permanente del Consejo de la Tierra (…) Nos estamos convirtiendo como nación en uno de los principales centros de la ecología mundial” (cursivas añadidas) (citado en Evans 172). Ya aquí podemos ver un “nacionalismo verde” plenamente constituido.
El tema ambiental se convirtió en eje central de la política exterior costarricense y “carta de presentación” del país ante la comunidad internacional, como queda en evidencia en algunas frases célebres de políticos costarricenses de la época. Calderón, por ejemplo, durante la toma de posesión presidencial en 1990, hacía referencia a un “nuevo orden ecológico de cooperación internacional”, en el cual Costa Rica jugaría un papel clave como polo de atracción para la inversión extranjera y la cooperación internacional a través de la gestión ambiental (Evans; Herrera).
Sin embargo, quizás la más célebre de las frases es la propuesta de “desarrollo sostenible a la tica”, la cual se constituyó como paradigma de discursos y acciones durante la administración de José María Figueres (1994-1998) (Monge, 2014). Esta representa la cristalización del excepcionalismo verde costarricense, algo así como la “excepcional vía costarricense” para el desarrollo sostenible. Asimismo, según observa Monge (2014), existe una relación estrecha entre este discurso y el ascenso del modelo neoliberal en Costa Rica:
Se constituye así el “desarrollo sostenible a la tica”, que se puede definir como: una versión del desarrollo sostenible que busca incluir la variable ambiental en las políticas de Estado-nación costarricense, sin interrumpir los procesos de reforma institucional, apertura e integración económica de Costa Rica bajo los estándares del diseño neoliberal como esquema político-económico dominante (Monge, 2014, 8).
El desarrollo sostenible a la tica articuló de manera compleja el discurso ambiental con el “viejo” excepcionalismo nacional costarricense. De acuerdo con un documento del Ministerio de Planificación (MIDEPLAN) del año 1998, titulado “Gobernando en tiempos de cambio”, el desarrollo sostenible a la tica planteaba al mismo tiempo rupturas y continuidades: ruptura porque busca superar gradualmente las prácticas depredadoras del ambiente y continuidad “porque se trata de profundizar los excepcionales logros alcanzados en la sostenibilidad del sistema político-institucional y del desarrollo social” (cursivas añadidas) (citado en Monge, 2014, 7). De esta forma, el nacionalismo costarricense se renueva a través del desarrollo sostenible, reinventando y dando continuidad a los discursos que representan a Costa Rica como un país excepcional, ahora por otros motivos.
“Sin ingredientes artificiales”: lo ambiental como Marca-País
Como resultado de este proceso, se ha consolidado en las últimas tres décadas un imaginario que representa Costa Rica como un país “en armonía con la naturaleza”, ejemplar en materia de gestión ambiental y sostenibilidad. Incontables representaciones continuamente reproducen este imaginario, asociando términos como “paraíso”, “verde”, “sostenible” y “natural” a las descripciones que se hacen de Costa Rica, en medios tan variados como publicidad turística, artículos académicos, reportajes periodísticos, blogs de visitantes y reportes técnicos de ONG, entre otros (PEAT-CIEP).
Lo anterior nos lleva a discutir otra dimensión constitutiva del excepcionalismo verde: el turismo. Pieza clave en la implementación del proyecto neoliberal “a la tica”, este refleja la transformación de la estructura económica de Costa Rica provocada por el ajuste estructural de los años 1980-1990, el cual tuvo un impacto particularmente sensible en los espacios rurales (Ramírez). A lo largo de las últimas tres décadas, esta actividad ha experimentado un crecimiento exponencial y se ha convertido en una de las principales generadoras de divisas a nivel nacional: de unos 250 000 visitantes extranjeros que se registraban en 1985, este número alcanzó los 2 millones en 2008 y poco más de 3 millones en 2018 (Herrera; ICT). La relación entre el turismo y el excepcionalismo verde es estrecha y recíproca, pues el principal atractivo que convoca a los visitantes extranjeros es la naturaleza tropical exuberante que ofrece el país, conservada mediante sus parques nacionales y demás áreas protegidas. De hecho, el turismo emergió y se ha desarrollado de manera concomitante con la creación de un sistema nacional de áreas de conservación.
Asimismo, el sector turístico ha sido en buena medida responsable por la construcción de ese imaginario “verde”, como una estrategia para promocionar al país como destino (eco)turístico a nivel internacional. Como parte de esta estrategia, el Instituto Costarricense de Turismo (ICT) lanzó en 1997, con asesoría de la firma internacional McCann-Erickson, la campaña “Sin ingredientes artificiales” (“Costa Rica, No Artificial Ingredients”), haciendo énfasis en la belleza y las riquezas naturales del país, sus playas, bosques, volcanes y biodiversidad (Rodríguez). Más que una campaña publicitaria, “sin ingredientes artificiales” se convirtió en el eslogan oficial del ICT durante casi dos décadas, lo cual provocó un fuerte impacto simbólico y discursivo, dentro y fuera del país. Tal como revela el trabajo de Barboza, tanto en las plataformas oficiales de promoción turística como en el buscador de imágenes de Google, predominan representaciones de Costa Rica que muestran selectivamente paisajes naturales prístinos e inalterados, casi totalmente carentes de trazos de cultura humana (Barboza, 2017).
En 2013, en un intento por ampliar la “imagen país” más allá del ecoturismo, se instituyó una nueva campaña, bajo el nombre “Costa Rica Esencial”. Tal como se expresa en su página web, Costa Rica Esencial es una “Marca-País”, es decir: “una estrategia para posicionar y capitalizar en el mercado internacional la imagen de un país”. Su objetivo principal es “incentivar la reputación por medio del turismo, inversiones o la adquisición de productos a través de las exportaciones”.
El lanzamiento de esta Marca-País deja en evidencia la instrumentalización del excepcionalismo verde dentro del proyecto neoliberal, pues ya no se trata de una campaña solamente del ICT, sino que cuenta con participación de importantes entidades estatales y privadas relacionadas con la promoción del comercio exterior: el Ministerio de Comercio Exterior (COMEX), la Promotora de Comercio Exterior de Costa Rica (PROCOMER) y la Coalición Costarricense de Iniciativas de Desarrollo (CINDE), entre otras. Asimismo, puede observarse cómo esta Marca-País integra y articula el tema ambiental con otros rasgos “excepcionales” que supuestamente caracterizan a las y los costarricenses: “pura vida, carismáticos, empunchados, especializados y talentosos”.
Finalmente, a partir de la última década se ha agregado un nuevo vector dentro del excepcionalismo verde costarricense, el cual tiene que ver con la generación de energía eléctrica a partir de fuentes renovables, comúnmente denominadas “energías limpias”. Una vez más, se ha dado una combinación particular de factores endógenos y exógenos, que ha venido a fortalecer aún más el imaginario de Costa Rica como país “verde”. En este caso, el modelo de generación eléctrica presente en el país (basado mayoritariamente en hidroelectricidad y con participación creciente de fuentes renovables no convencionales, como eólica, geotérmica y solar) ha sido invocado como un modelo ejemplar de “energía limpia”, ampliamente visibilizado a través de medios de comunicación internacionales (ver, por ejemplo, BBC Mundo).
El protagonismo de Costa Rica en este campo adquiere sentido en un contexto internacional de gobernanza del cambio climático, el cual tiene como uno de sus ejes principales la “descarbonización” y la “transición energética global” hacia fuentes renovables. Algunos, como la Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA, por sus siglas en inglés), aseguran que la transición energética global hacia energías renovables traerá a lo largo del siglo XXI transformaciones geopolíticas comparables con las que produjo la utilización a gran escala del carbón y el petróleo, en los siglos XIX y XX (IRENA). No obstante, como señalan algunos críticos (Lohman), atrás de las aparentes preocupaciones ambientales, el discurso de las “energías limpias” y la “descarbonización” está dominado por una perspectiva mercantil y reduccionista de la crisis climática; este es apenas un pretexto para la apertura de nuevos mercados, en este caso, de carbono.
Costa Rica, por su parte, estaría destinada a jugar un papel fundamental en la transición energética global, “posicionándose como país pionero en donde puedan probarse ideas nuevas para limpiar la economía del planeta y convertirse en un laboratorio verde para luego exportar medidas exitosas a otras naciones” (Cursivas añadidas) (Arguedas). El país ha tenido un papel destacado en las cumbres climáticas de la ONU, principalmente a través de la figura de Christiana Figueres, quien desde 1995 ha sido miembro del equipo de negociación de Costa Rica en la Convención Marco sobre Cambio Climático de la ONU (CMNUCC) y en 2010 fue nombrada Secretaria Ejecutiva de dicho espacio. Además, como señala Lohman, Figueres también se encuentra dentro de los principales personajes que han trabajado en la creación de los mercados de carbono a nivel mundial, ocupando de forma simultánea importantes cargos en el sector privado.14
En el marco de las discusiones y negociaciones de la CMNUCC, el gobierno costarricense lanzó en febrero de 2019 el “Plan Nacional de Descarbonización 2018-2050”, el cual sintetiza una serie de acciones estratégicas para potenciar la descarbonización de la economía costarricense en el largo plazo, es decir, eliminar el uso de combustibles fósiles. A través de este plan, el gobierno de Costa Rica se propone “sentar las bases de la nueva economía para el siglo XXI, que responda a los cambios del contexto mundial, transitando hacia una economía verde, que promueve el uso y aprovechamiento sostenible de recursos naturales” (Gobierno de Costa Rica 3). De hecho, uno de los ejes del actual gobierno (2018-2022) ha sido el de posicionar al país como un “laboratorio mundial de descarbonización”.
Desde su concepción, el Plan de Descarbonización ha venido entremezclado con un fuerte discurso nacionalista. Este ha sido lanzado como parte de los compromisos del “Gobierno del Bicentenario”, haciendo referencia a los 200 años de independencia que se cumplen en 2021. Asimismo, se puede leer en la retórica de miembros del gobierno una analogía entre el Plan de Descarbonización y la abolición de las fuerzas armadas, la cual representa uno de los mayores símbolos del excepcionalismo nacional costarricense.
El 1 de diciembre de 2018, día en que se cumplían 70 años de la abolición de ejército, el gobierno propuso a Costa Rica para ser anfitriona de la 25.a COP, a ser realizada en diciembre de 2019.15A raíz de este anuncio, el presidente Carlos Alvarado escribía en su cuenta de Twitter que “la lucha contra el cambio climático nos convoca hoy a dar un paso adelante, así como hace 70 años cuando abolimos nuestro ejército”. Por su parte, Andrea Meza, directora de Cambio Climático del Ministerio de Ambiente y Energía (DNCC/MINAE) aseveraba que “el legado de nuestros antepasados fue la abolición del ejército y nuestro legado a las nuevas generaciones será la abolición de los combustibles fósiles” (citado en Arana). “Nacionalismo verde” en su máxima expresión.
Conclusiones
En este trabajo hemos procurado ofrecer elementos que ayuden a comprender, desde una perspectiva crítica, la construcción –y reconstrucción– del nacionalismo/excepcionalismo costarricense a lo largo de su historia. Vimos cómo el discurso nacionalista tradicional se apoya en un imaginario histórico –centrado en la figura del labrantín y su “democracia rural”–, así como en un imaginario geográfico –en el cual ocupa un lugar central la frontera, expansión del “Valle Central” sobre el resto del territorio nacional–. A manera de hipótesis, nos parece sugerente plantear que el nacionalismo costarricense tradicional se constituyó como un “nacionalismo de frontera”.
Aunado a lo anterior, vimos que el agotamiento de la frontera de colonización agrícola, hacia mediados del siglo XX, representa un parteaguas histórico y geográfico en Costa Rica. Este importante acontecimiento marca la decadencia del nacionalismo tradicional (de frontera) y la emergencia de un “nuevo” nacionalismo (¿“posfrontera”?), que ha sido predominantemente elaborado en clave ambiental: el excepcionalismo verde. Si bien el “verde” no es la única forma en que se ha reinventado el imaginario nacional costarricense en las últimas décadas,16 sí consideramos que constituye el principal sucesor del nacionalismo tradicional. Así como la frontera “hizo” a la nación, el cierre de esta también la volvió a hacer, la reinventó.
Ahora bien, tanto el nacionalismo tradicional como el verde se han construido a partir de discursos y representaciones que obedecen a agendas políticas y económicas de grupos de poder, y que no siempre son fieles a la realidad. Mientras se afirman ciertos actores y valores dominantes, otros –subalternos– son invisibilizados, descalificados o, peor aún, deliberadamente eliminados. El nacionalismo tradicional fue profundamente racista, excluyendo a las comunidades indígenas y a la población afrodescendiente de la condición de ciudadanos costarricenses. Además, fue un nacionalismo que se construyó en oposición a los hermanos países centroamericanos, contribuyendo a formar un insidioso –y patético– sentimiento de superioridad. La xenofobia en contra de los migrantes nicaragüenses que viven en el país es una triste prueba de ello.
El excepcionalismo verde, por su parte, nos muestra una imagen distorsionada y selectiva de la realidad socioambiental del país. Por detrás del “mito verde” se esconden una serie de crímenes ambientales,17tales como la deforestación y contaminación de agua, suelo y aire producida por la expansión de monocultivos –principalmente de piña–, el represamiento –y acaparamiento– de los ríos para producir “energía limpia”, la pesca de arrastre, la importación y utilización masiva de agrotóxicos, el mal manejo de residuos sólidos, la contaminación sistemática de los ríos por la urbanización, entre tantos otros problemas que diariamente atentan contra la calidad de vida de la población y los ecosistemas. Resulta muy contradictorio el hecho que a partir de los años 1990 –momento de consolidación del excepcionalismo verde– es que se registra un mayor aumento en la ocurrencia de conflictos socioambientales en el país (Gutiérrez).
Como cualquier mito, el excepcionalismo verde costarricense tiene parte de verdad. En efecto, a lo largo de las últimas décadas se han alcanzado importantes logros en materia ambiental, que sería ingrato no reconocer. Muchas personas, instituciones y organizaciones, desde diferentes ámbitos de acción, han hecho grandes esfuerzos en dirección a una relación más sustentable con el ambiente. No obstante, este trabajo procuró ofrecer una perspectiva crítica de este imaginario, en contraste con la autocomplacencia y la superficialidad que suele predominar. Dentro de los aspectos más problemáticos del excepcionalismo verde está el presentarse ideológicamente neutral, como si estuviera al margen de las relaciones de poder, cuando en realidad se trata de un constructo elaborado desde un conjunto de actores en específico –nacionales y globales– que persigue finalidades políticas muy concretas. Ello significa que otros actores, portadores de otras perspectivas sobre la cuestión ambiental, quedan invisibilizados y excluidos, sobre todo aquellos que conciben la defensa del ambiente como inseparable de la justicia social.
Quizás sea el momento de prestar atención a esas “otras” voces que tanto pueden aportar para encontrar soluciones frente al desafío ambiental: pueblos indígenas, campesinos, ecologistas, mujeres, jóvenes, comunidades… Quizás sea momento de inventar nuevas identidades colectivas, basadas en el respecto profundo de la diversidad que nos conforma y en la eliminación de cualquier forma de injusticia y discriminación.
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Nota conceptual: la noción de excepcionalismo, es decir, de ser excepcional, es consubstancial a cualquier nacionalismo. Toda nación se autoimagina como excepcional; sin embargo, no todo excepcionalismo es necesariamente nacionalista: muchas otras formas de identidad (no nacionales) también se representan a sí mismas como excepcionales, sean estas étnicas, religiosas o de otro tipo. Si bien ambos términos –nacionalismo y excepcionalismo– no son sinónimos, en el presente artículo se utilizan de manera casi indistinta.
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Nota metodológica: este artículo discute, de manera simultánea y paralela, procesos y discursos, es decir, aspectos que refieren a la realidad social concreta –procesos– como a representaciones subjetivas e ideológicas de esa realidad –discursos–. Los autores aclaramos que no compartimos muchas de las ideas que aquí se exponen, específicamente, las que hacen referencia a los discursos nacionalistas, excepcionalismo verde incluido. Al contrario, a través de este trabajo pretendemos aportar en la desconstrucción crítica de algunos de los mitos sobre los cuales se sostiene el excepcionalismo nacional costarricense, del pasado y del presente.
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Como explica Acuña (2002), tradicionalmente los estudios sobre la formación de la “nación costarricense” se confundían con la ideología misma de la nación. A partir de la década de 1990 se lleva a cabo una importante renovación en los estudios históricos sobre la formación nacional, interpelando muchos de los mitos sobre los cuales se construyó el imaginario nacional entre los siglos XIX y XX. En este apartado se exponen algunos de estos mitos nacionales, los cuales, como cualquier mito, pueden contener algunos elementos verdaderos, pero también muchos otros ficticios o distorsionados. Más allá de la veracidad de este relato, no resta duda del éxito que este tuvo en la consolidación del imaginario nacional costarricense.
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Desde entonces, de la mano con estas reconfiguraciones en los espacios rurales, se han dado importantes cambios en la institucionalidad agraria: en 1982, el ITCO se transformó en IDA (Instituto de Desarrollo Agrario) y en 2012, en INDER (Instituto de Desarrollo Rural), cambiando no solamente el nombre sino el enfoque y paradigma de las políticas agrarias (Llaguno, Cerdas y Aguilar).
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De acuerdo con Porto-Gonçalves, dos eventos clave marcan esta politización e institucionalización del tema ambiental a escala mundial, ambos ocurridos en 1972: (1) la realización de la primera Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente Humano, en Estocolmo, Suecia y (2) la publicación del informe “Los límites del crecimiento”, un diagnóstico de la situación ambiental del planeta elaborado por un grupo de expertos a pedido del Club de Roma –un poderoso conglomerado empresarial–, con profundos impactos en la opinión pública mundial.
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Una de las actividades que más contribuyó a la deforestación acelerada del territorio fue la ganadería de carne, atendiendo la fuerte demanda por parte de los Estados Unidos para la creciente industria de comidas rápidas. A lo largo de este proceso –que algunos han denominado la “potrerización” de Costa Rica (Fournier)–, el número de cabezas de ganado se triplicó en tan solo 35 años, entre 1950 y 1985 (Evans).
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Entre las personas que trabajaron en las primeras etapas de construcción del sistema de áreas protegidas destacan dos personajes clave: Mario Boza y Álvaro Ugalde, los cuales vendrían a ocupar puestos importantes dentro del recién creado Departamento de Parques Nacionales (Fournier).
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Se trata del “Albert Schweizer Award”, otorgado por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) en 1976, y el “Green World Award”, otorgado por el Jardín Botánico de Nueva York en 1977 (Evans).
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El primer parque de este tipo a nivel mundial, ejemplo insignia del “culto a lo silvestre”, es el parque Yellowstone, ubicado en el oeste de los Estados Unidos, el cual fue fundado en 1872 (Martínez Alier). No es casualidad que este se haya conformado justamente en un contexto de expansión de la frontera de ese país hacia el Oeste.
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Christiana Figueres es una de las figuras más notables del excepcionalismo verde costarricense, así como del “capitalismo verde” a nivel mundial. De acuerdo con Lohman, ha sido asesora superior de C-Quest Capital (empresa de financiamiento de carbono), asesora de cambio climático para la empresa energética española Endesa y vicepresidenta del comité de calificación de carbono Rating (firma privada que aplica los criterios de calificación crediticia para los activos del carbono). Por si fuera poco, Christiana pertenece a una de las principales familias de la clase política costarricense. Su padre, José Figueres Ferrer, es el gran caudillo de la segunda mitad del siglo XX y dos veces presidente. Por otra parte, es hermana de José María Figueres Olsen, presidente de Costa Rica entre 1994 y 1998 y figura clave, tanto en la construcción del excepcionalismo verde, como en el ascenso del proyecto neoliberal en el país.
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Finalmente, la COP-25 fue realizada en Madrid, España. No obstante, Costa Rica logró ser designada anfitriona de la “Pre-COP-25”, realizada entre 8 y 10 de octubre de 2019, dos meses antes del evento principal. La Pre-COP fue considerado el mayor evento ambiental que el país haya organizado en toda su historia.
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Además del excepcionalismo verde, otros elementos han contribuido a reconstruir el nacionalismo costarricense en las últimas décadas, sin embargo, no con el mismo éxito, entre estos: la referencia a Costa Rica como el “país más feliz del mundo”, ejemplar en el tema de los derechos humanos (sede de organismos internacionales como la Corte Interamericana) y, en menor medida, como polo tecnológico de punta (el caso de Intel y del astronauta Franklin Chang).
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Incluye no solo los crímenes sobre el medio ambiente en sí, sino también los crímenes de aquellas personas que han luchado por defenderlo, activistas ecologistas, campesinos e indígenas, cuyos asesinatos han quedado en impunidad y se han perdido en el olvido: Oscar Fallas (1994), Jaime Bustamante (1994), María del Mar Cordero (1994), David Maradiaga (1995), Jairo Mora (2013), Sergio Rojas (2019), Jehry Rivera (2020), solo por mencionar algunos.
Fechas de Publicación
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Fecha del número
Jan-Dec 2020
Histórico
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Recibido
11 Mar 2020 -
Acepto
30 Jun 2020